4

EL sudario de la noche aún pendía sobre el río cuando el navío se deslizó por las corrientes que fluían hacia Londres. Ella despertó de una somnolencia inquieta y vio a cada lado torres y edificios oscuros. La pequeña embarcación dio varios cabezazos al inclinarse Fitch contra el timón, guiándola hacia sombras más densas. Spence dejó de recoger la vela y echó un vistazo a su cautiva, que permanecía acurrucada y cómoda en su nido de pieles.

Pero él vio un leve destello en los ojos que recorrían la orilla

—No os mováis, señora. Sed como un ratoncillo. Que no salga un murmullo de vuestros labios. —Dio una palmadita al breve mástil.— Voy a mover un poco este palo. Cuidado con la cabeza.

Elise asintió, soñolienta, y esquivó el palo que descendía. Una vez que todo estuvo en su sitio, los hombres doblaron la espalda sobre los remos para viajar de sombra en sombra, como sombras ellos mismos. Un vapor leve, como jirones, se elevaba de los bajíos a lo largo del río, oscureciendo parcialmente el trayecto del bote a lo largo de la costa. Con sólo el crujido lento y rítmico de los remos para quebrar esa acallada quietud, pasaron junto a palacios magníficos o en decadencia. La belleza del Savoy, que se desvanecía lentamente, estaba oculta tras la oscuridad, pero no había sombra capaz de disimular el esplendor de las casas de Arundel y Leicester. Más allá de los Templos Medio e Interior, la ribera degeneraba en toscas estructuras de madera y muelles medio derruidos. Allí los hombres hundieron profundamente los remos, aminorando la marcha hasta que el bote topó suavemente contra un amarradero, cuyas toscas escaleras daban acceso al río.

Azuzada la curiosidad, Elise se incorporó con un mal presentimiento. Más allá del muelle se abría una zona que ella había recorrido, disfrazada de muchachito desamparado, mientras buscaba a su padre. Parecía lógico que se la llevara allí, pues Alsatia era el refugio de todos los renegados, asesinos, vagabundos y callejeros.

Por edicto de la reina, el sector estaba exento de la autoridad y de los funcionarios; nadie podía aplicar la justicia allí; como resultado, ofrecía un seguro refugio para sus secuestradores. En Alsatia, aquellos dos estarían entre los suyos. Spence cruzó el muelle y, bajo la luz de una lámpara poco potente, ató el cable de amarre a un grueso amarradero. Fitch lo imitó con más torpeza y se volvió para ayudar a su prisionera, pero Elise rechazó las manos extendidas para asirla y sacudió la cabeza, enfadada. Por el momento no tenía más opción que resignarse al cautiverio, pero no se mostraría dócil.

—Yo me cuido sola —susurró. No le gustaba estar en ese infierno y reconocía la estupidez de despertar la curiosidad; otros podían ser más malvados que sus captores. Como Fitch mostrara obstinación, agregó, en un siseo ronco:

—No tengo intención de dejarme manosear por vosotros mientras me lleváis a donde no deseo ir. Por el momento soy prisionera y no puedo sino seguiros, pero no aceptaré otra cosa que una mano. Eso bastará.

Fitch abrió los brazos como dispuesto a seguir discutiendo, pero el implacable desafío de la muchacha hizo que cediera, ofreciendo la única ayuda que se le aceptaba. Elise tomó la mano morena y se recogió las faldas para saltar al muelle, poniendo cuidado de no exigir mucho de su tobillo dolorido. Spence la vigilaba con atención mientras ayudaba a Fitch a retirar las provisiones del bote, pero no había necesidad de tanta cautela. Elise no huiría de ellos mientras estuvieran en ese horrible lugar. Hacerlo habría sido como saltar de la sartén para caer al fuego. Entre las sombras de ese pecaminoso distrito vagaban villanos peores que Spence y Fitch.

La humedad se cerró sobre ellos, bajo la forma de una niebla insidiosa, mezclada con olores a moho, y los caló hasta los huesos. Elise se estremeció; se sentía separada de la realidad por esos vapores sofocantes. Estaba completamente desorientada; tampoco le servía de tranquilidad saber que, no muy lejos, en el antiguo monasterio de Whitefriars, residía el gran ejército vagabundo de la Hermandad de Mendigos. Cierta vez se había atrevido a entrar en sus salas, disfrazada de muchachito, para hacer averiguaciones sobre su padre; allí había hallado una detestable orden de artesanos diversos y taimados, que no desdeñaban en asaltar las tumbas ni los patíbulos de Tyburn para obtener sus complicados disfraces.

Entre sus miembros se contaban violentos ex soldados, ladrones de caballos y mendigos que hacían débiles gestos mudos para pedir limosna, pero en la seguridad de Whitefriars contaban a voces cuentos soeces y se golpeaban los fuertes muslos con jubilosas palmadas. Los más ingeniosos eran los asaltantes de tumbas, famosos por sus absurdos atuendos. Uno de esos pobres diablos había ofrecido a Elise el espectáculo más aterrador y grotesco que jamás viera, al adosarse el miembro cortado y marchito de un cadáver, para hacerse pasar por inválido. La muchacha había corrido a un sitio discreto, donde pudo dar rienda suelta a sus náuseas. Fuera de la ciudad, los mendigos viajaban en grupos de cien o más, habitualmente precedidos por gritos de advertencia

—¡Vienen los mendigos! ¡Vienen los mendigos!. Dentro de Alsatia nunca se escuchaba ese aviso, tampoco se sabía cuándo se podía salir sin peligro ni qué ojos podían estar observando desde las sombras. Por allí vagaban las heces de la sociedad, con horarios tan diversos como sus crímenes.

Los dos hombres parecían tan nerviosos como ella; ambos echaron miradas furtivas a lo largo de la ribera antes de hacerla subir por la escalera. Firmes manos asían su codo y sus faldas, impidiéndole huir, en tanto la llevaban por una serie de callejuelas y pasadizos, donde el hedor de las entrañas estuvo a punto de provocarle arcadas. Atravesaron un laberinto de edificaciones ruinosas hasta llegar a una estructura alta, estrecha, con tejado a dos aguas. Un gastado letrero pendía por sobre la puerta, identificándola como Posada del Fraile Rojo.

Se acurrucaron en la densa penumbra del portal, mientras Fitch miraba hacia uno y otro lado antes de levantar los nudillos para tocar suavemente las tablas de roble. Le respondió el silencio. Pasándose nerviosamente la lengua por los labios, volvió a tocar, esa vez algo más fuerte. Por fin respondió una voz desde el interior y unos pasos apresurados se acercaron a la puerta. Tras un repiqueteo de cadenas, el golpe seco de una barra y un fuerte chirrido de goznes mohosos, la tabla se movió un poquito hacia adentro, dejando escapar una cuña de luz escasa. En la abertura apareció una cara de mujer, por encima de una vela. Los ojos aún estaban hinchados por el sueño.

—¿Eres tú, Ramona? —preguntó Fitch, cauteloso.

La mirada de la mujer se apartó de él para recorrer lentamente a Elise. Una sonrisa torcida, algo sardónica, mostró los dientes amarillentos; luego volvió hacia Fitch.

—Sí, os recuerdo bien. Sois los que me trajeron a Su Señoría.

—Sí, eso es. —Fitch echó una mirada desconfiada por encima del hombro y se apretó a la puerta.— El amo dijo que tú nos darías abrigo.

La puerta se abrió un poco más, protestando audiblemente en medio de la noche, y Ramona les indicó por señas que pasaran.

—Venid antes de que os vean.

Fitch tiró del capote de lana que sujetaba y recibió de su cautiva una mirada poco agradecida.

—Entrad, señora —rogó ansioso de que obedeciera sin provocar escándalos. Allí no se sentía más a gusto que ella—. Aquí habrá vituallas y un sitio donde podáis descansar por un rato.

Flanqueada por los dos robustos cuerpos, Elise no tenía más alternativa que obedecer. Ciñéndose el capote, cruzó la estrecha abertura. Ellos la siguieron casi pisándole los talones en su prisa. Cuando todos estuvieron a salvo adentro, la puerta se cerró. El ruido del cerrojo provocó un dúo de aliviados suspiros.

—No hay por qué temer —se burló Ramona, entregando al más alto una vela encendida—. Ya estáis a salvo.

Fitch y Spence no estaban muy seguros. Más allá de los pálidos círculos de luz, la sala común permanecía a oscuras. Nadie sabía qué siluetas podían arrojarse sobre ellos desde las sombras.

En el hogar aún ardían las ascuas, aguardando que alguien las avivara al amanecer. Bajo el techo pendía aún el hedor de la cerveza rancia, el humo de turba y el sudor. Elise resistió la estrecha inspección de Ramona y le sostuvo la mirada con ojos fríos y desconfiados. Estaba decidida a recordar esa tercera cara, por si alguna vez llegaba el momento de pedir justicia. La mujer parecía tener algo más de treinta años, pero aún era bonita, aunque empezaba a acusar lo duro de su vida.

Se había echado un amplio chal sobre el camisón, pero el abrigo casi se perdía bajo la revuelta cabellera roja.

—Eres joven —expresó Ramona, como si eso la perturbara extrañamente.

Elise había visto que las finas arrugas de aquella frente se acentuaban en el ceño. Se apresuró a responder, por si Ramona albergaba algún temor sobre la parte que desempeñaba en esa conspiración.

—Puede ser, señora —replicó—, pero tengo edad suficiente para saber que os colgarán en Tybum con estos dos bribones, si se os ocurre hacerme daño.

La mujer se apartó tranquilamente la cabellera sobre un hombro acabando con cualquier ilusión de que pudiera sufrir remordimientos, y respondió con una profunda carcajada:

—La señorita no tiene por qué hacerse mala sangre. Aquí se la cuidará bien, aunque no entiendo por qué la han traído. Recuerdo, sí, que Su Señoría acostumbra ajustar cuentas.

—¿y quién puede ser esa caprichosa Señoría? —inquirió Elise, observando a la mujer con más atención.

Sabía que tanto Reland Huxford como Forsworth Radborne podían desear vengarse de ella y, aunque el orgulloso Forsworth no tenía derecho a título, disfrutaba dándose aires y presentándose como personaje de importancia.

—Creo que lo sabréis muy pronto —respondió Ramona, con aire confiado.

Descartando a la muchacha con un descarado encogimiento de hombros, les hizo señas para que la siguieran por un pasillo y abrió la marcha por la escalera estrecha y desvencijada. El ascenso, largo y cansado, los llevó por las entrañas de la casa hasta un descansillo, donde la guía les ordenó silencio con un gesto. Hasta Elise tuvo miedo de hacer ruido en ese largo corredor, lleno de puertas: sin duda muchos bandidos descansaban detrás de ellas. En el extremo, otra puerta daba a una nueva escalera empinada, que requirió otro largo ascenso. A Elise le dolían el tobillo y las piernas cuando llegaron al desván, como prueba de la rigidez que le había impuesto la forzada inmovilidad Ramona los precedió por un pequeño vestíbulo y entró a un cuarto diminuto, abierto bajo el tejado, donde puso la vela en la mesa. Seguida por Elise y los hombres, señaló con mano pecosa los barrotes de la ventana.

—La señora estará bien aquí mientras vosotros hacéis lo vuestro en las Stilliards.

Elise tomó nota de que la diminuta ventana había sido asegurada con pequeñas clavijas, para evitar que se abriera desde el interior. De ese modo se impedía, no sólo la fuga de su ocupante, sino cualquier diálogo con quienes pasaran por la calle. Era obvio que esa diminuta alcoba sería su prisión, aunque relativamente cómoda: había una estrecha cama turca, una silla y una mesita para comer. El lavabo contenía todo lo necesario para la higiene: jofaina y aguamanil, una toalla y un trozo de jabón.

—Como veis, no podréis escapar —se jactó Ramona.

Fitch hundió la barbilla contra el cuello, comprimiendo los pliegues que de él pendían, para expresar sus dudas:

—De cualquier modo, será mejor que la vigiles —aconsejó—. Es muy astuta y no se le puede tener confianza.

Ramona enarcó una ceja interrogante, contemplando a la esbelta muchacha junto a ese hombre corpulento. Entonces reparó en el cardenal que él tenía en la mejilla y preguntó, algo asombrada:

—¿La pequeña te ha hecho eso?

—A decir verdad, es peor que una bruja —se quejó Fitch, sin discreción—. Buena le espera a Su Señoría si no logra dominarla.

—Pues sí, Su Señoría puede lamentar el día en que os ordenó apresarla —concordó Ramona, deseando con fervor que así fuera antes de que resultara demasiado tarde para echarse atrás.

—Oh, vamos —se burló Elise—. Si creéis que causaré tantos dolores de cabeza a Su pobre Señoría, quienquiera que sea ese rufián, ¿por qué no le hacéis el favor de dejarme en libertad? Caramba, seré generosa y hasta olvidaré de haberos visto.

—Eso causaría una guerra sanguinaria entre nosotros y Su Señoría, sin duda —observó el gordo.

Ramona mantenía los ojos bajos, temerosa de que reflejaran sus deseos. Las emociones de celos y odio eran difíciles de disimular cuando rondaban tan cerca de la superficie. Spence, que había guardado silencio durante estos comentarios, los interrumpió con voz brusca, dirigiéndose a Ramona:

—La joven necesita descanso y vituallas. Encárgate de atenderla mientras no estemos. Y cuando esto quede hecho, se te dará la bolsa que se te prometió... siempre que cumplas tu parte.

Dio un codazo a Fitch y ambos se retiraron, cerrando al salir. Ramona se volvió hacia Elise con actitud rencorosa. Era capaz de servir a Su Señoría arrastrándose en cuatro patas, pero al ver la belleza que había hecho secuestrar sentía que era mucho pedir de ella. Al ayudar a sustraer del país a esa muchacha enviaba a otra mujer directamente a los brazos donde ella deseaba tanto estar. En ella hervían demasiadas emociones odiosas al contemplar a esa muchacha (su mente formó despectivamente la descripción) dulce y joven. Odio. Envidia. Celos. Eran crueles púas en un látigo de siete colas, que la atormentaban sin misericordia, desgarrándole el corazón y el alma. Oh, sabía que sus ansias eran absurdas. La probabilidad de que su enamoramiento cuajara en algún tipo de relación íntima con Su Señoría era casi inexistente. El había pasado muy poco tiempo en la posada, totalmente ignorante de la devoción inspirada. Sin embargo, eso no aliviaba el dolor de Ramona.

Su mirada desdeñosa bajó por el tosco atuendo de la joven. Aunque el raído vestido no era digno de una dama, la piel cremosa, el porte regio y las uñas cuidadas revelaban el puesto que la muchacha ocupaba en la sociedad; se sufría al pensar que ella nunca podría alcanzar un sitial pujante.

—La señorita podrá ser de cuna muy alta —se burló—, pero puede apostar a que la vida no será tan grata allá a donde va.

—¿y adónde voy? —Elise elevó una delicada ceja, llena de curiosidad, con la esperanza de recibir respuesta, aun sabiendo que no sería así.

Ramona se carcajeó, disfrutando de esa pequeña venganza:

—Al infierno, quizá.

La joven respondió a la pulla con un gesto indiferente.

—No creo que sea peor que esto.

La otra entornó los ojos, echando chispas por ellos. La venganza dejaba de ser dulce cuando un simple gesto echaba la amenaza por tierra. La torturaba la envidia; había querido desquitarse en esa bonita joven por todas las angustias que sufría, pero no se atrevió, sabiendo que jamás podría soportar la humillación si Su Señoría se enteraba. En verdad, si lograba que la culpa recayera sobre otro, lo mejor sería dejarla escapar.

—Debo traeros algunas vituallas —anunció bruscamente—.¿Queréis un poco de engrudo ahora... o más tarde?

El ofrecimiento no era como para despertar el apetito. Elise lo rechazó con una blanda sonrisa.

—Creo que puedo esperar.

—Como gustéis —le espetó la mujer—. No pienso obligar a ninguna señorona a comer mi engrudo. No es cuestión de arruinarle el apetito para que no pueda comer sus finos manjares.

Demasiado cansada para seguir discutiendo, Elise permaneció muda bajo aquella burlona mirada. Por fin Ramona tomó una vela y se marchó, cerrando con llave al salir. La joven, muy aliviada, se dejó caer en el camastro, agradeciendo que nadie le aplicara tormentos físicos a los que se hubiera visto obligada a responder. Esa mujer no le inspiraba ningún temor, aunque le llevaba media cabeza, cuanto menos, y era bastante más corpulenta. Pero recordaba con toda claridad el consejo que le había dado el hijo de la fregona: Cuando no se puede evitar un desafío o una pelea, cuanto menos se debe elegir el momento y el lugar más ventajosos. Se quitó los zapatos de cuero crudo para acurrucarse bajo el cubrecama. Sólo entonces sintió la fatiga en toda su intensidad; estaba completamente agotada y necesitaba un buen descanso. No pudo mantener los párpados abiertos y su mente comenzó a vagar sin sentido hasta que el sueño la venció; entonces cayó en un vacío sin imágenes, desprovisto de conocimiento y de conciencia.

De pronto se encontró con la vista clavada en el techo; inmóvil, prestó atención a los crujidos y los gemidos de la casa, en tanto revisaba lentamente el pequeño cubículo, buscando lo que interrumpiera su profundo sueño. La diminuta llama seguía ardiendo, pero de pronto vaciló, como agitada por una corriente de aire. La mirada de Elise voló hacia la puerta, único lugar por donde podía penetrar la brisa, y vio que se abría. Su corazón dio en palpitar como una mariposa. Sólo podía pensar en las incontables puertas que había visto abajo, tras las cuales podía haber cualquier cosa Emitió un suspiro de alivio casi audible cuando Ramona entró por la puerta, pero permaneció inmóvil, vigilándola por entre las pestañas. La mujer se dirigió a la mesa, llevando una bandeja con carnes y pan y un jarrito con alguna bebida. De inmediato Elise desvió la vista hacia la puerta abierta y su corazón volvió a acelerarse. Allí tenía la oportunidad de escapar; era preciso aprovecharla sin demora, cualquiera fuera el resultado, bien valía la pena hacer el intento.

Elise, animosa como era, no vaciló un momento más. Se levantó de un salto y corrió hacia la puerta, dando a Ramona un fuerte empellón al pasar. Aunque su intenci6n era utilizar toda su potencia, tuvo la sensación de que había bastado un levísimo toque para que la mujer cayera contra la pared, llevando la bandeja cargada de comida. Elise no se detuvo a investigar cómo había sido eso: huyó, cerrando la puerta detrás de sí, y dio una vuelta a la llave, que aún estaba en la cerradura, para evitar que la otra saliera. Sólo entonces se atrevió a respirar, tratando de dominar los temblores que súbitamente la atacaban. Tragó saliva con dificultad y apretó el paso hacia la escalera. Inició el descenso estremecida, pues no tenía idea de lo que encontraría en los pisos inferiores. Recordaba demasiado bien la advertencia de Ramona en cuanto a la necesidad de guardar silencio en el segundo piso; rezó por poder cruzar ese pasillo sin ser vista.

Al acercarse al último escalón aminoró el paso y se aproximó a la puerta con cautela. Apoyó el oído contra la madera atenta a cualquier señal de actividad al otro lado; con un torpe desaliento, oyó pasos arrastrados y las voces apagadas de varios hombres en el corredor; Aguardó, con la fervorosa esperanza de que entraran en alguna habitación, dejándole sitio para escapar.

Pero los pasos se acercaban. La mente de Elise trabajaba a toda prisa, enfrentándose a la posibilidad de que los hombres abrieran la puerta. La asaltaba un millar de preguntas. ¿Qué hacer? ¿Dónde esconderse? ¿Adónde podría ir, si no cabía siquiera la esperanza de llegar al pasillo de arriba antes de que los hombres entraran? Sus ojos volaron hacia arriba, midiendo la distancia en un rápido vistazo. Por imposible que pareciera, no cabía otra alternativa. Sus esbeltos pies volaron por la escalera, al ritmo de su corazón, pero ¡ay! la hazaña era superior a su capacidad. Antes de que hubiera llegado a la mitad, la puerta de abajo se abrió de par en par. Por si eso no hubiera bastado para paralizarle el corazón,

Se oyó el grito de alarma de Fitch:

—¡Eh! ¡Es ella! ¡Se escapa!

Atronadores pasos sacudieron la débil y derrengada escalera. Elise, en pánico creciente, echó un vistazo sobre el hombro. El primero en subir era un extranjero alto, de cabellos claros. Lo seguía Spence, casi pisándole los talones. Detrás de ellos, tan deprisa como podía, Fitch, balanceando un baúl grande en la espalda.

Elise aplicó todas sus fuerzas en un frenético ascenso, pero las largas piernas del extranjero brincaban por los escalones de a tres y la alcanzaron enseguida. Un brazo se estiró para ceñirle la cintura, arrebatándola del suelo para apretarla de espaldas contra un pecho amplio, sólido, inflexible. Elise no era afecta a tolerar mansa y silenciosamente que se la tratara de ese modo: aplicando golpes de talón a las espinillas del hombre, dio rienda suelta a un fuerte e indignado chillido de furia.

El alarido reverberó en ese estrecho espacio, como si rebotara en las paredes, y logró que a Fitch se le erizara el pelo de la nuca. De pronto imaginó un ejército de hombres rugientes que cargaba por la puerta de abajo, empeñado en barrer con todos los desconocidos. Cualquier hombre común y decente podía ser aporreado hasta la incoherencia antes de dar explicaciones y calmar las sospechas. Cada vez más aprensivo, Fitch miró a su alrededor, tratando de comprobar si la puerta continuaba cerrada, pero al hacerlo olvidó el tamaño de ese incómodo arcón, que chocó contra la pared, arrancándole la manija de la mano. En el momento en que trataba de sujetarlo, sintió que el peso se le deslizaba por la espalda, y en el proceso perdió el equilibrio. Tambaleándose sin remedio en el borde de un peldaño, vio que el baúl caía ruidosamente por la escalera. De sus labios escapó un maullido indefenso, quejoso, y una fracción de segundo después seguía el mismo descenso golpetearte.

Una mano grande se apretó a la boca de Elise, ahogando los gritos. Pese a todos sus forcejeos, fue llevada hasta arriba sin esfuerzos. Ante la puerta de la pequeña alcoba, el extranjero dio un paso a un lado para permitir que Spence abriera. Ramona giró en redondo desde la ventana, donde se había instalado a mirar la calle; desilusionada, se encontró con que la muchacha a quien esperaba ver huir allí abajo era arrastrada otra vez al interior del cuarto. Un torrente de pelo rojizo, enmarañado, le ocultaba la cara, pero Ramona no necesitó ver su clara tez para tener conciencia de que su plan había fracasado.

El forastero soltó una súbita maldición y apartó la mano de los dientes agudos que probaban la carne de su palma. Después de dejar a la delgada doncella de pie, tuvo que retirarse abruptamente: aquel puño pequeño se había echado hacia atrás con cruel intención. Sujetó las muñecas de finos huesos y las inmovilizó con una sola mano, frustrando los furiosos esfuerzos de la muchacha por liberarse.

Elise se apartó la cabellera de un cabezazo, haciendo que le rodara por la espalda, y clavó la vista en los ojos muy claros, casi chispeantes de humor tras las claras pestañas. El hombre vestía ricamente, como gran señor: chaleco de terciopelo y calzones de color azul oscuro, con hilos de oro. La mirada del hombre descendió lentamente, recorriendo toda la longitud de la joven con audacia lo cual provocó un rubor en sus mejillas. Los ojos analíticos se detuvieron por un momento en el pecho agitado. Cuando volvieron a la cara, los coronaba una sonrisa de obvia aprobación.

—Ahora comprendo —murmuró, como para sus adentros. Y en voz algo más alta, se presentó—: Capitán Von Reijn, de la Liga Anseática, a vuestro servicio. — Sus palabras tenían el curioso acento de la lengua teutónica.— O si deseáis una relación más íntima... Nicholas, para vos y para mis amigos.

—¡Pedazo de... asno! —bramó ella, colérica—. ¡Soltadme!

—Nein, nein. —El capitán Von Reijn agitó un largo índice de regaño frente a la bonita nariz.— Sólo cuando estéis a salvo tras una puerta cerrada con llave. y miró a Spence con una sacudida de cabeza, haciendo que fuera a ayudar a Fitch, quien volvía a subir a tumbos.

Poco después el desaliñado gordo entraba en la habitación, caminando hacia atrás y arrastrando el arcón.

—Hazte a un lado —indicó Spence, al otro lado.

Cuando su compañero obedeció, renqueando, él aplicó un último empellón al mueble para meterlo en la alcoba. Fitch, con una mueca de dolor, cerró la puerta y se apoyó contra ella, secándose el sudor de la cara enrojecida. Su sombrero estaba extrañamente abollado; bajo él, los mechones de pelo parecían erizados, como si hubiera oído el grito del hada de la muerte al caer por la escalera.

—Os complazco, vrouwelin —sonrió el capitán Von Reijn, soltando a su cautiva.

—¡Malditos seáis, todos vosotros! —rabió Elise, apartándose.

Se frotó las muñecas, sin dejar de mirar al capitán—. ¡Y también vos! Pese a vuestras ropas finas y a vuestra lengua retorcida, no sois superior a estos tizones del infierno, que cumplen vuestras órdenes.

—Por supuesto —reconoció Nicholas, riendo ante ese ceño tan fruncido—. Formamos un grupo muy selecto, ¿verdad?

—Oh, por cierto —El tono de Elise iba cargado de sarcasmo.— Lo más selecto... de Alsatia.

—Vuestra amabilidad, me confunde, vrouwelin. —Nicholas le dedicó una garbosa reverencia.

Ramona se deslizó hacia la puerta, con esperanzas de retirarse sin llamar la atención, pero de pronto el capitán anseático reparó en ella.

—¿No se te había prometido una bolsa por custodiar a esta doncella?

—La pequeña me atizó una —acusó Ramona, frotándose la cabeza—. Podéis ver por vos mismo que es una bruja. Esperó a que yo estuviera de espaldas y me atacó desde atrás.

Elise meneó la cabeza, desdeñosa ante esa distorsión de la verdad.

—Bueno, queridita —replicó, imitando el tono vulgar de la posadera—, teniendo en cuenta que dejaste la puerta de par en par, creí que me invitabas a marcharme.

—¡Mientes! —chilló Ramona, levantando una mano para pegarle.

Pero el frío y mortífero fulgor de aquellos ojos de zafiro la detuvieron. Aunque la pequeña no parecía muy musculosa, algo en ella prometía una adecuada retribución a cualquier ataque.

Fitch tenía motivos para desconfiar de ella; teniendo en cuenta el dato, a Ramona le pareció poco prudente poner a prueba la fortaleza de la prisionera. Antes bien, era mejor dejar que se enfriaran las cosas; con un poco de suerte todo se olvidaría sin llegar a oídos de Su Señoría.

El capitán Von Reijn no se había movido para impedir el golpe; observaba a las mujeres con divertido interés. Por fin Ramona vaciló y acabó por bajar la vista, derrotada. El rió entre dientes, en tanto la posadera volvía la espalda a su contrincante y se dedicaba, con petulancia, a recoger la comida desparramada por el suelo. Nicholas se agachó hacia el arcón y levantó la cubierta abovedada. Con el ceño fruncido, deslizó una mano por el interior de madera.

—No es adecuado, pero tendrá que servir.

Elise, con leve curiosidad, echó un vistazo al mueble y preguntó, con rampante desdén:

—¿Para vuestro tesoro, milord?

El capitán festejó la pulla con una risa sofocada y respondió con otra pregunta:

—¿Qué suponéis vos, vrouwelin?

Elise se acomodó las ropas que llevaba puestas, comentando con satírico desprecio:-

—Difícilmente cabría suponer que lo habéis traído para almacenar mi vasto guardarropa.

—No es para mi tesoro ni para vuestra ropa —replicó él—, sino para llevaros a mi barco.

Ella rió, con una despectiva demostración de humor, hasta caer en la cuenta que él hablaba en serio. Entonces lo miró boquiabierta.

—¡Señor! Sois tonto o estáis aturdido. A ver, dejadme olfatear vuestro aliento para que sepa de qué se trata.

—Estoy muy cuerdo, vrouwelin, os lo aseguro —declaró él. Y acarició sugestivamente el extremo de una delatora cachiporra que había puesto bajo su faja—. No soy afecto a maltratar a las damas, pero iréis, dormida o despierta. La elección corre por vuestra cuenta.

Elise arqueó las cejas, arrogante, y le sostuvo la mirada, tratando de dominarlo como lo había hecho con Ramona. Los ojos del capitán no vacilaron ni por un momento, aunque sus labios se curvaron lentamente hacia arriba. Aquella muchacha atractiva y problemática estaba acicateando su interés, junto con su admiración por tan indomable espíritu.

Cuanto más lo miraba Elise, más amplia se hacía la sonrisa; por fin fue ella quien desvió la cara, llena de confusión. Al ver la comida que Ramona estaba juntando en la bandeja, halló una excusa para demorarse.

—Hace rato que no como —protestó—. En realidad, hace tanto que me cuesta recordar desde cuándo.

Spence, ansioso, alzó un dedo para interrumpir:

—Bueno, desde anoche; la señora comió junto al río...

Su memoria le devolvía en vívido detalle una imagen mental de sí mismo, arrastrado tras el bote; en su cara apareció una mancha carmesí que se acentuó ante la mirada de curiosidad que recibió del capitán.

Fitch estaba tan dispuesto como siempre a complacer a la cautiva. Tomó la bandeja que Ramona sostenía y, poniéndola en la mesa, recogió el pan. Después de limpiar la pequeña hogaza contra su manchado chaleco, lo puso en una servilleta arrugada; luego retiró cuidadosamente, con el puño de la manga, varias partículas de mugre que se habían adherido a un trozo de queso Y lo puso sobre el pan. Por fin, con una sonrisa tímida, ofreció el plato a la dama.

Elise se quedó mirando la ofrenda con leve repugnancia. Al cabo fue el capitán quien la tomó. Después de atar las cuatro puntas de la servilleta, le ofreció el hatillo.

—Mis disculpas, vrouwelin, pero se hace tarde y debo volver a mi barco antes del amanecer. Si así lo deseáis, podéis cenar en vuestro carruaje.

—¿Se me permitirá saber adónde me lleváis? —Preguntó ella, con frialdad—. ¿Y por qué debo ser transportada en ese objeto?

—Por precaución. A nadie le extrañará que subamos un arcón a mi barco, pero si lleváramos a una damisela forcejeante despertaríamos un indeseable interés.

—¿y luego? —acusó ella, atacada por una opresiva sensación de fatalidad. Los barcos eran para navegar, ya a otras ciudades, ya a otros países. Necesitaba, ante todo, saber cuál sería su destino-¿Adónde me llevaréis cuando esté a bordo?

—Os lo diré después de hacemos a la mar.

—Pero vuestra intención es sacarme de Inglaterra, ¿verdad? —insistió ella.

—Correcto.

—¡No iré! —protestó Elise, con pánico creciente.

—No tenéis alternativa, vrouwelin. Lo siento.

Ella le clavó una mirada de tal intensidad que habría debido reducir a cenizas al capitán anseático. Pero Nicholas se limitó a inclinar la cabeza hacia el arcón, en una orden muda, y esperó su cumplimiento con mirada firme y autoritaria. Elise, ahogando un torrente de amenazas, le arrebató el hatillo, lo arrojó por los aires y entró en el arcón. Luego golpeó con los nudillos los costados de dura madera, arrojando una mueca despectiva a su pequeño público:

—¡Por mi fe! Con las comodidades que me ofrecéis, es probable que no sobreviva al viaje.

—Entschuldigen Sie —se disculpó Nicholas, arrebatando un edredón del camastro. Lo plegó para depositarlo en el fondo y puso una almohada sobre él. Luego arqueó una ceja, cruzado de brazos, con expresión incitante—. ¿Algo más, Englisch?

Ella desvió la cara. Con un resoplido gazmoño, se acomodó a desgano en el edredón. Los zapatos de cuero crudo fueron depositados junto a ella. Luego el capitán se puso en cuclillas junto al mueble.

—y ahora, vrouwelin, os ruego que me juréis solemnemente...

—¡Sí que sois tonto!

Nicholas ignoró la interrupción.

—Dadme vuestra palabra de que no trataréis de llamar la atención de nadie desde ese baúl, y me abstendré de ataros y amordazaros. Durante la mayor parte del trayecto, no importará que gritéis, pero si se presentara la oportunidad, quiero vuestra promesa de que guardaréis silencio hasta que os encontréis a bordo de mi barco. Os será más soportable si os permitimos alguna libertad.

—Una vez más, ¿qué alternativa tengo? —preguntó ella, con amargura—. Podríais convertir este arcón en mi ataúd, si así lo desearais, ¿y qué objeción podría yo presentar?

—Ninguna —respondió él, simplemente—. Pero estoy dispuesto a prometer que os llevaré sana y salva a mi barco, si vos prometéis guardar silencio.

Ella clavó una mirada fría como el acero en los pálidos ojos azules que descansaban en ella.

—Tengo aprecio a mi vida, señor, y al parecer debo hacer ese juramento si quiero conservarla. —Inclinó rígidamente la cabeza.— Hecho: tenéis mi palabra.

Nicholas le presionó levemente la cabeza hacia abajo y bajó la cubierta.

Al oscurecerse el limitado espacio, Elise tomó nota que había varios parches de luz: en el arcón se habían practicado pequeños agujeros para permitir el paso del aire. Cuanto menos, podía consolarse pensando que esos bandidos no pensaban matarla por asfixia. El pasador fue cerrado Con un candado. Luego, Spence y Fitch pasaron unas ropas alrededor del baúl, a fin de formar una especie de andadilla que les permitiera llevar por las escaleras el incómodo mueble con cierta facilidad. Nicholas se apresuró a abrir la puerta para asegurarse de que el camino estuviera libre.

Spence se colocó delante para soportar el peso, mientras Fitch lo guiaba desde atrás. Entre los dos deslizaron la carga hasta el tope de la escalera y miraron hacia abajo, estudiando la tarea a ejecutar. La preocupación de Fitch era comprensible, después de su experiencia reciente. Se limpió las palmas sudorosas contra el chaleco y, tomando el asa, levantó el arcón sobre su extremo con un solo impulso. Inmediatamente se llevó una mano a la boca: desde adentro le había llegado un fuerte golpe y un apagado chirrido de dolor, seguido por una prolongada sarta de palabras ininteligibles.

El tono bastaba para transmitir la ira de la muchacha. Con mucho más cuidado, ambos procedieron a bajar la escalera. En el descansillo de abajo, el capitán Von Reijn pasó junto a ellos y, con la cachiporra en la mano, abrió un poquito la puerta. Una vez más se aseguró de tener el camino libre antes de avanzar. Fitch y Spence, detectado su gesto afirmativo, se pasaron las sogas por los hombros y levantaron el baúl, sujetándolo con las manos entre ambos.

Elise sintió que la llevaban con pasos cortos y al trote por el pasillo, hasta salir a la calle. Hubo una pausa; luego, un empujón hacia arriba, que terminó con un golpe aturdidor: el mueble había sido levantado hacia un sitio más alto. La muchacha notó, sorprendida, que se retiraban las cuerdas; a juzgar por las sacudidas y el repiqueteo, adivinó que el cofre era trasladado en una pequeña carretilla de mano. Sus sospechas quedaron confirmadas por el rumbo errático que llevaban, serpenteando entre maldiciones apagadas y órdenes urgentes. A completa merced de esos hombres, a ella no le quedaba sino soportar con muecas los vaivenes y apretar los brazos a los costados del arcón, tratando de evitar daños más serios.

Hubo una apresurada zambullida que luego se niveló; por un breve trecho, la carretilla se movió con celeridad. Después, súbitamente y sin aviso, la rueda cayó en una huella, con lo que el vehículo se detuvo. El arcón, que no se enfrentaba a las mismas restricciones, se tambaleó hacia adelante, con súbito acompañamiento de gritos afligidos; por un instante alelado, Elise tuvo la sensación de que su mundo se balanceaba en el borde de un precipicio desconocido. Por fin el arcón volvió a depositarse en la carretilla. Al oír los fuertes suspiros de los hombres y un chapoteo cercano, Elise decidió que era mejor ignorar todo lo que había ocurrido, pero una fugaz visión del baúl, hundiéndose poco a poco en las aguas de ébano del Támesis, revitalizó su alivio.

Una vez más, el arcón se inclinó hacia arriba. Luego, con muchos bufidos y pasos cortos, fue llevado por algo que sonaba a hueco debajo de los pies. El movimiento cesó con una sacudida final: el mueble estaba a bordo de un navío que Elise imaginó pequeño: posiblemente, el mismo bote en el cual habían navegado hasta Londres. Se oyó el lento chapoteo del agua contra el casco y, un momento después, el chirrido de los remos que pujaban para alejarse de la costa.

Ella tuvo la sensación de que pasaban horas enteras antes de que el golpe de madera contra madera y un apagado intercambio de voces rompieran el silencio. El arcón fue inclinado de un lado a otro. Luego se oyó un sonido desgarrante, mientras el mueble se elevaba como hasta el cielo mismo. Cuando se lo bajó otra vez, sufrió una serie de giros, que obligaron a Elise a aferrarse rígidamente del interior. Por fin quedó posado en una superficie sólida; al menos, eso creyó ella hasta que un crujido lento le reveló que se trataba de un barco grande, anclado en la corriente principal del río. Una vez más, el arcón fue levantado por los hombres pero en esa oportunidad para un trayecto breve. U n momento después, detrás del grupo se cerraba una puerta pesada. Tras algunos movimientos torpes en el exterior, un fino rayo de luz apareció bajo los dedos que levantaban la cubierta

Elise levantó la mano para protegerse los ojos del súbito fulgor de la lámpara que alguien sostenía por sobre ella. Más allá de la luz divisó las siluetas oscuras de los tres hombres, inclinados hacia el arcón. Atrás, las vigas bajas de un camarote. Los hombres la miraban como si no pudieran moverse, pero los vituperios de la muchacha lo cubrieron todo. Con un gruñido colérico, logró incorporar los hombros y apoyar un brazo bajo el cuerpo. Las piernas se negaban a obedecer, pero luchó por salir del restringido espacio. Después de apartarse unos mechones caídos sobre la frente, elevó una mirada vengativa y acusadora.

—Si alguna vez veo a cualquiera de vosotros despellejado a azotes —espetó, con un tono parejo que chamuscó los oídos de su público—, empeñaré mis pertenencias más preciosas para servir té y bollitos a vuestro torturador, a fin de que recobre energías y las aplique a su labor.

Se levantó, pero las piernas entumecidas permanecían flexionadas bajo su cuerpo. Fue Nicholas Von Reijn, más rápido de mente y percepción, quien acudió primero en su ayuda. Spence le siguió, en tanto Fitch se adelantaba ansiosamente para auxiliarla.

Antes de que Elise pudiera aceptar o rechazar esa colaboración, se encontró asaltada por una súbita plétora de manos que buscaban liberarla a un mismo tiempo. Cuando el capitán apartó a sus compañeros, ella estaba ya a punto de perder su compostura. El le pasó un fuerte brazo por la espalda y otro bajo las rodillas, la levantó en vil o y la puso fuera del arcón.

La circulación sanguínea, al despertar en sus piernas, fue comparable al aguijonazo de un millar de agujas. Cuando Nicholas la liberó de su firme sujeción, Elise se tambaleó, aún incapaz de sostenerse sola. El se apresuró a abrazarla otra vez, para que se apoyase en su ancho pecho.

—Perdonad, vrouwelin. —Su aliento cálido le rozaba la mejilla.— Permitid que os ayude.

Elise cobró abrupta conciencia de tanto exceso de celo y del vigor que ese brazo la estrujaba. Eso le trajo a la mente una posible razón para su captura y la atacó el pánico. Dejando escapar un alarido, abrió los brazos y se apartó de él, para retroceder sobre las piernas tiesas hasta chocar contra un escritorio. Contra él se apoyaba un torcido garrote de roble; al mover las manos en busca del equilibrio, los dedos de la muchacha rozaron la madera pulida del arma. Al menos, eso sería para ella. Con un bramido desafiante, tomó el palo y lo blandió en un arco amplio y salvaje, haciendo que todos retrocedieran.

Desaliñada, haraposa y mugrienta, Elise se apoyó contra el escritorio, con todo el aspecto de una salvaje; el pelo rojizo le caía en largos mechones contra la cara; una mancha oscurecía el extremo y el costado de su nariz. Sus ojos chispeaban en desafío. Con la misma voz casi gruñente, monótona, les advirtió a los tres, sin distinción de rangos.

—Señores... o caballeros... o indeseable bazofia surgida de Dios sabe dónde: escuchad bien, os lo ruego. En las últimas horas he sido objeto de graves abusos. ¡Manoseada y sacudida! ¡Amarrada como un ganso para el asador! —Su indignación iba en aumento al enumerar las ofensas.— ¡Arrojada sobre un hombro como un bulto cualquiera! Y después, contra mi voluntad, arrancada de mi hogar para ser traída a este... este... —Sus ojos recorrieron el camarote, en busca de un nombre que aplicar al sitio en donde se hallaba, pero dejó la frase inconclusa por falta de respuesta. Su mirada volvía a chisporrotear.— Por todo esto tal vez alguno de vosotros reciba pronto recompensa, pero os lo advierto... —Movió amenazadoramente el garrote.— Si se me vuelve a tocar con rudeza... —Atravesó con la vista al capitán.—...o si se ultraja mi pudor de alguna manera alguna, os juro que vuestro castigo será inmediato, ya seáis el gran duque de Inglaterra o un sucio criminal. Y aunque yo muriera en el acto, no dejaría de hacer pagar muy caro a aquel que se atreviera a ponerme una mano encima.

Lo extraño fue que ninguno de los hombres pareció poner en duda su capacidad de cumplir con sus amenazas. Por el contrario, tenían sobrados motivos para creerle, pues la doncella había demostrado ser un ejemplar desacostumbradamente tenaz de su sexo.

El capitán Von Reijn juntó los talones con un fuerte chasquido y le hizo una reverencia; en su pecho ronroneaba una risa grave.

—Una vez más os pido disculpas, vrouwelin. No tenía idea alguna de vuestra fragilidad y mi única intención era prestaros auxilio.

—¡Fragilidad, vaya! —Con el garrote en alto, Elise giró lentamente.— ¡Ya os haré ver mi fragilidad hasta haceros pedir socorro a gritos! Podéis asesinarme aquí mismo, con la espada o con el puñal. —Sus ojos indicaron las dos armas que pendían del muro. De pronto, un esplendor feraz empezó a arder en sus azules profundidades.— Sólo sé que estoy harta de estos abusos y que no toleraré uno más. ¡Ahora cometed vuestro delito o desapareced de una vez!

Su mentón pequeño y firme se adelantó; mantenía los dientes apretados para no temblar. Si esos hombres estaban realmente desesperados, acababa de provocar su propia muerte.

—Descartad vuestros temores, vrouwelin —dijo el capitán anseático, tratando de calmarla—. Os juro que todos hemos dado nuestra palabra de cuidar de vos y llevaros sana y salva en este viaje, que con el tiempo quizá consideréis beneficioso para foso Os brindaremos servicio y protección hasta entregaros en las manos del que dispuso vuestra captura.

—¡Protección! —Con una risa desdeñosa, Elise hizo rebotar el extremo del garrote contra el suelo.— ¡Oh, santos del cielo! ¡Si soy objeto de esta protección por mucho tiempo más, bien puedo sucumbir a ella!. ¡Sí, preferiría tener una manada de lobos pisándome los talones antes que ser objeto de vuestros cuidados! ¿Protección? ¿Servicio? ¡Bah!

Su mirada desafiante los instaba a repetir su voto, pero el capitán insistió, terco.

—Lo que se haya hecho, vrouwelin, no fue llevado a cabo con malas intenciones. Os lo repito: estamos a vuestro servicio. ¿Necesitáis algo que podamos brindaros?

—¡Claro que sí, capitán! Lo que más necesito es salir de aquí y regresar a mi casa.

—Desgraciadamente, vrouwelin —a la voz grave del capitán volvió el humor—, ése es un servicio que no podemos prestaros, al menos por el momento.

—En ese caso, mi más acuciante necesidad es que todos vosotros desaparezcáis de mi vista.

Von Reijn asintió a esos deseos e hizo un ademán de cabeza a sus compañeros, que de buen grado le acompañaron afuera. El capitán se detuvo un momento ante la puerta, sacando de su bolsillo una gran llave de bronce.

—Mientras la tierra no se pierda de vista, permaneceréis aquí. —Agitó la llave ante la mirada de la muchacha.— Por supuesto, la puerta permanecerá cerrada hasta entonces. y a menos que os guste la idea de perderos en el Mar del Norte, conmigo y con mi tripulación, os insto a no tocar nada. Puesto que mi camarote es el único adecuado para alojar a una dama, debo suplicar vuestra indulgencia si de vez en cuando entro a buscar mis cartas y mis instrumentos. Pero tened la seguridad, vrouwelin, de que respetaré vuestra intimidad tanto como me sea posible.

—Creeré en eso sólo cuando se me dé un cerrojo con el cual vedar la puerta a vuestras inoportunas intromisiones, capitán —replicó Elise con ruda desconfianza.

—Anunciaré mi presencia con un fuerte golpe, vrouwelin — estableció él—. Es lo más que puedo hacer.

—¡Qué amable sois, capitán! —El tono exageradamente dulce y burlón desmentía el cumplido.

Nicholas pasó por alto el sarcasmo Y se llevó la mano a la frente en un tranquilo gesto de despedida.

—Debo despedirme de vos para atender a mis funciones, vrouwelin. Cuando Inglaterra haya quedado atrás se os permitirá subir a cubierta. Guten Abend, vrouwelin