18

A medida que se acercaba la medianoche, la luna se iba elevando en el cielo estrellado. Desde el Báltico llegó una bruma caro gada de nieve, traída por el frío aire nocturno, y se fue tragando poco a poco la ciudad, bajo una manta tinta en salitre.

Maxim Seymour se detuvo ante la puerta de los Von Reijn y estudió con cautela las calles desiertas que convergían en ésa. Luego se cubrió con la capucha del manto y eligió una dirección, por la que marchó a paso decidido. Varias calles más allá giró en una esquina y se ocultó en un portal, donde aguardó en silencio por un rato. Seguro ya de que nadie lo seguía, continuó su camino devorando rápidamente la distancia con sus pasos largos. Al cabo de un tiempo se detuvo entre las sombras de una estrecha callejuela para estudiar la zona en la que se encontraba. En la acera de enfrente, el Lowentatze se erguía, alto y oscuro, en el borde impreciso de la costa, estirándose a lo largo de cuatro pisos antes de llegar a sus empinadas buhardillas. Un letrero descolorido, que pendía de una barra de hierro, identificaba esa construcción como la posada que él estaba buscando; las letras rojas del nombre formaban un arco sobre la impresión de una pata de león.

El marqués echó otra mirada cautelosa a la calle y, tras asegurarse de que estaba desierta, se apresuró a cruzar esa distancia. Escuchó por un instante junto a la puerta, pero no había señales de que estuviera habitada. Entonces se deslizó al interior del vestíbulo, apretado a la oscuridad que envolvía la entrada. Sólo unas pocas velas iluminaban el salón, en el que sólo se veía a un muchacho larguirucho, seriamente dedicado a barrer las toscas tablas del suelo. El jovencito continuó con su labor, sin dar señales de haber captado una presencia extraña.

Maxim alargó un brazo para hacer sonar la campanilla de bronce que pendía junto a la entrada. El clamor pareció estridente en el silencio, pero el muchacho no dio muestras de haberlo oído. Maxim volvió a tirar del cordón. En esa oportunidad, desde el piso inmediato superior respondió una voz gruñona:

—¡la, ja, ich kommend!

Lentos pasos acudieron desde las entrañas de la posada; por fin un hombre corpulento, de hombros caídos, se detuvo en el vano de la puerta que se abría en la parte posterior del salón. Mirando curiosamente hacia la entrada, se adelantó algunos pasos más.

—Bitte, konlmen Sie naher —rogó el posadero, haciendo un ademán de invitación—. Wir haben leider sehr selten Gaste bei uns.

—En realidad, no soy uno de vuestros huéspedes —respondió Maxim.

De inmediato vio que los ojos del hombre se tornaban desconfiados y algo temerosos. Maxim buscó una moneda en el bolsillo de su chaleco y lo hizo girar en una mesa cercana.

—Sprechen Sie Deutsch? —preguntó el hombre, precavido, sin hacer ademán alguno de tomar el soberano de oro.

—Se me dio a entender que vos hablabais inglés —contraatacó Maxim.

Los ojos del posadero lo observaban furtivamente, bajo unas cejas muy pobladas, como si pudiera leerle la mente a fuerza de voluntad; pero no dijo ni sí ni no.

—jemand da, der Englisch spricht? —preguntó el marqués, buscando a su alrededor a alguien que hablara su idioma.

—Wie heissen Sie? —preguntó el hombrón, al fin.

—Seymour ... Maxim Seymour.

El hombre se acercó a la mesa y tomó la moneda para inspeccionarla con atención; satisfecho de que una cara mostraba el perfil de la reina inglesa y el otro lado todas las marcas que, según le habían dicho, identificaban al extranjero como el que estaba esperando, sonrió con toda la cara y arrojó la moneda a Maxim, quien la atrapó al vuelo y volvió a guardarla en su bolsillo.

—¡Bueno, milord, supongo que sois vos, sí! —barbotó el posadero en un inglés muy vulgar—. Me llamo Tobie.

Maxim echó un vistazo al muchachito.

—¿y ése?

—No os preocupéis por él. Es sordo y algo lerdo de entendederas. Mejor así.

—¿y los hombres con quienes debo reunirme?

—Maese Kenneth y su hermano llegaron de Hamburgo hace una semana y dijeron que otro caballero llegaría pronto. Cuando vi vuestra señal los hice llamar. Os esperan arriba.

—¿y qué hay de los otros huéspedes?

—Oh, son muy pocos, milord, y a ninguno de ellos le importa lo que hagan aquí los demás. Es como si fueran amigos míos.Maxim lo estudió, caviloso.

—sie Sprechen sehr gut Deutsch, Tobie. ¿Cómo es que habláis tan bien el alemán y en inglés y en cambio tenéis la pronunciación de los barrios bajos?

Tobie enganchó los pulgares en el cinturón y se meció sobre los talones, como estudiando la cuestión.

—Bueno, milord... me parece menos peligroso dejar que me tomen por un inglés vulgar. Por algo como esto, un señor encumbrado como vos puede perder la cabeza. Yo, en cambio... No creo que quieran usarme como escarmiento. ¿Comprendéis, señor?

—Podéis ocultaras tras esa horrible pronunciación, si así lo preferís, amigo mío. Pero si ocurre lo peor, dudo que alguien se tome el tiempo necesario para separar las clases sociales. Nos pondrán a todos en hilera para ejecutamos con tanta celeridad como la que pueda aplicar el verdugo con su hacha.

Tobie hizo una mueca y se frotó el cuello, como si ya sintiera el filo.

—No me reconfortáis, milord.

—La verdad rara vez reconforta.

Maxim se deslizó silenciosamente por las escaleras y los pasillos de la casa de los Van Reijn. Se detuvo por un momento ante las habitaciones que se le habían asignado; la puerta estaba abierta y algo le provocaba una sensación extraña. Recorrió lentamente con la mirada la antecámara en toda su amplitud, escarbando con cautela en la oscuridad. El fuego estaba casi apagado; de los leños sólo quedaban trozos quebrados que refulgían rojos y negros en el lecho de cenizas. Las brasas no daban más luz que una diminuta aura de rojo y oro, que no llegaba a desvanecer las sombras del mismo hogar. Resultaba difícil diferenciar hechos de fantasías. Los muebles eran sólo siluetas fantasmales y manchas borrosas, algo más oscuras que el resto. Lo único que se distinguía, hasta cierto punto, era una poltrona de respaldo alto, instalada ante el hogar, y sólo porque el resplandor de las ascuas recortaba en parte su silueta. No se veía nada fuera de lugar, pero lo carcomía la sensación de no estar del todo solo.

Después de cerrar tras de sí, Maxim se quitó el manto y se lo echó al brazo, en tanto pasaba a la alcoba contigua. Como en la antecámara, el leño del hogar se había reducido a un palillo chamuscado.

El caballero arrojó el manto sobre el respaldo de una silla e hizo arder un poco de yesca para encender una vela. El fulgor iluminó el dormitorio. Por un momento estudió la cama enorme, imaginando la comodidad de su colchón de plumas y sus espumosos edredones, que habían sido retirados hacia abajo, revelando sábanas blanqueadas al sol, con encajes tejidos a mano. Su fresco olor le hizo pensar en Elise; más de una vez la había visto tender alguna sábana a secar en el gran arbusto del patio. Otros recuerdos, más sabrosos, le vinieron a la mente, pero los apartó de sí para no perder el sueño.

Con un suspiro, se dejó caer pesadamente en el borde de la cama y empezó a tironear de sus altas botas. Cuando volvió a levantarse sólo llevaba las apretadas calzas que a veces usaba en vez de calzón acolchado. Un escalofrío le corrió por la espalda desnuda, haciendo que recordara el menguante calor de las ascuas moribundas.

Pronto hubo un fuego poderoso en el hogar, que irradió su calor reconfortante a toda la habitación. Maxim recorrió todos los rincones con la mirada, pero no pudo hallar motivo alguno para su leve inquietud. Entonces volvió a la antecámara y se dedicó a alimentar el fuego de ese ambiente.

Maxim se puso de pie, contemplando por un rato las llamas que se alzaban; mientras disfrutaba del calor, cavilaba sobre las informaciones que había reunido esa madrugada y sobre los planes que había trazado con sus dos compañeros. Mientras estuvieran en Lubeck dispondría de poco tiempo para cortejar a Elise; eso no le daba ningún placer, pues su ausencia proporcionaría ventajas a Nicholas.

Un largo suspiro se entrometió en sus pensamientos, haciendo que se volviera, sorprendido, preguntándose quién habría entrado en la habitación. Su mirada se desvió de inmediato hacia las sombras que rodeaban la puerta, pero nadie parecía haber entrado. De pronto, un leve movimiento le llamó la atención, haciéndole desviar la vista hacia la poltrona.

Allí, acurrucada bajo una manta de pieles, estaba la que había despertado sus deseos. Su cara apenas era visible por sobre el cobertor oscuro, pero su cabellera se extendía alrededor en rizos flojos. El esplendor del fuego ponía llamas en sus intensos tonos rojizos y tocaba sus facciones delicadas. Las densas pestañas de seda descansaban contra las mejillas rosadas y límpidas. Se movió un poco, volviendo el perfil hacia arriba, en tanto sacaba un brazo por sobre las pieles, con lo que el corpiño de la bata se entreabrió, revelando un tentador panorama de pechos maduros. Aunque ese espectáculo encendió la sangre del caballero, Maxim no pudo convencerse de que ella se hubiera atrevido a invadir sus habitaciones buscando una aventura amorosa. Creía conocerla lo suficiente como para suponer que deseaba hablar de su padre.

Como en respuesta a sus cavilaciones, las largas pestañas se entreabrieron, descubriendo las honduras de zafiro. Lo miró con serenidad, como si sus pensamientos estuvieran muy claros, en nada confundidos por el sueño.

—Quería conversar con vos... y os esperé. —La mirada de la muchacha descendió lentamente por el pecho desnudo hasta las ajustadas calzas que se adherían a su virilidad.

El no trató de disimular su excitación, con lo cual Elise tuvo que verificar su propio atuendo.

Ruborizada, cerró el escote de la bata y se apresuró a explicar:

—Debo de haberme quedado dormida. Bajó las piernas al suelo, a punto de huir, pero Maxim alivió su bochorno dándole la espalda para arrojar otro leño al fuego.

—¿A qué habéis venido? —preguntó por sobre el hombro.

La voz de la muchacha sonó leve y tímida.

—Nicholas dijo que vos podríais ayudarme a hallar a mi padre.

Maxim emitió una risa breve.

—Nicholas tiene la costumbre de desviar vuestras preguntas involucrando deliberadamente a otros. No podéis creer en todo lo que dice.

—Sé que estaba bromeando. —Elise se retorció los dedos, cada vez más inquieta. ¿Qué pensaría Maxim de ella por haber ido a su alcoba en ropas íntimas? Tal vez le repugnara ese aparente atrevimiento.— Hice mal en venir —murmuró, temerosa—. Pero pensé que podríais ayudarme.

—En realidad... —Maxim hizo una pausa, preguntándose si hacía mal en darle ánimos.— Hace poco hablé con un hombre... Puede equivocarse, pero cree haber visto a un hombre que podría ser vuestro padre.

Elise se levantó, recobrando el coraje junto con las esperanzas.

—¿Dónde?

Maxim hizo un gesto indiferente y fue a servirse un poco de vino suave.

—No sé si se puede dar mucha importancia al caso, Elise. El hombre no pudo asegurar que fuera vuestro padre.

Ella cruzo apresuradamente el espacio que los separaba y le apoyó una mano en el antebrazo.

—Pero pudo haber sido, Maxim. Pudo haber sido.

—Seguiré averiguando, por supuesto.

—¿Fue visto aquí, en Lubeck?

Maxim tomó un sorbo de vino.

—El hombre con quien hablé dijo que cierta mañana, estando él en el puerto, había visto bajar de un barco a un inglés, escoltado por miembros del Ansa... encadenado.

En ese caso, Nicholas podría ayudarnos a hallar...

—¡No! —La palabra resonó con firmeza. Maxim la miró de frente, como para hacerle comprender la importancia de no contar con Nicholas para eso.— No podéis involucrarlo en esto, Elise.

—¿Involucrarlo? —repitió ella, confundida—. ¿Eso significa que no podemos confiar en él?

Maxim sacudió la cabeza, sin saber cómo explicarse. Nada deseaba menos que pintar al capitán como villano; eso habría equivalido a una difamación deliberada, sobre todo mientras esperaba a que Elise decidiera. Dejando su copón, la tomó suavemente de las manos, instándola a comprender.

—Nicholas y yo somos amigos, Elise. El es miembro del ANSA... tal como lo fue su padre. Pese a sus negativas, la ley de la Liga es su estilo de vida. Si tuviera que escoger a quiénes ser leal, no sé a quién apoyaría. Me parece mejor no obligarlo a elegir. Podríamos arrepentimos de haber confiado en él. Pero si lo mantenemos desinformado, no sentirá la tentación de delatarnos.

—¿y cómo puedo averiguar si fue en verdad mi padre el que bajó de ese barco?

—Dadme tiempo, Elise, y os prometo que averiguaré lo que pueda.

Ella esbozó una suave sonrisa. Maxim no esperaba su respuesta:

—Es extraño que haya debido viajar tanto para encontrar a los que amo.

—¿Puedo cobrar esperanzas de esa observación?

—Os doy licencia para pensar lo que gustéis, milord —murmuró ella, cálidamente.

Maxim se inclinó hacia ella con seriedad, en busca de una explicación.

—Abrís de par en par las puertas de mi imaginación, señora, y ya soy un hombre atormentado por el deseo. ¿Qué decís? ¿Tenéis una respuesta que darme?

—Antes de que me venza mi propia curiosidad, milord —respondió ella, con asombro—, creo que el matrimonio sería el menor de muchos males.

Maxim, con una súbita sonrisa, deslizó un brazo en torno de aquella estrecha cintura y la apretó contra sí. Su audacia no conoció límites: ciñó con una mano la curva de sus nalgas y presionó contra su entrepierna. Elise contuvo el aliento, muy consciente de esas pasiones apenas veladas. Los ojos verdes parecían arder en los suyos.

—Estoy muy dispuesto a saciar toda vuestra curiosidad, señora.

La habría alzado en brazos, a no ser porque Elise apoyó una mano contra el pecho desnudo para contener tanto ardor.

—Tened en cuenta dónde estamos, os lo ruego —suplicó—. No sería correcto que me entregara a vos, avergonzando a Nicholas, en la propia casa de su madre.

—Esto que hay entre nosotros es demasiado poderoso, Elise —suplicó él, ronco—. ¿Cómo detenerme cuando el deseo me arrastra?

—Prometed que lo haréis —suspiró ella, trémula.

Maxim enhebró los dedos en su cabellera y bajó los labios entreabiertos, apresando los de ella con una pasión que la dejó sin aliento. Nunca había conocido tanto calor, tanto fuego en un beso.

Su delicioso salvajismo la despojó de todo sueño inocente, sembrando la semilla del placer sensual. Un calor ardiente empezaba a crecer en el fondo de su cuerpo, despertándole ansias completamente nuevas. Sus pechos anhelaban la caricia; ante la presión de aquel torso musculoso, los dóciles picos se entibiaron de expectativas, en tanto el corpiño de su bata comenzaba a abrirse. La pasión de Maxim era un hierro al rojo que encendía en ella una llama, y esa llama amenazaba con consumirla. Ya no podía pensar en detenerse...

Fue él quien, obligado por su promesa, se apartó al fin con un gruñido de frustración, dilatando las fosas nasales ante el impulso de abrazarla otra vez.

—Bondad divina, ¿qué hemos forjado? —murmuró.

Atormentado por el deseo, vio que ella volvía a cerrar el escote de su bata, tímida e insegura, y apenas pudo contenerse para no intranquilizarla con su pasión.

—No me satisface un simple beso —susurró—. Me enciende con la necesidad de más. —y retrocedió un paso, a su pesar.— No soporto estar a solas con vos sin haceros el amor. Os ruego que volváis a vuestro cuarto, antes de que mis buenas intenciones se hagan trizas.

Elise se alejó como un silencioso espectro. Cuando la puerta se hubo cerrado tras ella, Maxim giró hacia el fuego, tensa la mandíbula.

Por la mañana supo lo que debía hacer. Sobre eso no tenía dudas.