19

DESDE su llegada a Lubeck, Nicholas luchaba con un extraño presentimiento: algo estaba ocurriendo en el ANSA. Más exactamente, algo ocurría con Karr Hilliard y su pequeña banda de seguidores. Puesto que la autoridad de ese hombre alcanzaba a las filas más apartadas de la orden, sus ambiciosos planes podían conmocionar la Liga entera. y ¿quién se opondría a su poder?

La aparición de un mensajero, que convocó a Nicholas a una entrevista con Karr Hilliard, le provocó grandes preocupaciones; sin duda alguna, eso tenía algo que ver con Seymour.

No era ningún secreto que Hilliard despreciaba a la reina de Inglaterra y que haría cualquier cosa para hacerle perder el poder y hasta la vida. Por su interés en Maxim, era evidente que Hilliard tenía esperanzas de reclutar al inglés para su causa. Si Maxim se negaba, se lo podía eliminar con facilidad, tal vez para mayor ventaja de Isabel. Si los dos llegaban a un acuerdo, Maxim serviría como chivo expiatorio para cualquier delito que se cometiera. De un modo u otro, perdería la vida. Y puesto que parecía ciego a esas posibilidades, ¿qué podía uno hacer?

Las torrezuelas de la Rathaus parecían perforar el cielo matinal cuando Nicholas cruzó sus arcadas. Subió deprisa la escalera que conducía a las habitaciones donde Karr Hilliard solía alojarse. Después de entregar su manto y su sombrero a un fornido ayudante llamado Gustave, conocido por todos los anseáticos por ser sirviente personal de Hilliard, se acomodó la zamarra y entró.

El enorme jefe lo esperaba.

—Guten Morgen, Kapitan —saludó Hilliard, adelantándose para saludarlo.

Era sumamente corpulento y caminaba con el paso bamboleante de los marinos; sin embargo, teniendo en cuenta el volumen de su panza, difícilmente habría podido caminar de otro modo. Tenía el pelo lacio y ralo, algo más claro que el cuero pardo de sus botas. Los ojos, de un gris apagado, estaban cubiertos por gruesas cejas saledizas. Las bolsas que los subrayaban no embellecían el rostro, ni tampoco la papada pendulante. Algunos dudaban de su agilidad y su fuerza, pero Nicholas le había visto levantar en vilo a dos marineros que dudaran de su autoridad, uno en cada mano, y entrechocarles la cabeza con fuerza suficiente para romperles los cráneos.

—Guten Morgen, He" Hilliard —saludó Nicholas a su vez, decorosamente.

Una sonrisa lenta extendió los gruesos labios, mostrando dientes torcidos y manchados, con amplios espacios vacíos entre uno y otro.

—Me alegro de que hayáis acudido tan pronto.

—Vuestro mensaje parecía urgente.

—En verdad, hay algo que deseo conversar con vos. —Karr Hilliard caminó hacia el hogar, del que retiró un hervidor humeante.— ¿Un poco de té, capitán?

—Desde luego, señor.

El visitante aceptó la bebida con un gesto de gratitud; el añadido de aguamiel y especias la hacía muy de su agrado, pero no podía decirse lo mismo de la compañía. Mientras estudiaba al hombre, Nicholas llegó a una conclusión definitiva: no debía nada a Hilliard.

El otro se repantigó en la silla, con las manos cruzadas sobre la panza, y estudió detenidamente al capitán. Conocía a Nicholas desde hacía tiempo; si bien no tenía motivos para dudar de él, su actitud era despreocupada, como si perteneciera a los pocos que no se dejaban perturbar por la reputación del jefe. Hilliard frunció amenazadoramente las cejas. Tonto era el hombre que pasaba por alto la importancia de sus superiores.

—¿Qué sabéis del marqués de Bradbury? —preguntó.

—Por el momento, esa persona no existe. —Nicholas bebió un sorbo de la taza humeante y lo retuvo un momento en la boca, saboreándolo antes de tragar.— El título ha sido retirado de

quien lo detentaba, señor, y aún no se ha nombrado a otro para remplazarlo. Claro que la corona inglesa es notoria por su lentitud en estos asuntos.

—No tratéis de confundirme, Nicholas —acusó Hilliard, jocoso—. Sabéis que me refiero a Maxim Seymour. Creo que es amigo vuestro.

—Ah, ése. —Nicholas se humedeció los labios y volvió a llenar su taza.— Somos amigos desde hace años. Yo solía visitar sus fincas y él viajaba con frecuencia en mi barco. Juntos hemos bebido más de un tonel de cerveza.

—¿No fuisteis vos quien lo trajo a Alemania?

—Escapó a bordo de mi barco, sí. Se puede decir que no apreciaba las atenciones del verdugo real.

Hilliard digirió esos datos en un momento y pasó a asuntos más importantes:

—Tengo entendido que fue acusado de traición.

—Sí, señor —respondió Nicholas, soplando en la taza—. Se lo acusó de conspirar con la escocesa María y de matar a un agente de la reina.

—y dicen que escapó de la tropa que lo llevaba a la Torre.

—Por el tono de su voz, era obvio que a Hilliard le costaba creerlo.

Nicholas respondió con una leve sonrisa:

—Sí.

—¿Es hombre de armas, pues?

El capitán asintió lentamente.

—En efecto. —Después de beber un sorbo, procedió a ampliar su declaración.— Pero no de esos que se dedican a los duelos. Sus conocimientos y su habilidad son producto de las batallas en que ha participado; su espada concluye siempre el combate de la manera más veloz que sea posible. Hasta ha capitaneado un barco propio. —Nicholas se encogió de hombros antes de continuar.— Si se dedicara al mar de lleno, quizá rivalizaría con el mismo Drake.

Un grave gruñido resonó en la garganta de Hilliard.

—¡He aquí un estupendo caballero! ¡Un elegante de primera! —Su papada se estremeció. Los ojos grises tomaron una expresión distante. Todo lo que acababa de escuchar era sólo la confirmación de lo que ya sabía. Cuando volvió a hablar puso al descubierto la razón de ese interrogatorio:— ¿y aún es leal a Isabel, este Seymour?

A Nicholas le tocó entonces mostrarse cauteloso y pensativo. Después de beber un poco más, dejó la taza y cruzó las manos contra el estómago.

—No estoy seguro al respecto —empezó, cuidadoso, mirando a Hilliard a los ojos—. Os diré lo que sé. Maxim Seymour no retira con facilidad su lealtad. Por el contrario: es capaz de morir por alguien que haya sido su amigo, aunque no lo haría tontamente. En un caso así, se las ingeniaría para cobrar cara su vida. Como enemigo, lo respetaría. Como amigo, lo aprecio mucho. Aun así, se lo ha herido profundamente, afectando su posición social, su honor, su dignidad... y su espíritu. Ansía venganza y necesita contar con ingresos. Ha pensado prestar sus servicios a Guillermo el Sabio y a los hesianos. Como oficial ganaría un buen estipendio. —Nicholas asintió para sus adentros.— Y valdría la pena pagarle bien.

En esa oportunidad, la papada de Hilliard se movió apenas. Sus ojos habían tomado un fulgor de cálculo.

—¿Creéis que trabajaría como mercenario?

—Lo ha pensado —respondió Nicholas—. Tiene algo de dinero... ciertas inversiones que Inglaterra no puede tocar, pero merman con celeridad. Sin embargo, pienso que en el fondo de su corazón llora por Inglaterra. Si cayera Isabel, creo que volvería a su patria.

Maxim subió la escalera de tres en tres peldaños y, al llegar al último piso, se encaminó rápidamente a la puerta de Elise, donde se quitó el sombrero y los guantes para tocar suavemente al sólido panel de madera. Desde adentro, ella pidió un momento más. Al cabo de una brevísima demora, la puerta se abrió para dar paso a Elise, vestida de azul medianoche; aún forcejeaba por abrocharse un puño.

La admiración encendió los ojos de esmeralda; Maxim la observó de pies a cabeza, atestiguando su fervorosa aprobación con una sonrisa que arrancó un rubor de placer a las

mejillas de la joven.

—Hermosa dama, vuestra belleza es como el sol que honra estas tierras heladas con su calor y su brillo —ponderó, galante, inclinándose en una reverencia cortesana.

Aunque el vestido era sutil en sus adornos, daba a su dueña un aspecto regio y apabullante. Las enormes mangas abollonadas presentaban hileras de cintas de terciopelo del mismo color y estrechos volantes de seda, cuya iridiscencia variaba desde el azul oscuro hasta el plateado. Unos pliegues ribeteados estrechaban las mangas a la altura de las muñecas, donde terminaban en almidonados puños de encaje. La faja con volantes destacaba lo fino de su cintura; más abajo, las voluminosas faldas de azul iridiscente que extendían sobre un verdugado. Llevaba una ancha golilla plisada con borde de encaje, algo levantada por atrás para prestar marco a su belleza. Bajo el simpático sombrerito emplumado, las guedejas rojizas se encaramaban sobre la nuca con elegancia.

—¡Por fin! —exclamó Elise, triunfal, al cerrar el difícil broche. Giró en una pequeña pirueta para exhibir su vestido nuevo y se encaramó de puntillas para darle un beso en la mejilla—. —¡Oh, Maxim, qué maravillosamente viva me siento esta mañana!

—Sí, amor mío —concordó él, estrechándola en su abrazo—.-En verdad se os siente maravillosamente viva en mis brazos—.

Ella rió con alegría, pero luego se puso seria, recostándose hacia atrás.

—Madame Von Reijn me dio vuestro mensaje. Dijo que me llevaríais a pasear, pero no sugirió adónde. ¿Habéis recibido alguna noticia de mi padre? ¿Hablaremos con alguien que tenga informaciones sobre él?

Maxim rió entre dientes.

—¿Os parece imposible, mi encantadora polluela, que yo desee pasar un rato a solas con vos? Aunque todavía no hayamos pronunciado los votos, amor mío, ya sois mi prometida. Mi deseo es estar con vos y saberos mía.

Los labios de la muchacha se curvaron hacia arriba sin respuesta, aunque sus ojos encantados hablaban como un libro.

—Sin embargo —continuó él, con una ancha sonrisa—, he dispuesto que os entrevistéis con Sheffield Thomas, el inglés que vio desembarcar a vuestro padre. Cuando hayáis hablado con él podréis juzgar si era o no vuestro padre. Esta tarde lo traeré aquí. Pero ahora debemos ponemos en marcha. Mi intención es que pasemos toda la tarde juntos.

—Pero ¿adónde. vamos? —preguntó ella, ansiosa.

Maxim cruzó las manos detrás de su cintura e inclinó la cabeza para contemplarla por un largo instante:

—¿y si os dijera que os llevo a un sitio donde tendréis que hacer una elección?

Ella tenía la curiosidad de una niñita.

—¿Qué clase de elección?

—Eso lo sabréis muy pronto, bella dama.

La besó con calma, saboreando la dulzura de su respuesta. El beso fue cobrando rápidamente intensidad y hubiera podido conducir a otros placeres, pero él se apartó con una sonrisa, lamentando que la prudencia y la falta de tiempo lo privaran de la posibilidad.

—Si nos demoramos por mucho más —murmuró, apretando otro beso a sus labios—, cerraré las puertas con llave para gozar de vos.

Ella le apoyó el dorso de los dedos contra la mejilla.

—y me encontraríais muy bien dispuesta, milord. Ansío el momento en que se oficie la ceremonia que me convierta en vuestra esposa.

—Será un bello día, en verdad —susurró él—. Pero hoy, aunque los vientos os congelen los dedos y os enrojezcan la nariz, hemos de disfrutar de nuestras horas en compañía. —La apartó de sí con una sonrisa.— Ahora tomad vuestra capa, amor mío, y nos iremos antes de que yo lleve a cabo mi amenaza.

Ayudada por él, Elise se puso el manto forrado de pieles y hundió la mano bajo su brazo protector, orgullosa de estar a su lado. Aun con ropas sencillas Maxim era un hombre muy apuesto, pero esa mañana su atuendo era muy elegante: chaleco de terciopelo gris rojizo, calzones abollonados del mismo color y una rica zamarra borra vino, muy bordada con hilos de color alrededor del cuello alto y tieso, forrada de pieles, digna del mismo Nicholas.

Therese estaba ante la puerta principal para despedirlos. Aunque su sonrisa era amable, una arruga le cruzaba la frente, indicando su preocupación.

—Cuidad de no perderos en esas calles.

Comprendiendo que su aflicción no era la que revelaban sus palabras, Maxim tomó las viejas manos entre las suyas y le sonrió:

—No os preocupéis, Frau Von Reijn. Yo también quiero a Nicholas.

La cabeza coronada de pálidas trenzas pajizas asintió lentamente, como aceptando la verdad de lo dicho. Como con resignación, cruzó las manos ante la cintura y los siguió con la mirada.

Los caballos estaban ya ensillados. Maxim levantó a Elise hasta su silla y le acomodó el manto alrededor. Después montó en Eddy y acercó el potro a la yegua.

Juntos partieron a paso tranquilo por la calle adoquinada. El día era seco y frío; un viento invernal barría la ciudad, poniendo rosas en las mejillas de la muchacha. Algo después se detuvieron ante una modesta iglesia. Maxim desmontó y, después de rogar a Elise que esperara, entró en el templo para volver un momento después. Con el sombrero en la mano, vacilante como un jovencito ante su primer amor, se detuvo junto a ella.

—Elise... —El nombre surgió de sus labios en un susurro ansioso, como si le costara abordar el tema.

—¿Qué pasa, Maxim? —preguntó ella, dulce y atenta.

—Anoche os pedí una respuesta... y para eterno placer mío, dijisteis que sí. —Hizo girar el sombrero en las manos enguantadas, como si se sintiera inseguro.— Elise, quiero saber ahora si dijisteis la verdad. Pues adentro nos espera un sacerdote que ha aceptado casamos ahora mismo... si estáis de acuerdo.

Ella quedó maravillada ante esa actitud. Maxim era tan fuerte y viril, tan seguro de sí, que nadie lo habría sospechado capaz de tanta incertidumbre con respecto a ella, sobre todo después de una respuesta afirmativa. Tal vez esa unión representaba para él mucho más de lo que la muchacha sospechaba.

Una gran sonrisa fue la respuesta. Elise estiró las manos para posarlas en sus anchos hombros, instándola a desmontarla. El la puso de pie y la tomó de la mano. Riendo, corrieron al interior de la iglesia; ella respondió con calidez cuando Maxim se detuvo a apretar un beso ardiente a sus labios. Sonriente, la condujo a una pequeña rectoría, donde un monje los saludó jovialmente y los condujo a una capilla de sencillez espartana.

Elise lo seguía sin prestar atención a nada, pero muy consciente de lo que ocurría entre ambos, muy alerta al hombre arrodillado junto a ella. Tras intercambiar los votos que los unían para siempre, los largos dedos bronceados sujetaron los de ella en un compromiso mudo, fascinada, Elise observó el juego de nudillos, huesos y músculos bajo el vello dorado que relucía a la luz de las velas. Su propia mano parecía pálida y pequeña entre esos dedos.

En silencio, juró que allí permanecería, como símbolo de su confianza.

El sacerdote los pronunció marido y mujer y les presentó un pergamino que debían firmar. Elise se mantuvo a un paso, mientras Maxim, pluma en mano, trazaba audazmente su firma en el documento. Quizás era esa naciente conciencia de que él era ya su esposo lo que daba ese aire excitante y extraño a ese momento. Al recordar las circunstancias que los habían llevado a eso, costaba creer que fueran ahora marido y mujer: poco antes ella estaba segura de odiarlo.

—Si alguna vez retorno a Inglaterra —susurró contra su hombro— tendré que hablar con la reina. Si os ha declarado culpable de todos esos crímenes es porque no sabe juzgar bien a un hombre.

El rubor de su rostro expresaba su confianza en él y en el futuro común. Maxim se dijo que tal vez había sido egoísta al desposarla en medio de tanta inseguridad, pero no podía arriesgarse a perderla. El cortejo acentuado de Nicholas le había hecho comprender cuánto la quería para sí.

—Se me ocurre, señora, que Isabel os considerara ciega a los defectos de vuestro esposo.

Elise respondió con capricho:

—Creo que yo le haré ver lo contrario. Mi padre obtuvo ciertos méritos trabajando para la reina. ¿No debería ella prestar oídos a la hija de súbdito tan leal?

Maxim le rodeó los hombros con un brazo para estrecharla contra su costado.

—Por cierto, amor mío, y creo que sois la más indicada para hacérselo saber y se hizo a un lado para permitirle firmar el pergamino. Los rasgos garbosos de la pluma fueron prueba de su regocijo. Con tanta atención se miraban que apenas repararon en el monje, dedicado a secar con arena el pergamino. Estaban perdidos en un mundo propio. Maxim selló los votos con un beso.

Un viento empecinado les sacudió los mantos al salir de la iglesia dejándolos sin aliento. Maxim subió a su joven novia a la montura y le ciñó el abrigo.

—A poca distancia hay una posada donde podríamos comer y pasar algunos momentos a solas.

Elise sonrió con rubores, sin poder hallar una respuesta adecuada, pero el corazón se le había acelerado de entusiasmo. La oportunidad de estar solos había parecido hasta entonces muy lejana. Pero Maxim aportaba el momento. Así era él.

Pocos minutos después entraban en un establecimiento pequeño, pero limpio, donde Maxim pidió un cuarto. La posadera, algo sobrecogida por las ricas ropas de sus huéspedes, pidió un momento para preparar una alcoba adecuada. La criada se apresuró a servir una buena comida en la mesa que Maxim le indicó.

Estaba instalada entre bancos rústicos, de respaldos muy altos, que los protegerían de las miradas curiosas.

—Por nuestra boda —susurró él, levantando el copón de vino.

Elise, con una sonrisa radiante, hizo lo mismo y entrelazó su brazo con el de él.

—Que el amor lo alimente... y traiga muchos hijos —agregó él, con suavidad.

Mirándose a los ojos, sorbieron el vino y acabaron el brindis con un beso lento y largo. Maxim suspiró al separarse.

—Estoy impaciente por consumar el matrimonio.

—Sólo unos minutos más —susurró ella, enrojeciendo.

—Cuando cada minuto parece un año, milady, es difícil esperar.

—¿Milady? —repitió ella, maravillada.

—Sí. —Maxim le estrechó los dedos.— Lady Elise Seymour, y si recobro mi título, la muy encantadora marquesa de Bradbury. Hasta entonces —se llevó los dedos a los labios—, sólo mi amor.

—Ese último título es el que prefiero a todos, milord... —Ensayó la palabra:— Señor y esposo mío. —Sus ojos bebían aquellas hermosas facciones.— Nunca soñé, al ser tan brutalmente arrebatada a mi patria, que llegaría a bendecir ese día.

Maxim la miró con una sonrisa traviesa.

—Tampoco yo soñaba, cuando me arrojasteis aquel cántaro de agua helada, que llegaría a agradecer el que hubierais sido secuestrada en vez de Arabella. En aquella ocasión tenía muchos deseos de aplicar la mano a vuestro trasero, amor mío, pero no por lascivia, sino por la pasión nacida de la venganza.

Elise, con ojos chispeantes, le dejó un beso en los labios.

—Era sólo lo que merecíais, mi lord —provocó—. Vuestro plan de capturar a Arabella no fue cosa galante.

—Se diría que los acontecimientos de esa noche fueron guiados por una mano más sabia que la mía.

—¡Pensar que en ese entonces os odiaba! —suspiró ella.

—¿y ahora qué pensáis de mí, bella dama?

—Pienso, milord, que he llegado a teneros mucho aprecio.

—¿Aprecio? —Maxim le clavó una mirada dubitativa.— ¿Es aprecio lo que he leído en vuestros ojos? ¿Qué otra pasión late en vuestro pecho, milady? ¿He de ponerla a prueba? —y deslizó una mano bajo el manto, apoyándosela con audacia en el muslo.

Elise rió suavemente y lo miró a los ojos.

—Tal vez deberías limitar vuestra lujuria al lecho conyugal y evitar el manosearme en público.

Maxim le rozó la nariz con la punta del dedo.

—Tenéis mucho que aprender de vuestro esposo, milady. Por ejemplo, que desea tocaros cuando el momento está maduro. El lecho es muy conveniente, pero hay otros lugares donde se puede hallar la felicidad. Por ejemplo, tengo visiones en que os hago el amor bajo las ramas de un árbol, con vuestros ojos devolviéndome el azul del cielo.

Esos ojos reflejaban ahora grandes emociones y la adoración de una esposa enamorada.

—Recibiré de buen grado vuestras atenciones, milord, en cualquier choza, en cualquier castillo o campo abierto en el que nos encontremos. Y tal como habéis adivinado, lo que siento por vos es mucho más que aprecio. Os amo tanto que se me rompería el corazón si me abandonarais.

El le besó la mano.

—No temáis, amor mío. Eso jamás ocurrirá.

En ese momento se abrió de par en par la puerta de entrada, auxiliada por una ráfaga, y Maxim asomó la cabeza para mirar detrás del sólido respaldo. Un fuerte resonar de botas, cerca de la entrada, dio la impresión de que entraban tropas invasoras. Acababa de entrar una pequeña multitud de hombres, pero él sólo vio al que llevaba la delantera.

—¡Conque aquí estáis! —tronó Nicholas.

Su voz llegó a todos los confines del salón, haciendo que Elise se atragantara con el vino. Se llevó un pañuelo a la boca, horrorizada, mientras su esposo murmuraba una colérica maldición.

—¿Cómo nos ha encontrado? —susurro ella, frenética.

—No lo sé —gruñó Maxim, con los dientes apretados.

Maxim se detuvo para colgar su manto en una percha y se acercó gustosamente, riendo como en respuesta a la pregunta de Elise.

—Cuando pasé junto a la posada estaban forcejando para llevar a ese rebelde de Eddy a la caballeriza. Entonces me dije: —"¡Ajá! ¡Conque mi amigo está comiendo aquí! ¡Iré a aliviar su soledad...!

Elise habría querido desaparecer bajo la mesa. Por un momento no tuvo valor para enfrentarse a su mirada. Ya era tarde para retirarse subrepticiamente y aliviar el horror del descubrimiento.

—Parece que, después de todo, no estabas tan solo, amigo mío —observó Nicholas, seco.

—¿Quieres comer con nosotros? —invitó Maxim, tranquilo, y con buenos modales.

El capitán frunció ominosa mente el ceño, en tanto se sentaba en el banco de enfrente, fulminando con la vista a su amigo, que no hizo intento alguno de sonreír.

No era el momento adecuado para darle la noticia de que se habían casado, pero no quedaba otra cosa que hacer. Sin embargo, Elise se lo impidió con una leve sacudida de cabeza. Al desviar la mirada, Maxim vio que la escolta que los acompañara a Lubeck se estaba instalando en una mesa cercana. Eran seis, cuando menos, todos muy fieles al buen capitán: no cabía duda de quién recibiría su apoyo si se producía una discusión. Maxim no era cobarde, pero debía pensar en su flamante esposa. Los hombres observaban con interés a su capitán, que había apoyado los brazos en la mesa para mirar a su compañero con ojos fulminantes.

—¿Quieres tener la amabilidad de decirme qué haces aquí con Elise?

—¿No es obvio? —Maxim señaló la comida.— Estamos compartiendo unos bocados.

Nicholas resopló de desprecio, en nada satisfecho con la respuesta.

—¿Qué más piensas compartir con ella? ¿Una cama?

Maxim se relajó contra el respaldo, pero sus ojos tomaron el filo del acero.

—Estás insultando a la señora, amigo mío, y aunque conozco tu posición no puedo permitir eso. Elise ha salido hoy conmigo; por lo tanto, a mí me corresponde defenderla.

Sintió en el muslo el roce de una mano pequeña y vio que ella le clavaba los ojos suplicantes, pidiéndole que dejara por su cuenta la responsabilidad de informar a Nicholas. Mentalmente cedió el ruego.

—No tengo sino intenciones honorables. Te recuerdo que has de tener cuidado con la reputación de Elise y restringir tus acusaciones, al menos hasta que yo la lleve a tu casa y quede libre para arreglar esta disputa en privado.

—Yo mismo la llevaré a casa —rechinó Nicholas—. Hacia allí voy. y tú... amigo mío —añadió, acentuando con desdén las últimas palabras—, puedes asistir a tu cita con Karr Hilliard. Que Dios tenga piedad de tu empecinada alma.

—¿Karr Hilliard? —Maxim clavó en el capitán una mirada interrogante.

—Me pidió que te enviara —fue la fría respuesta—. Si no te mata él —concluyó, sin prestar atención a la exclamación ahogada de Elise—, tal vez lo intente yo. No tengo necesidad de que mis hombres me ayuden.

—¿Quieres poner una hora para ese enfrentamiento? —preguntó Maxim, casi con cordialidad—. No querría perdérmelo.

—Si sobrevives a la reunión con Hilliard, podemos hacerla mañana.

—¿A qué esperar tanto? ¿No podemos solucionar esto esta misma noche?

—Esta noche tengo una reunión en el kontor —respondió Nicholas, seco—. De lo contrario te daría el gusto.

—y esa entrevista con Hilliard, ¿a qué hora debe ser?

—A eso de las cuatro.

Maxim se frotó el mentón, pensativo.

—Esta tarde debía entrevistarme con un hombre que quizá tenga noticias del padre de Elise. —Se enfrentó a una breve mirada afligida de su esposa antes de volverse hacia el capitán.-

—¿Hay algún modo de postergar la cita con Hilliard?

—Hilliard no espera a nadie. Si no acudes a la cita perderás la oportunidad, cualquiera sea.

De los cincelados labios escapó un suspiro resignado.

—¿y adónde debo acudir?

—Al depósito de Hilliard, cerca de los muelles. —Nicholas le entregó un trozo de pergamino en el que había dibujado apresuradamente un mapa.— Aquí es donde te espera.

Maxim lo estudió por un instante. Luego recogió sus guantes.

—Tengo el tiempo justo para acompañar a la señora a casa antes de acudir.

Nicholas, furioso, descargó un puñetazo en la mesa.

—¡No la acompañarás!

Aunque Elise se ponía pálida ante cada arrebato del capitán, Maxim se limitó a sonreír tranquilamente.

—Tendrás que ordenar a tus guardias que me lo impidan, amigo mío. La dama ¡vino aquí conmigo y conmigo se irá, Pardiez!

Hizo una señal a Elise, que abandonó su asiento, y le puso el manto sobre los hombros. Ella miró a Nicholas, temerosa de lo que él pudiera hacer, y quedó agradecida al ver que todo se reducía a una maldición sofocada.

Maxim se detuvo un momento junto al posadero, que había tenido la prudencia de no intervenir, y le puso algunas monedas en la mano. Después de decirle unas palabras en alemán, se marchó con su flamante esposa.

—Debemos darnos prisa —murmuró mientras caminaban apresuradamente hacia la caballeriza—. Necesito acudir a mi entrevista con Hilliard.

—Correrás peligro, Maxim. —Ella se detuvo, suplicante, para tomarle las manos.— Es posible que te maten. ¿Es preciso que vayas?

—No puedo menos que ir, amor mío. Créeme, preferiría que nuestra noche de bodas no fuera así. Tenía planeado pasar esta tarde a solas contigo. Al parecer, la fatalidad ha dispuesto otra cosa. Si esto fuera menos importante, me quedaría a tu lado. Ahora sólo puedo rogarte que tengas paciencia, con la seguridad de que no me privaré por mucho tiempo de convertirte realmente en mi esposa.

Se inclinó hacia sus labios y, sin parar en quien pudiera verlos, la besó con pasión para sellar su promesa. Luego la tomó de la mano y continuó caminando hacia la caballeriza.

Maxim ajustó la silla de Elise y la montó en la yegua. En el momento de entregarle las riendas, le atrapó la mano enguantada para besarle los dedos, rezando en silencio por que pudiera volver para cumplir su juramento.