30

LA primavera había regalado a Bradbury Hall flores en abundancia. Llenaban todos los jardines, bordeaban todos los caminos, desplegando un vívido colorido en los prados amplios y en los cuidados canteros del patio. Desde lejos no se podían apreciar del todo los capullos; tampoco el aire, que estaba cargado de fragancia.

Elise llevaba seis días en Bradbury, pero aún le encantaba salir para admirar la belleza de la casa y sus terrenos. Aunque la casa solariega había abierto sus puertas a Nicholas, Justin y los caballeros Sherbourne y Kenneth, todavía hallaba una hora o dos, cada mañana, para dedicar a alguna tarea de jardinería. Usaba faldas, blusas y corpiños acordonados que copiaban la simplicidad del atuendo campesino, pero constituían en sí frescos ramilletes

de tonos primaverales. Los sombreros de ala ancha, con sus largas cintas, no sólo enmarcaban la belleza de su rostro, prestando digno complemento a sus ropas, sino que protegían su blanco cutis del sol. A decir verdad, ella atraía más miradas admirativas que

sus flores.

Maxim se relajaba poco a poco, a medida que las tensiones que lo habían oprimido empezaban a evaporarse. Ahora reía con más facilidad y frecuencia. Gozaba con la camaradería de sus amigos, con la amorosa atención de su mujer y la pura alegría de estar en su casa. Muchas veces paseaba por los jardines con Elise. Habitualmente, si estaba en la casa, el uno nunca estaba muy lejos de la otra. Cuando alguna tarea lo obligaba a alejarse, volvía deprisa, haciendo volar los cascos de Eddy. Nunca antes había sentido tanta devoción; se mostraba siempre impaciente por reanudar el amor en la alcoba.

Un miércoles por la mañana, un coche tirado por cuatro caballos se detuvo ante la casa, allí donde Elise estaba llenando un cestillo de flores para decorar el interior. El lacayo bajó de un salto para abrir la portezuela y ofrecer la mano a una anciana. Era delgada, de pelo blanco y pequeña estatura; caminaba con la ayuda de un bastón, pero mantenía la elegancia de una mujer mucho más joven. Una almidonada golilla de encaje adornaba el vestido de color verde intenso; su encantador peinado estaba coronado por un sombrerillo emplumado del mismo color. Había un brillo alerta en los ojos azules. Al acercarse Elise, se fijaron en ella con inconfundible ansiedad.

—Soy Anne Hall, condesa de Rutherford, querida. ¿Y vos...?

Elise, nerviosa y excitada, le hizo una rápida reverencia.

—Soy Elise Seymour, marquesa de Bradbury.

Los ojos azules chisporrotearon.

—Me han dicho que tenéis un collar que yo podría reconocer. ¿Me permitiríais verlo?

—Desde luego, condesa. —Elise dirigió la mano hacia la sólida puerta principal.-

—¿Os dignaríais entrar conmigo?

—Con gran placer, querida.

Elise subió deprisa los dos peldaños para abrirle. La anciana se detuvo detrás de ella, sonriente, estudiando la cara oval. Por fin asintió, como si el semblante le fuera simpático.

—Hay en vos cierta expresión, querida, que es como el fulgor del sol en las hojas de un árbol, en medio de un bosquecillo. A mi modo de ver, sin duda sois la alegría y la luz de los que os rodean. Vuestro esposo debe de ser muy feliz.

El delicado rubor que honró las mejillas juveniles se acentuó en una sonrisa tímida.

—Eso espero, milady.

Los ojos ancianos no pasaron por alto el brillo de placer ni el significado de la respuesta aquella mente ágil.

—Veo que lo amáis.

—Muchísimo —murmuró Elise, fervorosa.

La anciana le dio una palmadita en la mano, a manera de aprobación.

—No necesito preguntar si sois feliz, querida. Veo que así es.

—Sí, milady.

—Podéis llamarme Anne, querida. —La mujer señaló la puerta con el bastón.— ¿Entramos?

—Por supuesto.

Elise, riendo, acompañó a la condesa al gran salón. Después de ordenar a un sirviente que le sirviera un refrigerio, corrió por la escalera a las habitaciones principales, en busca del collar. Al descender con la misma celeridad aquellos mismos peldaños de piedra, en los que había reconocido a Maxim por primera vez, tuvo que detenerse a esperar que la cabeza dejara de darle vueltas. Jamás comprendería cómo hacía Maxim para brincar por esos giros incesantes sin agitarse ni marearse, a veces con ella en brazos. En esas ocasiones ella se apretaba a su cuello, con la sensación de que él la asustaba a propósito con su celeridad.

La leve molestia que había sufrido pasó poco a poco, pero quitó color a sus mejillas.

Cuando regresó al salón, la anciana mostró cierta preocupación ante su palidez. Quiso levantarse para prestarle ayuda, pero la muchacha la hizo sentar con una sonrisa débil.

—Es sólo un pequeño mareo —le aseguró—. Traté de descender demasiado deprisa.

—Por lo demás ¿estáis bien? —preguntó Anne, afligida.

Elise asintió. Luego ofreció el collar a la condesa en el dorso de la mano.

Anne ahogó una exclamación al verlo. Apoyando el bastón contra la rodilla, recogió cuidadosamente la joya y, con dedos temblorosos, extrajo de su bolso un impertinente con el que examinó la miniatura de esmalte. Al cabo de un momento apretó el collar contra el seno, levantando los ojos al techo. La felicidad le inundaba el rostro arrugado.

—¡Por fin! —susurró, lagrimeando. Parpadeó para contener el llanto y sonrió a Elise—.

—Decís que vuestra madre fue encontrada con este collar cuando era sólo un bebé.

—Eso me han dicho. La abandonaron en un cesto, en la capilla de los Stamford.

—Este collar pertenecía a mi hija —confesó Anne, con emoción—. Te pareces mucho a ella, y sólo puedo pensar que eres la hija de mi nieta, la que nos fue robada hace tantos años.

La sonrisa de Elise iluminó su cara entera. Llena de entusiasmo, informó a la mujer:

—Mi padre tenía un retrato de mi madre en una cabaña de su propiedad, a cierta distancia de aquí. Ya he enviado a un hombre para que me lo traiga. Llegará en cualquier momento. Se me advirtió que vendríais y supuse que querríais saber cómo era vuestra nieta, Deirdre.

—¿Así llamaron a tu madre? —preguntó Anne. Sonrió ante el gesto afirmativo de la muchacha—. Nosotros la llamábamos Catherine.

—Espero que podáis pasar un tiempo con nosotros —la invitó Elise, ansiosa—. Tanto como deseéis.

—Me hará muy feliz pasar un tiempo aquí, querida mía —aceptó la anciana—. Quiero conoceros mejor, y eso no se puede hacer de un día al otro. Tenemos mucho que contamos.

Unos pasos que se acercaban hicieron que la joven se pusiera de pie, con un anuncio feliz:

—Viene mi esposo. Quiero presentároslo.

Anne rió por lo bajo, señalando el retrato de Maxim, que pendía ahora en el muro, junto al hogar.

—De cuantas mujeres han pasado por la corte, ninguna ha perdido la oportunidad de relacionarse con hombre tan gallardo como lord Seymour. No soy tan vieja como para no admirar a los hermosos caballeros que Isabel suele atraer hacia sí. La reina tiene buen gusto para elegir a sus cortesanos, como sabéis Maxim rió desde la puerta, donde se había detenido a escuchar.

—Volvemos a vemos, condesa Anne.

—¡Grandísimo rufián! —le regañó ella, con buen humor—. Os habéis casado con mi bisnieta. ¿Qué decís a eso?

—Que soy un hombre muy afortunado. Ahora sé de quién heredó su belleza.

Los frágiles párpados descendieron un poco para una mirada de soslayo.

—¿y qué estáis haciendo para respetar la tradición familiar de traer al mundo bellos y sanos bebés?

Maxim expresó su regocijo con una carcajada dirigida al techo, haciendo que Anne echara un vistazo a Elise. Su sonrisa vacilante y azorada le aseguró que eso ya estaba en marcha.

—¡Conque la escalera, sí! —se burló la anciana, divertida. Luego informó a la pareja:— Me gustan las niñas, y en gran número.

—Necesitaremos cuanto menos un varón o dos, para que protejan a sus hermanas de los pillos que irán pisándoles los talones —sugirió— Maxim, siguiéndole el tren.

Anne respondió encogiéndose de hombros como si aceptara esa lógica.

—Uno o dos, cuanto menos.

Elise es escondió en el abrazo de su marido, sonriente.

—Para cumplir con planes familiares tan ambiciosos, milord, tendréis que permanecer muy cerca de casa.

—Esas son exactamente mis intenciones, señora —le aseguró él.

Spence regresó al día siguiente con el retrato de Deirdre. A petición de Elise, lo llevó al piso alto, para ponerlo en la antecámara de los amos. Elise había planeado colgarlo sobre la repisa, por lo que Spence se dedicó a preparar el sitio. En ese momento entró Maxim, polvoriento por haber cabalgado por sus tierras Se pasó un brazo por la frente y rió al ver que había dejado una mancha en la camisa.

—Tendré que lavarme antes de daros un beso —comentó, melancólico.

—Estoy convencida de que un poco de polvo no me hará daño —replicó ella, con una sonrisa llena de expectación.

Maxim, riendo entre dientes, se acercó con los pulgares hundidos en el cinturón e inclinó la cabeza para saborear la dulzura de sus labios. Al cabo de un instante se apartó, suspirando, y clavó una mirada significativa en Spence, con lo que le hizo tambalear en el hogar

—¿Tienes algo que hacer aquí? —inquirió el marqués, dando a entender que no aceptaría excusas débiles.

Elise se echó a reír y lo despidió con un gesto de la mano.

—Di a los criados que traigan agua para el baño de Su Señoría —le indicó. Mientras el hombre se retiraba deprisa, ella giró su sonrisa hacia Maxim—. Lord Seymour me ayudará a colgar el cuadro.

—Sí, señora.

—Pedazo de ogro —acusó Elise a su marido, entre risas—.Creo que te gusta espantar a todos con esas miradas amenazantes.

—Así consigo que abandonen mis habitaciones cuando tengo otros propósitos.

—Por ejemplo?

—Bien lo sabes. —La mirada investigadora de Maxim le encendió las ropas.-

—¿Tenéis alguna objeción, amor mío?

—Ninguna en absoluto, milord. —Elise se elevó de puntillas para robarle otro beso, pero desvió su atención hacia el cuadro cubierto por una lona.— Pero os pido un momento, mientras preparan vuestro baño. Quiero colgar aquí el retrato de mi madre, antes de invitar a Anne para que lo vea.

—Deja que me lave un poco antes, tesoro —rogó él.

Maxim se quitó el chaleco y la camisa para lavarse la cara, el cuello y los brazos en el aguamanil. Mientras se secaba con una toalla sintió que Elise se acercaba por atrás para llenarle la piel húmeda de besos acariciantes. No hacía falta otra invitación, atrayéndola hacia él, se recostó contra un banquillo para permitirse un largo y apasionado beso. Como el corpiño no cediera a su mano, le recogió las faldas para apretarle las nalgas desnudas y la montó a horcajadas en su regazo.

—Van a entrar los sirvientes con el agua —susurró ella. ~

—Lo sé —se lamentó Maxim, suspirando—. ¿Queréis compartir el baño, señora?

Sus ojos centelleantes le hicieron muchas promesas.

—Decididamente, es una buena posibilidad, señor.

Pasó un largo instante antes de que recordara el retrato de su madre. Impuesta la razón, volvieron a regañadientes a la antecámara. Mientras Maxim preparaba el sitio para colgar el retrato, Elise retiró con cuidado la lona que lo protegía. Casi de inmediato reparó en un rollo de pergaminos adherido al dorso de la pintura.

—¿Qué puede ser esto? —murmuró, sentándose en un banquillo para desatar la cinta.

Maxim se puso a su espalda y, alargando una mano por encima de su hombro, hojeó casualmente los documentos. Luego se los quitó, intrigado, para examinar los con más atención. Cada uno correspondía a una propiedad determinada.

—¿Tenéis alguna idea de lo que es esto, Elise?

—Nunca en mi vida los había visto. ¿Qué son?

El le dejó el rollo en el regazo y se sentó junto a ella.

—Mi queridísimo amor, son los documentos que os dan derecho a heredar todas las propiedades de tu padre.

Elise los miró, maravillada. Desde la desaparición de su padre no se había descubierto nada tan importante.

—Cassandra y sus hijos buscaron esto por todas partes, Maxim. Querían destruirlo.

—¿Buscaron en la cabaña donde estaba ese retrato?

—Ni siquiera conocían su existencia. Mi padre lo quiso así.

—Por eso decidió esconder allí estos documentos. Probablemente pensó que en la cabaña estarían a salvo.

—Pero ¿por qué no me reveló de algún modo que estaban allí?

—¿Estáis segura de que no lo hizo, amor mío?

Elise se quedó pensativa. Recordaba que su padre la había instado a volver a la cabaña después de su muerte para buscar el retrato.

—Tal vez lo hizo, Maxim, y no me di cuenta. Pero ¿estás seguro de que de eso se trata?

—Muy seguro. No sé si vuestro padre está vivo o no, pero estos documentos son, sin lugar a dudas, una garantía firmada por la misma reina, por la que otorga a Ramsey autorización para legaros sus fincas en el caso de que muera en cumplimiento de sus funciones. Sin duda Walsingham tuvo algo que ver con todo esto, puesto que Ramsey trabajaba directamente a sus órdenes.

—¿No estáis bromeando? —preguntó Elise, maravillada y sorprendida por el modo que había elegido su padre para proteger sus documentos. Tal vez había desconfiado de Cassandra más de lo que nadie imaginaba.

—Mirad esto. —Maxim señaló la escritura de cada propiedad.— Según dice aquí, en el momento de su desaparición Ramsey aún retenía todas sus propiedades: una casa en Bath, la de Londres y las tierras en las cuales había construido la cabaña.

—Pero ¿qué cambió entonces en las Stilliards? Se dijo que traía cofres de oro. Hasta tío Edward lo decía.

—No estoy tan seguro, amor mío. Walsingham estaba enterado de todo. Y es evidente que tu padre deseaba dejarte en buena situación. Así lo dispuso todo, consiguiendo el acuerdo de la reina. Me doy cuenta de que eras la luz de sus ojos y te quería a salvo con respecto a Cassandra y sus hijos, o cualquiera que te deseara mal. —Apoyó una mano en el vientre de su esposa.— Yo no haría menos por mi hija.

Elise apoyó la mejilla contra su brazo.

—He recibido tres bendiciones en la vida, Maxim —murmuró, reflexiva—. La primera fue mi padre; ahora, Anne. Y la más querida, mi esposo. Si el futuro trae alegrías similares, recibiré con gusto cada día que llegue.

El viernes siguiente, Maxim recibió una llamada de la reina, que le pedía presentarse en Londres. Al parecer, una de sus damas había aparecido muerta al pie de una larga escalera; aunque no había testigos que pudieran determinar si su muerte había sido accidental o no, en el cuello presentaba moretones del tamaño y forma de dedos de hombre. La difunta tenía cuarenta y tres años; las llorosas auxiliares revelaron que, en el último año, había escapado en varias ocasiones para encontrarse en secreto con un amante.

También informaron a Maxim que Hilliard había sufrido otro accidente en la cárcel de Newgate. Según parecía, en horas de la madrugada lo habían degollado. Nadie pudo decir quién era el culpable, pues los internos tenían celdas comunes y cada uno de ellos podía atestiguar la inocencia de los otros. Sin embargo, algunos tenían más dinero que de costumbre para sobornar a los guardias; se rumoreaba que, antes de producirse el crimen, un rico abogado del que nadie podía decir el nombre correcto se había presentado en la cárcel para visitar a un vulgar ladrón, con respecto a la herencia que un tío le había dejado al fallecer. Se decía que la suma legada había sido entregada sin faltar un céntimo, poco después del asesinato de Hilliard; eso aplastó efectivamente las lenguas dispuestas a hablar, si en verdad se trataba de un soborno.

Elise permaneció en Bradbury, pensando que Maxim sólo tardaría uno o dos días en regresar. Anne le servía de consuelo en su ausencia, pues el vínculo que se había formado rápidamente entre ellas estaba forjado con lazos de parentesco y herencia. Al ver el retrato de la madre de Elise, Anne descartó cualquier duda que pudiera tener: era, sin duda, la nieta perdida. El parecido era demasiado notable y el collar, por sí mismo, proporcionaba una prueba innegable del parentesco. Elise estaba jubilosa: por fin había hallado el tronco del que brotara. Anne, por su parte, disfrutaba con la gloria en flor de su vástago.

Nicholas, Kenneth y los otros dos hombres presentaron sus disculpas, pasados tres días desde la partida de Maxim, y abandonaron la casa solariega al mismo tiempo, con diferentes destinos. Nicholas y Justin volvieron al barco para vigilar la carga de mercancías, mientras Kenneth y Sherbourne regresaban a sus respectivos hogares, cerca de Londres. Al partir, cada uno hizo un fervoroso juramento: que si Elise los necesitaba en alguna ocasión, le bastaría enviarles mensaje para que ellos regresaran de inmediato, cualquiera fuese la distancia entre ellos. La muchacha los despidió casi con tristeza, sabiendo que sólo volvería a ver por un breve tiempo a Nicholas y a Justin, antes de que éstos partieran hacia otros puertos; a los caballeros, tal vez un par de veces antes de que volvieran a sus funciones.

En ausencia de los hombres, Elise se dedicó largamente al jardín, mientras Anne le hacía compañía. Las dos conversaban y reían; a veces expresaban sus pensamientos más íntimos; en otras ocasiones la charla era superficial.

Al cuarto día de la ausencia de Maxim, temprano por la tarde, Elise puso tijeras grandes en un cesto y salió al patio con Anne. Allí se dedicó a cortar las flores marchitas y a escoger pimpollos para la casa. Al mediar la tarde se quitó el sombrero y los guantes para instalarse en una mesa del patio, junto a la anciana; ambas compartieron el té con pastel. Mientras conversaban, ambas percibían un gimoteo distante, que por fin las obligó a interrumpir la conversación.

—Eso parece un perro pequeño —comentó Anne, apoyando una mano tras la oreja para oír mejor—. ¿Qué puede estar haciendo un perro en tierras de Bradbury?

—No lo sé, pero parece provenir de entre los arbustos que crecen cerca del estanque. Maxim me mostró ese lugar antes de irse. —Elise apartó la servilleta y se levantó.— Iré a ver.

—Lleva las tijeras, querida —sugirió Anne—. El pobrecito puede haberse enredado en alguna mata.

La joven dejó caer las pesadas tijeras en el bolsillo de su delantal y se deslizó por el seto recortado que bordeaba el patio. Guiándose por los agudos ladridos, cruzó un fértil vivero y se acercó al sitio en donde los grandes arbustos formaban un laberinto. Los gimoteos del animal parecían estar ahora muy cerca.

Elise entró por una senda larga y estrecha, bordeada en ambos lados por altos setos. En el extremo mismo de ese verdor vio a un perrillo macho que ladraba y gemía. El animal dio un brinco en cuanto la vio y, agitando el rabo, corrió a saludarla. Fue abruptamente detenido por una traílla atada al collar. El otro extremo estaba enredado en algún punto del arbusto más cercano. Aunque el peludo perrillo saltaba de: un lado a otro, tratando de liberarse, no pudo desprender la traílla. Entonces volvió a sentarse, meneando el rabo y gimiendo con desolación, como si le rogara que acudiera a liberarlo.

Elise, riendo, corrió hacia él.

—¿Qué haces aquí, tan solo?

El torció la cabeza, como si tratara de entender. La muchacha le frotó vigorosamente el pelaje rizado entre las orejas.

—No importa, pequeñín. Te llevaremos a casa, donde podrás brincar cuanto quieras, libre como el viento.

Al inclinarse para liberarlo, notó que la ornamentada traílla había sido deliberadamente atada a un fuerte tallo verde, cerca del tronco del arbusto. Frunció el ceño, asombrada y sin poder comprender qué interés tenía alguien de amarrar a un perro en ese sitio.

—Siempre te gustaron los animales —dijo una voz, detrás de ella.

Elise ahogó una exclamación y giró en redondo. De pronto se sentía como si se ahogara, como si la tragaran las olas del miedo sobrecogedor. Conocía demasiado bien esa voz. Había llegado a temerla y odiarla más que a ninguna otra.

—¡Forsworth!

—¡Vaya, pero si es la prima Elise! —se burló él—. ¡Qué casualidad, encontrarte tan lejos de casa! Supuse que tu marido habría construido un gran muro de piedra alrededor de la casa para mantenerte a salvo.

Elise no perdió tiempo en hablar, pues tenía perfecta conciencia del peligro que corría. Giró para huir, pero tropezó con el perro, que brincaba ansiosamente a sus pies.

Forsworth estaba un paso más atrás. La cogió del brazo y la hizo girar para mirarla a la cara. Sus dientes asomaban en una mueca salvaje. Le cruzó la mejilla con el dorso de la mano.

—¡No volverás a escapar, zorra!

Elise se tambaleó, aturdida por el dolor, como si el tiempo quedara congelado por un momento. Su mente se despejó poco a poco, dejándole un odio renovado. Al pasarse la mano trémula por el labio ensangrentado, una multitud de epítetos indignados le tentaba la lengua, pero se mantuvo quieta, sabiendo que pisaba terreno peligroso. Ese no era un encuentro casual: Forsworth la había atraído deliberadamente lejos de la casa, utilizando el perro como cebo; por lo polvoriento de sus ropas, era obvio que había viajado desde lejos para ejecutar ese plan.

—¿Qué quieres, Forsworth? —El tono de la muchacha no disimulaba su repugnancia.

La boca ancha se torció en una sonrisa satisfecha.

—¡Cómo Elise! ¿Tan pronto lo has olvidado? —interrogó él, fingiendo sorpresa—. Sólo quiero que me digas dónde está el tesoro.

—¡Cuántas veces debo decírtelo! —rechinó ella—. ¡No sé dónde está ese tesoro! ¡Mi padre nunca me lo dijo! ¡Bien puede no existir!

Un fuerte suspiro dio pruebas del disgusto del muchacho.

—Conque ha de ser otra vez así, ¿eh? Tú y yo, discutiendo y riñendo. —Meneó la cabeza, como si lo apenara mucho la idea.— Ya sabes que esta vez lo pasarás mal. No soy tan indulgente como antes.

Ella resopló:

—¡Como si alguna vez lo hubieras sido! Eres tan mortífero como una víbora ponzoñosa, Forsworth. Cuando sales de tu mugriento agujero, todos deben andarse con cuidado.

—Conque víbora, ¿eh? ¡Ya te enseñaré!

Los largos dedos se cerraron cruelmente alrededor del brazo de la muchacha— Empezó a abofetearla, dando rienda suelta a su deseo de venganza. El perrillo se apresuró a esconderse bajo el arbusto, donde quedó gimiendo, acobardado por la escena. Elise luchaba por mantenerse alerta pese al fuerte castigo.

Sintió en la boca el gusto de la sangre y apretó los dientes para resistir los golpes. Aun así, sabía que no podría soportar mucho más sin caer en la inconsciencia. Concentrada en el momento apropiado, deslizó la mano libre hacia abajo, dentro del bolsillo de su delantal, y sujetó las pesadas tijeras en el puño. Con un movimiento potente, las clavó en el brazo que la mantenía prisionera. Forsworth, con un alarido de dolor, se tambaleó hacia atrás, apretándose el brazo y mirando con horror el par de tijeras que asomaban de su camisa. Un anillo rojo se iba ensanchando en el paño; el joven tiró del arma improvisada y la arrancó, dando un gran grito.

Elise, que se había anticipado a la necesidad de huir deprisa, ya estaba girando, con las faldas recogidas. Aplicó a sus piernas toda la energía que poseía y voló hacia la libertad. Detrás de sí se oía el avance torpe de su adversario; a no haber sido por el dolor de la herida, la habría alcanzado en un dos por tres. En los oídos le resonaban las amenazas balbuceadas, pero no hacían sino darle ímpetu, pues no era difícil de imaginar lo que ocurriría si la alcanzaba.

Giró en una esquina, rauda, y quedó sin aliento al estrellarse de cabeza en otro cuerpo alto y musculoso, que le estaba bloqueando la senda. Su pánico no tuvo límites; con un grito de alarma, forcejeó ciegamente contra el que ahora la sujetaba. Forsworth se acercaba cada vez más.

—¿Elise?

Una vez más reconoció la voz que le hablaba y levantó bruscamente la cabeza. El rostro que se alzaba junto al de ella era el de Quentin.

—¿Qué ha pasado? —preguntó él, frunciendo ásperamente el ceño al rozarle con los nudillos la mejilla amoratada.

—¡Suéltala! —ordenó Forsworth, tomándola del brazo—. ¡Es mía!

Quentin aplicó una dura mano al antebrazo de su hermano, obligándola a soltarla, y empujó a Elise a lugar seguro, tras de sí.

Como Forsworth tratara de seguirla, él le aplicó una manaza contra el pecho y le dio un empellón.

—¡Atrás! —gritó—. No volverás a tocarla.

—¡La reduciré a pulpa sangrienta! —rabió el hermano—. ¡Ya estoy harto de esa zorra! —y levantó el brazo para mostrar la herida, salpicando con gotas de sangre el chaleco de terciopelo de su hermano.— ¡Mira lo que me ha hecho!

Quentin torció los labios en un gesto de repugnancia y se sacudió las gotas rojas.

—Por el estado en que tiene la cara, Forsworth, te lo merecías —observó—. Y no puedo culpar a Elise por defenderse. Te portas con ella como un cerdo salvaje. Parece que madre nunca te enseñó nada.

—¡No quiero más cháchara inane, Quentin —gritó Forsworth-

—¡Deja que me lleve a esa mujer!

—¡Debo recordarte, querido hermano, que esa mujer es prima nuestra! —Quentin parecía estar hablando con un niño tonto.-Me horroriza ver cómo la has golpeado. Y la conciencia me impide dejar que te la lleves, sabiendo lo que harías con ella. Anda, desiste de ese juego idiota y vete.

Forsworth echó atrás el puño, con intenciones de golpear a su hermano en plena cara, pero Quentin movió velozmente la muñeca y sacó una daga de su vaina. La punta quedó apretada contra el chaleco de cuero que cubría la cintura del otro.

—Sé prudente con tu vida, Forsworth —le advirtió, amenazador—. Podría volcar otro poco de tu sangre aquí mismo y lo consideraría justo castigo.

—¡No me dejaré golpear por ti!

—¿Me la das o no? —exigió Forsworth.

Quentin puso al descubierto lo ridículo de esa pregunta.

—En verdad creo que Elise te rompió los sesos aquella vez, al darte de garrotazos. ¿o acaso ella tenía razón al decir que nunca los habías tenido? —Dejó caer una mano en el hombro de su hermano como si le estuviera dando un sermón.— Vuelve a casa trata de parar esa hemorragia antes de desangrarte. No pienso darte a Elise. Ahora está bajo mi protección. Si quieres quitármela por la fuerza, será al precio de tu vida. Juro abrirte la panza antes de permitir que te la lleves.

Forsworth se sacudió la mano.

—No me toques, Judas —bramó, apartándose con una mirada fulminante—. Ten cuidado, Quentin. Te advierto que volveré por ella.

El mayor esbozó una sonrisa tolerante.

—Como desees, Forsworth. No te amo tanto como para llorar durante mucho tiempo tu pérdida. De cualquier modo, siempre pensé que sólo éramos medio hermanos.

—¿Qué quiere decir eso?

Una sonrisa divertida estiró los hermosos labios.

—Eso quiere decir que te creo hijo bastardo, Forsworth, sin parentesco alguno con Bardolf Radborne.

—¡Maldito seas! —gritó el menor-¡Estás insinuando que nuestra madre es una cualquiera! ¡Una adúltera!

Quentin se encogió de hombros.

—Creo que heredaste tus lerdas entendederas de algún patán. En cambio, ambos sabemos que mi padre era hombre de inteligencia.

—Si tan inteligente era, ¿por qué se dejó envenenar? —se burló Forsworth.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Quentin, áspero.

Entonces fue Forsworth quien se regodeó, señalando a Elise.

—Pregúntaselo a ella.

Elise se retorció las manos, afligida, pues sabía que Quentin había sentido gran cariño por su padre.

—¡Dímelo!

La seca orden la hizo dar un respingo. A su pesar, reveló lo que sabía.

—En casa de mi padre se rumoreaba, hace mucho tiempo, que Cassandra envenenó tanto a mi madre como a tu padre.

—¡Esa puta! ¡La voy a matar!

Forsworth rió despectivamente entre dientes hasta que el mayor lo aferró por la pechera del chaleco, con tanta fuerza que estuvo a punto de arrojarlo hacia atrás. Rugiendo de furia ante la cara de su hermano, Quentin lo sacudió hasta hacerle resonar los dientes.

—¡Si no dejas de reír, grandísimo hijo de puta, voy a barrer todo este camino con tu cara!

Forsworth perdió inmediatamente el humor.

—No soy ningún hijo de puta —protestó entre dientes.

—¡Pues no eres hermano mío! —Quentin lo arrojó a un lado, disgustado.— ¡Vete!

—No me iré sin Elise.

—¡Vete de una vez!

El joven dio un respingo. Luego clavó en la mujer una mirada fulminante.

—Ya te haré lamentar el haber nacido, callejera.

Elise no trató de disimular su asco.

—Lo que siempre he lamentado es haber nacido pariente tuya. Espero, por cierto, que no lo seamos.

—Ándate con cuidado. Volveré por ti.

—Ándate tú con cuidado, que bien puede ser ella quien te atrape —se burló Quentin.

Forsworth hizo una mueca burlona.

—No tienes por qué preocuparte, hermano. Esta perra no tendrá oportunidad de volver a clavarme las uñas. Y con una última sonrisa desdeñosa, giró en redondo y huyó por el camino.

Elise dejó escapar un suspiro de alivio, pero el dolor que vio en los ojos de Quentin le hizo comprender que sufría.

—Lamento lo de Cassandra y tío Bardolf.

—Debí haberlo supuesto. —El dejó escapar un suspiro y trató de serenarse.— A veces lamento que sea mi madre.

Elise le apoyó una mano suave en el brazo, murmurando:

—Gracias por estar aquí cuando te necesitaba.

Quentin le hizo una solemne reverencia.

—El placer ha sido mío, señora.

—Pero ¿qué hacías aquí? —inquirió ella, algo perpleja—.¿Cómo lograste encontrarme?

—Fui a la casa y me dijeron que estabas en el jardín. Cuando salí a buscarte vi dónde habías estado trabajando. Y por fin oí los ladridos del perro. —Volvió a mirar al animal.— Al parecer, Forsworth te ha dejado un regalo. ¿Piensas que lo trajo para congraciarse?

—Difícilmente —fue la seca respuesta.

Elise se limpió la mejilla magullada con el delantal y se acercó al cachorro, que tironeaba de la traílla. El meneo del breve rabo se aceleró al verse libre, pero el animal le impidió caminar, pues no hacía sino serpentear entre sus faldas. Una lenta sonrisa estiró los labios de Quentin.

—Forsworth iba a regalar ese perro a la reina, pero nunca consiguió audiencia. Esperaba complacerla tanto como para que ella le diera un título.

—Astuta, la reina, al negarle acceso a la corte —comentó la muchacha. Luego miró a su primo con una ceja arqueada—. ¿Has venido de visita?

La sonrisa de Quentin se evaporó, remplazada por una actitud seria.

—He venido a decirte que he descubierto dónde tienen prisionero a tu padre.

—¿Dónde? —susurró ella.

—Temo que es preciso llevarte. Es demasiado difícil explicártelo.

Elise se puso nerviosa.

—Maxim no está aquí. Le prometí que no saldría sin una buena escolta.

—Se dice que los secuestradores están a punto de trasladarlo, quizá para sacarlo nuevamente del país. Creo que cada minuto perdido es otro golpe contra nosotros. Aun ahora puede ir camino a algún barco. Si pierdes tiempo en buscar una escolta puede ser demasiado tarde. He enviado mensaje a lord Seymour, a Londres, para decirle todo lo que está pasando.

—Pero ¿cómo sabrá Maxim dónde estamos si yo voy contigo?

—Conoce el paraje lo bastante bien como para hallar el sitio en donde prometí esperarlo. Cubrirá el resto del camino con nosotros.

Una leve arruga en el ceño traicionaba la extrañeza de Elise.

—Pero ¿en qué beneficiará mi presencia a mi padre? ¿En qué puedo ayudarlo?

—Puedes decir a los secuestradores que el tesoro viene hacia ellos, que tu esposo lo traerá para comprar la libertad de tu padre.

Un extraño escalofrío recorrió la columna de Elise. Muy lejos sonaba la voz de Anne llamándola. Con mucho cuidado, preguntó:

—¿y por qué traería Maxim ese tesoro?

—He oído decir que él sabe dónde está. Supongo que querrá rescatar con él a Ramsey.

Elise nunca habría podido concebir la posibilidad de que Quentin fuera el secuestrador, pero su mente le gritaba una pregunta: ¿de qué otro modo podía estar enterado? ¿Cómo podía haber sabido lo de Maxim y el tesoro, sino por mediación de la dama de la reina?

—Anne me llama. Iré a decirle que estoy bien. —Cautelosa, Elise hizo lo posible por caminar con lentitud.— Además, debo cambiarme de ropa y hacer ensillar mi cabalgadura. Nos veremos en la casa.

Quentin la siguió pisándole los talones.

—Me he tomado la libertad de hacer ensillar tu yegua, Elisa.

Está cerca, con mi caballo. Si no vienes conmigo ahora mismo, todo estará perdido.

—Tengo que cambiarme, Quentin, de verdad —insistió ella, tratando de dominar la voz—. Anne estará preocupada por mí. El le apoyó una mano en el hombro, acelerándole el corazón.

—Insisto en que me acompañes ahora mismo, Elise.

La muchacha echó acorrer, sorprendiendo a Quentin con el súbito cambio de actitud. Al darse cuenta de que había fallado, corrió tras ella y la alcanzó sin dificultad. Rodeándole la cintura con los brazos, la levantó con facilidad y le cerró la boca con una mano.

—Por mucho que forcejees, Elise, vendrás conmigo. Te necesito para que hagas razonar a tu padre. Se muestra demasiado testarudo para su propio bien.

Elise se debatía con todas sus fuerzas. La hacía sufrir muchísimo saber que Quentin era el odiado secuestrador, pues en verdad le inspiraba simpatía. Sólo quedaba maravillarse por el modo en que había sabido engañarla.