8

LA puerta se abrió con una ráfaga poderosa. Entre un remolino de nieve entró una silueta alta, envuelta en un capote, como si lo arrastrara la fuerza del vendaval. Los copos llenaron el vestíbulo antes de que la puerta volviera a cerrarse contra la violencia de la noche invernal.

El hombre se quitó la capucha, de cara al hogar, donde Spence y Fitch habían quedado boquiabiertos por la sorpresa.

Llevaba bien corto el pelo denso, lleno de vetas pálidas y la barba que antes adornara su mejilla huesuda había desaparecido. Por un momento los sirvientes parecieron paralizados. Luego, al reconocerlo, se levantaron de un salto, tumbando casi la mesa de caballetes donde habían servido la cena y corrieron a darle la bienvenida.

—¡Lord Seymour! Apenas os reconocimos, sin la barba.

—Fitch se atragantó con el bocado de conejo chamuscado que había estado mascando. Hizo una mueca y tragó la masa, para continuar con más claridad.— ¡Qué alivio ver otra vez al señor! —Se dijo que os habíais perdido en el mar.

Sintiendo el peso ominoso de la mirada del marqués, desvió tímidamente la cara para disimular el cardenal rojo que tenía en la mejilla.

Una ceja bronceada se elevó en áspera curiosidad al ver que Spence lucía un gran chichón en la frente y un ojo ennegrecido.

—¿Qué es esto? —preguntó Maxim, quitándose el capote empapado para entregárselo—. Parecéis haber sido atacados por una banda de criminales. ¿Habéis estado riñendo otra vez por alguna tontería? ¿O acaso cometisteis la tontería de defender esta ruina de torreón hasta que yo llegara? A fe mía, habríais hecho mejor en dejar que os lo quitaran. Resulta un refugio lamentable. ¿Por qué estáis aquí y no en la casa solariega que alquilé?

Fitch se retorció las manos, explicando

—Fuimos a pedir las llaves a Hans Rubert, señor, como vos dijisteis, pero el agente había oído decir que os habíais hundido y dio la casa a su hermana viuda.

—¿y la bolsa que le di para que me reservara la casa? —La voz de Maxim se había vuelto áspera de irritación.— Dónde está ese dinero?

Incapaz de enfrentarse a los duros ojos verdes, Fitch retrocedió.

—No me dio un céntimo, milord. Dijo que el castillo era nuestro por tanto tiempo como quisiéramos.

—¡Por todos los demonios! —tronó Maxim. Y se adelantó, haciendo que los hombres tropezaran al retroceder, nerviosos.

—¡No había nada que hacer, milord! —intervino Spence, para calmar el creciente enojo de Su Señoría—. Este no es sitio digno de una dama, por cierto, pero mientras el capitán Von Reijn no nos dio dinero tuvimos muy poco con qué pagar el alquiler de un sitio mejor.

—Ya me ocuparé de Hans Rubert —prometió Maxim—. Es una suerte que el capitán Von Reijn me haya esperado en el puerto para darme información. De lo contrario no habría podido hallaros. El capitán no me ofreció explicaciones; sólo dijo que había surgido un problema. ¿Eso es todo? —Una arruga de preocupación le surco1a cara.— ¿y la señora? ¿Está bien?

—Sí, milord. —Fitch desvió la vista hacia su compañero, como si le costara tocar el tema.— Podemos aseguraros que está sana, salva y animosa.

—Sí, así es —concordó Spence, de inmediato—. La joven señora es como un rayo de sol.

—¿y qué os ha pasado en la cara, que ambos tenéis chichones?

Los dos se apresuraron a desviar la atención; uno se dedicó a cepillar el capote; el otro alargó una mano invitante hacia el hogar.

—Venid a calentaros ante el fuego, señor —dijo Fitch—. Tenemos vituallas, aunque no puedo asegurar que sean de vuestro agrado.

Avanzó hasta una silla grande y de alto respaldo, que instaló en la cabecera de la mesa, para que el marqués pudiera sentarse junto al hogar caliente

Maxim, suspicaz, observó a sus hombres con atención, preguntándose qué trataban de ocultarle. Se los veía nerviosos como niños sorprendidos en una travesura.

—¿y bien? —ladró—. ¿Qué tenéis en la lengua? Quiero saber qué ha pasado aquí.

Los dos dieron Un brinco de alarma. El inquieto Fitch fue el primero en ceder.

—Es la señora, milord. Nos dio una zurra porque la encerramos en su cuarto y no la dejamos salir.

Maxim soltó una carcajada ante la mera idea.

—¡Vamos! ¡He oído leyendas mejores!

La posibilidad de semejante arranque en la suave y mansa belleza que él conocía no tenía cabida en su mente. Sin embargo, sus hombres parecían hablarle con mucha sinceridad.

—De veras, milord. Como trató de escapársenos en Hamburgo, al regresar la encerramos en su alcoba para impedir que huyera —explicó Fitch—. Caray... por el modo en que se puso, temimos que estuviera endemoniada.

—¡Qué furia, señor! —intervino Spence—. Nos llenó de maldiciones, nos arrojó todo lo que le vino a la mano. Cuando Fitch quiso llevarle vituallas, ella le arrojó un leño a la cabeza y trató de escurrirse por la puerta. y yo, señor. Me pegó en el ojo cuando la atrapé y me cerró la puerta en la cara cuando la llevé de nuevo a su cuarto. Es obvio que no quiere estar encerrada.

—¿y la señora? ¿No sufrió ningún daño? —preguntó Maxim, afligido y deseoso de saber la verdad.

—No, milord —Spence se apresuró a negar la posibilidad.— Está un poco enojada Con nosotros, pero nada más.

Maxim estaba muy dispuesto a descartar esas exageraciones, pero en rigor a la justicia no podía hacerlo mientras no hubiera investigado el asunto. Esa historia de violencia no se ajustaba a la imagen de frágil belleza que él conocía tan bien.

—Yo mismo me encargaré de ella.

Cruzó el salón y subió las escaleras, saltando los peldaños de dos en dos, impaciente por saciar su curiosidad. En el piso intermedio caminó a largos pasos por el pasillo y se detuvo ante la gruesa puerta de roble. Una leve arruga le cruzó la frente al reparar en el fuerte cerrojo que había sido adosado a la cara exterior, para impedir que se abriera desde adentro.

Una vez más, esas restricciones le parecieron totalmente innecesarias para la delicada doncella de cabellos castaños, tan serena y agradable. ¿Acaso él habría pasado algo por alto en sus observaciones? Desde luego, su confusión no tendría alivio mientras no interrogara a la damisela. Tocó con suavidad a la puerta.

—¿Estáis visible, milady? Me gustaría cambiar una palabra con vos.

Sólo el silencio respondió a su súplica. Después de varios intentos de obtener respuesta,

Maxim descorrió el cerrojo y abrió. La alcoba parecía desierta.

—¿Arabella? —preguntó mirando a su alrededor—. ¿Dónde estáis?

Elise se había apretado contra el muro, detrás de la puerta, lista para lanzar un ataque contra el tonto mortal que se atreviera a entrar. Quedó petrificada ante la voz cálida y vibrante, que despertaba recuerdos de una escalera penumbrosa en Bradbury Hall.

Se apartó de su escondite con un banquillo en la mano, con el que había pensado desmayar a su visitante. Aunque el hombre vestía ahora como un poderoso caballero y su barba ya no existía, no había modo de confundir a ese apuesto rufián.

—¿Qué diantre...? —Una profunda arruga surcó la frente del marqués al ver a la muchacha.— ¿Qué estáis haciendo aquí?

—¡Erais vos! —Los ojos de zafiro lanzaban chispas de indignación.— ¡Fuisteis vos quien me hizo secuestrar ¡y yo que pensaba...! ¡Ahhh!

Un momento después, el banquillo se movió con todo el ímpetu de una furia indignada. Maxim retrocedió bruscamente para esquivar aquella torpe arma. Mientras miraba con asombro a la muchacha, el pequeño mueble volvió a alzarse con el mismo propósito. La necesidad de desarmar a la doncella parecía de vital importancia para su buena salud, de modo que Maxim alargó una mano y se lo arrebató con facilidad.

—¿Dónde está Arabella? —preguntó, áspero.

Sus ojos barrieron velozmente todos los rincones, pero la que buscaba no estaba a la vista.

—¡Conque Arabella! —bramó Elise, furiosa. Ese hombre había hecho que sus hombres secuestraran a Arabella, pero era ella quien había caído en su lugar. Sus labios se curvaron de desprecio—.

—Sin duda, Arabella está donde debe estar toda buena esposa: junto a su marido... y seguramente en Inglaterra.

—¡En Inglaterra! —La puerta del entendimiento se abrió bruscamente para Maxim, encendiendo los fuegos de su ira.

Recordaba demasiado bien a esa zorra. Cuando él corría junto a Arabella para aliviar con una explicación el impacto de su secuestro, el encuentro con esa muchacha y el haber sido reconocido por ella requirieron un cambio de planes. Y allí estaba, remplazando a su prometida. Ella debía de ser responsable, ya fuera por voluntad o por desgracia.-

—¿Qué hacéis vos aquí?

Elise se encogió descaradamente de hombros, señalando la puerta.

—Preguntad a vuestros hombres. Ellos me trajeron.

—Tenían instrucciones de traer a Arabella —informó bruscamente—. ¿Por qué estáis vos y no ella?

—¡Pedazo de bufón idiota! —estalló la muchacha—. ¿No me escucháis? Si queréis la respuesta a vuestra pregunta, formulada vuestros secuaces! Ese par de imbéciles me esperaban en las habitaciones de Arabella. Sin saber cómo, me encontré fuera de la casa.

—¡Los voy a ahorcar con mis propias manos! —tronó Maxim!

Giró sobre un talón y salió como una tormenta, dejando la puerta de par en par. Su voz bramó por las escaleras, que bajaban saltando los peldaños de a tres:

—¡Fitch! ¡Spence! ¡Maldición! ¿Dónde estáis?

Los dos habían abandonado el salón y estaban a cierta distancia de la puerta principal. El grito los detuvo, haciéndoles regresar, y ambos entraron al mismo tiempo, quedando atascados allí. Entre una cacofonía de maldiciones, lograron liberarse y corrieron hacia el marqués, que se había detenido en el medio del salón, con los puños clavados en la cintura. Fijó en ellos una mirada ominosa y sombría, que acabó con cualquier intento de sonrisa. Su voz era como un trueno lejano:

—¿Sabéis lo que habéis hecho?

Los sirvientes retrocedieron ante esas palabras y se miraron, confundidos. El suave Susurro de unos pasos los llevó a levantar una mirada afligida hacia la muchacha, que descendía lentamente. La sonrisa que le curvaba los labios expresaba un sublime placer, como si imaginara ya el resultado de ese enfrentamiento. ¿Qué veneno habrían agitado en el corazón de la doncella para que pudiera disfrutar con la desgracia de sus compañeros?

Ambos miraron a Su Señoría y a la muchacha. Era obvio que no existía allí la felicidad de dos enamorados al reunirse. El marqués estaba realmente furioso, sin lugar a dudas; sus verdes ojos ardían de ira y los músculos de sus flacas mejillas se retorcían de tensión. Ellos lo conocían desde hacía años; no ignoraban que ese pequeño movimiento era mal presagio para todos los involucrados

Maxim echó una mirada a la joven por encima del hombro, con una pregunta apenas dominada:

—¿Tendríais la bondad, señora, de decirnos quién sois?

Elise continuó con su tranquilo descenso, exhibiendo toda la dignidad de una reina altanera.

—Soy Elise Madselin Radbome. —Su voz, aunque suave, cobraba la resonancia de aquel salón lleno de ecos.— Única descendiente de sir Ramsey Radbome, única sobrina de Edward Stamford y primos de su hija Arabella.

Los sirvientes quedaron boquiabiertos. La miraban como si no pudiera creer en ese anuncio. Giraron hacia el marqués en triste súplica, comprendiendo al fin el motivo de su cólera. El miraba a la muchacha, como si también lo sorprendiera la revelación, pero sus emociones no se habían aplacado cuando volvió a enfrentar a sus hombres, con un susurro gruñente:

—¿Comprendéis ahora lo que habéis hecho?

—Por favor, milord —rogó Fitch—. ¡No lo sabíamos!

—¡Debisteis aseguraros! ¿Acaso no os describí su aspecto...?

—Sí, Y estábamos seguros de que era ésta.

—¡Pelo castaño, dije!

Fitch levantó una mano como para poner bajo la observación de Su Señoría los largos mechones que caían sobre los hombros de la muchacha.

—¿Y eso no es castaño, señor?

—¿Estás ciego, hombre? —rugió Maxim—. ¿No ves que son rojos?

Fitch vacilante, volvió a poner a prueba la paciencia del señor.

—¿Castaño rojizo?

—¡Y tiene los ojos azules, no grises!

El sirviente no volvió a intentar argumentos. Se acercó a su compañero en desgracia, dejando que él contestara.

—Era fácil equivocarse, milord —justificó éste—. Los aposentos en que entramos estaban a oscuras. Aunque esperamos, ésta fue la única dama que entró. No había otra señor

—¡Se os dijo que secuestrarais a Arabella! —bramó Maxim.

Esta vez sobresaltó a la muchacha tanto como a los hombres. Señaló con un ademán a Elise, que permanecía petrificada en el último peldaño. De pronto ella comprendió por qué los dos sirvientes tenían tanto miedo de irritar a Su Señoría. Con su mera presencia se imponía en un salón. Su ira creciente reclamaba una atención indivisa.

—¡Y en cambio me habéis cargado con esta niña medio loca! —continuó, rudo—. ¡Que me es completamente inútil! Edward Stamford aprecia demasiado sus riquezas como para preocuparse por la desapar ...

Elise, impertinente como de costumbre, se atrevió a interrumpir su regañina:

—Podéis enviarme de regreso.

Maxim la miró, atónito ante la sugerencia. Luego su cara volvió a cubrirse de un oscuro enojo.

—Creedme, señora: si fuera posible lo haría, pero temo que, por el momento, devolveros a vuestro hogar está fuera de toda consideración.

—Si acaso teméis que yo revele vuestro paradero o que os responsabilice de mi secuestro, prometo guardar silencio. Soy de fiar.

—He sido acusado de asesinato y de traición a la Corona, señora Radborne. —Su voz había tomado un tono de sarcasmo.— Dudo mucho que pudierais desprestigiarme más de lo que estoy. Pensad, además, que Isabel no tiene aquí autoridad alguna. Por lo tanto, estoy a salvo del verdugo.

—Aquí no me necesitáis —lo instó ella—. Vos mismo acabáis de decirlo. Dejadme ir, por favor.

—Aun así os quedaréis aquí, señora.

Elise descargó una patada de frustración.

—¡Tenéis que dejarme ir! ¡Debo ir en busca de mi padre! Puede estar herido en alguna parte... lo peor aún! Y yo soy la única que se interesa en buscarlo. Me necesita. ¿No comprendéis?

—Sé muy bien que sir Ramse y Radborne ha sido apresado —comentó Maxim—. Si en verdad sois su hija, debo transmitiros lo que se rumorea: que fue puesto a bordo de un barco que, más adelante zarpó de Inglaterra. Si eso es verdad, será inútil que volváis para buscarlo.

Elise lo miró, horrorizada.

—¿Adónde pueden haberlo llevado? ¿y para qué?

—A cualquier lugar del mundo, respondió Maxim, lacónico.

—¡No me quedaré aquí! —estalló Elise, al borde de las lágrimas. ¿Qué esperanza podía tener de hallar a su padre, si ahora debía buscar lo en el mundo entero?

—Por el momento no tenéis más alternativa que aceptar mi hospitalidad —dijo Maxim, apartándose con un pequeño gesto—. Y mis disculpas.

Ella corrió a través de la habitación para tirarle del brazo hasta que el condescendió a mirarla. Lo hizo con sardónica diversión, provocando en Elise el fuerte deseo de rasgar con las uñas esas atractivas facciones.

—Vuestras confundidas cohortes me arrebataron de la casa de mi tío —bramó ella—. Me encerraron en un baúl y me trajeron a estas ruinas decadentes. Ahora vos me pedís perdón con voz de gatito. Muy bien, señor asesino, ¡vuestra mansa disculpa no es suficiente para todo lo que se me ha hecho sufrir!

El arqueó una ceja interrogante:

—¿y qué compensaciones pedís, señora?

—No descansaré mientras no aparezca mi padre. ¿No comprendéis? Al menos en Inglaterra tendría alguna posibilidad de hallar a alguien que pudiera decirme dónde lo llevaron. Debéis devolverme a mi tierra cuanto antes.

El se encogió de hombros, despreocupado.

—Imposible.

Elise rechinó los dientes ante esa seca respuesta y se irguió en puntas de pie para lanzarle las amenazas en la cara. Sus ojos despedían chispas al oír la burlona respuesta.

—¡Os advierto que tengáis cuidado, señor! Mientras yo esté aquí no tendréis un momento de paz en este estercolero. Os haré la vida tan miserable que lamentaréis el día en que se os ocurrió secuestrar Arabella. Quizá mi prima hubiera estado dispuesta a brindaros amor y compañerismo, pero de mí no recibiréis sino odio y desprecio. Despertaréis con el grito del hada de la muerte y cuando llegue la oscuridad ansiaréis el reposo imposible.

Maxim respondió con una sofocada risa de duda.

—Vamos, doncella, sois demasiado frágil para que vuestras amenazas tengan peso alguno. —Vio que la cara arrimada a la suya se ponía lívida de ira y apoyó una suave mano consoladora en el hombro de la muchacha.— Calmad vuestro enojo y pensad mejor en lo que decís. He derrotado a hombres que os doblaban en tamaño en el campo de batalla. Sería tonto que yo me defendiera de un enemigo tan tierno.

—Aun así, señor —susurró Elise, ponzoñosa, apartándole la mano—, os atormentaré hasta que me vea libre.

Comprendiendo que las amenazas iban muy en serio, Maxim tuvo que maravillarse ante la tenacidad de la joven. Nunca había conocido a otra tan llena de ánimo y combatividad.

—Sed razonable —pidió, riendo por lo bajo—. Si me fastidiáis demasiado, os haré encerrar otra vez y ninguno de nosotros...

—¡Tendréis que pasar por sobre mi cadáver! —Elise levantó una mano y la hizo volar hacia el rostro sonriente. La encontró sujeta antes de que pudiera dar en el blanco, como por una morsa.

—Ya veis lo tontas que son vuestras amenazas —le amonesto él, casi con suavidad. Contra todos sus forcejeos, le giró la mano para analizar los finos huesos de la muñeca—. A decir verdad, debo reconocer que sois... bastante fuerte... para ser doncella.

Poco dispuesta a soportar ese trato, Elise volvió a levantar la mano pero él esquivó su golpe y, ciñéndole las caderas con un brazo, la levantó contra él. La muchacha ahogó un grito de cólera y se aferró de sus hombros, horrorizada de tanta familiaridad. El triste vestido de lana no protegía mayormente su pudor, permitiéndole sentir contra las nalgas la audaz posición de su mano. La carne cálida quemaba a través de la tela, encendiéndole las mejillas.

—¿Qué decís, doncella? —Maxim echó la cabeza atrás para mirarla. Por un momento sus ojos se posaron en el pecho agitado. Luego sonrió hacia los ojos de zafiro.— ¿Quién será el zorro y quién la liebre? Podría devoraros como a un bocado. Y delicioso, además, en mi opinión.

Elise no emitió protestas femeninas, pero suavizó deliberadamente su actitud. Si no podía dominar al rufián con su poder, utilizaría la astucia femenina. Se acercó a él con una sonrisa tímida, fingiendo una calidez que habría desarmado a cualquier hombre. Pero en Maxim tuvo un efecto devastador. Había respetado sus votos de compromiso matrimonial, después de lo cual pasó varias semanas recuperándose de sus heridas. Aquel cuerpo esbelto, magramente vestido, se deslizó contra él aflojando sus represiones. Los pechos blandos le rozaron la cara, dejándolo casi sin aliento, despertando sus sentidos por mucho tiempo privados de goce. La actitud tierna de la muchacha lo sorprendió con la guardia baja. Entonces ella aprovechó para apresarle el lóbulo de la oreja entre los dientes y, como una arpía rencorosa, aplicarle un buen tirón.

El súbito grito de Maxim coincidió con su liberación. Elise se apartó de un brinco, veloz como una liebre asustada, y fue a ponerse tras la mesa, desde donde fulminó con la mirada al marqués, que se llevaba la mano a la oreja ensangrentada. El ataque había tenido el efecto de un cántaro de agua helada, pero sin calmar su genio.

—Atrápame si puedes, zorro —provocó ella, riendo. Pero fingió una expresión compasiva— Pobre cachorrillo, ¿te hice mucho daño?

Irritado por la travesura de la muchacha y decidido a darle una lección que no le fuera fácil olvidar, Maxim se acercó a ella como a una presa indómita. Elise lo miraba con desconfianza.

Aguardó hasta quedar al alcance de su mano; entonces giró en redondo, esquivándolo con una agilidad que lo tomó por sorpresa. Mientras se apartaba, tomó una cacerola de mango largo que pendía sobre el hogar y la descargó con toda su fuerza. El logró evitar el golpe, pero no contó con que la muchacha soltara el utensilio. La cacerola, al descender, le pegó con fuerza en la cabeza.

—¡Basta, bruja! —el aullido dio ímpetus a la joven, que huyó hacia la escalera, consciente del peligro que corría.

—¡Milord! ¡No le hagáis nada! —suplicó Spence, retorciéndose las manos hasta convertir las en un borrón.

Maxim, completamente enfurecido, corrió tras la muchacha sin prestar atención a su sirviente. Los dos criados iniciaron una apresurada persecución, sin saber de qué modo lo detendrían si se ponía violento. Nunca se habían enfrentado a un dilema semejante, pues Su Señoría era generalmente muy cortés con las señoras. Sin embargo, ambos habían probado la furia de la doncella y comprendían bien hasta qué punto podía enfurecer a un hombre. En verdad, era un verdadero desafío para cualquiera, fuese caballero o plebeyo.

Elise pasó junto a un candelabro instalado junto a la balaustrada y lo arrojó hacia atrás, con una fuerza nacida de la desesperación. Cayó al suelo delante de Maxim, golpeándole la espinilla y haciéndolo caer despatarrado en los peldaños inferiores. Muy perturbado, el marqués se levantó a tiempo de ver las faldas de la muchacha, que se perdían de vista en el piso intermedio. Una puerta se cerró bruscamente allá arriba, y el ruido de la tranca al caer por dentro reverberó en todo el torreón.

—¿Estáis herido, milord? —preguntó Spence, ansioso, tratando de levantar al marqués a fuerza de tirar de su brazo. Era un gran alivio que no hubiera sido necesario detenerlo.

—¡Apártate! —bramó Maxim, rechazando las manos de su sirviente, y echó una mirada fulminante hacia el piso siguiente; le irritaba que la muchacha pudiera impedir cualquier confrontación con el solo recurso de encerrarse. En verdad, no era tan indefensa como él había supuesto. No era liebre, no, sino una verdadera zorra.

Se tironeó de la oreja sangrante, dirigiendo el ceño fruncido contra los dos que lo observaban.

—¡Bueno! ¿Cómo vais a disculparos?

—¿Qué podemos decir, milord? —replicó Fitch, nervioso, acariciándose el voluminoso vientre—. Cometimos un terrible error, sí, y si nos cortáis las manos lo habremos merecido.

—¿y tú, Spence? —El marqués arqueó una ceja.

El hombre frotó el suelo con la punta del zapato, pensando que apenas una semana antes había estado cubierto de tierra. A no ser por la muchacha, así habría permanecido.

—Siento un gran peso en el corazón por esa doncella, milord, sobre todo porque lo hemos arruinado todo. Si me dierais permiso, de buen grado me encargaría de llevarla sana y salva a casa de su tío.

Maxim lo estudió por largo instante, reconociendo la sincera súplica y el deseo de corregir un error.

—Hay una dificultad que me impide devolverla.

—¿Cuál señor?

—Su padre fue secuestrado; estoy seguro de que ella correría grave peligro si la lleváramos a Inglaterra antes de que él estuviera en libertad. No tiene a nadie que le ofrezca protección, descontando a Edward, y sé que él es un viejo codicioso.

—En ese caso, milord, tendremos que retenerla por su propio bien.

—Exactamente.

—¿No diréis a la muchacha que está en peligro?

—¿Me creería?

—No, mi señor, pero os odiará por retenerla aquí.

Maxim se encogió de hombros.

—He soportado el odio de enemigos más feroces.

Fitch lo miró de soslayo, dubitativo:

—¡Hum! Ya veréis cuando la conozcáis mejor. Quizá cambiéis de idea, señor. Yo aseguro que nunca conocí muchacha tan sanguinaria.

—En eso tienes razón, Fitch.

—Pero, ¿y vuestra prometida, milord? —insistió Spence.

Tras cavilar con solemnidad por un segundo, Maxim emitió un suspiro de resignación.

—Al parecer la he perdido. No puedo volver a Inglaterra para buscarla. En ese aspecto, Edward me ha vencido. Retiene a su hija, se queda con mis propiedades y cuenta con la fortuna de Reland para añadir a sus arcas. Pasarán muchos meses antes de que yo pueda retornar para enfrentarme a él.

—Sí, milord, a veces los planes fracasan. —Spence suspiró, solidario.— Pero a veces, a fin de cuentas, es como si una mano más sabia hubiera manejado las riendas. Si Fitch y yo, con nuestra torpeza, hemos impedido que la niña corriera un peligro mayor, estoy orgulloso por ella, pero lo lamento por vos.

Maxim guardó silencio. No podía discutir con tanta sabiduría, pero la lógica de su criado no le calmaba el dolor del corazón. Poco a poco fue subiendo las escaleras, haciendo chirriar la suela de las botas contra la piedra.

—Traed comida y cerveza a mis habitaciones. Y un cuenco con agua. Después dejadme en paz hasta la mañana. Necesito buen descanso en un colchón nuevo...

—Ah, perdonad, Señoría —pronunció Fitch, nuevamente aprensivo.

Maxim se detuvo en la escalera, vuelto a medias hacia el sirviente. Presentía que le esperaba un nuevo disgusto.

—Eh... hemos... tenido que limpiar de inmediato el torreón, señor. Fregamos los suelos del salón y las escaleras, y dedicamos bastante tiempo a arreglar la alcoba de la señora.

—Prosigue —le alentó Maxim, preguntándose hacia dónde se encaminaban esos rodeos.

—Bueno, Señoría, estábamos tan ocupados —Fitch se acarició la panza, nervioso— que no tuvimos tiempo de limpiar vuestros aposentos.

Maxim lo miró con cierta irritación. De cualquier modo, le bastaría un colchón limpio donde tender su cansado esqueleto.

—Eso puede esperar hasta mañana. Sólo quiero dormir.

—Eh... sí, milord, pero... —continuó Fitch inquieto.

En las mejillas de Maxim empezaron a contraerse los músculos. Había algo grave que el sirviente no le decía.

—¿Qué pasa, Fitch?

—Eh... bueno, milord verá...

—¡Dilo de una vez! ¿Qué pasa?

—¡El techo! —barbotó Fitch—. Todavía no lo hemos arreglado.

—¿y qué le pasa al techo? —ladró Maxim, cada vez más furioso.

—Tiene un agujero del tamaño de una cacerola, Vuestra señoría. No creo que podáis dormir muy cómodo allí. ¿No preferiríais descansar aquí, junto al fuego, donde estaréis abrigado?

Maxim clavó los fríos ojos verdes en el hombre. Su semblante no era más cálido que su voz.

—¿Cuánto tardaréis en arreglar el techo y hacer mis aposentos habitables?

—Oh, sólo una buena jornada de trabajo para componer las persianas y la puerta. Lo que pasa es que no cierran, milord. Y uno o dos días más, quizá tres, para remendar el techo. Eso, sin tener en cuenta la limpieza.

Maxim retrocedió lentamente.

—Comeré junto al fuego. Pero antes de retirarme espero que esas habitaciones estén en condiciones de albergarme por una noche, aunque sea preciso colgar cueros para proteger la cama de la nieve y el frío. Si fracasáis, pasaréis el invierno con Eddy, en los establos. ¿Me he explicado con claridad?

—Por cierto, milord.

Fitch ya estaba haciendo trabajar la mente a toda velocidad; no había un momento que perder.

—Os serviré una bandeja de carnes antes de poner manos a la obra.

—No te molestes. Yo mismo puedo servirme. Demasiado poco es el tiempo de que dispones.

—Sí, milord —reconoció el criado, muy de acuerdo.

Spence ya corría en busca de una escoba y un cántaro. No tenía deseo alguno de pasar el invierno con Eddy. En verdad allí había un cuarto con hogar y chimenea, pero difícilmente Su Señoría les permitiera utilizar esas comodidades si fracasaban en la misión. No sabía cómo sería ese frígido clima septentrional en los meses venideros, pero estaba habituado al calor de una estufa bien alimentada y de un jergón bien relleno con que suavizar el sueño de la noche.