13

EL viento aullaba con furia vengativa contra los muros de piedra del castillo Faulder, hurgando en cada grieta hasta dar la impresión de que su gélido aliento se entrometía en todas las habitaciones. Elise se estremeció; las corrientes de aire se llevaban el poco calor que los hogares podían proporcionar con sus grandes fogatas. Aunque se había echado una manta de lana sobre los hombros, tenía los dedos helados y los pies se le entumecían bajo las faldas.

Desde las plantas superiores del castillo le llegaba un golpe repetido e insistente, como si alguna persiana terca se negara a cerrarse. Por fin oyó que la voz de Maxim se elevaba en un aullido autoritario desde una ventana hacia el patio. Un momento después, Spence y Fitch entraron por la puerta principal, tambaleándose a impulsos de una fuerte ráfaga.

Después de esparcir ruidosamente en el suelo lo que cargaban, aplicaron sus fuerzas contra la puerta para dejar afuera el terco vendaval y su nevada. Ambos se habían envuelto en pieles para correr desde el establo; bajo la gruesa cobertura blanca y leve, parecían brutales criaturas de un norte lejano.

Los dos se detuvieron por un momento junto al hogar y tendieron sus abrigos ante el fuego, para que éste derritiera la capa de hielo y nieve; luego, Fitch volvió a recoger un serrucho y la brazada de tablas que traía, mientras Spence cargaba una caja de madera llena de clavos, goznes y otros elementos, aplastados por un par de martillos.

Al pasar junto a la muchacha, Fitch le espetó un apresurado:

—Buen día, señora.— y continuó su camino, sin esperar respuesta.

Ambos subieron ruidosamente las escaleras, disputándose la vanguardia, hasta llegar a las habitaciones del señor.

Allí los esperaba Su Señoría, con los brazos en jarras y los pies separados, tras una sutil cortina de nieve que caía. Una ceja formaba ángulo hacia arriba, expresando su irritación; lentamente, señaló con la mirada el techo, donde las fuertes ráfagas estaban acabando con las reparaciones improvisadas. Sin decir una palabra de excusa, ambos se dedicaron a la tarea a toda prisa, bajo la dirección del amo y con ayuda de éste.

Mientras los hombres trabajaban, Elise se entregó a la limpieza, con la idea de utilizarla como excusa para entrar en las habitaciones de Maxim. Trabajó con diligencia en los cuartos de abajo: entre barrer, sacar el polvo y restregar suelo, mobiliario y escalera, pasó el mediodía. Ella esperaba que los hombres bajaran a almorzar, pero Herr. Dietrich pasó a su lado con una bandeja cargada de comida, echando por tierra su proyecto de entrar en la alcoba en ausencia de ellos.

Mucho más tarde, mientras introducía trapos alrededor de las ventanas para impedir la entrada de las ráfagas que enfriaban su propio cuarto, se preguntó si alguna vez podría encontrar desiertos los cuartos de arriba, pues los hombres continuaban con sus tareas allí.

Al transcurrir las horas de la tarde, se tornó obvio que, si no retiraba los abrojos antes de que éste se acostara, pasaría otra noche llena de ansiedades, preguntándose cuándo los descubriría él, cuándo sobrevendría el estallido furioso.

Dejó en paz las ventanas, pues había hecho todo lo posible para cortar las corrientes gélidas; sin embargo, aún se notaban en el cuarto las fuertes ráfagas. Al investigar el origen de esas corrientes de aire, descubrió que se filtraban alrededor de la puerta que antes había estado oculta por el tapiz. Hasta entonces había fracasado en todos sus intentos de abrirla; volvió aprobar, pero era obvio que tenía un cerrojo corrido por el lado opuesto. Y éste bastaba para impedirle el paso, pero no a cortar las corrientes frías.

Desde que dedicara su atención a mejorar el estado del torreón había logrado limpiar bastante el tapiz. La pieza podía actuar como protección contra el frío; quedaba por ver si ella tendría fuerzas suficientes para ponerlo en su sitio sin ayuda, pues no se trataba de un paño liviano, por cierto.

A fuerza de voluntad, Elise arrastró el tapiz enrollado hasta el pie del muro donde debía colgarlo. Luego inició la épica batalla de liviana doncella contra monstruoso tapiz. Al parecer, cuando levantaba la parte alta, el extremo de abajo le quedaba bajo los pies. Si apartaba los zapatos lo bastante como para no pisarlo, se veía sin fuerzas para llevarlo hacia arriba. Por fin lo tuvo en toda su longitud sobre los hombros; el peso estuvo a punto de derribarla, pero apoyó la cadera contra la pared y, sosteniéndolo así, logró levantar un extremo de la barra hasta su soporte, cerca de la unión entre el muro y el techo de madera. Fue corriendo las manos hasta tener el otro extremo firmemente sujeto, pero de poco le sirvió, pues no lograba acercarlo a su soporte de madera, muy por encima de la cabeza.

Estudió el aprieto, algo frustrada. Si dejaba que la barra descendiera, el otro extremo escaparía de su lugar o todo el tapiz caería sobre ella. Junto al hogar había una silla, pero se trataba de un mueble tan pesado como el tapiz. La respuesta a su dilema consistía en componérselas para alcanzar la silla y acercarla a Elise se alejó del muro hasta que el soporte utilizado crujió con la tensión, sin soltar el extremo que tenía entre las manos.

Luego cargó todo su peso en un solo pie y se fue estirando hasta apresar la pata de la silla. Enrojecida por la victoria, la fue acercando poco a poco. Por fin la empujó contra la pared, con rápidos golpes de cadera. Pasó un momento jadeante. Luego tomó alientos y subió a la silla, mientras el enorme tapiz amenazaba con el desastre. En un último esfuerzo de decisión, se impulsó hacia arriba. Y entonces sus dientes rechinaron de desesperación: el soporte se tambaleó, flojo, y quedó torcido, en tanto ella trataba de levantar la barra por encima de la última curva.

Descansó un momento hasta recuperar la respiración, secándose la frente con la parte superior de la manga. Estaba tan cerca del éxito que detestaba dejar caer todo aquello y verse obligada a empezar otra vez. Se frotó la frente contra la manga del vestido. De pronto quedó petrificada, pues había oído una risa sofocada a su espalda.

Con los brazos estremecidos de fatiga, logró girar lo suficiente como para mirar por encima del hombro. Allí estaba Maxim, perezosamente recostado contra el marco de la puerta, vestido de manera muy informal y con la camisa abierta hasta la cintura. Sus ojos la recorrieron desde los tobillos, bien expuestos, hasta la curva de la cadera, donde el flojo paño de lana se le adhería a las nalgas, para deslizarse luego por la estrechez de la cintura. Por fin se encontraron con la mirada acusadora de la muchacha.

—La puerta estaba entornada —explicó, encogiéndose de hombros—. Oí los... eh... forcejeos y me pregunté si estaríais bien.

—¡Pues no! ¡Dejad de sonreír como un tonto y venid a ayudarme!

Eso último era una súplica desesperada, pues tenía el temor de derrumbarse en cualquier momento bajo tanto peso.

Maxim estuvo allí sin demora. Subió a la silla, instalándose detrás de ella, y tomó la barra de sus dedos temblorosos. La sostuvo sin la menor dificultad con una sola mano, mientras usaba la otra para poner el soporte en su sitio. Aunque Elise se sentía casi sofocada por su proximidad, trató de ayudar y levantó parcialmente los pliegues, para que pesaran menos. El estaba tan cerca que parecía parte de ella; mantenerse calma y dócil con los cuerpos en contacto era, sin lugar a dudas, la tarea más difícil que le tocara en su vida.

Maxim se inclinó hacia adelante para hundir una cuña floja con el canto de la mano. Elise tuvo perfecta conciencia del pecho que le apretaba el hombro y de la leve caricia de sus ingles contra las nalgas. Su olor embriagador, a hombre limpio, envió diminutos dardos calientes por sus sentidos, evocando un arrebato de placer que la inundó por completo.

Nunca había experimentado ese calor; aunque le era completamente desconocido, resultaba también excitante. El interrumpió la tarea. Al cabo de un momento Elise giró la cabeza y descubrió que toda la atención del caballero estaba clavada en su hombro. Al seguir la dirección de su mirada, se encontró con que el corpiño de su vestido, al apartarse de su seno, exhibía una generosa porción de sus pechos plenos y ruborizados.

Bajó bruscamente los brazos y, arrebatada por el mal genio, continuó el momento con un codo hasta clavarlo en las duras costillas del marqués. Luego, como una duendecilla, se escabulló para saltar al suelo, liberando sus faldas de la silla. Si el tapiz, con hombre, barra y silla, hubieran terminado enredados a un montón, a ella le habría parecido grata justicia.

—¡Sois un cerdo lascivo! ¡Un truhán de primera! —acusó, con las mejillas inflamadas—. ¡No puedo descuidarme ni por un instante! ¡Es imposible confiar en vos!

El soporte se mantenía. Maxim puso la barra en su sitio y se volvió hacia ella, con una sonrisa traviesa. Después de descender con paso leve, deslizó la silla hasta el hogar y fue a detenerse ante ella, con los brazos en jarra.

—No es cuestión de confianza, mi querida Elise. No os he solicitado nada, pero estoy más que dispuesto a disfrutar de lo que exhibáis. Es lo que hace cualquier hombre normal cuanto tiene la oportunidad de admirar a una bonita doncella, tan maravillosamente constituida.

—¡Me espiáis como si fuerais una liebre en celo! —gritó Elise.

No podía dejar de reparar en la alta estatura de Maxim, en el vello dorado que le cubría el pecho musculoso, allí donde la camisa se abría. La perturbaba su virilidad, pero aplastó esos sentimientos caprichosos bajo el ceño fruncido. Con los puños apretados, volvió a atacar:

—En verdad, necesitáis una esposa que calme vuestros apetitos.

Maxim torció la boca, conteniendo a duras penas el humor, y arqueó las cejas fingiendo sorpresa.

—¿Me estáis proponiendo matrimonio, hermosa doncella?

En los ojos azules se encendieron chispas vibrantes. Elise protestó, enfurecida:

—¡No, por cierto!

Maxim se encogió de hombros y cruzó el cuarto, riendo entre dientes. Antes de salir agitó una mano por encima del hombro.

—No tenéis sino solicitarlo y se hará lo que ordenéis.

—¡No he sugerido que os caséis conmigo! —chilló ella, furiosa.

Maxim se volvió a mirarla con una sonrisa torcida.

—Me refería a las tareas que podéis necesitar aquí. Pero si tenéis otro tipo de necesidades, Supongo que podría acceder a desposaros, teniendo en cuenta que he comprometido vuestra reputación al traeros.

—¡Vos, señor, sois la última persona con quien aceptaría pronunciar los votos matrimoniales! —exclamó ella—. ¡Sois... sois... despreciable!

—Tal vez. —Maxim deslizó un dedo por la moldura de la puerta, muy desenvuelto.— Pero yo sabría cómo tratar a la mujer con la que me casara.

Ella resopló ante esa declaración.

—¿Cómo? ¿Encerrándoos con ella en vuestras habitaciones? Sería tan prisionera como yo lo soy ahora o como pretendíais que Arabella lo fuera.

—Yo sería un esposo muy atento —aseguró él, con un chisporroteo en los ojos—. y vos, bella señora, no os veríais privada de compañía en las largas noches de invierno.

—¿Sugerís que me sentiría solitaria si me casara con Nicholas? —preguntó ella, incrédula.

—Nicholas sería buen marido... mientras estuviera en puerto.

Elise inclinó la cabeza a un lado para estudiarlo, con aire dubitativo.

—¿y vos podéis asegurarme que estaríais siempre a mi lado?

—No puedo prometer eso, pues el destino podría ordenar lo contrario, hermosa doncella; pero cuando el deber no exigiera mi atención, os buscaría con ansiedad y prisa.

Elise apartó la vista, fingiendo impaciencia, pero la confundían esas palabras, el fulgor de sus ojos y la calidez de su voz. ¿Cómo creer que sería un esposo ardiente, si ambos sabían que estaba enamorado de Arabella? Claro que los hombres no necesitan estar enamorados de una mujer para gozar de ella. Y eso era lo único que él deseaba. Cuando giró para seguir discutiendo, se llevó la sorpresa de descubrir que él había desaparecido, sin un susurro, sin un ruido.

En su ausencia, el silencio parecía gritar; ella sintió un deseo de volver a tenerlo allí. Sin duda alguna, discutir con él era mucho más entretenido que conversar con las paredes.

—¿Qué busca? —se preguntó—. ¿Quiere sólo burlarse de mí?-Arrojó una mirada acusadora hacia la puerta.— Sin duda se divertía mucho cortejándome, para hacerme a un lado cuando se le antojara, si yo cediera. —Se frotó pensativamente el lóbulo con un dedo.— Prefiero no jugar el papel de tonta en sus travesuras. Es muy cierto que el juego es muchísimo más dulce cuando se juega entre dos.

Aun así se sentía inquieta. Todos los sitios que el había tocado le ardían como si estuvieran marcado a fuego por el calor de su cuerpo. ¿Era posible que Arabella hubiera olvidado el entusiasmo de su presencia, para aceptar tan poco después de su supuesta muerte las bestiales atenciones de Reland Huxford? ¿Qué clase de mujer era, que no había llorado su perdida por diez años, cuanto menos?

Durante el resto del día, Elise se mantuvo en su alcoba; hasta se negó a bajar a la hora de la cena; no se sentía capaz de soportar el torrente de suaves persuasiones que Maxim amontonaría sobre ella. Bien podía sucumbir como cualquier doncella tonta empeñada en autodestruirse.

Una floja excusa, enviada por intermedio de Spence, pronto trajo al señor del torreón hasta su puerta.

—Dice Spence que estáis enferma —dijo desde el pasillo—. ¿He de llamar a un médico?

—¡Dios no lo permita! Prefiero morir en paz antes que verme acicateada y manoseada por un charlatán que no comprenda una palabra de cuanto yo diga.

Maxim se cruzó de brazos, sonriente. Cuanto menos, la doncella estaba lo bastante fuerte como para responder con su acidez acostumbrada.

—Os enviaré a Herr. Dietrich con una bandeja de comida —resolvió. Y preguntó acercándose a la puerta—: ¿Debo decirle que consiga escamas de dragón o raíces de mandrágora para que hirváis en vuestro caldero, señora?

No le costó imaginar a la muchacha, fulminando la puerta con la mirada, los brazos en jarra y los ojos centelleantes al responder:

—¡Sí! ¡Que traiga eso y mucho más! ¡Ojos de tritón! ¡Lenguas de murciélago! ¡Corazones de palomas dolientes! ¡Tocaos las orejas, milord! ¿No se os han alargado? ¡Tocaos la nariz! ¿Acaso no va creciendo el pelo? ¿No están vuestras manos y pies tomando la apariencia de cascos? ¿Acaso no tenéis un rabo de mula asomando entre las nalgas? ¡Bruja, ah! Si lo fuera, ahora tendríais el aspecto que corresponde a vuestro asnal cerebro! ¡Fuera de aquí, sir Bruto, antes de que ponga a hervir el caldero con la remota esperanza de conseguir algo así!

La respuesta sonó suave a través de la puerta.

—Me voy bien seguro, bella dama, de que estáis bien de salud y de ánimo.

Después de una risa divertida, todo fue silencio. Elise comprendió que se había ido, pero su ausencia no le alivió la irritación.

—¡Bruja yo! —musitaba todavía al acostarse, más tarde— ¡Bien le vendría sentir esta noche las espinas de esos abrojos!

Pese a sus palabras, pasó la noche sin dormir, revolviéndose en la cama. Y aunque los vientos aullaban contra el castillo, no pudo pensar sino en el torturante contacto con Maxim; cuando no, esperaba su estallido de cólera al descubrir la trampa.

Llegó la mañana, aunque Elise escuchó largamente, esperando percibir sus pasos en la escalera antes de atreverse a abrir la puerta, cuando al fin salió se llevó la sorpresa de encontrar a Maxim reclinado contra el muro, cerca de la escalera. Se habría dicho que la esperaba.

Inmediatamente a la defensiva, ella aminoró la marcha, estudiándolo con alguna aprensión. Esperaba en cualquier momento el castigo por lo que había hecho y se preparó para un ataque verbal. Cosa extraña: una ancha sonrisa se abrió en la cara del marqués.

—¡Que mala suerte! —suspiró, meneando la cabeza compasivamente la cabeza—. ¡Que os hayáis enfermado!

Elise se apresuró a desviar la mirada.

—Pues ahora gozo de muy buena salud.

—¿Estáis segura? —insistió él, acercándose. Le levantó la cara con un dedo bajo el mentón para estudiársela con atención, girándola de lado a lado, como si le analizara el color—. Espero que la tormenta no os haya mantenido despierta.

—Más o menos —replicó ella, insegura. Había prestado poca atención a la violencia del clima, atenta sólo a la interior—. Y vos... ¿dormisteis bien, señor?

—¡Ay de mí, no! Después de haber reparado mi techo, Fitch arrojó tanta leña al fuego que sentí demasiado calor en mis habitaciones. Tuve que tomar unas pieles para dormir en el pasillo. Juraría que este hombre está tratando de quemar la selva entera en mi hogar.

Elise se alegró interiormente, pensando que tenía otro día de tregua. Tal vez encontrara la oportunidad de quitar los abrojos antes de que fueran descubiertos.

—Sin duda lo hizo con buena intención —sugirió. Y continuó entristecida—: A veces exagera.

—Sí, es cierto. Quiere esmerarse, pero en adelante cuidaré de mantener la puerta con llave para que no entre.

Elise vio sus esperanzas momentáneamente destrozadas, pero reunió coraje:

—Pensaba limpiar hoy vuestras habitaciones. Seguramente, después de las reparaciones de ayer, necesitan que se las desempolve.

—Fitch se encargó de eso anoche. No hace falta que os molestéis.

—No es ninguna molestia, os lo aseguro.

—De cualquier modo no puedo permitirlo. Habéis estado enferma y no quiero que volváis a caer en cama.

Parecía inútil seguir discutiendo. Por el momento aceptó su derrota. Pero en los días siguientes, Elise comenzó a tener sospechas. No había hombre que pudiera tener tantas excusas para evitar su cama. Lo más probable era que estuviese buscando el momento de ejercitar su venganza.

Más allá de la fría piedra del castillo, la tempestad continuaba. Los vientos barrían la nieve en grandes arcos desde lo alto de las murallas; en el patio sólo se veía estrechos senderos, laboriosamente excavados cuando la necesidad lo indicaba.

Al cuarto día, al bajar, Elise esperaba otra excusa. La escuchó con una dulce sonrisa compasiva y replicó:

—Es lamentable, milord; esta semana os habéis visto muy alejado de vuestro lecho. Por el modo en que evitáis el contacto con vuestro colchón, se diría que le habéis tomado tirria.

—Es cierto. Últimamente me brinda poca comodidad —reconoció él, pensativo—. Sin duda me pone inquieto el estar aprisionado aquí por esta tormenta.

—Sí —suspiró ella—. El cautiverio cansa y es seguro que el capitán no podrá venir hoy, como anunció.

En su voz había apenas una leve nota de desilusión. Maxim la miró con fijeza, el tiempo suficiente para obtener su atención.

—Por el contrario, señora, Nicholas vendrá —informó secamente.

Caminó hasta la puerta principal y la abrió de par en par para observar el panorama. Aunque el cielo plomizo aún pendía bajo y ominoso, estaba desprovisto de copos blancos; el viento había reducido al mínimo su furia anterior. Después de cerrar nuevamente, él volvió a acercarse al hogar y se calentó las manos junto al fuego—. Podéis estar segura de que en este mismo instante viene hacia aquí.

—¿Cómo podéis estar tan seguro? —Elise se mostró bastante escéptica, puesto que la tempestad había cubierto el suelo con una gruesa capa de nieve y los vientos del norte agregaban al aire un filo agudo.— El tiene demasiado sentido común como para aventurarse en un día como éste. La tormenta podría volver a estallar en cualquier momento.

Después de estudiarla durante un rato, Maxim se acercó a la mesa Y apoyó una bota en el banco, Con un codo en la rodilla elevada; con toda deliberación, puso el mentón en el hueco de la mano; sus ojos tenían un brillo demoníaco, al igual que su sonrisa.

—Apuesto a que estará aquí antes de que el sol llegue al cenit.

Elise se negaba a dar peso a ese desafío.

—Apuesto —continuó él, con el mismo tono medido— una noche en mi cama...

Ella levantó una mano para interrumpirlo.

—Acepto vuestra opinión —le interrumpió, sin más—. Y en ese caso, debo apresurarme para estar presentable.

Aprovechó la excusa para girar en redondo, llamando en voz alta a Fitch y a Spence. Cuando acudió este último, le ordenó de inmediato.

—Quiero un baño enseguida. Lleva agua caliente a mi alcoba... y un poco de agua fría para atemperarla. ¡Pronto!

Sus pies marcaron un rápido ritmo en la escalera. Los ojos sonrientes de Maxim la siguieron con calor, apreciando la exhibición de torneados tobillos. Observó en silencio a los criados, que en otros tiempos sólo eran leales a él: corrían a tomar el agua que se mantenía siempre hirviendo en el enorme caldero colgado sobre el hogar y la acarreaban hasta la alcoba de la dama.

Cuando Spence apareció con un yugo al hombro, del que pendían dos cántaros de agua fría, el señor del castillo esbozó una sonrisa divertida y pidió a Fitch que trajera otro. El sirviente arqueó las cejas, pues sabía que Su Señoría ya se había dado un baño esa mañana.

Cuando todo estuvo preparado, en la puerta de la señora se oyó el ruido del cerrojo. El chirrido de algo arrastrado reveló que ella estaba asegurando también la puerta con una silla pesada. Los criados sorprendidos, vieron que Maxim recogía el último cántaro desbordante y comenzaba a subir con sigilo. Ambos suspiraron con obvio alivio al oír que el señor pasaba de largo ante la puerta de Elise, para continuar hacia sus propias habitaciones. Entonces se dedicaron a mendigar ante el cocinero trozos de pan recién horneado.

—¡Qué astuto traidor! —rezongaba Elise para sus adentros, mientras se sumergía en la tina de cobre—. Me toma por tonta y quiere atacarme cuando más le convenga.

A salvo en su alcoba cerrada, se inclinó hacia adelante, saboreando las cálidas corrientes de agua a su alrededor. Tras un largo instante de puro goce, se reacomodó un poco más arriba la atadura en que había recogido su cabellera y comenzó a enjabonarse generosamente cuello y hombros con una barra grande de jabón perfumado, lujo adquirido en Hamburgo. Después volvió a reclinarse, con los ojos cerrados, mientras el líquido caliente enjuagaba las burbujas y los últimos escalofríos de su cuerpo.

Era un esplendoroso descanso. Elise soltó un profundo suspiro y se movió apenas en la tina, para agitar nuevamente el agua. Una gota helada le cayó en el pecho, arrancándole una exclamación atónita. Al abrir bruscamente los ojos, se encontró mirando el fondo de un cántaro de roble; otra gota se iba formando en el borde, a punto de caer. La muchacha miró más allá del cántaro y reconoció la cara sonriente de Maxim Seymour.

Comprendió de inmediato cuál era la venganza y, en un movimiento veloz, se inclinó hacia adelante, dejando escapar un chillido angustiado, en tanto se cubría la cabeza con los brazos, esperando el torrente helado. Esperó... y siguió esperando...

Por fin abrió los ojos y levantó la vista. Maxim había dejado el cántaro y miraba hacia el agua. Desesperada, la muchacha comprobó que el agua jabonosa permitía ver todo lo que el deseara. Cruzó los brazos ante sí, rebosante de indignación.

—¡Y bien! —le espetó—. ¿Has venido a mirarme como un tonto o a tomar venganza?

Los dientes del marqués centellearon en una sonrisa burlona.

—Mi bella Elise: temo que la flor más dulce de la venganza suele marchitarse en el momento de abrirse y se convierte en cáliz amargo. Belleza como la vuestra no merece que se abuse de ella con ligereza. Además, la misericordia tiene sus propias recompensas, para no mencionar los méritos del sabio autodominio y de la simple compasión. Esta oportunidad es recompensa suficiente. Los abrojos han sido retirados y quemados en el hogar.

—¡Ohhhhhh! —Su burlona piedad era peor que la temida lluvia helada. Elise buscó ansiosamente la barra de jabón, con muy malas intenciones.— ¡Grandísimo asno! ¡Cómo te atreves a entrometerte cuando me estoy bañando!

Maxim rió entre dientes y contraatacó, lleno de humor:

—El baño de una señora es tan privado como la cama de un caballero. Creo que el castigo se adecua al delito.

Un agudo maullido de ira abrió los labios de la muchacha, brotando de entre dientes apretados. Sus dedos buscaban el jabón. Levantó el brazo, sin parar mientes en el peligro que corría su pudor. Maxim, riendo, le hizo un desenvuelto ademán de despedida y cruzó la habitación de un salto; después de apartar la silla de un puntapié, descorrió el cerrojo. Se agachó justo a tiempo para evitar el espumoso proyectil que se estrelló contra la puerta, pero al mirar hacia atrás divisó una deliciosa imagen: Elise, completamente furiosa, y dos pechos redondos descubiertos por completo.

—Si vuestro baño está demasiado caliente, tesoro mío, no dudéis en utilizar ese cubo —provocó, enviándole un beso galante

Elise tomó un frasco de aceites perfumados de la mesa instalada junto a la tina y levantó la mano para arrojarlo.

Maxim abrió la puerta y echó acorrer, dejando que la madera interceptara el vuelo del frasco.

La joven se echó hacia atrás en la tina, provocando una ola que estuvo a punto de desbordar la, y se cruzó de brazos con temible mal genio. Sus labios formaron palabras muy poco elogiosas para el señor del torreón. Por fin se sintió lo bastante tranquila como para salir de la bañera.

Se estaba secando distraídamente cuando recordó que había visto a Maxim apartar la silla de un puntapié y quitar el cerrojo.

Sus ojos volaron hacia el tapiz, dilatados, al recordar la puerta escondida atrás.

—¡Ese bandido entrometido! ¡Debí poner más cuidado!