23

NUBES de un gris plomizo pendían sobre la colina del castillo Faulder; las ráfagas cargadas de nieve azotaban con salvajismo la senda desnuda. Los caballos forcejeaban contra los montículos de nieve, cada vez más profundos, arrastrando tras de sí el largo trineo en el que se había refugiado Elise, para escapar del viento feroz. Una mirada hacia afuera le aseguró que estaban acercándose al foso; aunque el telón blanco era casi impenetrable, diviso la vaga sombra de la reja levadiza, que se levantaba poco a poco. El golpeteo apagado de los cascos, al cruzar el puente de madera, fue seguido por gritos igualmente discretos: los de Maxim, que sofrenaba a Eddy y daba indicaciones a los hombres a través del patio.

Fitch y Spence detuvieron al tiro. Mientras Sherbourne y Justin desmontaban, Kenneth prestó ayuda a los sirvientes para llevar las cabalgaduras al establo. Los hombres entornaban los ojos para protegerlos de los densos copos; había que gritar para hacerse oír encima del vendaval.

Al abrir la portezuela del coche, Elise descubrió que Maxim ya estaba allí, con copos de nieve salpicando la barba de dos días; por debajo de la capucha, las cejas y las pestañas mostraban una hirsuta escarcha. Tenía los dientes apretados por el frío y la cara pálida, ojerosa. La bajó del coche sin decir palabra. Elise, percibiendo que necesitaba calor, le deslizó un brazo alrededor de la cintura para prestarle apoyo. Ambos caminaron hacia el torreón, seguidos de muy cerca por Sherbourne y Justin, que también buscaban protección contra los horribles vientos y la nieve cegadora. A la mente de Elise afloró un pensamiento: habían llegado al castillo apenas a tiempo.

Maxim abrió la puerta, pero el viento le arrebató el picaporte de entre los dedos helados para estrellarla contra la pared interior. Una nube de blanco arremolinado bailó libremente en torno de ellos, esparciendo copos por el vestíbulo e impulsándolos hacia adentro. Ya cerrada la puerta, Elise volcó su preocupación en Maxim, que se había reclinado contra la pared, en silencioso tormento. Con mucho cuidado, le quitó los guantes helados y le frotó las manos con suavidad, tratando de devolverles en parte la circulación. Mientras tanto echó una mirada por el vestíbulo, hasta divisar una familiar silueta bovina a poca distancia.

Frau Hanz se había detenido ante esa intromisión, indignada por la prontitud con que desaparecía la limpieza del sitio en donde se estaban quitando las prendas llenas de nieve. Sin embargo, no se atrevió a expresar su queja, pues recordaba demasiado bien lo que le había dicho la señora antes de su partida. Con las manos cruzadas ante el regazo, mantuvo la lengua quieta detrás de los dientes, rechinantes de fastidio.

Elise habló con cierta urgencia, requiriendo la atención del ama de llaves.

—Herr. Dietrich no domina el inglés como para entender lo que yo le ordene. Hablad con él, por favor, e indicadle que prepare bandejas de comida para enviar arriba. Estos hombres han hecho un duro viaje desde Lubeck y necesitan descansar. Están casi congelados; requieren atención. Decidle que caliente mucha agua para sus baños. Su Señoría puede bañarse en mi cuarto. Que los otros ocupen las habitaciones del último piso.

—la, Fraulein.

Frau Hanz iba a cruzar el salón, pero Elise añadió otra orden:

—Cuando vuelvan Spence y Fitch, decidles que lleven las ropas y los baúles de Su Señoría a mis habitaciones. Nuestros huéspedes compartirán las de él mientras se hospeden con nosotros. Haced que traigan camastros y jergones de las habitaciones del establo.

Las cejas oscuras de la mujer se elevaron bruscamente.

—Pero, ¿dónde dormirá Su Señoría?

—¡Vaya! ¡Conmigo, por supuesto! —y Elise, sin prestar más atención a la criada, se volvió hacia su esposo.

Por la mente de Frau Hanz cruzaron mil apelativos ridículos, todos los cuales tenían por finalidad acusar a la muchacha de las cosas más viles. ¡Era como ella había sospechado desde un principio! La ramera inglesa dispensaba sus favores a Su Señoría para sacarle provecho. No merecía respeto alguno. En realidad, a no ser por el marqués, esa pequeña buscona habría tenido que enfrentarse a su desprecio. Confirmadas sus primeras sospechas, Frau Hanz experimentó una superioridad renovada; se consideraba muy por encima: de esa pécora. La muchacha no tenía derecho a desempeñar un papel en una casa importante; no podía ser ama de sirvientes que la despreciaban por su vulgaridad. Y Frau Hanz juró para sus adentros que pronto todos se enterarían de sus andanzas.

Elise, dedicada por completo a Maxim, no se enteró del escándalo que reinaba en la cocina. Frau Hanz plantó sus dardos en el cocinero y le dio órdenes como si fuera la verdadera dueña de casa. Había decidido que el hombre necesitaba aprender a respetarla, por lo que dio sus órdenes con actitud autoritaria.

—Subamos, Maxim —suplicó la joven—. Podréis calentaros junto al fuego mientras os preparan un baño y comida.

Una fuerte ráfaga estalló en el salón, al abrir Fitch la puerta. El criado entró deprisa, seguido por sir Kenneth. Los dos lucharon por un momento para cerrar la caprichosa puerta.

—Fitch, ¿quieres encargarte de acompañar a estos señores hasta las habitaciones de Su Señoría? —pidió Elise—. Asegúrate de que haya leña abundante arriba. Hará falta para calentarlos, bañarlos y darles de comer, antes de que se acuesten.

Ansioso por ayudar, Fitch dedicó su atención a los huéspedes.

—Acompañadme, señores. Os instalaremos arriba, tal como dice la señora.

El criado estaba a punto de correr escaleras arriba, pero los caballeros lo seguían a paso lento y doloroso. El viento se había levantado algo después del mediodía; con cada hora transcurrida, la nieve parecía hacerse más profunda, en tanto las ráfagas se tornaban más enérgicas, más heladas. Estaban completamente exhaustos y tan fríos que apenas podían moverse.

Maxim subió con lentitud, mientras Elise le prestaba todo el apoyo posible. Ya en las habitaciones de la planta intermedia, él depositó con cuidado su cuerpo estremecido en un sillón, cerca del hogar. Elise estuvo de inmediato allí, para envolverle los hombros con una manta de pieles. Arrodillada ante él, le quitó las botas, arrancándole una leve mueca de dolor; sin embargo, eso lo reconfortó; aún tenía sensibilidad en los dedos.

La muchacha le quitó las prendas húmedas de nieve y le frotó la piel helada, depositando algún beso preocupado en su pecho, sus brazos, sus manos, hasta que poco a poco él pareció revivir y responder. Después de envolverlo mejor en las pieles, se apartó para llenar una taza de bebida fuerte y la calentó junto al hogar, con un hierro al rojo. Una breve mirada le bastó para asegurarse de que él estuviera recobrando en parte el color.

—Creo que os sentís un poco mejor —expresó, esperanzada, con una sonrisa vacilante.

—La tormenta estuvo a punto de acabar conmigo —admitió él, sin poder contener algún escalofrío errabundo—. En los últimos kilómetros comencé a dudar de que pudiéramos llegar al castillo.

Ella dejó escapar un suspiro trémulo, evidencia de sus tensiones contenidas.

—A Hilliard le costará seguirnos.

—Sí, es cierto. Si esta tormenta continúa, no podrá viajar hasta la primavera.

—Se me estremece el corazón al pensar en su llegada.

—Pienso esperarlo preparado, amor mío. No quiero dejarte viuda cuanto menos hasta dentro de veinte años.

Ella logró esbozar una sonrisa. Se levantó para entregarle la taza. De pie a su lado, levantó una mano para acomodar los largos mechones que habían escapado del moño, ya flojo.

—Comienzo a comprender lo que siente Justin.

Maxim se pasó una mano por el mentón erizado de barba crecida. Estaba tan cansado que apenas podía levantar los brazos, pero le fastidiaba su desaliño.

—Este no es modo de presentarse ante una recién casada. Debo de parecer un despojo.

—Te amo —susurró ella, poniéndose de rodillas ante él—. Y no me importa lo que parezcas. Lo único que me importa es cómo te sientes. No soportaría perderte.

Los movimientos de Maxim eran lentos y perezosos, casi como si tuviera una rara ave posada en el brazo. Esa mujer que había tomado por esposa era, en verdad, algo raro y único. Podía mostrarse tierna y tímida, caprichosa y salvaje, seria y sobria, feliz y esperanzada: todo lo que una mujer amante solía ser para un hombre. En el breve tiempo transcurrido desde que la conociera, había llegado a comprender cuánto le convenía y qué afortunado había sido el que Fitch y Spence no supieran distinguir el pelo rojo del castaño.

Sin decir una palabra, desató el moño y le acarició la cabellera que caía sobre los hombros. Con cierta fascinación, observó el modo en que esas hebras brillantes se enroscaban a sus dedos.

Fue como un lento amanecer: ya había dicho esas palabras, pero en ese momento surgieron en él como una comprensión cada vez más profunda. En verdad la amaba más que a su propio corazón. El hechizo se quebró ante un suave toque a la puerta. Elise se apartó al entrar Fitch con dos cántaros de agua humeante. Apenas se atrevió a echar un vistazo a la pareja, en tanto Elise se disponía a rasurar a Su Señoría, y lo hizo manteniendo la cara cautelosamente inexpresiva. Una vez que hubo vaciado los cántaros en la tina de cobre, hizo una pausa ante el asiento del señor.

—Para que mi lord pueda enorgullecerse de nosotros, Spence y yo nos hemos estado comportando muy bien, de veras. Ni una pelea entre los dos. Eso no quiere decir que no hayamos tenido un par de reyertas con esa bruja de Frau Hanz, que suele darme de coscorrones, pero eso no tiene nada que ver. ¿y cómo le ha ido al señor con la señora? A decir verdad, milord, no os esperábamos tan pronto. Spence y yo nos preguntábamos si habríais tenido algún problema.

—Problema es poco decir —comentó Maxim, mientras Elise le aplicaba suavemente la navaja al labio superior—. En cuanto a la señora y yo, nos casamos en Lubeck, hace pocos días.

A Fitch se le iluminó la cara como una vela. Radiaba placer.

—¡Qué buena noticia, milord! —Dejó vagar la mirada por el cuarto, mientras acomodaba la idea en su mente. Probablemente era lo mejor que le había ocurrido a Su Señoría desde hacía tiempo. Aunque eso se debiera a la perdida del título y las posesiones, la dama bien valía ese costo.— Nunca dudé que vos y la señora terminarían casándose, pero debo decir que milord ha hecho una buena elección.

Elise le dedicó una sonrisa por encima del hombro.

—Gracias, Fitch.

—Es un placer serviros, milady, de veras —juró él, con una sonrisa mansa. Y después de hacer una entusiasta reverencia, se alejó rumbo a la puerta—. Voy a decírselo a Spence ahora mismo, sí —prometió—. En cuanto haya traído algunos cántaros más, milord.

La puerta se cerró tras él. En el silencio del torreón le oyeron corretear por el pasillo.

—Parece que Fitch está de acuerdo con el enlace —comentó Maxim, abrazando a su esposa para darle un beso en la boca.

Elise se perdió en la adoración que leía en sus ojos.

—Probablemente le alegra saber que no volveremos a reñir.

Llegaron varios cántaros más. Mientras Fitch traía el último, Maxim siguió a Elise hasta la tina de cobre, donde ella agregó agua fría y revolvió el líquido. El marqués dejó caer las pieles para sumergirse en el agua humeante. Cuando comenzaba a relajarse, Fitch volvió a tocar la puerta y entró apresuradamente con otro par de cántaros desbordantes. Elise virtió más agua fría, en tanto el criado agregaba la caliente. Luego, llenando una jarra, la dejó caer en cascada por aquella espalda musculosa.

Un carraspeo deliberadamente alto llamó la atención de Elise hacia la puerta, donde el ama de llaves aguardaba con una bandeja de alimentos. Frau Hanz apenas pudo contener la mueca despectiva al dirigirse hacia el hogar.

—Dejad la comida allí, junto al fuego, para que se conserve caliente. Su Señoría y yo comeremos después del baño.

—No sabía que pensabais comer con Su Señoría, Fraulein.

La mujer parecía haber echado las raíces en el umbral; no hacía ademán alguno para entrar en la alcoba. La idea de que una mujer estuviera presente en el baño de su amante le resultaba muy ofensiva, sobre todo considerando que no estaban solos; por su parte, no tenía el menor interés en arriesgarse a una visión más íntima del hombre desnudo. Por el momento, le encantó poder insinuar, sutilmente, que a las mujeres vulgares no les correspondía comer con sus superiores.

—Pensé que comeríais vuestras vituallas abajo, en la cocina —agregó.

—Pues os equivocasteis, Frau Hanz —declaró Elise, secamente, pues la arrogancia de la mujer le estropeaba el buen humor.

—En ese caso, Fraulein, ¿debo traer otra bandeja?

—¡Desde luego! —le espetó Elise, cada vez más exasperada—. Y que sea pronto. Ah, decid a Herr. Dietrich que caliente más agua. Yo también quiero bañarme después de comer.

Maxim no encontró motivos para causar más molestias. Con una sonrisa, ofreció:

—No tienes por qué esperar, amor mío. Podemos compartir el baño ahora.

Frau Hanz se irguió con una exclamación de horror y, después de adelantarse algunos pasos, plantó la bandeja en la mesa más cercana. Luego giró en redondo, ofendida por esa sórdida francachela que estaba presenciando. Murmurando para sus adentros, se marchó a grandes pasos, llena de rencor. Los muros y el suelo, sólidos como eran, parecieron estremecerse a su paso.

Fitch trató de dominar sus labios, en tanto la señora regañaba a Su Señoría, pero la necesidad de reír acabó por imponerse.

—Has horrorizado a esa pobre mujer, Maxim —reprochó Elise.

Pero sus ojos expresaban algo muy diferente a la preocupación por lo que pensara el ama de llaves.

—Me voy —anunció Fitch abruptamente, al recibir una mirada expresiva de Su Señoría. A veces el marqués echaba unas miradas que lo instaban a uno a actuar deprisa. Al salir cerró bien la puerta tras de sí.

—y ahora, milady... —Maxim apoyó los brazos en el borde de la bañera y se recostó hacia atrás, con los ojos fijos en las atractivas formas de su esposa.— Disponemos de todo el tiempo del mundo, sin temer a que la noche sea larga y fría. Venid a honrar el baño de vuestro esposo. La sangre se me está calentando sin que pueda impedirlo.

Con una sonrisa seductora, Elise levantó los brazos y se sujetó la cabellera en un moño. Se alejó por un momento para echar el cerrojo y depositar la bandeja junto al fuego, mientras se decía que allí había comida más que suficiente para los dos. Luego se encaramó en el borde de la cama para quitarse los zapatos de cuero crudo y se levantó las faldas, ofreciendo una prolongada visión de muslos y tobillos esbeltos, en tanto se quitaba las medias. Maxim fue disfrutando, prenda a prenda, del panorama ampliado de su cuerpo.

Por fin desnuda, ella metió las piernas en la tina. La mirada llameante del esposo le acarició poco a poco hasta que ella se sumergió en el agua, acudiendo de buen grado a sus brazos. Disfrutando del contacto resbaladizo de los cuerpos mojados, él la besó en plenitud, como quien no lleva ninguna prisa.

Se oyó otro toque entrometido. Maxim levantó la cabeza con el ceño fruncido en gesto de impaciencia.

—¿Quien llama a mi puerta?

—Mewin He", he traído otra bandeja de vituallas —respondió Frau Hanz, desde el otro lado—. ¿Querrá Fraulein Radborne que entre con ella?

—Idos —ordenó Maxim—. Ahora estamos ocupados.

—Pero Fraulein Radborne me dijo que...

—Frau Seymour, ahora —corrigió Maxim, secamente.

Al otro lado de la puerta, Frau Hanz se llevó al cuello la mano regordeta, horrorizada. ¡Su Señoría no podía haber tenido el mal tino de casarse con esa muchacha desvergonzada! Como buscando confirmación, se atrevió a poner a prueba su paciencia.

—Mein He", ¿decís que la señora Radborne... es ahora Frau Seymour?

—¿Cómo debo decíroslo, mujer? —tronó él—. ¡Ahora es mi esposa! Ahora idos y dejadnos en paz. No quiero que se nos moleste mientras yo no os llame. ¡En marcha!

—Como gustéis, milord. Frau Hanz giró con mansedumbre. Su voz temblaba un poco. Triste era el día en que un hombre de la encumbrada nobleza se rebajaba a dar su nombre a una cualquiera de los arroyos.

—Lady Seymour —repitió Elise, con un suspiro soñador.

Luego rodeó con los brazos el cuello de su esposo y revolvió con un dedo el pelo bronceado—. Me gusta cómo suena.

—Sí, milady —susurró él, acariciándole el cuello con la boca abierta—. Ninguna otra mujer hubiera honrado tanto ese apellido.

Los ojos azules escrutaron los de él, en curiosa maravilla.

—¿Ni siquiera Arabella?

—Es a vos a quien amo, Elise; a nadie más —afirmó él y quedó recompensado por una expresión radiante.

Un borrón de blancura implacable oscureció el amanecer; la tormenta continuaba desatada en todo el país, pero dentro de la alcoba que ahora pertenecía al señor del castillo, cálida y segura, la pareja se preocupaba muy poco por la aullante tempestad; la felicidad del momento era casi tangible.

Permanecieron en cama, disfrutando de la tranquila calma de la mañana. Hacía una eternidad que no tenían tiempo para gozar la mutua cercanía e intimar con el intrincado carácter del otro. En voz baja, serena, compartiendo la misma almohada, conversaron de mil cosas diferentes: las esperanzas, los sueños, las ansias, el pasado, el presente y el futuro. Acurrucado bajo las mantas, Maxim descansaba de costado, con un brazo flexionado bajo la cabeza; Elise, de espaldas, tenía las piernas apoyadas en los duros muslos viriles. Maxim mordisqueaba y besaba los dedos que tenía entre los suyos y ella lo observaba con ojos relucientes. Eso era el principio de un matrimonio, la construcción de sólidos cimientos, sobre los cuales se pudieran construir los placeres de la vida, para que resistieran a pie firme las tormentas y las pruebas que sin duda sobrevendrían. Era la suave fusión de dos vidas en una.

Ya próximo el mediodía, Maxim acompañó a su esposa abajo, para reunirse con sus huéspedes bajo la mirada lúgubre de Frau Hanz.

—Bienvenidos a mi humilde castillo —saludó cordialmente.

Los bufidos de sus invitados le provocaron una risa sofocada.

—¡Por mi fe! Juro que este esplendor puede competir con el palacio de la reina de Inglaterra —carcajeó sir Kenneth.

Elise se acercó a la mesa, donde se exhibía un festín muy apetecible. Para llamar la atención de los caballeros, hizo sonar un cuchillo contra un copón de peltre y levantó la voz, en tono alegre:

—Escuchadme, buenos seño res. Sed gentiles con este viejo torreón. Algún día os encontraréis envejecidos, quizá objeto de burlas por vuestras chocheces. Apartad la mente del aspecto ruinoso de este lugar. No penséis en sus persianas que golpetean, en el chirriar de sus goznes ni en su fachada decadente. Antes bien, venid a desayunar con nosotros y dad goce a vuestros paladares. Festejemos, pues no sólo hemos chamuscado las patillas de Karr Hilliard...

Elise se interrumpió con un respingo, pues un estruendo resonante quebraba la tranquilidad del salón. Sorprendida, vio que Frau Hanz miraba boquiabierta el caldero de hierro que acababa de dejar caer. La cacerola giró en círculos torcidos en el suelo de piedra hasta quedar inmóvil, dejando un eco ensordecedor en todos los oídos. El ama de llaves salió de su trance y se inclinó para recoger el caprichoso caldero, sin atreverse a mirar de frente a la señora.

Con un breve gesto de gratitud, Elise se llevó un índice a la sien.

—¿Qué estaba yo diciendo? Ah, por cierto: ¡Karr Hilliard! Hemos chamuscado las patillas de Karr Hilliard, sí, pero esta tormenta nos brinda nieve suficiente para salvarnos de su persecución. Regocijaos, buenos compañeros míos. Tenemos todo el resto del invierno para disfrutar de la mutua compañía y de las deliciosas comidas preparadas por Herr. Dietrich. —Señaló con gracia a los sonrientes caballeros, jactándose:— ¡Caray, si sus talentos despertarían la envidia de la misma reina inglesa!

—¡Bueno, bueno! —Sir Kenneth bebió un largo trago de vino y se limpió los bigotes, preparando su propio discurso.— Nos hemos acercado a los portales del cielo, para ver el ángel más encantador que jamás honró estos ojos. —y alzó hacia ella su copón de peltre.-A la salud de la graciosísima lady Seymour, quien, pese a ser sólo una frágil doncella, se atrevió a desafiar a los mismos maestros anseáticos.

Los hombres se unieron al brindis.

Luego Elise agregó el suyo. —y a la salud de los hombres que la rescataron. Larga vida a todos ellos... y que puedan prepararse para destruir a diez dragones más.

Frau Hanz contempló desdeñosamente al divertido grupo, pero supo dominar la lengua.

Ya llegaría el momento en que esos pobres ingleses, gente débil, cosecharían la venganza de Karr Hilliard. Ella se encargaría de eso.