25

LAS brisas del sudoeste agitaron el clima nórdico, trayendo al castillo Faulder una dulce y húmeda promesa de primavera. Pasaron dos días, trayendo una tumultuosa tormenta eléctrica que barrió las cuestas con un fuerte aguacero. Al hacerse la noche, dura y negra como la laguna Estigia, los truenos continuaban retumbando en la distancia. Un relámpago ocasional iluminaba las nubes hirvientes y la campiña de los alrededores. La noche amenazaba violencia.

Elise, que se cepillaba el pelo cerca del hogar, dio un súbito respingo: un rayo de chispeante fulgor transformó las sombras oscuras de la alcoba en una blancura fantasmal. En el momento siguiente, un crujido horrendo quebró el silencio, haciendo que la muchacha saltara de su silla. Ya preocupada, se paseó con nerviosismo, preguntándose si la ruta volvería a quedar intransitable.

Fitch y Spence habían logrado transportar sus baúles y pertenencias hasta Hamburgo, donde Nicholas preparaba su barco para hacerse a la mar, pero a partir de su regreso pareció que los cielos mismos habían abierto altas compuertas, descargando un verdadero torrente sobre la tierra. Los ocupantes del castillo volvían a estar prisioneros de los elementos, pues la lluvia amenazaba barrer con el tonto que se atreviera a circular por el profundo cieno de la ruta. Sólo cabía consolarse con el hecho de que, si las lluvias les impedían salir, también impedirían que Hilliard entrara.

La espera los afectaba a todos, tensando los nervios. Maxim, frenético, veía pasar los días bajo lluvias torrenciales y tormentas incesantes. Vigilaba la clepsidra, contando cada hora que empequeñecía sus esperanzas de hacer escapar a su esposa.

Por fin el sol se liberó de nubes y su calor pareció provocar en los hombres un frenesí de actividad. Aunque Elise pensaba que sólo esperaban que la ruta secara, los hombres parecían pensar en cualquier cosa menos en la senda, en tanto trabajaban para preparar la muralla y el castillo con vistas al ataque esperado. La leña seca que habían acumulado formaba ahora un montículo largo y continuo en la base de la muralla, por afuera. Se amontonó yesca junto a los calderos con grasa fundida; a la muralla fueron llevados barriles de pólvora negra, flechas, ballestas, piedras, balas de cañón y barriles llenos de trocitos de hierro mellado. Los portones exteriores, reparados poco antes, se mantenían cerrados; se les echó un grueso cerrojo de hierro antes de bajar la reja levadiza detrás de ellos.

Estando Elise en su alcoba, una súbita explosión sacudió las ventanas. Con el corazón en la garganta, corrió a abrir las ventanas. Casi esperaba ver a Hilliard y a sus caballeros a la carga por el camino, pero lo que divisó fue un estallido de barro y escombros que se posaba en la tierra, en la cima del barranco. Su mirada buscó y halló a Maxim, de pie en la muralla; estaba agazapado detrás de un pequeño cañón y miraba a lo largo de éste, dando indicaciones a Justin y a sus dos caballeros en cuanto a la posición que se le debía dar. Poco a poco fueron moviendo el arma hasta que él quedó satisfecho. Entonces se lo volvió a cargar. El cañón emitió otro ladrido y, una vez más, una sucia voluta saltó hacia arriba, esta vez en medio de la estrecha senda.

Los hombres lanzaron un grito de victoria y, llenos de jovialidad, se dedicaron a cargar otra vez. Maxim volvió a agacharse y a dar indicaciones. Continuaron probando hasta que la ruta quedó marcada, cada veinte pasos, con anchos pozos que llegaban, casi hasta el extremo del puente. Una vez satisfechos en cuanto a la operatividad del cañón, los hombres se encaminaron hacia el otro lado de la muralla, junto al portón, para ejecutar la misma tarea con el cañón complementario.

Elise analizó lo que habían logrado los hombres con tanto esfuerzo, desde la partida de Frau Hanz, y comprendió que dedicaban más celo a fortificar y defender el castillo que a disponer la huida. Escapar ya no parecía interesarle.

Algo más tarde, mientras esperaba que Maxim se reuniera con ella en la alcoba, exhaló un profundo suspiro de impaciencia. Sólo conocía a Hilliard por haberlo visto en el salón comunal, pero después de haber oído lo que de él contaban Maxim y los hombres, sabía que el agente no estaría satisfecho mientras no hubiera masacrado a todo el grupo, aunque fuera preciso arrancar hasta la última piedra de Faulder. El corazón se le estremecía al imaginar que esa pequeña fuerza debiera resistir el ataque de semejante hombre. Como su preocupación fuera en aumento, Elise se dedicó a bailar en círculos por la habitación, haciendo volar las faldas de su bata, Su danza se detuvo con una exclamación al ver a su sonriente esposo apoyado contra la puerta, desde donde había estado disfrutando de una generosa exhibición de blancos muslos.

Maxim corrió el cerrojo Y cruzó la habitación para tomar a su esposa en los brazos. Su boca entreabierta cubrió la de ella en un beso largo y profundo, que le robó toda la fuerza de los miembros. Luego, para sorpresa Y desilusión de la muchacha, le tomó las manos y dio un paso atrás. Contempló sus ojos interrogantes como si quisiera memorizar cada detalle de su belleza. Por fin, con un fuerte suspiro, la dejó en libertad y le volvió la espalda. Pero de inmediato tornó a mirarla, esta vez con una renuente tristeza en la expresión, por lo demás decidida.

—Quiero discutir contigo un asunto muy importante, amor mío. —Un tono apagado, extraño, le invadía la voz, sugiriendo la preocupación que llenaba su mente.

Elise lo miró algo desconcertada, presintiendo que aquello era grave.

—Puedes hablar, Maxim. ¿Qué te preocupa tanto?

El apartó la vista; no sabía cómo expresar los hechos desnudos de su aprieto, despojándola así de toda esperanza de escapar. Encaró el tema con precauciones.

—Amor mío: creedme si os digo que mis intenciones eran llevaros al barco de Nicholas, para que os trasladara sana y salva a Inglaterra...

—¿Llevarme? —Elise captó el significado de esas palabras y replicó con la voz densa de emociones.— Si pensabais que podríais alejarme de vos, milord, vuestros planes estaban mal trazados. ¿Cómo dejaros, si sois la causa de que mi corazón palpite?

Maxim vio las lágrimas en sus ojos y alzó una mano para cobijar la mejilla, secándole la humedad con el pulgar.

—Me parte el corazón ver que lloráis, amor mío. Pero más aún me aflige deciros que ya no es tiempo para huir. Si saliéramos ahora, Hilliard podría alcanzamos en la ruta, donde no habría defensa. Debe venir a presentar batalla donde nosotros deseamos.

—¿Cómo podrán tan pocos resistir ante tantos? Nicholas mandó decir que Hilliard había salido de Lubeck con más de ochenta mercenarios. ¿Qué vamos a hacer?

—En verdad, pocas posibilidades tendríamos de triunfar si todos ellos entraran en el patio; pero si he trazado bien los planes, Hilliard perderá la mayor parte de sus fuerzas tratando de alcanzar la muralla. En eso radica la clave de la cuestión. Aunque mi proyecto era que a estas horas estuvierais en lugar seguro, es imposible hacerlo, pues corremos demasiado peligro de que caigáis en manos de Hilliard. Debéis permanecer aquí, con nosotros, tras estos muros. Y por esto os ruego que me perdonéis.

Elise lo miraba extrañada; apenas comenzaba a comprender que él temía por ella, que lo avergonzaba no poder facilitar su huida.

—¿Es esto lo que os carcome? ¿Que yo esté aquí?

—Creía tenerlo todo calculado para que en estos momentos estuvierais lejos de aquí, amor mío —confesó Maxim, en un susurro apagado—. Me duele haberos fallado.

—¿Que me habéis fallado? ¿y las lluvias? ¿Y la tormenta? ¿Sois Dios para contenerlos? Ceded ante la verdad, Maxim no podíais hacer nada. —Lo rodeó con los brazos y dejó caer la cabeza contra su pecho, donde se percibía el lento y tranquilizador batir de su corazón.— ¿No sabéis de mi amor por vos, Maxim? Aunque se cerniera sobre nosotros la amenaza de la muerte, jamás querría dejaros.

El le levantó la cara con una mano bajo el mentón.

—Fui un extraño para el amor hasta que vinisteis a mi vida —susurró—. Ahora todo mi ser se ilumina con el júbilo del amor. Me abruma lo que me habéis hecho.. Sois mi vida, señora.

El beso fue suave y amoroso, pero sus emociones tomaron un rumbo distinto. Por la mente y por el cuerpo empezaba a expandirse un lento calor. Mientras la bata de terciopelo caía al suelo, Hilliard quedó olvidado.

El sol se elevó con horribles matices carmesíes sobre los harapos de nubes y vertió su calor sobre la tierra, forzando la retirada de las últimas neblinas matinales. En el dulce silencio del amanecer, la alarma resonó desde la torre, quebrando la tranquilidad del castillo, cuyos ocupantes se levantaron de un brinco, en veloz respuesta.

—Y lene flllllaral

Elise ahogó un grito. Maxim abandonó la mesa y salió a toda prisa. Ella se apresuró a subir hasta la alcoba, donde abrió una ventana para presenciar lo que ocurriera.

Por el medio de la ruta, donde ésta franqueaba el barranco, Hilliard se detuvo, montado en un enorme caballo. A cada lado, sus mercenarios se abrieron en dobles filas, preparándose para el ataque. Fitch y Spence corrieron a encender el fuego bajo los calderos de grasa. Maxim, a pasos muy largos, cruzó el patio y subió a la muralla, donde uno de los cañones esperaba su atención. Sir Kenneth ya estaba a cargo del segundo, ayudado por Sherbourne.

Justin corrió a prestar su asistencia al marqués. Hilliard levantó una bandera blanca y, acompañado por dos jinetes, se adelantó hasta que los de la muralla pudieron oírle.

—¡Lord Seymour! —aulló— ¡Abandonad esta tontería! ¡No tenéis ninguna esperanza de defender esta fortaleza contra tanta superioridad numérica! A —mí me acompañan sesenta hombres. ¿Cuantos hay con vos? ¿Un puñado, contando a la muchacha? Entregaos y permitiré que los otros sigan su camino.

—¡Hum! —bufó Justin—. Ese hijo del demonio nos mataría a todos en cuanto abriéramos el portón.

—¡Os vencimos en Lubeck! —provocó Maxim—. ¿Cuántos erais entonces? ¡Me parece que no habéis traído mercenarios suficientes!

Las voluminosas mejillas de Hilliard tomaron un rojo purpúreo; para sus adentros, renovó el juramento de aplastar la cara de Maxim Seymour bajo el tacón de su bota. Hizo girar a su cabalgadura y corrió a reunirse con su ejército. Luego de tomar posición en medio de las filas, levantó el brazo con una orden rugiente. Pasó un largo instante regodeándose con el poder que ejercía. Luego bajó el brazo, emitiendo un aullido inarticulado que envió a sus hombres hacia adelante. Su caballo danzaba de impaciencia, pero él lo retuvo a mano firme, en tanto a las dos filas se adelantaban hacia el reducto de Faulder.

Sir Kenneth aguardó hasta que las filas estuvieran casi dentro del alcance del cañón. Entonces acercó la mecha encendida. La chispa provocó una fuerte explosión, que despidió una descarga de trozos de hierro girando en el aire. Aterrizaron levantando tierra, lodo y cuerpos desmadejados. El caballero agitó el puño en señal de triunfo: cuatro o cinco hombres habían quedado fuera de acción. Sólo uno de los caídos se levantó, apretándose el flanco, de donde sobresalía una vara mellada, y se alejó renqueando hacia el barranco.

Sherbourne se apresuró a ayudar en la recarga, en tanto Maxim acercaba una mecha llameante al encendido de su propio cañón. Se apartó a tiempo para evitar el recule del arma. Su ayudante se adelantó de un brinco para recargar antes de que se despejara el humo. Cuando se diseminaron los pesados vapores, Maxim pudo apreciar los daños causados.

Se habría dicho que una mano ancha había abierto un gran agujero en las filas. Un hombre se retorció por un instante en un hoyo lodoso y quedó inmóvil. El ataque se había interrumpido, pues entre los guerreros de Hilliard reinaba la confusión. Venían preparados para enfrentarse a lanzas y flechas, no para un bombardeo de cañones bien apuntados con esquirlas de hierro.

El otro cañón volvió a ladrar, escupiendo en esta oportunidad una bala de plomo, que levantó un chorro de cieno, piedras y humanidad sin vida. Una descarga de esquirlas llegó pisándole los talones y desgarró otro sector del batallón. Al hacerse visible la devastación se elevaron gritos de alarma. La línea onduló y acabó por quebrarse. Los hombres giraron sobre sus talones para correr hacia el barranco, gritando y gimiendo de terror.

Hilliard irrumpió entre ellos, azotando con un látigo a todos los que se le pusieron al alcance, con lo que los redujo a una aturdida sumisión. Sir Kenneth, empero, estaba igualmente decidido a acelerar esa retirada. Volvió a acercar la mecha y el cañón dio un brinco, despidiendo hacia ellos una bala que cayó en medio de las filas. Eso provocó un nuevo alboroto de alarma. Los hombres se esparcieron por el barranco, dejando tras de sí barro y sangre.

Un trozo de hierro, al rebotar, hirió en la paleta al caballo de Hilliard, ya aterrorizado por el rugir ensordecedor del cañón. El animal se alzó de manos, tratando de quitarse la carga, y corcoveó repetidas veces. Hilliard salió disparado y aterrizó en un charco de lodo, a un metro de distancia, provocando fuertes carcajadas entre quienes defendían la muralla.

Hilliard demostró su fuerte constitución levantándose sin ayuda, pero por entonces estaba tan enfurecido que a sus soldados les provocó tanto miedo como los de la muralla. No cabía dudar, ni por un instante, que dispararía su mosquete contra quienes intentaran huir.

Hubo un breve respiro para los defensores del castillo, en tanto Hilliard regañaba a sus hombres; para sus adentros estaba corrigiendo sus propias suposiciones básicas. Ese Maxim Seymour era tal como había dicho Nicholas y tal vez aun más. Sólo un tonto podía haberlo subestimado.

Los arqueros se reunieron en el barranco para despedir una lluvia de flechas hacia el patio del castillo. De inmediato se alzaron escudos para proteger a los que operaban los cañones, en tanto los hombres de Hilliard iniciaban otro ataque, esta vez con diferente propósito. Ahora avanzaban diseminados, separados por varios metros, llevando toscas escalerillas con las cuales franquear la muralla. Justin y Sherboume los sometieron a un ataque con flechas, pero cada vez que caía un soldado, con un proyectil clavado en el pecho, otro ocupaba su lugar.

Los cañones rugían sin cesar, pero cada disparo acababa sólo con uno o dos de aquella horda implacable. Según los atacantes se iban acercando a la muralla, hasta Hilliard abandonó la seguridad del barranco para seguirlos con sus lacayos anseáticos. El ejército siguió avanzando hasta que los cañones ya no pudieron disparar a tan poca distancia. Entonces Maxim ordenó a sus defensores que los abandonaran para defender la muralla.

Desde el campamento de Hilliard cesó el diluvio de flechas, permitiendo que los atacantes escalaran la barrera de piedra. Pero Fitch, Spence, Dietrich y el mozo de cuadra acudieron con calderos de grasa burbujeante. Cuando las fuerzas de Hilliard apoyaron las escalerillas contra el parapeto y comenzaron a trepar, fueron recibidos con una cascada de grasa hirviente. Los aullidos agónicos surcaron el aire. Los soldados caían desde lo alto, pero la tierra fresca no les ofrecía ungüento, pues un momento después se alzó un muro de llamas contra la muralla: algunas antorchas habían caído en la leña seca, ahora profusamente salpicada de grasa. Los mercenarios gritaron de súbito espanto, con las prendas en llamas, y huyeron a toda carrera, avivando así el fuego que los consumía.

La presencia de Hilliard dejó de ser una amenaza para los soldados que huían, pues su sufrimiento era tal que recibieron de buen grado los disparos de su mosquete. El agente anseático vio que sus fuerzas se desmoronaban alrededor, pero tuvo la inteligencia de comprender que, si no calmaba el pánico con mano suave, los perdería masivamente. Convocó a sus soldados a reagruparse detrás del barranco y, en tanto huían hacia ese sitio seguro, los cañones reanudaron su destructiva obra, apuntando con éxito a los sitios en donde más daño podía provocar.

Hilliard aprovechó el tiempo para alentar el coraje de los hombres restantes, animándolos con promesas de mayores recompensas. En realidad, estaba devastado por las pérdidas. Había llegado con más de sesenta hombres; ahora apenas quedaba una veintena en condiciones de continuar peleando. Y no sólo estaban drásticamente reducidos en número, sino desmoralizados por la prontitud con que habían sido despachados. Para sus adentros, reprochaba haber prestado oídos a Frau Hanz, que tan estúpidamente desdeñara los recursos y la capacidad de los habitantes del castillo; por lo visto, había sido engañada por alguien mucho más astuto. Y él mismo había sido un bufón al juzgar según el criterio de esa mujer.

Elise aprovechó la pausa para comprobar que ninguno del pequeño grupo estuviera seriamente herido. El más dañado era Sherbourne, con un roce de flecha en la mejilla. Mientras lavaba la herida y le aplicaba una pócima, ella aseguró, bromeando, que tan bonita cicatriz no dejaría de provocar la curiosidad de las señoras inglesas. Dietrich trajo alimentos para nutrir los cuerpos y té, leche y agua para apagar la sed. Durante un rato descansaron, a la espera del próximo ataque.

Se hizo la tarde antes de que se apagaran las llamas, dejando negras cicatrices en la piedra. Los restos rígidos y chamuscados de varios soldados, que no habían logrado escapar a las llamas, constituían un horrible espectáculo para los que se enfrentaran a la perspectiva de escalar la muralla. Sólo les cabía preguntarse qué les tendría preparado el endemoniado inglés.

Una vez más, el ejército se extendió a lo largo, manteniendo tanta distancia entre uno y otro que tanto a Maxim como a sir Kenneth les pareció inútil disparar los cañones. Los cuatro tomaron ballestas, pero hasta ellas resultaron ineficaces cuando el enemigo llegó a poca distancia de la muralla, pues la fuerza atacante logró apoyar las escalerillas en rincones protegidos y pronto estuvo en lo alto de los parapetos. Quienes lo consiguieron debieron enfrentarse a las lanzas.

Maxim atacaba a un lado y a otro para disuadir a los invasores, pero ya era obvio que sus hombres se verían gravemente superados en un combate cuerpo a cuerpo. Dio órdenes a sus compañeros de que huyeran hacia el torreón; en tanto ellos obedecían, el marqués; sacó la espada para cubrir la huida. Luego saltó desde lo alto de la muralla y cruzó el patio a toda carrera. Los recibió la puerta franca. En cuanto estuvieron a salvo en el salón, la puerta se cerró tras él y, un segundo después, cayó la tranca en su soporte.

Maxim tomó un arco y abrió la persiana de una ventana estrecha. Pudo reducir el número de atacantes en tres, cuanto menos, antes de que éstos bloquearan la abertura con una tabla bien sujeta. Al ver que varios estaban levantando la reja del portón, comprendió que Hilliard no tardaría en entrar en el patio. En cuestión de minutos habría un tronco derribando la puerta del torreón.

—Los hombres de. Hilliard estarán pronto en el salón —anunció a los otros—. Nos retiraremos hacia la alcoba del último piso. Animaos, hombres, que aún no se nos han terminado los recursos.

Hizo señas a sir Kenneth para que tradujera la indicación al muchacho del establo y al cocinero, en tanto se volvía hacia Elise, que esperaba en la escalera. Estrechándola entre los brazos, le aseguró:

—Hilliard aún no ha visto la totalidad de mis planes, querida mía. Aún lo apresaremos. No temas.

Ella le pasó una mano trémula por la mejilla manchada de hollín.

—Nada temo cuando estáis cerca, milord.

—Se acerca el momento en que deberemos aplicar a Hilliard lo que merece. Llevad al muchacho arriba, con vos, y aguardad nuestra llegada. No tardaremos en reunirnos con vosotros.

Elise reunió su valor para obedecer las órdenes e instó al jovencito a acompañarla. Los hombres ocuparon sus puestos y se prepararon para la inevitable invasión del salón. Ya solo era cuestión de segundos. Dietrich blandió un pesado asador de hierro y se instaló ante la escalera, mientras Justin esperaba junto a Maxim armado de un hacha. Sherbourne, Kenneth, Fitch y Spence completaban el grupo de aguerridos defensores, con flechas preparadas en los arcos, a poca distancia de la puerta.

Desde afuera les llegó la ronca voz de Hilliard, que ordenaba a los mercenarios montados adelantarse con un ariete. Apenas un instante después se inició la destrucción de la puerta. La tranca se astilló al cuarto golpe; con el siguiente se partió por la mitad, dejando que la puerta se abriera de par en par.

Una lluvia de flechas cayó sobre los primeros en irrumpir, acabando con el impulso del ataque. Los siguientes, sin detenerse, saltaron sobre los compañeros caídos y arremetieron. Adentro los esperaban espada, hacha y asador. Maxim retrocedió desde la entrada, enfrentado con tres enemigos. Puso al más audaz de rodillas con un golpe en la entrepierna y le calmó el dolor con la espada.

Un momento después bloqueó una estocada y resistió con gallardía a los dos restantes, hasta que uno emitió un suspiro gorgote ante y cayó al suelo, aferrado al asta de una lanza que le salía del pecho. Maxim, sin tiempo para expresar su gratitud a sir Kenneth, se enfrentó a otro puñado de hombres.

Aunque los enemigos caían en gran número, Maxim y sus compañeros se veían constantemente obligados a retroceder hacia la escalera. Hilliard se mantenía a la retaguardia, disparando ásperas órdenes y empujando a los otros a la reyerta. Cuando uno de sus cofrades anseáticos cayó con un hachazo en el vientre, el alemán puso rápido fin a su intento de huida con un poderoso golpe de la maza que llevaba en la mano derecha. Un giro de la cadena doble que aferraba con la izquierda despidió el cuerpo sin vida. Hilliard había puesto en claro que no toleraría retiradas en esa batalla.

Esa acción pareció enfurecer a Justin, que brincó hacia adelante con un grito de pura cólera. Como nadie estaba allí para servir de escudo a Hilliard, recibió toda la fuerza de ese ataque con los pies bien separados. El jefe de la Liga se había preparado para la batalla antes de entrar en el torreón: apenas se movió ante el impacto del hacha, que se deslizó en su pecho sin hacer le daño.

Una mueca burlona torció los gruesos labios de Hilliard, que apartó al joven con un brazo bien acolchado. La bola de hierro con tachas siseó hacia adelante, ocupando el espacio rápidamente desocupado por el ágil muchacho. Justin rebotó contra la pared y giró de inmediato, esquivando otro giro de la maza. Cuando acabó de girar tenía el arma lista y no perdió la oportunidad de cortar una rebanada de ese distendido vientre. El chaleco de cuero acolchado se partió ante el filo, pero el hacha tropezó con una barrera de corsés de hierro ocultos debajo.

Aunque Justin atacaba con el vengativo fervor de sus pocos años, su arma era siempre rechazada por la maza o la cadena. Hilliard acabó por irritarse ante el coraje de ese muchacho y aplicó más fuerza a su propio ataque. Cuando Justin giró con toda su potencia, al detectar un punto débil en la defensa, Hilliard descargó la cadena, envolviéndola al mango del hacha, y tiró con fuerza. Su adversario perdió el arma y el equilibrio. Sin poder evitarlo, Justin se tambaleó hacia adelante, provocando un fulgor de triunfo anticipado en los ojos de Hilliard, que reconoció de inmediato la vulnerabilidad de su adversario.

La maza voló hacia adelante, vengativa, rozando el hombro de Justin con fuerza suficiente para despedirlo contra el muro. El muchacho dio un grito de dolor, como prueba de lo grave de su herida, pero en el momento en que Hilliard se adelantaba para acabar su obra se vio brutalmente empujado por un soldado que caía, víctima de la espada del marqués.

—¡Maldito cobarde! —le desafió Maxim, distrayéndolo deliberadamente—. ¿Cuándo vas a adelantarte para pelear como hombre? Te ocultas detrás de tus hombres y no muestras el valor que exiges a los otros.

La provocación borró de la mente de Hilliard todo recuerdo de Justin, que avanzó hacia la escalera apretándose el hombro herido. El agente había fijado la vista en ese hombre que, en los últimos meses, se había convertido en una fuente incesante de ofensas graves. Lo demás no importaba. Con un rugido grave, el líder anseático se adelantó pesadamente, abriéndose paso a codazos por entre sus mercenarios. No calmaría su odio mientras no hubiera reducido al marqués a una pulpa sin vida. Y el deseo de saborear esa venganza le hizo abandonar toda cautela.

Maxim saltó diestramente hacia atrás, esquivando la perversa maza, y en ese momento notó que no se enfrentaba sólo a Hilliard, sino a cinco de sus compatriotas. La hoja centelleante lo protegió al retroceder rumbo a la escalera. Fue un inmenso alivio encontrar a su lado a sir Kenneth y a Sherbourne. Cuando la parte posterior de su bota tocó el último peldaño, Kenneth tomó un largo candelero y lo hizo girar a su alrededor, golpeando cabezas y torciendo yelmos. Luego lo tomó por la base para usarlo como ariete contra la sólida silueta de Karr Hilliard. El gordo agente cayó hacia atrás derribando a varios de sus hombres. Mientras ellos se debatían en el suelo, los defensores del castillo escaparon por la escalera.

Al llegar a la planta más alta, los hombres corrieron por el pasillo para reunirse con los otros en las habitaciones que, en esos meses, alojaban a los tres solteros. La puerta se cerró con tranca. Sólo entonces los hombres se detuvieron a intercambiar una mirada de súbita aprensión, pues al parecer se habían convertido en presas inmovilizadas para Hilliard y sus mercenarios, que no dejarían de derribar la puerta. Aunque ninguno expresó sus temores, todos imaginaban un horrible fin...

Todos menos Maxim, que apoyó el oído contra la puerta hasta percibir los pasos atronadores que subían la escalera. Giró para enfrentarse a los ocupantes del cuarto y se llevó un dedo a los labios para que guardaran silencio. Luego caminó apresuradamente hacia el panel secreto.

Hubo suspiros de alivio al ver la puerta oculta. Se encendió una vela. Maxim hizo una seña silenciosa a Kenneth para que acompañara a Elise por la escalera. Los anseáticos ya estaban atacando las fuertes tablas de la entrada con un hacha, pero Maxim se tomó algún tiempo para abrir las ventanas y sus celosías antes de reunirse con sus compañeros, por el simple placer de confundir al enemigo. Después de cerrar el panel secreto detrás de sí, descendió deprisa hasta la puerta de abajo, donde Kenneth esperaba con Elise. El caballero señaló la alcoba.

Maxim acercó el oído a la puerta. Alguien revolvía la habitación. Abrió con cautela, sin hacer ruido alguno, y vio la ancha espalda de un mercenario inclinado sobre un arcón. El intruso revolvía el contenido, arrojando las prendas sobre el hombro. De pronto se detuvo, con la cabeza inclinada, como si hubiera oído algo tras de sí. Tomó la espada y giró en redondo, pero sólo para enfrentarse a la muerte: la hoja de Maxim le atravesó el pecho.

La puerta del pasillo fue cerrada y atrancada en silencio, en tanto el pequeño grupo hacía recuento de sus miembros. Hasta el momento, cuanto menos, todos estaban vivos.

Arriba sonó un grito y un tronar de pies anunció que la puerta había sido atacada. Un aullido de frustración, emitido por Hilliard, expresó la falta de éxito. Hubo nuevos golpes y voces apagadas, en tanto los soldados se preparaban para otra carga.

—La puerta resistirá algunos segundos más —comentó Maxim, con una sonrisa lacónica—. Se la reconstruyó para que soportara los ataques de una bruja enfurecida.

Pero su expresión se tornó triste al fijarse en Elise. Le tomó las manos para mirarla a los ojos, diciendo:

—No tengo tiempo para explicar, amor mío, pero cuando lleguemos al patio tendréis que alejaros con Spence y Fitch. Dietrich y el mozo de cuadra os acompañarán, mientras nosotros mantenemos a raya a Hilliard y a sus hombres. Eddy puede cargar con ambos. Nicholas ha dicho que llevará a los dos caballos en su barco.

—¡Maxim! ¿Qué estáis diciendo? ¡No puedo dejaros!

Elise iba a seguir discutiendo, pero él la acalló con un dedo contra los labios. Parpadeó para alejar una súbita humedad en sus pestañas y le dio un beso en la frente. Su boca descendió hasta la de ella para un beso de despedida. Luego levantó la cabeza y la estrechó contra sí, como si quisiera hundirla dentro de su cuerpo.

—Ahora no puedo ir con vosotros, Elise. Por favor, trata de comprender. Debes viajar con Nicholas. —Los músculos se le contraían en las mejillas, en un esfuerzo por dominarse.— Iré más tarde, en otro navío.

Elise se aferró a él, con las mejillas surcadas de lágrimas.

—Pero ¿cómo saldréis de Alemania, si no lo hacéis en el barco de Nicholas? Ningún otro capitán anseático os permitirá viajar, puesto que Hilliard ha provocado tanta furia.

Maxim se retiró un paso para mirarla de frente.

—A partir de ahora no deberéis mencionar esto, amor mío, pero un barco inglés vendrá por el río Elba para llevarnos a la patria.

—Si eso es verdad —los ojos suplicantes de Elise le escrutaban la cara—, ¿por qué no puedo ir con vosotros?

—Sería peligroso, y quiero saberos a salvo si Hilliard resulta hoy vencedor.

—¡Oh, Maxim, no puedo abandonaros! —sollozó ella, echándole los brazos al cuello en un desesperado intento de disuadirlo—. Por favor, no me obliguéis.

—Ha de ser así, amor mío —susurró él, contra su cabellera—.Si vencemos, aún habrá que marchar hasta el río. Y si nos atacan a campo abierto no tendremos defensa. Id, por favor, para que no deba preocuparme por vuestra seguridad.

Elise accedió, a desgano, y Maxim se volvió hacia sir Kenneth, que aguardaba junto a la puerta. A una señal suya, el caballero levantó cautelosamente la tranca y abrió, asomando la cabeza para mirar por el corredor. Luego hizo una silenciosa señal a Maxim y salió. Lo seguía a Sherboume, que aguardó afuera hasta que los otros estuvieron en el pasillo.

Los fuertes ruidos que llegaban de la planta superior disimularon el descenso del grupo hasta el patio. Allí, Kenneth y Sherboume corrieron a la muralla e hicieron girar los cañones para apuntar hacia la puerta del torreón. Los criados se escurrieron hasta el establo y, un momento después, traían las cabalgaduras ensilladas. Herr. Dietrich subió un par de peldaños para montar en Eddy y prestó al mozo de cuadra su recio brazo para que subiera a la grupa. Spence acudió a la carrera para acercar la yegua de Elise, en tanto Maxim se aproximaba para abrazar a su esposa.

—Prometedme que volveréis a mí sano y salvo —rogó ella, entre lágrimas.

Maxim la estrechó contra sí.

—Atesorad mis palabras, señora, pues os aseguro que mi intención más seria es retornar a Inglaterra. —La miró a los ojos, uniéndole las manos entre las suyas como para una plegaria.— Si todo sale bien, amor mío, llevaré a Hilliard conmigo.

Un grito arriba, en las ventanas, indicó la entrada de los anseáticos en la habitación. Los que estaban en el patio vieron que Hilliard y algunos de sus compañeros asomaban por las ventanas.

Hubo un torrente de preguntas confundidas, en tanto los hombres estudiaban el muro exterior, buscando el modo en que el pequeño grupo hubiera podido ejecutar un descenso desde tan gran altura. Pero su curiosidad quedó insatisfecha. Hilliard apretando los dientes, salió con sus soldados, pasando sobre los restos de la puerta y descendió la escalera pisando fuerte. Casi estaba dispuesto a pensar que al inglés y a sus acompañantes les habían crecido alas.

Maxim puso a Elise a lomos de su yegua y descargó una palmada en la grupa del animal, para ponerlo en marcha. Se sentía como si tuviera un gran peso en el pecho, pero corrió a la muralla para seguir con la vista al puñado de jinetes que se alejaban al galope. Luego se puso ante el pequeño cañón.

Tenía poco tiempo para sentir la tristeza que amenazaba con invadirlo. Un momento después, los restos del ejército mercenario salieron a toda carrera del torreón, para enfrentarse con dos descargas gemelas de esquirlas.

Largo tiempo después, Hilliard levantaba un palo lleno de nudos, al cual había atado una bandera blanca.