24

LA tormenta continuó a lo largo de seis días; el séptimo amaneció luminoso y terriblemente frío. Si un águila se hubiera atrevido a desafiar a aquellas alturas gélidas, le habría costado indicar el sitio donde se levantaba el castillo Faulder, a no ser por las oscuras volutas de humo que surgían como desde los mismos picos de la cumbre nevada. Varias leguas hacia el norte, la ciudad libre de Lubeck se revolvió durante cuatro o cinco días, removiendo sus faldas en busca de los malditos truhanes que se habían atrevido a cometer un asesinato y provocar un alboroto en sus confines.

Cuando se supo que el barco de Hilliard ardía en su amarradero de invierno, el hombre corrió a los muelles y emitió un aullido de ira. Un estremecimiento liberó el navío en llamas de su encierro de hielo. Los ojos de Hilliard tomaron un aspecto de mortífera decisión. Sólo los restos humeantes de los palos asomaban ahora, desolados, sobre los escombros ennegrecidos que flotaban en la superficie: lóbrego recordatorio de lo que antes fuera un barco veloz y poderoso. Presa de una furia incontenible, su dueño juró perseguir y matar a los responsables.

Una oscura niebla pendió sobre la ciudad por mucho tiempo, ya apagadas las enormes nubes de negrura. Pero transcurrida la segunda fiesta sabática, la ciudad, casi olvidada de los intrusos, volvió a su actividad habitual. No ocurría lo mismo en los kontors de la Liga Anseática. En los salones resonaban los aullidos enfurecidos de Hilliard, que rabiaba contra el destino, maldecía al clima, condenaba a la nieve por ser nieve, al hielo por ser hielo, al viento por ser viento y ventilaba rotundamente su malhumor contra quienquiera que se le aproximara. Maestros y mercaderes, si no tenían más remedio que visitar sus oficinas, entraban y salían deprisa, pues el agente anseático era capaz de azotar con la lengua o con su pesado puño a todos cuantos se le pusieran al alcance. ¡Pobres de los que le ofrecían la más leve provocación!

El invierno pasó con pies de plomo para los de la Liga. Cada semana, cada día... ¡No!: cada hora contaba para muchos, mientras la arena se deslizaba en la clepsidra con atormentante languidez.

Pero en el castillo Faulder, cerrado por la nieve, los días pasaban con alas en los pies. Sus ocupantes parecían gozar de comodidades y satisfacción, aun cuando afuera reinara la tempestad. Los deliciosos aromas de la cocina de herr Dietrich invadían todo el torreón, en tanto los ruidos de la actividad, el murmullo, las risas y el parloteo de muchas voces prestaban calidez y vitalidad al sitio. La camaradería de todos (menos una) ayudaba a acelerar el flujo de esos mismos granos de tiempo. Aunque todos tenían conciencia del conflicto que se aproximaba, fue un período caracterizado por el placer y la buena comunicación.

Nadie dudaba de que Hilliard acudiera. Ese hombre no dejaría pasar la afrenta sin una feroz represalia y era preciso prepararse para cuando llegara el momento. Se analizaban tácticas de defensa, se probaban arcos, espadas y dagas, se presentaban propuestas para fabricar armas nuevas. Mientras el tiempo se mantuvo inclemente, los hombres ensayaron entre sí su destreza para la lucha: en el salón resonaban los aceros Y los gritos entusiastas de los caballeros, dedicados con vigor a las artes marciales.

Elise, aunque ponía cuidado en mantenerse a distancia segura, contemplaba con ansiedad esas actividades y agregaba su risa al estruendo. Su presencia parecía alentarlos a nuevas hazañas, y los más jóvenes, sobre todo, trataban de conquistar sus animosas alabanzas. Maxim no tenía por qué preocuparse si Justin y Sherbourne se empeñaban en deslumbrarla, pues tenía la seguridad de que ella era sólo suya. Con frecuencia, Justin sufría las bromas de Kenneth, sobre todo por su juventud, pero las aceptaba de buen grado y respondía por el estilo.

En el silencio del atardecer, los hombres solían retirarse a algún rincón discreto del salón para planear la defensa y la estrategia, lejos de los agudos oídos de Frau Hanz. Para Elise se convirtió en costumbre retirarse a sus habitaciones, donde esperaba a su esposo. A veces, su voz suave y cadencias a resonaba en canciones, en tanto ella bordaba tapices o zurcía la ropa de los hombres. Los alegres compases parecían calmar a los hombres, que respondían con murmullos, renuentes a discutir en medio de tanto contento.

Maxim nunca se preocupaba por el hecho de que esa voz melodiosa, al tiempo que les procuraba tanta serenidad, pudiera rechinar en los oídos de Frau Hanz. El ama de llaves solía tener las cejas fruncidas en severa concentración y mover los labios en silencio, como si estuviera pronunciando horribles votos ante algún desconocido dios vengador.

Herr. Dietrich, por el contrario, se mostraba jovial y solía acompañar las canciones con su voz grave. Si la melodía era ligera y alegre, él marcaba el ritmo con una cuchara en una tapa de cacerola o movía los pies al compás. A veces, sorprendiendo la mirada divertida de Maxim, respondía con una gran sonrisa y meneaba placenteramente la cabeza, alabando la belleza de aquella voz.

Cuando los vientos y la nieve agotaron finalmente su furia, los hombres abrieron caminos entre los enormes montones blancos, para tener acceso a la muralla circundante, al establo y a las ruinas de barracas y depósitos. Buscaron entre los escombros hasta hallar, en bruto, todo lo necesario para fabricar armas nuevas.

Arrancaron planchas de madera y las amontonaron en sitios protegidos, para que se mantuviera seca. Llenaron toneles con pequeños trozos de hierro y los almacenaron con los barriles de pólvora negra. Esa frugal confiscación dejó los edificios exteriores reducidos a armazones de vigas y piedra, pues no hubo rincón que quedara intacto.

En el sótano del depósito encontraron jarras selladas con grasa, que pusieron a derretir en enormes vasijas de hierro, en medio del patio. Cuando las vasijas se enfriaron, se las cubrió con tapas pesadas para proteger el contenido de la humedad; allí se las dejó para calentar en otro momento.

Spence asumió en el establo las funciones de herrero; allí se hicieron hojas para las lanzas, cabezas de flecha y cojines de ballesta. Fue la empatía de Spence con los animales y un presentimiento de los que traerían el clima nórdico lo que le había hecho efectuar varios viajes a Hamburgo, en busca de forraje y heno, mientras el amo estaba en Lubeck. Así, mientras duró la tormenta, los establos se mantuvieron abrigados y bien surtidos. Ahora, todas las noches, el resonar del hierro y el rugir del horno apagaba el rumiar satisfecho de los animales y adormecía al muchachito que los atendía.

En sus virginales sueños de amor correspondido, Elise nunca había imaginado que un castillo remoto, construido en un barranco estéril y atrapado en las profundidades de un gélido invierno, pudiera proporcibnar refugio tan sublime. Muchas noches se acurrucaba en los brazos de Maxim, cuando él se sentaba ante el hogar. Envueltos en la misma manta de pieles, solucionaban los problemas del mundo en voz baja, entre largos silencios. Cuando el fuego perdía potencia y el frío los impulsaba a la cama, se hundían entre mantas calientes y pasaban noches tales que... estaban mucho más allá de cualquier fantasía que una doncella inocente hubiera podido conjurar

Era inevitable que la mañana llegara a la tierra. Así, señalada por el envejecimiento de un día en una semana, una semana en un mes, llegaría otra estación. Elise se lamentaba, en el fondo, de que el tiempo no pudiera estarse quieto. Por una vez en su vida temía la llegada de la primavera.

Pasaron algunas quincenas; el castillo permanecía seguro, protegido de cualquier injerencia exterior. En el helado mundo blanco que se abría más allá de sus portones reinaba un silencio inmóvil, como si esa tierra lejana y todos sus habitantes contuvieran el aliento, esperando con temor las furias que sobrevendrían.

Alguna brisa ocasional sacudía las ramas de los árboles, desprendiendo un fino polvo de nieve que se irisaba ante los rayos del sol. Los pajarillos revoloteaban entre el ramaje, en busca de semillas y zarzamoras congeladas. Se vio a una ardilla sentada en la horqueta de un árbol; abajo, un venado solitario se aproximaba lentamente al oscuro goteo de agua que indicaba el primer deshielo.

Los días se fueron tornando más cálidos, a medida que el sol, al ascender, reducía lo peor del invierno a un leve remedo de lo anterior. Elise sentía escalofríos al observar las motas de polvo que danzaban tranquilamente en los rayos de sol, cuando se abrían las persianas y se descorrían las cortinas.

Maxim había avivado el fuego en el hogar y hecho subir agua caliente para un baño. Después de compartir la higiene conyugal, dejó que Elise disfrutara de la tina caliente mientras él se secaba y vestía. Tras un largo beso y otra caricia admirativa a la piel enjabonada, abandonó las habitaciones, con la excusa de que quería ejercitar a Eddy.

Aunque no se justificaba, Elise se estremeció, sintiendo un nudo de miedo en la boca del estómago. Sabía demasiado bien que se había iniciado una cuidadosa patrulla de la zona. Un suspiro largo y pensativo escapó de ella; sumergida en la bañera, paseó tristemente la mirada por la alcoba, mientras recordaba los acontecimientos de los últimos meses. Desde que zarpara de Inglaterra se había convertido en mujer, en más de un sentido. Se regodeaba en la inmensidad de su amor, que saciaba el corazón hasta desbordarlo. Maxim satisfacía en todo sentido sus más descabelladas aspiraciones a un marido amante, considerado y gentil; sin embargo, había en él una sensualidad apasionada que le calentaba la sangre. Era capaz de acelerarle el pulso con una mirada, pero no había necesidad de que se mostrara tan activo: con sólo posar los ojos en su espalda, Elise se llenaba de deseo, sobre todo si esa viril estructura estaba desprovista de ropa.

Una sonrisa le curvó los labios. Deliberadamente convocó a la imaginación esos anchos hombros, las costillas musculosas, las caderas estrechas, aquellas largas piernas donde ondulaban los tendones al menor movimiento. Cuando un hombre estaba tan bien constituido como Maxim, a la esposa le era difícil no admirarlo. Y cuando las miradas de Elise traicionaban su curiosidad, él se acercaba con una sonrisa torcida y cierto brillo en los ojos. Sus suaves enseñanzas eran tan excitantes como aquellos momentos en que los arrebatos de deseo la envolvían en un torbellino de frenética pasión.

De pronto Elise dilató los ojos y se incorporó en el agua, atónita. Con la cabeza inclinada a un lado, levantó una mano para contar con los dedos. ¿Era posible? Volvió a contar, esta vez con más cuidado. ¿Era cierto, en verdad? ¡Tonta mortal la que dudara! ¡Cuidado con el lecho y la lujuria del hombre! Así advertían las ancianas a las hijas virginales. Pero donde el amor abundaba, el placer se revelaba en todas las cosas... hasta en ese pequeño y precioso florecer de vida. Una sonrisa secreta le cruzó los labios al recordar las numerosas ocasiones en que el acto de amor había podido producir ese pequeño milagro. No podía determinar exactamente el momento, pero tampoco había necesidad de ello. Cada recuerdo valía la pena.

Pasó otra semana, en la misma paz idílica. Al prolongarse los días, los hombres dieron en aventurarse más por fuera. Cabalgaban hasta más allá del portón para patrullar la campiña; a veces, para cazar. La cautelosa vigilia se extendió hasta poner un guardia cerca del portón; Spence y Fitch se turnaban para asegurar el castillo contra cualquier invasor.

Una mañana, a hora temprana, Elise bajó a la cocina y descubrió que los hombres ya estaban en el patio, después de desayunar. Mientras tomaba su té junto al hogar, la puerta principal se abrió de par en par y un fluido de pasos en carrera le llamó la atención. Su mirada aprensiva detuvo en seco a sir Kenneth.

—Perdonad, milady. Yo... eh... —El hombre tartamudeaba en busca de una excusa para su prisa. Por fin se dominó.— No fue mi intención molestaros, milady. Sólo venía en busca de mi espada.

Los pensamientos de Elise se reunieron en una nube de preocupación, en tanto el ogro de Hilliard le venía a la mente.

—¿Ocurre algo malo? ¿Viene...? —Su lengua no pudo pronunciar el nombre.— ¿Viene alguien?

—No hay por qué preocuparse, milady —sir Kenneth trató de tranquilizarla—. No es nada de importancia. Sólo que falta una de las jacas y frau Hanz ha desaparecido. Se diría que huyó. Su Señoría está ensillando los caballos. Sólo queremos seguir sus huellas por un trecho para ver... bueno, para ver en qué estado se encuentra la ruta.

Elise leyó más en su pausa de lo que el caballero había querido expresar.

—¿Teméis que la partida de frau Hanz traiga problemas?

Sir Kenneth carraspeó, optando por una respuesta no comprometida:

—Por si acaso, conviene estar preparados, milady.

—Por supuesto —concordó ella—. Y en verdad hay motivos para desconfiar de frau Hanz. Nunca fue una de nosotros.

—Es exactamente lo que piensa Su Señoría, milady —reconoció el hombre—. El estaba esperando que la mujer se marchara.

Elise absorbió la información en silencio, sabiendo que a su esposo rara vez se le escapaba un detalle. Antes del viaje a Lubeck se había mostrado indiferente hacia la mujer... pero al regreso su cautela se tornó evidente. Cuandoquiera que frau Hanz se acercaba a los hombres, durante las discusiones, él cambiaba deliberadamente de tema o guardaba silencio hasta que ella se retiraba. Si llamaba a los caballeros para una conversación privada en su alcoba, era costumbre que Fitch o Spence montaran guardia ante la puerta para alejar a los posibles curiosos.

Eso era algo que Elise tenía bien en claro sobre su esposo: que no se lo podía tomar a la ligera. Su enfrentamiento con Gustave era prueba suficiente de su rápida astucia y su mente ágil; era capaz de verdaderas hazañas de atrevimiento, llevadas a cabo con aplomo y elegancia, para sorpresa y total desconcierto de sus adversarios. Teniendo en cuenta su habilidad, se dijo Elise con cierto orgullo, tal vez cabía compadecer a los tontos que se le opusieran.

—No os preocupéis por Hilliard, milady —la tranquilizó sir Kenneth, adivinando sus pensamientos—. Hace falta alguien mejor que él para burlar a vuestro esposo. Recordad mis palabras, señora.

Esa tierna actitud provocó en Elise una sonrisa agradecida.

—Lo haré con gusto, sir Kenneth. Gracias.

—Es siempre un placer, señora. Kenneth la dejó para subir las escaleras de dos en dos peldaños por vez.

Un momento después salía del torreón. Un repiqueteo de cascos en el puente y el estruendo de la reja levadiza al descender fue muestra de que había abandonado el patio.

En el silencioso salón, Elise reconoció que ya no estaba tensa. La tranquilizaba pensar que no tendría que soportar los ceños fruncidos de frau Hanz ni sus actitudes agrias. Su ánimo fue cobrando bríos con el transcurrir del día. Con renovado entusiasmo, se abrigó con un capote grueso y calzó las viejas botas de cuero crudo. Sherbourne le aplicó un leve reproche ante el portón, pero como ella asegurara dulcemente que no se alejaría sino lo prudente, levantó la pesada reja de hierro para permitir le salir.

Más allá del puente, Elise caminó hacia el este, a lo largo de la muralla, donde el sol, al reflejarse, había despejado un estrecho sendero en la nieve. Una suave brisa del sur traía la evasiva esencia de la primavera. Elise apartó la capucha para dejar que su suave tibieza le acariciara el rostro. Se estuvo un rato así, bañándose en el fulgor vigorizante del sol.

Cuando estaba a punto de volver, una mota de color, cerca de la pared, le llamó la atención. En una grieta protegida, pero entibiada por el sol, habían brotado pequeñas hojas verdes. Y en medio del verdor... Elise se arrodilló para verla mejor. ¡Sí, era una florcita blanca! Tan diminuta que parecía pedir disculpas por su audaz presencia. La muchacha se quitó el guante para arrancar cuidadosamente el capullo.

Cierta vez, muchos años antes, había cortado flores silvestres para tejer una guirnalda multicolor con que adornar el pelo negro de su padre. Su mente volvió a dulces recuerdos de otros tiempos y otros sitios. Vinieron a ella recuerdos de una playa estrecha, cerrada por altos acantilados llenos de cuevas. Las olas batían eternamente la arena. La invadió una excitante sensación de libertad al recordar cómo corría descalza por allí, siendo niña, perseguida por su padre. Rememoró páramos neblinosos, salpicados de lomadas boscosas, una cabaña grande y ruinas en las que se habían sentado a contemplar las nubes, allá arriba.

El amaba ese lugar; muchas veces la había instado a volver, sólo para vagar por los páramos, para explorar las cuevas, como cuando niña, para disfrutar de la brisa húmeda contra la piel y sentarse en las rocas. Era extraño que, uno o dos meses antes de desaparecer, él hubiera redoblado sus instancias a volver a esa cabaña, a esa sede de dulces recuerdos. Hasta le había hecho prometer que, a su muerte, ella volvería para retirar el retrato de la madre, que pendía en la casa desde hacía años, y repetir todo lo que juntos habían hecho en ese lugar.

Elise levantó la cabeza, como si una voz le hablara desde el pasado. Vuelve. Vuelve. Vuelve. En la torre sonó un grito que le llamó la atención. Giró la cabeza, pues otro respondía desde lejos. Sombreándose los ojos contra los reflejos de la nieve, Elise estudió la ruta hasta divisar a un par de jinetes que volaban por el sendero. Su corazón se aceleró de entusiasmo al reconocer la silueta de Maxim a lomos del fuerte corcel negro. Entonces recogió sus faldas y echó a correr a lo largo de la pared. Los cascos de los caballos retumbaron en el puente, apagando el gorjeo de un pájaro. El tamborileo pareció reverberar en el pecho de Elise, llenándola de excitación. Según los hombres entraban al patio, ella aceleró el paso para cruzar la plancha de madera.

Maxim sofrenó a Eddy al percibir aquellos pasos ligeros detrás de sí. Como había advertido a Sherbourne que debía mantenerse atento a la posible proximidad de Hilliard, le sorprendió ver a Elise en el puente. Su primer impulso fue reprender al caballero por haberle permitido salir sola, pero el corazón le dio un brinco en el pecho al ver su deslumbrante y desaliñada belleza. Rosadas las mejillas, sin aliento y con la cabellera derramada contra la espalda, constituía una visión inolvidable. No había manera de pronunciar palabras ásperas ante su belleza.

Los pies de Maxim tocaron el suelo. Se quitó el yelmo y lo dejó caer al suelo para recibirla en sus brazos y hacerla girar a su alrededor, hasta que ella rió de júbilo, mareada. Luego le buscó los labios, sin prestar atención a las miradas, y pasaron largos momentos de inmóvil felicidad antes de que ella volviera a tocar tierra.

Sir Kenneth se levantó la visera para limpiarse la boca con un guantelete. Los observaba con una mezcla de envidia y diversión, pensando que, aun tras haber perdido título y tierras, el marqués era un hombre afortunado.

Maxim dejó en libertad a su esposa. En tanto ella bajaba los brazos, vio que sus ojos se tornaban tristes. Ella levantó un puño cerrado y lo abrió poco a poco, mostrándole una florcita blanca. Debajo de la tristeza había un dejo de miedo.

—Ha llegado la primavera —susurró ella, desolada—. ¿Estará lejos la bestia?

Maxim se quitó el guantelete de cuero para pasarle el dorso de los dedos por la mejilla.

—En Lubeck estábamos en terrenos de Hilliard, amor mío, y aun así vencimos. Aquí él estará en terreno nuestro.