12

LA penumbra del atardecer había acentuado las sombras en el salón de la posada; para alejar la oscuridad inminente se encendieron muchas velas, así como se alimentó el fuego en el enorme hogar para alejar el frío. Maxim no necesitaba de tanta iluminación para hallar la mesa de Von Reijn. Aunque el capitán no se hubiera sentado en el rincón de costumbre, su risa atronadora llamaba la atención como un faro en una noche tormentosa; mejor dicho: como los burlones gritos de desafío que lanza el triunfador ante su botín. Buscando a Elise, el marqués había entrado en toda una serie de tiendas, en los que los encargos de la muchacha excedían en tres veces la cantidad que él le dejara; en las últimas le dijeron que había pasado escoltada por un atentísimo capitán ANSA, lo cual lo irritó aún más. Quizás había aceptado esas compras con más benignidad si hubiera sido cuestión de simple capricho, pero en su mente pesaba la sospecha de que ella se estaba permitiendo una dulce venganza, haciéndolo pasar por tonto y gastando más de lo permitido con el único propósito de arruinar su crédito y su reputación entre los mercaderes de la ciudad. Y allí estaba ahora, disfrutando en compañía de alguien que estaba dispuesto a ponerle el mundo entero a sus pies.

La irritación de Maxim aumentó al divisar la pareja sentada ante la habitual mesa del capitán. Nicholas desempeñaba el papel de pretendiente embobado junto a la bien peinada cabeza. La muchacha llevaba la cabellera dividida en el medio y dispuesta en dos largas trenzas que le rodeaban la cabeza, formando una atractiva corona rojiza. Del sereno peinado escapaban algunos zarcillos, que se curvaban en coqueto abandono alrededor de las sienes Y la nuca. Con la suave luz de las velas adelante Y la del fuego atrás, enmarcada en un cálido halo, constituía la imagen misma de una suave feminidad. Maxim recordó su delicada esencia; esa fragancia debía de estar invadiendo ahora los sentidos de Nicholas Y tentando su imaginación.

—Buenas noches —saludó Maxim, bruscamente, al detenerse junto a la mesa.

—¡Maxim! —gritó Nicholas, jovial, mientras se levantaba para sacudirle el hombro en un caluroso saludo—. Ya nos estábamos preguntando dónde te habías metido. —El capitán señaló la silla a su izquierda.— ¡Siéntate! ¡Acompáñanos, amigo mío!

Maxim, pasando por alto la invitación, contempló a la muchacha mientras se quitaba los guantes. Sus ojos no mostraban calor alguno que suavizara el momento. Elise, al recibir su mirada fulminante, quedó confusa, pensando que nunca lo había visto tan frío Y colérico. El dejó los guantes en la mesa y, quitándose el manto, se acomodó en una silla, a la derecha de la joven.

—Debéis de estar hambrienta, señora —comentó secamente, en tanto se frotaba el mentón con un dedo, pensativo—. Todos los tenderos que visitasteis me informaron que habríais sido muy diligentes en vuestros esfuerzos. ¡Y cuántos elogios! —rió, burlón—. Nunca los oí iguales: "Una fina y hermosa damisela, con gusto excelente", declararon todos. "Ha elegido sólo lo mejor... ¡todo lo mejor que teníamos!"

—Oh, milord, a buen seguro dejé algo en las estanterías —expresó Elise, suavemente provocativa, al comprender el motivo de ese malhumor—. No podría haber sido tan derrochadora.

—Por lo visto, tenemos diferentes opiniones al respecto. En verdad, es algo a discutir cuando estemos más en la intimidad. No sería adecuado ventilar nuestras diferencias delante de extraños.

—Habláis como si no fuéramos extraños nosotros mismos, milord. Al oírlo se diría que hemos soportados veinte años de casados. —Elise continuó con un descarado encogimiento de hombros, dispuesta a calmar su estado de ánimo:— Estoy segura de que Nicholas ya conoce vuestros arrebatos delirantes y, puesto que lo instasteis a participar de vuestro nefasto secuestro, supongo que habéis compartido más de un taimado proyecto. Yo diría

que un pequeño desacuerdo entre secuestradores Y víctimas es perfectamente comprensible. Dudo que semejante discusión horrorizara a nuestro buen capitán.

Maxim flexionó los músculos de las mejillas, cada vez más irritado.

—Ahora comprendo que debería haber tenido más cautela con vuestra tendencia a la malignidad. Pero cometí el error de confiar en vos.

Elise disimuló su pulla bajo una sonrisa suave y encantadora.

—¿No era justo que yo recibiera tanto como pensabais brindar a Arabella? ¿No sufrí lo mismo... o más?

Los ojos verdes centelleaban de feroz indignación.

—¿Creéis que os he negado alguna comodidad que estuviera a mi alcance? —acusó, luchando por dominarse. La pequeña bruja tenía la habilidad de hacerle traspasar todos los límites—. Si ése era vuestro motivo, os habéis excedido demasiado. Os di todo lo que podía permitirme, nada menos.

—Vamos, Maxim —lo regañó Nicholas—. La joven ha sido justa...

Pero calló abruptamente, silenciado por un súbito golpe en la espinilla, tal como podía aplicarlo la zapatilla de una dama en un puntapié. Al echar un vistazo a la doncella, recibió un breve gesto de advertencia; entonces comprendió que ella deseaba ocultar sus intenciones de pagar por todo lo que había encargado. Entonces continuó, con una sonrisa desenvuelta:

—Sin duda todos disfrutaremos con sus compras.

—¡Tú sí, sin duda! —le espetó Maxim, algo sorprendido ante el rencor que le inspiraba ese hombre, íntimo amigo de varios años.

Esa experiencia se estaba repitiendo con mucha frecuencia; aunque él no ignoraba el motivo, se asombró ante su creciente animosidad. Mantenía una relación directa con el interés que le despertaba la muchacha. Por mucho que se esforzara en no darle nombre, tenía el hedor de los celos.

Maxim se reclinó en la silla y aceptó un jarro de cerveza, traído por la camarera a petición suya. Le arrojó una moneda y probó la bebida espumosa. Luego se limpió la boca con el dorso de la mano, atento a Elise, la única mujer capaz de alterar sus emociones de ese modo. Deseaba venganza por lo que ella acababa de hacerle, pero aún sentía dentro de sí el palpitante deseo de compartir con ella lo más íntimo.

—Mi pupila ha declarado que se vengará de quienes le han hecho mal. Juro que hoy ha estado a punto de dejarme en la ruina.

Una débil sonrisa le curvó la boca.— Deberías andarte con cuidado, Nicholas. Cuando ella se dé por satisfecha, probablemente estaremos ya colgando de una horca.

—Y vos, milord —le aseguró Elise, casi con simpatía—. Vos sois el único responsable de mi secuestro. Vos sois el único que debería soportar el castigo.

—¿Eso significa que Nicholas está a salvo en lo que a vos respecta? —Tras el leve gesto afirmativo, insistió:— Pero si mi vida estuviera en vuestras manos, ¿la condenaríais?

En taciturna elocuencia, Elise desvió la mirada, dejando que él se entretuviera con cuantas dudas quisiese.

—¿Qué pasa? —preguntó Maxim, al ver aquella actitud fría y reservada—. ¿Os he ofendido?

La única respuesta fue una rápida mirada fulminante. No podía ser que a ella no le gustara su conclusión.

—Vamos, doncella, decidme que no es cierto y veremos si os creo. Habéis prometido atormentarme cuando os sea posible. ¿y no acabáis de hacerlo?

—Muy cierto —admitió Elise, altanera.

—¿Por qué habría yo de pensar lo contrario, pues? —insistió él.

—Podéis pensar lo que os guste, milord. Yo no puedo gobernar vuestras ideas y no se me pasaría por la mente indicaros lo que debéis pensar de mí.

—Vuestras acciones son prueba de vuestras intenciones —acicateó él, en un incesante esfuerzo por hacerla confesar—. Sería una estupidez pensar otra cosa.

—La estupidez es un estado que cada uno alcanza por sí mismo, tal como habéis demostrado tan ampliamente, milord. No hay argumentos que pueda rebatirle.

Nicholas emitió una carcajada, repantigándose en la silla.

Su júbilo sacudió las vigas en tanto ella aplastaba verbalmente al marqués. No era común que una joven desdeñara a Su Señoría con tanto celo. Por el contrario, el sexo débil solía arrojarse sobre él buscando sus favores. Maxim, por su parte, prefería el desafío de la presa difícil, por lo que no estimaba en absoluto esos trofeos disponibles. En realidad, si su amigo no hubiese estado tan obsesionado por Arabella, esa muchacha habría sido la candidata ideal para la cacería. Y puesto que Nicholas estaba enamorado de ella, le convenía recordar constantemente al marqués su amor perdido, a fin de que no reparara en la rara presa a su alcance.

Con ese propósito, Nicholas observó:

—Me han dicho que Reland y Arabella fueron a Londres, pocos días después de la boda, y que ella encargó un guardarropa completo para presentarse en la corte. También me dijeron que a él le costó una pequeña fortuna. —Sonrió.— Claro que habrá sido debidamente recompensado.

Elise arqueó una ceja bajo la mirada de Maxim y pronunció su reproche con suavidad:

—Reland, cuanto menos, sabe tratar a las damas.

Maxim bufó de desprecio.

—Os enfadaríais mucho, mi querida Elise, si yo imitara los modales de ese patán. —Con una sonrisa desdeñosa, continuó:— Me atrevo a decir que ese hombre es capaz de atropellar a una doncella en un frenesí de romanticismo, para exigir luego que ella le esté agradecida por esas atenciones.

—¿Mancilláis la reputación de un hombre en su ausencia, milord? —apuntó ella, fingiendo inocencia. El comentario de Maxim coincidía plenamente con lo que ella opinaba de Reland, pero no le daría la satisfacción de reconocerlo—. ¿Habéis espiado a ese hombre para conocer sus defectos? ¿O acaso confiáis tanto en vuestra capacidad de persuasión con las mujeres que os asignáis el papel de juez?

Maxim soltó una risa breve.

—No necesito espiar a un hombre para sondear lo profundo de su bestialidad. En cuanto a lo otro, es cierto. —Apoyó un codo en la mesa y se inclinó hacia adelante, mirándola con implacable convicción.— Si hubierais presenciado las jactancias de Reland, bella Elise, sabríais que a él le importa muy poco el placer de la dama; sólo se ocupa del propio. ¿Y qué hombre puede jactarse si deja a su amada todavía ansiosa?

Nicholas, inquieto, percibió un leve gesto de desconcierto en la frente de la doncella. El otro sonrió. Era obvio que ella no tenía idea de lo que Maxim estaba diciendo. ¿No sería posible que esa ingenuidad intrigara al hombre al punto de hacerle poner a prueba sus conocimientos... o su falta de ellos?

Una gran bandeja de carnes y verduras fue puesta ante ellos; Nicholas recibió de buen grado la distracción. El festín hubiera saciado a un verdadero hambriento, y el capitán se frotó las manos por anticipado, entusiasta e imparcial en cuanto a todos los platos. No ocurrió lo mismo con el marqués, que no apartaba la atención de la pelirroja.

—Vamos, Maxim —invitó el marino—. Aquí hay de sobra para tres.

—Sin duda —reconoció Maxim—. Pero preferiría cenar en casa

—¿En casa? —Nicholas arqueó una ceja, extrañado.— Se diría que estás cobrando cariño al castillo Faulder.

—Es mejor que algunas de las covachas en las que me he refugiado y no peor que la mayoría. Hay un hogar para calentarse, una cama segura y techo suficiente para ofrecer reparo.

Elise carraspeó; acababa de recordar la trampa que le había tendido, y por un breve instante la atormentó la conciencia.

Pero esa compasión se evaporó al pensar que el hombre merecía mucho más. Ante la mirada interrogante de los dos hombres, tragó coquetamente el bocado y continuó comiendo con una sonrisa.

Nicholas volvió a su argumento para impedir cualquier intento que Maxim pudiera hacer de llevarse a la muchacha a rastras.

—Si rehúsas mi hospitalidad, amigo mío, me ofenderás. —y le entregó una bandeja de madera.— Toma, disfruta de lo que hay ante ti y deja de soñar con lo lejano. Aquí hay cosas mucho más ricas. .

Maxim se relajó en su silla, estudiando el consejo; leía en él mucho más de lo que Nicholas había querido decir. No resultaría tan difícil olvidar lo que había quedado en Inglaterra, dado el bello espectáculo que tenía a mano.

—Tu sabiduría me sorprende, Nicholas —dijo—. Está bien que disfrute de la cena contigo. —Tomó una tajada de lechoncillo y ofreció la invitación que el capitán esperaba:— Desde luego, tendrás que cenar con nosotros en el castillo, cuando tengas tiempo.

—¡Desde luego! —aceptó Nicholas, ansioso. Y agregó otra invitación por cuenta propia—. El mes que viene iré a Lubeck para visitar a mi madre. Como a ella le parecería inapropiado que Elise y yo viajáramos solos, espero que quieras servimos de acompañante, Maxim, puesto que no hay otro.

—No se me ocurre nada que me impida ir —replicó Maxim—. Tal vez aproveche el viaje para visitar a Karr Hilliard.

—¿Cuántas vidas te quedan, amigo? —preguntó Nicholas, dubitativo y maravillado—. Ya una vez cruzaste el valle de la muerte, y quiero recordarte que fue apenas por el grosor de un cabello. ¿Cuántas veces desafiarás la muerte antes de admitir que eres simplemente mortal?

Elise dejó su tenedor; había perdido en parte el apetito. Resultaba imposible que pudiera preocuparse por el hombre que la había secuestrado, pero la seria advertencia de Nicholas la llenaba de inexplicable temor. Maxim rió entre dientes, descartando la aflicción de su amigo.

—Vamos, Nicholas, vamos, que arruinas la comida con tu lobreguez. Tenemos mucho por lo que estar agradecidos.

—Sí, es cierto. Soy un hombre afortunado, en verdad. —Sus ojos se posaron en Elise, con una calidez que Maxim no pasó por alto. Era obvio que el capitán se enamoraba cada vez más. Nicholas soltó una carcajada y descargó la palma contra la mesa.— Y tu amigo, estás estableciéndote en Hamburgo, en una vida nueva; obviamente estás agradecido por seguir con vida. Como dices, tenemos muchos motivos para estar agradecidos.

—y todo está bien —musitó el marqués en voz alta, mirando a la muchacha con aire pensativo.

Ella se había quedado absorta. ¿Dónde estaría su mente? ¿Recordaba acaso su captura o volaba en alas de algún recuerdo querido?

—¿Qué opináis, doncella? —preguntó Maxim—. ¿Tenéis motivos para estar agradecida?

Los ojos azules se encontraron con los suyos. Hubo un largo instante de silencio, en tanto ella buscaba en el verde oscuro y traslúcido la burla que sin duda anidaba allí. No la encontró. Sólo halló una pregunta franca y un tranquilo reconocimiento de su derecho a opinar.

—Aprecio la vida —respondió, suave—. Pero no basta estar vivo para sentir gratitud; se puede estar vivo y sentirse angustiado. Es el corazón el que determina el valor que demos a nuestra capacidad de respirar y vivir. El secreto no depende de la fama ni de la fortuna que hayamos alcanzado. Los pobres pueden sentirse felices y contentos con su magra pitanza, mientras que algunos ricos sueñan con la muerte como huida. El secreto está en el corazón.

—Sois una verdadera sabia —comentó Maxim, maravillado.

Le sorprendía que alguien tan joven pudiera tener tanta sabiduría. Se le ocurrió que, mientras cortejaba a Arabella, nunca había tenido oportunidad de sentirse impresionado o conmovido por la vastedad de su entendimiento—.

—¿y qué arde en vuestro corazón, doncella? ¿Qué vais a hacer de vuestra vida? ¿Adónde vais?

—Deseo hallar a mi padre y ponerlo en libertad —respondió ella—. No descansaré hasta que lo haya hecho.

—No mencionáis vuestra propia libertad —señaló él.

Cosa extraña: su propia libertad había dejado de ser una necesidad acuciante en su vida. Sólo cuando pensaba en rescatar a su padre se convertía en objetivo a alcanzar.

—He respondido a vuestra pregunta —dijo—. Ya conocéis mis sentimientos al respecto.

Nicholas se sentía incómodo, excluido de la conversación, como si ellos ignoraran involuntariamente su presencia. Tomó un sorbo de vino estudiando varios temas con los que podría recuperar el interés de sus compañeros. Por fin carraspeó con fuerza para atraer la atención

—Apostaría a que mañana cambiará el tiempo. Rara vez hace tanto calor cerca de fin de año.

Maxim, recordando los buenos modales, eligió un tópico con el que el capitán se sintiera más a gusto:

—¿Qué cuentan los capitanes de alta mar, Nicholas? ¿Qué informan de cuanto ocurre en el mundo?

El marino se encogió de hombros, indiferente:

—Las noticias bajan despacio en esta época del año, amigo mío. Pero se dice que, con la caída de Antuerpia, Isabel ha accedido a enviar una numerosa compañía, a las órdenes de Leicester, en ayuda de las provincias holandesas. Tras el asesinato de Guillermo de Orange, Farnese se ha convertido en el dragón vengador de España y representa una amenaza para Inglaterra. Hasta ahora Isabel ha evitado declarar la guerra a España, pero continúa jugando con Felipe; hace que sus barcos le brinden la bolsa a la espalda. Su Perro del Mar vaga en busca de navíos españoles que pueda saquear, cerca o lejos. El reciente tratado de la reina con los Países Bajos tiene que llevar a Inglaterra y España a un conflicto abierto. —Nicholas rió entre dientes.— Los españoles tienen motivos para no querer a esa mujer en el trono de Inglaterra. Es astuta, sin duda.

Maxim, pensativo, pasó el dedo por el borde de su jarrillo.

—Se diría que Felipe acabaría por cansarse de pelear contra los holandeses. El conflicto ya dura veinte años, cuanto menos.

—Sí. El Y sus inquisidores trataron de evitar que los calvinistas entraran en los Países Bajos desde que su padre le dio el gobierno de esas provincias. El reinado español, ha sido una batalla constante desde entonces, pero las causas de guerra se ensanchan y se enredan día a día.

—¡Tu no has de querer mucho a los españoles, considerando que tu madre es holandesa —observó Maxim.

—¡Ach! Mi madre los odia. Hace diecisiete años su hermano fue ejecutado por el duque de Alba y su Consejo de Sangre. No le cae muy bien que la Liga Anseática siga comerciando con España.-Sonrió de costado.— Si no fuera por su amor, yo sería un descastado en mi propia familia.

Terminaron la comida con alguna palabra ocasional. Cuando Maxim insistió en que debían partir, con la excusa de que sería demasiado peligroso viajar más tarde, Nicholas se hizo cargo de la situación. Ordenó que dos de sus hombres, sentados a una mesa cercana, los acompañaran a manera de escolta. Sin aceptar los argumentos de su amigo, dejó en claro que sólo se preocupaba por Elise. Maxim no pudo sino encogerse de hombros y seguir al capitán, que escoltaba a su dama a la puerta.

Los dos hombres, a una orden del capitán, fueron en busca de cabalgaduras para sí mismos y de los animales que el marqués había dejado en una caballeriza. Cuando el capitán y Su Señoría salieron de la posada, ellos ya estaban esperando en la puerta. Elise se detuvo a contemplar la nieve blanda, una vez más frente a la perspectiva de arruinarse las zapatillas. Sólo levantó la cabeza cuando Nicholas emitió un grave silbido de apreciación.

—Vaya, Maxim, qué bonita yegua tienes allí. Una verdadera belleza.

A la mente de Elise acudió una imagen de la derrengada yegua blanca, haciendo que levantara la vista, con ciertas dudas en cuanto a la cordura de Nicholas. Y se llevó una sorpresa: los dos hombres estaban admirando a una oscura yegua de pelaje castaño.

De inmediato recuperó la fe en el capitán, pues la belleza del animal estaba muy a la vista. Los ojos, grandes y expresivos, se abrían en una cara de suaves contornos; bajo las crines largas, el cuello se arqueaba con gracia. Era un animal de buena estatura y cabeza erguida; las patas, rectas y de huesos finos. Resultaba muy apropiada como palafrén de una dama, en nada parecida a la pobre bestia blanca a quien ella solía llamar Angel.

Maxim tomó las riendas y la acercó a Elise para que ella la inspeccionara.

—Tal vez os complazca saber que he vendido el otro caballo, reemplazándolo por ésta. Es buena cabalgadura, ¿no os parece?

—Por cierto, milord —respondió Elise, muy asombrada.

No lograba comprender por qué había vendido aquella pequeña yegua, si tanto lo divertía verla montada en ella. Y comprar un animal tan elegante parecía opuesto a su modo de ser. También había adquirido otra silla lateral y los arreos necesarios. Ella levantó la vista, incapaz de disimular su maravilla, y murmuró con una sonrisa:

—Estoy desconcertada, milord. No esperaba que hicierais semejante cosa. Gracias.

Cautivado por la belleza de esa suave sonrisa, la primera que de ella recibía, Maxim se resistía a apartar de ella su atención.

Como Nicholas se adelantara para ayudarla a montar, él se hizo a un lado, dándoles la espalda. Después de ajustar su propia silla de montar, acarició lentamente el cuello de Eddy, escuchando el suave murmullo de voces a su lado. Su mente se vio bombardeada con una veintena de visiones: el capitán besándola en la mejilla o en los dedos, a manera de despedida, mirando aquellos espléndidos ojos azules con la misma adoración que en la posada.

De pronto Maxim tuvo un deseo incontenible de ponerse en marcha. Tomó las riendas y subió a la silla, impaciente por partir.

Nicholas reconoció la obvia indirecta y se apresuró a estrechar aquella manita, en un silencioso adiós. Solícito, acomodó el manto sobre las faldas de la muchacha.

—Mantente alerta por si hubiera algún problema —advirtió a Maxim—, espero veros a ambos muy pronto.

Maxim levantó la mano en un desenvuelto gesto de despedida y, con un leve golpe de talones, hizo que Eddy iniciara un trote lento. La joven se volvió un instante, agitando la mano hacia la figura solitaria que quedaba en la calle, y se acomodó para el largo viaje hasta el castillo Faulder, con Su Señoría a la derecha.

La noche era tranquila. No había brisa que agitara el aire, como si el mundo entero contuviera su gélido aliento. La luna llena, al elevarse sobre las colinas, daba al mundo un tono de plata, salpicado de sombras negras allí donde no llegaba la luz. Los arboles altos, con sus ramas cargadas de nieve, permanecían muy quietos. Los cascos en los caballos arrancaban a la nieve un sonido chirriante.

Elise bajó el manto contra la cara y se acurrucó bajo su calor, consciente de que Maxim contenía al potro para mantenerlo junto a la yegua. Esa bestia musculosa tendía a hacer cabriolas y a mover la cola como un gallo ansioso en la danza del cortejo. Hacía falta una mano firme para dominarlo, pero Maxim lo lograba con una facilidad que sólo se podía originar en la práctica.

A cierta distancia, Fitch acomodó su mole en un nicho, entre el pozo y el abrevadero de piedra, a medio camino entre el portón principal y la puerta del torreón. Algo antes había presenciado el largo crepúsculo invernal, que iba convirtiendo el cielo en un tapiz de terciopelo negro, tachonado de estrellas. Una luna anaranjada se había alzado por encima de las colinas, fantasmal, palideciendo al trepar por el éter de ébano. Era la hora que él más temía: la llegada de la noche, el momento en que llegaba la noche y los espíritus abandonaban sus tumbas.

En cuestión de espíritus, Spence aceptaba la premisa de que, si acaso existían, se limitaban a rondar el torreón; por lo tanto, se había envuelto en tranquila inocencia bajo un montón de pieles, en el cuarto del establo, y pronto estaba recogiendo leña con sus sonoros ronquidos de serrucho. Fitch no pudo hacerlo mismo. Le había tocado la guardia nocturna, y sus pensamientos araban un lento surco de razón al pensar en tantas historias como su memoria le ofrecía. Ansioso por desocupar el torreón, una vez que el cocinero se hubo retirado, se apresuró a cubrir de cenizas el fuego en el salón, aseguró las puertas y, antes de aventurarse a salir, tomó una rama de roble que igualaba su estatura y el grosor de su brazo. Mientras patrulló el patio no pudo ver fantasmas ni sombras. Sin embargo, su imaginación le impidió mantener la calma. Por el patio se extendían sombras alargadas, arrojadas por la luna, que le erizaban el pelo de la nuca con la idea de que un espectro acechara en cada una.

Contempló la mole de piedra del torreón, que se erguía a su lado como un gigante oscuro; estremecido, se echó varias pieles sobre los hombros. No había podido decir si sus estremecimientos se debían al frío o a algún terror innato, pero no dejaba de vigilar la puerta por si algo indecoroso asomaba por él.

La noche era fría, pero él estaba bien abrigado. Los párpados de Fitch se fueron tomando pesados con el correr de las horas. Cabeceó y volvió a erguir la testa, pero al fin su cuello quedó flexionado; el garrote cayó poco a poco sobre su regazo. Dormía intranquilo, soñando con fantasmas de toda clase, evocados por los cuentos de la niñez o por relatos muy exagerados, oídos más tarde.

A cada lado de la puerta había una antorcha. La luz que arrojaban a la noche iba guiando al grupo que regresaba. El clip clop de los cascos se perdía en la nieve. Por fin llegaron a un punto, próximo al pozo, en donde el agua se había congelado, dejando el camino resbaloso y traicionero. Allí, el fuerte crujido provocado por los cascos de Eddy en el hielo resonaron en el patio como huesos rotos.

Fitch abrió bruscamente los ojos ante el ruido, pero aún tenía la mente entorpecida por los despojos de sus sueños estigios. Cuatro fantasmas encapuchados, a lomos de otros tantos corceles oscuros como la noche, se alzaban ante él como una horda maligna, emergida de los pantanos del infierno. Sus largas sombras caían sobre él, ondulando espectralmente a la luz de las antorchas. Seguro de que iba a ser apresado y muerto por los espíritus de ébano, lanzó un gemido de puro terror y se levantó. Atascado entre el pozo y el abrevadero, el garrote olvidado resistió por un momento el brusco ascenso; luego se liberó y salió despedido por los aires, mientras los pies de Fitch arañaban el suelo helado.

Trató de correr, pero avanzaba asombrosamente poco; por fin tropezó y su poderosa mole resbaló en el hielo. El garrote, al caer, repiqueteó en tierra, directamente ante la sobresaltada yegua de Elise; luego rebotó hacia el animal. La yegua se apartó, bailoteando con los ojos dilatados por el pánico, y arrancó las riendas de manos de Elise; la muchacha se aferró de las crines, pero la yegua, asustada, estaba a punto de desbocarse.

Maxim emitió una áspera orden que devolvió a Fitch el sentido común e hizo que su potro girara, arrimándose a la yegua hasta obligarla a ceder terreno. Los cascos delanteros del palafrén se alzaron por los aires; entonces el marqués alargó un brazo y arrancó a Elise de la silla, casi sin esfuerzo. La yegua se alejó a corcovos, hasta que uno de los guardias sujetó las riendas sueltas y la llevó hacia atrás calmándola con palabras suaves.

Maxim estrechó a Elise contra sí, sintiéndola temblar; ella le ciñó el cuello con los brazos. La fragancia de aquellas guedejas rojizas le colmaba la mente; por un instante cedió al impulso de saborearla mejor hundiendo la cara en su cabellera.

—¿Estáis bien? —susurró, acercándole los labios al oído.

Ella asintió; por un momento de perplejidad miró fijamente los ojos verdes, sombreados. Sin comentarios, Maxim hizo que Eddy se acercara a la escalinata de entrada.

Fitch, mortificado y deseoso de redimirse, corrió a prestar su ayuda, disculpándose mil veces por las dificultades causadas. La zapatilla tocó el peldaño y Maxim retiró el brazo de su cintura, dejándola de pie. El contuvo a su potro, esperando a que ella volvieran a mirarlo.

A la luz vacilante de las antorchas, sus miradas se cruzaron por un largo momento.

Después, la voz del marqués pareció estirarse en una caricia.

—Esta noche honraréis mis sueños, bella señora. Estad segura.

La confusión de Elise se acentuó; sin saber qué replicar, huyó al salón. Corrió por la escalera hasta interrumpir en sus habitaciones, con una sola idea en la mente: ¡los abrojos! Lamentaba lo que había hecho en la cama de Su Señoría como nunca había lamentado nada. ¿Cómo podría volver a mirarlo, una vez que él cayera en la trampa? Habría sido preferible que él no la tratara con tanta generosidad. Si ella hubiera vuelto a casa con la indignación blanca, se habría visto fortalecida en su deseo de venganza.

Echó cuidadosamente la tranca, asegurando el cuarto contra cualquier invasión posible. Luego se quitó el manto y dio en pasearse delante del hogar, inquieta por lo que podía ocurrir en las habitaciones del señor. Después de una eternidad, oyó el crujir distante de la balaustrada y el roce de una bota en la escalera. Sólo era cuestión de tiempo; pronto se oiría el grito enfurecido de Maxim y, posiblemente, sus golpes de puño a la puerta.

Aguardó en tenso silencio, escuchando todos los ruidos del torreón. Tenía los dedos helados y el frío persistente le hacía temblar. Aunque añadió leña al fuego, eso no alivió sus temblores. Pasaba el tiempo, lento. Comenzó a desvestirse y se deslizó bajo las pieles, con carne de gallina; durante largo tiempo permaneció con la vista clavada en el techo, preguntándose por qué no se oía ningún movimiento, ningún grito en las cámaras de arriba.

Maxim se había quitado las botas. Como se sentía inquieto, comenzó a pasearse por el corredor del último piso; de vez en cuando miraba por las estrechas ventanas hacia la oscuridad exterior. No tenía deseos de dormir. Sus pensamientos eran como aves cazadoras en la noche, que no encontraban sitio donde posarse.

Desde todos los rincones de la mente lo atacaban imágenes de Elise con Nicholas. Tal vez correspondía hacerse a un lado y dejar que Von Reijn llevara a cabo su cortejo sin estorbos. ¿No había dicho él mismo que no le interesaba la muchacha, dando al pretendiente su taciturna aprobación? Sin embargo, con cada hora pasada tomaba conciencia de una mayor renuencia a dejarla cortejar por otro hombre. Le resultaba desconcertante ese impulso a reservarse el derecho de hacerlo.

Descontento, con el ceño fruncido, Maxim apoyó una mano contra el muro de piedra y miró por la abertura larga y estrecha de una ventana. Una nube, llevada por el viento, cruzaba la faz de la luna, opacando el cielo sin estrellas. No encontraba paz en la sombras de la noche; una vez más reanudó sus inútiles paseos. Estaba como atrapado entre los cuernos gemelos de un dilema: no podía tolerar la idea de que su mejor amigo hiciera la corte a Elise, pero tampoco podía justificar el presentarse él mismo como pretendiente. Sabía que ella lo consideraba un secuestrador, el villano de su vida. La situación no cambiaría sino cuando algún acontecimiento imprevisible lo liberara de la onerosa tarea.

¡No! Maxim se detuvo, estudiando su propio papel en el secuestro. ¡No era un acontecimiento decidido por los vientos de la fortuna! El mismo había ideado el plan, creyendo en él como un tonto, permitiendo que se lo ejecutara erróneamente y que terminara en una mutua frustración.

La luna continuaba su vuelo por el cielo de ébano, ignorante de su conflicto: no se enteró de que él volvía a su alcoba. Sólo se oyó el susurro de sus pasos en el silencio del pasillo vacío. El fuego estaba casi apagado en el hogar, y Maxim se tomó un momento para amontonar yesca y leña antes de comenzar a desvestirse. Antes de quitarse las calzas, se irguió ante el fuego con las piernas separadas, como si buscara equilibrio en la cubierta de un barco. Sus pensamientos reanudaron la persecución anterior al ver la pared apanelada que ocultaba la puerta secreta. A él volvió, minuciosamente, la imagen de su pupila dormida en el lecho. Ahora dormiría profundamente, con la cabellera esparcida en la almohada. Era un espectáculo que cualquier hombre sabría apreciar.

Maxim se acercó a la cama y puso una mano en el dosel tallado, mientras su imaginación, audaz, volaba hacia visiones que nunca había apreciado con los ojos. Había observado a la muchacha con atención cuando el vestido de lana se adhería a sus formas, y esos recuerdos formaban una imagen mental de la muchacha desnuda. Era suave y femenina, de pechos tentadoramente redondos y piernas largas, bien formadas. Sacudió la cabeza para alejar esos pensamientos perturbadores y aspiró hondo para calmar sus ardores. Después se frotó las costillas con una mano, mirando a su alrededor, casi como si esperara encontrarla en algún rincón oscuro de la alcoba. Por fin la apartó decididamente de sus pensamientos y apartó las mantas de pieles, junto con la sábana superior. Se sentó en el borde del colchón, decidido a dormir, pero sabía que era una tarea difícil: ella era como un dulce intoxicante que le corría por los sentidos hasta despertar su alma misma.

Con un suspiro de frustración, se dejó caer de espaldas en la cama, con los brazos en alto. De súbito abrió los ojos: un millar de espinas le despejaron la mente, haciéndolo saltar con la misma celeridad con que había caído. Confuso, retiró la sábana de abajo y pasó una mano por el colchón de plumas. Varias espinas se le clavaron en la palma. Acercó la mano al fuego y se quitó un abrojo. Con el pequeño objeto entre los dedos, desvió una mirada hacia la puerta.

—¡Conque la pequeña zorra aún no ha renunciado a sus juegos! —musitó.

Tuvo el deseo de enfrentarse con ella inmediatamente, pero hizo una pausa. Una sonrisa lenta le estiró los labios, pues acababa de ocurrírsele algo mejor. Volvió a estirar las sábanas y las mantas con cuidado, dando a la cama una apariencia intacta. Luego retiró un manto forrado de piel de su vestidor y se envolvió en él, para acomodarse en la silla de respaldo alto instalada junto al hogar. Tranquilo, levantó los pies para calentarlos. El podía jugar a eso como cualquier zorro. Dormiría profundamente allí, para confundir a la galga que le seguía el rastro.

Al amanecer, Elise despertó con un sobresalto; en algún momento de la noche se había quedado dormida, mientras esperaba el estallido de Maxim. Por lo visto, él no había bajado para golpear su puerta. Y ahora, ¿qué hacer, qué esperar de él? ¿No correría peligro si salía de sus habitaciones?

Envolviendo con unas pieles su cuerpo desnudo, corrió hasta el hogar y atizó las brasas con una espada herrumbrosa que habían encontrado en el torreón. Luego agregó astillas de leña y se arrodilló para soplar hasta que apareció una llamita. Entonces agregó varios leños secos y se sentó sobre los talones. El calor del fuego le quitó el frío. Mientras se cepillaba la cabellera, veía mentalmente dos ojos fríos, acusadores, clavados en los suyos; poco a poco fue bajando las manos hasta apoyar las en el regazo, contemplando las llamas con horrible depresión. Si Maxim no le hubiera comprado esa yegua... si no la hubiera arrancado de su asustada cabalgadura para consolarla contra su pecho... si no le hubiera hablado con tanto afecto en la escalinata... entonces tal vez no la atormentaría tanto lo que había hecho.

El golpeteo persistente de una persiana la llevó a las ventanas. Con la frente apoyada contra el vidrio, contempló el día invernal. Las nubes grises se amontonaban por el oeste, perseguidas por un viento aullante que se arremolinaba en el patio como un fantasma vengativo, agitando persianas y barriendo las hojas del suelo. Los cielos prometían un día turbulento, pero la tormenta no sería peor que la que se gestaba entre ella y el amo del torreón.

Fitch apareció allá abajo; una ráfaga le arrebató el sombrero, obligándolo a perseguirlo en zig zag por el patio. Elise volvió al hogar con un suspiro, buscando el calor que aún no llegaba a los rincones de la alcoba. Se preparó con sus habituales ropas raídas y bajó las escaleras, doliente. Herr. Dietrich la miró con una sonrisa jovial:

—Guten M orgen, frau. Wie geht es Ihnen?

Elise respondió con un vacilante gesto afirmativo. Lo que sabía de la lengua teutónica apenas habría llenado un dedal.

—Buenos días, Herr. Dietrich.

El cocinero meneó la cabeza y continuó revolviendo sus cacerolas, con lo que les arrancó sabrosos olores.

A Elise se le había ocurrido que la presencia de Herr. Dietrich en el salón le ofrecía cierta seguridad, puesto que era leal a Von Reijn; siquiera por eso, Maxim no querría ventilar sus desacuerdos con ella delante de él. Para no alejarse demasiado de esa dudosa protección, se entretuvo alrededor de la mesa.

El tiempo se demoraba en su transcurso. Llegó a tener los nervios tan tensos como las cuerdas de un arpa. Esperaba alguna señal que le advirtiera la proximidad de Maxim y se sobresaltaba al menor ruido. Por fin se dejó caer en una silla, en el extremo de la mesa que más la alejaba de Maxim, y repasó silenciosamente cinco o seis réplicas a las acusaciones que él pudiera hacerle. Las desechó una a una por inadecuadas.

Una persiana, abierta por la fuerza del viento, hizo que se levantara de un salto, pues había sonado como un portazo. La repetición del ruido aclaró su origen. Elise, cruzada de brazos, se acurruco en el fondo de la enorme silla, preparándose para el momento temido.

Por fin crujió una puerta en el último piso; unos pasos tranquilos descendieron por la escalera. Elise cerró los ojos. Eso anunciaba la inminente fatalidad.

Herr. Dietrich, sin reparar en su inquietud, puso ante ella un jarrito de sidra humeante, especiado con romero y azúcar. Ella, agradecida, apretó las manos frías a la vasija caliente, ensayando una sonrisa de gratitud, sin saber de que modo expresarla. Fue suficiente; el hombre volvió a su hogar, canturreando una melodía alegre.

—Buenos días —saludó Maxim desde la escalera.

Al levantar la vista, Elise se encontró con una sonrisa cálida y agradable. En sus ojos no se veía el enojo de acero que podía perforar como la espada más aguda.

—Buenos días, milord —respondió ella, dando al título ese tono que lo convertía casi en una burla, no en un cumplido.

Lo observó con cautela por encima de su jarrito. El cruzó el salón con pasos decididos y se detuvo ante ella. Elise apoyó cautamente la taza en la mesa. Aunque mantuvo las manos cruzadas en el regazo, estaba preparada para huir en cuanto hiciera falta.

—Se os ve descansada, Elise. Dormisteis bien? —pregunto él, con gracioso interés.

—Sí, milord. Muy bien, gracias —murmuró ella.

El estiró una mano, como al azar, y le apartó un rizo del hombro. El corazón de la joven sufrió una doble pulsación: la mano del caballero descansaba sobre un hombro con levedad, pero inmovilizándola contra la silla. Con cautela, ella formuló la pregunta que le quemaba adentro:

—¿y vos, milord? ¿Dormisteis bien?

Maxim, pensativo, se cruzó de brazos y clavó la mirada en las vigas.

—Bastante bien, supongo, después de todo.

Elise se preparó para la aclaración siguiente. No le habría sorprendido que él se la hubiera gritado en el oído.

—Sentía la mente inquieta. —Maxim dio la explicación con toda tranquilidad.— Me dormí sentado en un sillón, junto al hogar, y allí pasé la noche.

Era difícil sentir el alivio teniéndolo tan cerca.

—¿Había motivos para esa inquietud, señor?

Maxim recogió un rizo y se inclinó para aspirar su fragancia, murmurando con una lenta sonrisa:

—Pensaba en vos, hermosa doncella, tal como lo prometí.

Ella lo miró, atónita, preguntándose qué juego era ése.

—¿En mí, Milord?

Maxim soltó el mechón de seda, riendo entre dientes, y fue a instalarse en la cabecera opuesta, donde aceptó el jarrito de sidra que le ofrecía el cocinero.

—Me preocupa pensar en lo que debería vender para pagar las ropas que comprasteis.

—Dh...

Era una alusión pequeña, pronunciada en voz muy baja, llena de desilusión. Elise dejó escapar el aliento poco a poco; ni siquiera se había dado cuenta de que lo estaba conteniendo: ¿En verdad había supuesto que él pudiera estarse ablandando hacia ella?

—No hace falta que os preocupéis tanto, milord —replicó, fría y altanera—. No tengo necesidad de dinero por lo que he comprado.

A Maxim le tocó entonces quedar confundido.

—¿Cómo es eso?

—Es simple. —Elise movió una mano como para dar fin a la discusión.— Tengo suficiente dinero propio con que pagar lo que resta.

El la miró, desconcertado. Algo había hecho para hacerla cambiar de actitud, pues ella volvía a adoptar la misma postura desafiante que exhibía desde la llegada del señor al torreón. Y ganaba todo el terreno que él había perdido en la discusión. Herr. Dietrich deslizó sendas bandejas de comida ante el señor y ante Elise. Luego cruzo las manos bajo el largo delantal Y dio un paso atrás, esperando a que probaran la comida.

—¡Delicioso! —aseguró Elise al hombre, con una sonrisa radiante—. Gracias.

—Es gut —concordó Maxim—. Danke.

Herr. Dietrich ensanchó la sonrisa y, una vez más, asintió con entusiasmo. Luego se puso serio. Después de aspirar profundamente, irguió los poderosos hombros Y pronunció con trabajo:

—Gracias, se-ñora... señor.

Elise rió, aplaudiendo. El complacido Herr. Dietrich volvió a sus múltiples tareas, dejando que Maxim reanudara la conversación. El caballero lo hizo con el ceño fruncido por la perplejidad.

—Decís que tenéis dinero propio en cantidad suficiente para pagar vuestras ropas, pero ¿cómo pudisteis tener tanto encima cuando os secuestraron?

Aunque Elise apartó la cara, presentándole el perfil, su nariz se elevó un poquito para expresar su altanero desdén.

—He recibido ayuda de un amigo —replicó, sabiendo con femenina astucia a qué errónea conclusión llegaría él Y su lógica. "Que cavile un poco sobre ese amargo bocado", pensó, presumida y no ofreció más explicaciones que consolaran al caballero.

¡Von Reijn! Las garras del razonamiento se hundieron a fondo en el cebo. ¡Sólo podía ser él! ¿Un regalo, simplemente? ¿O una recompensa por...? La mente de Maxim se rebeló ante la idea; luchó consigo mismo, atacado por una oleada de ira.

—Parecéis tener mucho cariño a Nicholas —hurgó, seco—. Pero no sé si estaréis satisfecha casada con un capitán anseático.

—No creo que os concierna, milord. Sin duda, estáis demasiado atento a Arabella como para que os importe si me satisface o no el esposo elegido. Aunque me hayáis secuestrado de mi hogar, nadie os ha designado tutor de mi persona.

—Me siento en esa obligación, en cierto modo.

—Vuestra única obligación para conmigo es devolverme a mi hogar cuanto antes y proporcionarme el alimento Y las cosas que yo necesite mientras sea vuestra prisionera. Por lo demás, mi vida privada no os incumbe.

Diciendo eso, Elise se levantó y, con una brusca reverencia, lo dejó con la vista clavada en las llamas que bailaban en el hogar ceñudo y furioso.