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LA sala de recepción del Gran Canciller de la Orden de la Liga y Primer Secretario de la reina no era pequeña, pero estaba colmada con personajes de tanto prestigio que la atmósfera resultaba casi viciada. Había caballeros con petos de plata, duques con mantos forrados de piel, condes de chalecos bordados y galas tales que el atuendo de Maxim, antes bonito y de buen gusto, parecía el más simple de la habitación, descontando las sombrías vestimentas negras del propio secretario.

Ese funcionario acababa de almorzar y había ido a la antecámara para participar de un intercambio informal, antes de iniciar la tarea de la tarde. Prefirió reunirse con Maxim, que poseía experiencia, rango y sabiduría suficientes para contentarse con su estilo de vida; por eso era capaz de llevar una conversación razonable, sin intercalar comentarios ambiciosos o astutas insinuaciones contra algún rival. Ansioso por conocer los resultados de su investigación, sir Francis le pidió un repaso de lo que había descubierto sobre los dos asesinatos.

—Conseguimos una descripción del abogado que estuvo en Newgate —le informó Maxim—. Y hemos logrado descubrir a una dama, entre las de la reina, que vio a la asesinada con su amante algunas semanas antes del incidente. Su descripción del hombre se parece notablemente a la que hicieron los guardias de la cárcel. Alto, de pelo oscuro, ojos también oscuros, apuesto. Estoy convencido de que son la misma persona. Y quizá pueda dar un nombre a ese sujeto. La asistente de la reina nos presentó a un paje que había llevado un par de mensajes a la mujer asesinada, por cuenta de un hombre. Al parecer, ese camarero siempre ha tenido el hábito de aprender los nombres de los cortesanos y de quienes se relacionan con ellos. Sólo cabe afirmar que era el mismo.

—¿Por qué asesinaron a Hilliard? —preguntó sir Francis.

—El hombre podía ser identificado tanto por Hilliard como por su amante. Como el agente de la Liga estaba en la cárcel, condenado a ser llevado a rastras al sitio de su ejecución, había motivos para temer que lo denunciara como conspirador antes de retirarse de este mundo.

Sir Francis cruzó las manos a la espalda y proyectó la barbilla en un gesto pensativo, en tanto estudiaba el cuarto. Tenía a más de cincuenta agentes, aparte de Maxim, trabajando a sus órdenes en Inglaterra y en las cortes extranjeras. Existían algunos cuyas misiones eran ignoradas de todos, salvo de él. En esos mismos instantes, Gilbert Gifford le llevaba evidencias de la conspiración de Babington y sus cómplices para liberar a María y asesinar a Isabel. Sus espías se desempeñaban con gran eficiencia, y el marqués de Bradbury era de los mejores.

El secretario suspiró pesadamente.

—Me gustaría que la reina apreciara más los esfuerzos que hacemos por protegerla. Mi bolsa enflaquece día a día; a cada instante debo hacer que Cecil intervenga a mi favor, a fin de conseguir fondos frescos con que salvaguardar su vida.

—Lord Burghley la conoce mejor que nadie —lo alentó Maxim—. Si alguien puede hacer que financie vuestros esfuerzos, será él.

—Mientras tanto estoy en deuda con vos. Sé que os costó una buena suma descubrir a Hilliard y traerlo hasta aquí.

—Olvidaos de eso. Me siento agradecido por ver recuperado mi honor.

—Sí. Cuando Maese Stamford trajo acusaciones contra vos, creí haber perdido a un buen hombre, pero eso sólo sirvió para que pudierais descubrir a Hilliard. Me sorprende que las cosas hayan resultado tan bien.

—Pero casi me costó la vida —comentó Maxim, en melancólica rememoración.

—Lo que ocurrió fue indiscutiblemente real; no se trató de una patraña. Y por eso mismo vuestra huida a Hamburgo resultó tanto más convincente, haciendo que Hilliard se descubriera. Si no hubierais venido a mí, la noche de vuestro retorno a Inglaterra, para implorarme la oportunidad de demostrar vuestra inocencia, aún seríais una afrenta para su majestad... un hombre condenado.

—Me alegro de que mi lealtad a la reina haya quedado en claro, para que en años venideros mis hijos no deban sufrir su rencor. —Maxim sonrió.— Elise espera nuestro primer hijo para este mismo año.

Sir Francis le dio una palmada en la espalda, en cordial congratulación.

—¡Qué buena noticia! ¿Podemos brindar por vuestra buena suerte...?

—¿Su Señoría... lord Seymour?

Era un joven teniente, que carraspeó con nerviosismo al verse frente a Maxim. Tras él, casi pisándole los talones, veía un hombre barbudo y mal vestido.

—¿Qué pasa? —preguntó Maxim, acercándose, divertido por las vacilaciones del joven.

El oficial tomó por el cuello del abrigo al vagabundo, que trataba de entrar sin más, decidido a lograr su objetivo. Exasperado contra tanta indisciplina, tironeó de su chaleco y olvidó el respeto que le inspiraban el secretario y el marqués.

—Mil perdones, señores, pero este hombre asegura ser mensajero. Dice que ha sido enviado con un importan... jaj!

Un codazo del campesino en las costillas le hizo gruñir de dolor y cederle el primer plano.

—Me llamo William Hanz, Vuestras Señorías —declaró el impaciente. Rebuscó dentro de su raída chaqueta y sacó un pergamino plegado, sellado con una gota de lacre. Bizqueando hacia Maxim, le plantó el documento contra la palma abierta—. Hice un solemne juramento de entregar esto en vuestra mano. Se me prometió un soberano de oro de vuestra propia bolsa si lo traía hasta vos.

—¡Este hombre es un ladrón! —protestó el indignado teniente.

Maxim sacó de su bolsa la moneda requerida y pronunció:

—He aquí la moneda, pero será mejor que la carta lo valga.

El desarrapado mensajero se apoderó de la moneda con una sonrisa triunfal y entregó el pergamino.

—¿Quién os dio esto? —preguntó Maxim, algo confuso, al ver su título completo garabateado en el frente de la carta.

—No conozco al hombre —afirmó el mensajero—. Llevaba un capote con capucha y estaba negro como la tinta cuando vino a golpear mi puerta. Vengo desde muy lejos para traeros esto, y él sólo me dio lo necesario para pagar la barcaza. Sólo vine porque me aseguró que sería bien recompensado. —Dio unos golpecitos con el dedo en el documento.— Dijo que era importante y que debíais leerlo de inmediato.

Maxim rompió el sello con la uña del pulgar y acercó la carta a la luz. A medida que leía el contenido, su cara tomó tal expresión de horror y sufrimiento que el secretario acabó por alarmarse. El marqués arrugó la carta, con las facciones contraídas en una mueca de pura rabia. Su gruñido hizo que sir Francis pensara en una bestia salvaje dedicada a la caza.

—¿Ocurre algo malo?

Las palabras del secretario llegaron hasta Maxim como a lo largo de un túnel. Luchó por contener la ira que amenazaba dominarlo y, con un gesto ominoso, pronunció:

—Tienen a Elise como rehén. —Ofreció el pergamino a Walsingham.— Su secuestrador exige rescate por ella.

—¿Valía o no un soberano de oro? —preguntó el correo, preocupado por la expresión del noble.

—¡Cógelo y vete de aquí! —le espetó sir Francis. Lo siguió con la vista y ordenó al teniente Decid al capitán Reed que lo haga seguir

Cuando se volvió hacia Maxim fue justo a tiempo para verlo escapar por la puerta. Lo siguió con la mirada durante un largo instante, rascándose la barba bien recortada. Por fin hizo un gesto para llamar la atención de un mayor de dragones y se retiró a sus habitaciones privadas, seguido por éste.

Isabel estaba reunida con un pequeño grupo de lores cuando le llegó el mensaje de su primer secretario. Lo leyó con una leve arruga en el ceño y, al terminar la reunión, pidió graciosamente disculpas para releer la nota. Luego escribió un rápido mensaje para lord Burghley y convocó a un coronel de los fusileros, comandante de sus agentes.

El capitán Von Reijn trabajaba en un montón de manifiestos y cartas de embarque, en su apartamento de las Sulliard, cuando Justin subió la escalera a todo vapor y, sin siquiera llamar a la puerta, irrumpió en la habitación. El joven le arrojó la misiva al escritorio y, sin darle oportunidad de leerla, anunció:

—¡Es de Maxim! ¡Elise ha sido secuestrada!

Nicholas se levantó de inmediato, derribando la pila de papeles que estaba estudiando.

El juramento que se le escapó era muy poco halagüeño para los padres del responsable de ese acto y Justin quedó alelado por un instante. Luego, los dos se lanzaron a un verdadero torbellino de actividad que despertó la curiosidad de Herr. Dletnch. Aunque la tarde llegaba a su fin, en el curso de una hora estuvieron listos para partir, seguidos por el cocinero a petición de él mismo.

Sir Kenneth estaba en su finca, al norte de Londres, atendiendo un montón de asuntos descuidados hasta entonces. Al llegar el mensajero de Maxim, rompió el sello de la carta y, tras leer el contenido, envió aviso a Sherbourne por medio del mismo correo. Luego subió la escalera de tres en tres peldaños e irrumpió en sus habitaciones, donde se dedicó a seleccionar las ropas y las armas que llevaría.

Edward Stamford fue el único, en toda la casa de los Radborne, que logró conciliar el sueño tras la partida de Maxim. El marqués había ido a preparar su equipo para el viaje y dar la noticia del segundo secuestro de Elise. El leve paso de Arabella en la escalera no llamó la atención de los criados. La mujer volvió a la finca de su padre y pidió inmediatamente que le prepararan una chalupa. Luego se dispuso a viajar hasta Bradbury y aun más allá.

Cassandra, dos veces desposada y una vez viuda, se permitió su pasatiempo favorito de las últimas épocas: regañar a aquellos de sus hijos que no habían tenido la previsión de mantenerse fuera de su vista. Estaba segura de que Elise o Arabella habían hecho la denuncia a los funcionarios de la corte, pidiendo una orden de arresto contra ella, y no se atrevía a salir de su residencia actual, por miedo a ser reconocida y arrestada. Ese encierro la irritaba muchísimo, pues necesitaba actuar para mantener el estilo de vida al que se había acostumbrado. Por eso desataba su ira contra los vástagos. Estos, por mucho que se esforzaran, no hallaban excusas adecuadas para justificar una ausencia.

Para alivio de todos, llegó un harapiento mensajero que repitió, lenta y penosamente, las palabras que le fueron verbalmente transmitidas por Forsworth, que apenas sabía leer. Cuando hubo terminado, Cassandra se levantó del raído sofá y comenzó a pasearse. Al cabo de un rato el hombre levantó un dedo para llamarle la atención.

—Eh... disculpad, milady, pero Su Señoría tuvo la amabilidad de prometerme uno o dos céntimos por el recado.

Cassandra lo fulminó con la mirada, pero acabó por informarle con una dulce sonrisa:

—Bueno, pues me alegro. La próxima vez que veas a Su Señoría Forsworth, no dejes de recordárselo. Los dos hijos presentes rieron burlona mente por lo bajo, en tanto el desencantado mensajero salía de la casa. Al cerrarse la puerta tras él, Cassandra agitó un dedo ante los hermanos y les advirtió severamente:

—¡Escuchadme! Ese taimado de Quentin piensa quitarnos el tesoro y quedárselo él! —Sonrió con tanta malignidad que a ambos hijos se les erizó el pelo de la nuca. Entonces volvió a pasearse, cavilando en voz alta, alrededor del sofá.— Forsworth dice que siguió a Quentin y a su pequeña banda de mercenarios hasta asegurarse que llevaban a la Señora Grandes Aires hasta el Torreón de Kensington.

—¿Ese castillo en ruinas? —se burló uno de los vástagos—. No les servirá ni para protegerse de la lluvia.

—Pero allí iban —continuó Cassandra, echando una mirada fulminante al que había interrumpido su discurso.

—¿y por qué trata Elise con un tipo como Quentin? —preguntó el otro hijo—. ¿Qué tiene él que no tengamos nosotros?

Cassandra entornó los ojos hasta reducirlos a meras ranuras... Por ese magro espacio clavó una mirada desdeñosa en el imprudente que tal pregunta hacía.

—¡Imbécil! ¡No fue por su propia voluntad! ¡El la capturó! ¡La llevó por la fuerza, con su banda de malhechores!

—¡Ehhh! ¡Apuesto a que se puso furiosa! —carcajeó el menor—. Elise tiene un temperamento que es como una caldera Una vez más, el mayor hizo una pregunta en serio.

—¿y por qué llevó Quentin a nuestra prima a Kensington, después de habernos regañado por capturarla? El mismo dijo que la muchacha no debía de saber dónde estaba el tesoro. ¿Qué pretende conseguir?

Hubo un momento de silencio, en tanto Cassandra analizaba la pregunta. De pronto se hizo la luz. Chasqueando los dedos, se volvió hacia sus desconcertados hijos.

—¡El es quien tiene a Ramsey desde un principio! ¡Fue él quien lo secuestró! ¡Tiene que ser así! Y ahora, gracias a mi excelente Forsworth, podemos ponerlo en su sitio.

—¿Qué vamos a hacer?

Cassandra dio la vuelta al sofá y se detuvo para dar una orden:

—Tomad algunos mosquetes y preparaos para cabalgar.

Los dos reunieron sus pensamientos, tarea bastante simple; el más serio se atrevió a otra pregunta.

—¿De dónde sacaremos los caballos?

—¡Robadlos, si es preciso! —rabió la mujer, despidiéndolos con un ademán de la mano—. ¡Id ya!

Los dos hermanos tropezaron en su prisa por obedecer y el menor quedó despatarrado en el suelo, enredado a las piernas del otro. Cassandra, haciendo rechinar los dientes de indignación, apoyó las manos en su estrecha cintura y se adelantó para posar un pie, ricamente calzado, contra el trasero del desdichado

—¿No podéis hacer nada sin caeros?

La primera evidencia de la captura de Elise fue presentada por el perrillo, que había correteado hasta la casa en respuesta a las llamadas de Anne. Ladró y gimoteó hasta que ella convocó a los sirvientes, a fin de revisar el lejano laberinto. Breve rato después, alguien recogió un par de tijeras ensangrentadas en la senda. Anne se derrumbó sin sentido.

Fitch y Spence montaron inmediatamente para seguir el rastro dejado en el prado por los cascos de los caballos. Las señales del tránsito los condujeron hacia el norte; una vez en la ruta, continuaron a toda carrera, vigilando sin cesar los costados en busca del sitio en donde los jinetes hubieran podido desviarse.

Ambos llevaban sólidas cachiporras y arcos resistentes. Spence también portaba una maza y un par de mosquetes, mientras que Fitch había decidido armarse con un hacha de guerra y un par de pistolas. Sus intenciones eran mortíferas; el brillo de sus ojos revelaba el deseo de vengarse de los que pudieran hacer daño a su ama.

Maxim llegó a Bradbury alrededor de la medianoche. Se detuvo allí el tiempo necesario para recoger algunas cosas y ensillar a Eddy. Luego partió, por no quedarse mucho tiempo en las habitaciones que había compartido con su esposa. Llevaba un dolor demasiado grande en el pecho

Las nieblas y los vapores agitados por el frío de la noche se amontonaban en los valles y pendían inmóviles en los bosquecillos, pero Maxim cabalgaba como un fantasma vengador. Llevaba un par de mosquetes metidos bajo el cinturón, una carabina en la silla y su fiel espada de dos filos; debajo del chaleco, un esbelto puñal.

Poco después del amanecer se detuvo junto a un pozo para dar descanso a Eddy. Fue entonces cuando vio a tres jinetes que se acercaban por la colina. Con la mano en la empuñadura de su espada, Maxim se preparó para desenvainar. Un momento después reconocía la cabeza clara de Nicholas Von Reijn y la silueta de sus dos acompañantes

—¡Hola Maxim! —gritó el capitán, sofrenando a su cabalgadura—. ¿Adónde vamos?

—¡Hacia el oeste! —respondió Maxim, girando en la silla.

El capitán aplicó talones a su corcel.

—¡Vamos!

Los aldeanos se volvieron, alarmados, ante el tronar de cascos que sacudía la ruta; cuatro jinetes pasaron por la colina con los mantos al viento, seguidos por estelas de polvo.

El rumor de la carrera se redujo a un espectral silencio antes de que regresaran los ruidos del amanecer.

Poco después de mediodía se detuvieron en una colina para otear la campiña que se extendía ante ellos. Hacia adelante divisaron a un par de jinetes; aun desde lejos eran reconocibles las siluetas disímiles de Fitch y Spence. Maxim los detuvo con un grito; los criados giraron en redondo y los aguardaron. Ahora eran seis los que cabalgaban con una sola finalidad.

Al caer la noche, el pequeño Pelotón llegó a la linde de un bosque sobre un barranco. Allí montaron un campamento y se instalaron a esperar la luz del día. Más o menos una hora después, Fitch, que estaba montando la primera guardia, despertó a los dormidos con una advertencia en voz baja.

—Alguien viene. Dos jinetes, quizá.

Maxim echó un vistazo al cielo nocturno. La brisa del noroeste deslizaba sus dedos etéreos por el follaje de los altos robles.

Venía acompañada por nubarrones que ocultaban la faz de la luna. El marqués ciñó la espada y dio órdenes de apostarse a ambos lados del camino.

No tuvieron que esperar mucho: un par de siluetas oscuras se acercó por el camino. El comentario gruñente de uno de los jinetes irrumpió en el silencio nocturno, haciendo que Maxim abandonara su escondite para salir a la ruta, con los brazos en jarras;

—¡Hola! ¡Sir Kenneth!

El caballo, que ya estaba nervioso se alzó de manos y estuvo a punto de derribar al cansado viajero. Kenneth maldijo en voz alta y luchó hasta dominarlo. Sherbourne reía por lo bajo. Acercando su cabalgadura, dio una palmada a su amigo.

—Ya ves que tienes que castrar a ese potro, amigo mío. Algún día te romperá la cabeza.

Sir Kenneth desmontó con cautela, murmurando:

—Antes seré yo quien rompa la de él.

Sherbourne desmontó con más gracia y se acercó a Maxim a paso largo.

—Vinimos cuanto antes —aseguró, con una palmada de camaradería—. ¿Sabes dónde la tienen? ¿Tienes algún plan?

—No a ambas preguntas —suspiró el esposo—. Pero cuando conozca la respuesta a la primera pregunta sabré qué hacer con la segunda.

Empezaba a caer una lluvia helada. Los hombres buscaron refugio bajo una saliente rocosa. Kenneth encendió una pequeña fogata, que Dietrich aprovechó para preparar una comida rápida pero sabrosa. Los hombres se reunieron bajo el escaso refugio para discutir la situación y reponer fuerzas.