16

ESPONJOSA, la nieve caía en un vuelo suave hasta anidar en las ramas de los árboles y cubrir colinas y valles bajo un manto blanco. Junto a un arroyo medio congelado, una gacela levantó el hocico chorreante y olfateó con las fosas dilatadas. Sus largas orejas detectaron un tintineo distante, que invadía el silencio del amanecer. Las campanillas resonaban con claridad argentina en el bosque, anunciando la rápida llegada de una presencia extraña. El animal huyó serpenteando entre los árboles ante esa invasión de sus dominios.

Pronto apareció en el claro un tiro de cuatro enormes caballos, que arrastraban tras de sí un vehículo parecido a una larga caja de madera. Otros tres corceles iban amarrados a la parte trasera de ese ornamentado trineo, y el paso alto y audaz de Eddy seguía con facilidad el ritmo del tiro. Los capotes azules y rojos de los seis jinetes que oficiaban de escolta eran pinceladas de color entre los tonos invernales del bosque. Ese atuendo respondía a las inclinaciones ostentosas del capitán Von Reijn.

En verdad, a Nicholas le encantaba impresionar a la doncella y había prestado mucha atención a los detalles. El lujoso vehículo encargado por él llevaría a los viajeros con gran estilo; copiaba aproximadamente cierto coche introducido en Inglaterra por el conde de Arundel, varios años antes; durante el verano se le podían adosar enormes ruedas; en invierno, patines asegurados con correas de hierro, que le permitían deslizarse por la nieve o por el hielo.

El interior era aun más impresionante. Tenía persianas de intrincadas tallas, que se podían abrir bien para gozar de las brisas embriagadoras o cerrar como protección contra las ráfagas heladas. Para disminuir el frío en los flancos de madera, por dentro tenía cortinas de terciopelo. Numerosas almohadas y mantas de pieles cubrían los acolchados asientos, garantizando un viaje cómodo. En el suelo, entre los asientos, había calientapiés instalados entre soportes, donde los pasajeros pudieran compartir su calor.

Siempre atento a la comida, Nicholas tenía una pequeña mesa plegable, que se podía poner entre los asientos en caso de necesidad. Para placer de todos, traía consigo una amplia variedad de vino; Herr. Dietrich había llenado varios cestos con alimentos dulces y salados.

Sin duda alguna, Nicholas sería siempre insuperable en cuanto a buenas comidas, complejas comodidades y ricos atuendos. La misma Elise se veía deslucida, aunque se había sentido casi extravagante por sus dos baúles, al ver que Maxim cargaba sólo uno, bastante austero. Sin embargo, los cuatro enormes arcones del capitán, reconocible por las iniciales grabadas en un campo de filigranas, la tranquilizaban mucho.

Desde el comienzo del viaje, Nicholas se hizo cargo del papel de anfitrión y distribuyó los asientos en su beneficio: puso a Elise a su lado y señaló el asiento opuesto a Maxim. El capitán disfrutaba de su presunto cortejo; informó a la joven sobre la historia de la Liga Anseática, comenzando con sus orígenes: un grupo de mercaderes alemanes se había unido con el propósito de protegerse contra los bucaneros y otros bandidos. Continuó a lo largo de trescientos años, relatando vívidamente el poderoso reinado de los miembros, como reyes mercantes en puertos extranjeros y en alta mar. Más pensativo, caviló en voz alta sobre el debilitamiento y la clausura de las fortalezas que detentaban en el Támesis, en Novgorod y entre los daneses. Quedó pensativo, como si tuviera dudas en cuanto al futuro.

—A veces, vrouwelin, me pregunto si la brisa no trae un levísimo hedor de fatalidad. Tal vez somos demasiado orgullosos para percibirlo.

Elise, al percibir su creciente depresión, se movió en el asiento para apoyar los pies en el calentador. Inclinada hacia adelante, le buscó la mirada y lo sacó de sus cavilaciones.

—Decidme, Nicholas, ¿suelen los de la liga tomar prisioneros para pedir rescate?

El capitán se reclinó en el asiento.

—A veces tomamos rehenes, sobre todo por ofensas cometidas contra nuestra Liga. —Suspicaz, levantó la mirada para estudiarla.— ¿Pensáis en algún caso especial?

—Desde luego —respondió ella, de inmediato—. Mi padre hizo varios viajes a las Stilliards antes de que se lo secuestrara; se habló mucho de la posibilidad de que hubiera sido secuestrado por miembros del ANSA. No puedo dejar de preguntarme si hay algo de verdad en eso.

—Normalmente comerciamos con mercancías, vrouwelin, no con hombres —replicó él.

Elise insistió:

—Se rumoreaba que mi padre cambió muchos de sus tesoros por el oro de la Liga. La perspectiva de conseguir un cofre lleno de oro, ¿no sería de interés para algunos de sus miembros?

—Siempre hay quienes buscan riquezas, sí, pero no he oído esos rumores ni sé de alguien que los conozca. Lamento no poder ayudaros, vrouwelin. Si de algún modo pudiera devolveros a vuestro padre, sin duda ganaría vuestro amor para siempre y ése es un premio que ansío mucho.

—¿Quién podría saberlo? —le acicateó ella, sin permitirle cambiar de conversación—. ¿A quién podría yo preguntar?

El capitán señaló a Maxim con la mano, descartando la pregunta con una sonrisa caprichosa.

—Quizá mi amigo pueda asistiros en ese aspecto. Tiene sus espías.

Maxim se apresuró a levantar la mirada, con expresión escéptica.

—No comprendo tu sentido del humor, Nicholas de qué espías habláis?

—Pues... de Spence y Fitch, por supuesto —respondió Nicholas, jovial—. Dos de los más hábiles, a no dudarlo. Los mandasteis espiar a Arabella y volvieron con esta joya. Si en el futuro estuvieran dispuestos a desempeñar esos servicios para mí, os instaría a encomendarles tareas similares. Encárgales hallar al padre de Elise. Sabe Dios con quién volverán.

—No me atrevo a confiar de nuevo en ellos. —Maxim acomodó los hombros en el rincón del asiento, estudiando cálidamente a su pupila.— Aún no he podido ordenar mi vida después de la primera aventura. No estoy seguro de poder entenderme con otra sorpresa de la misma magnitud.

Elise curvó tentadoramente las comisuras de la boca..

—Me parece oír los lamentos de un cobarde, milord.

Los ojos verdes, desafiantes, se fijaron en ella.

—¿y no tengo derecho a pronunciarlos? Estuvisteis a punto de emascularme, señora.

Ella dejó escapar una risa de suave regaño y se acomodó entre los almohadones.

—Os fingís inocente, pero todos sabemos que os lo merecéis todo.

—Eso es discutible —protestó Maxim—. En verdad, estaba seguro de que mis hombres habían removido la tierra entera para hallar una torturadora tan eficaz. —Alzó una mano para señalar la belleza que irradiaba felicidad.— No es doncella ordinaria, ésta, sino muy digna de la cacería. Dudo que la misma Arabella pudiera haber creado distracciones tan estimulantes.

Elise agitó la cabeza con súbita perturbación y habló sin pensar:

—Arabella es demasiado tímida para un hombre co... —De inmediato captó la interpretación que Maxim podía dar a eso y tartamudeó, sin saber cómo terminar.— Es decir ... vos... eh...

Maxim no pasó por alto aquella vacilación y se lanzó sobre sus palabras, encantado.

—¿Un hombre como yo? ¿Es eso lo que ibais a decir?

Ella se dedicó a acomodarse la manta en el regazo, tratando de desviar la atención general de sus enrojecidas mejillas.

—Sólo me refería al hecho de que a veces... parecéis... muy audaz.

Maxim había sentido algunos reparos con respecto a ese viaje, sabiendo que se vería seriamente puesto a prueba cuando Nicholas insistiera con su cortejo, pero la conducta de Elise le daba alguna esperanza.

—¿y creéis que una doncella más atrevida es más adecuada para mí?

—¿Cómo podría yo decirlo, milord? —Ella se fingió estupefacta ante la pregunta.— Sólo os he tratado unos pocos meses. No basta, por cierto, para juzgar con certeza.

—Aun así. —El acentuó la frase, sin permitir le escapar al interrogatorio.— Os habéis formado una opinión y me interesa mucho conocer vuestro punto de vista. Es obvio que, a vuestro modo de ver, Arabella y yo no habríamos hecho buena pareja. Pero no me decís quién sería más adecuada para mí. —La estudió con atención.—: Una joven de temperamento similar al vuestro, ¿quizá?

Elise abrió la boca para desechar esa sugerencia, pero no logró pronunciar palabra. ¿Cómo negar lo que pensaba?

—Nein, nein —intervino Nicholas, acudiendo en su rescate, Lo intranquilizaba el giro de la conversación y la demora de la muchacha en responder. Llevaba muchos años presenciando las atenciones que mujeres de todo origen y condición dedicaban a Maxim. No sería extraño que la muchacha también fuera susceptible, y eso lo preocupaba. —Tú eres hombre de fuerte voluntad, Maxim. Una doncella dócil se ajustaría mejor a tus necesidades y obedecería tus órdenes. Sin duda alguna, Arabella habría sido más apta para ti.

—¿Y en cuanto a vos, capitán? —inquirió ella, irritada por esa afirmación. ¿Cómo podía pensar el marino que una mujer amo bivalente e indecisa, desprovista de fervores, se complementaría mejor que ella con el marqués?— ¿Qué tipo de mujer sería adecuado para vos, capitán? ¿Una de temperamento dulce y ojos melancólicos?

—La respuesta es obvia, Meine Liebchen —respondió Nicholas, dejando caer una mano sobre la de ella.

Maxim la miró arqueando las cejas, pero ella esquivó su mirada. Temía que su incomodidad fuera evidente. Lamentaba en lo más hondo haber alentado a Nicholas; si hasta entonces había utilizado sus atenciones para fastidiar a Maxim, ahora sólo quería ser su amiga. Pero vacilaba en aclarar la cuestión y no sabía cómo disuadirlo de su cortejo.

Maxim se arrinconó aún más, clavando una mirada pétrea en la ventanilla. Se había puesto decididamente de malhumor. Nicholas era amigo suyo desde hacía muchos años, pero esa rivalidad crecía a grandes pasos entre ellos, poniendo en peligro la camaradería. Quería que Elise calmara los ardores del capitán, tanto para romper la horrible reticencia a la que se sentía obligado como para desvanecer la víbora verde de los celos.

A mediodía, los viajeros se detuvieron para que los caballos descansaran y para reponer fuerzas con los víveres de la bien provista despensa. Se encendió una fogata en un claro, al resguardo del viento. Después de dar un breve paseo para estirar las piernas, los cocheros y los guardias se instalaron junto a las llamas para calmar el apetito, mientras el capitán y sus huéspedes disfrutaban de una comida más íntima en el coche.

Poco después de comer, Nicholas se disculpó y marchó a paso lento hacia los bosques, para despejar la cabeza obnubilada por el vino. En su ausencia, Maxim observó abiertamente a Elise, hasta que ella no pudo seguir disimulando:

—¿Qué pasa, milord? ¿Acaso me han brotado súbitamente verrugas?

—Hay algo que me preocupa mucho, señora —le informó él, sin rodeos—. y deseo que lo aclaremos.

Elise sintió acicateada su curiosidad. Aquellas fieras pupilas la miraban con una intensidad que revelaba lo profundo de su preocupación.

—Os doy licencia para hablar de lo que os afecta, milord. ¿He hecho algo que os ofende?

Maxim había estado mascullando frases mentalmente, pero se expresó con la audacia del enamorado impaciente, con más aspereza de la que deseaba:

—La única ofensa que debo soportar es vuestra demora en decir a Nicholas que no estáis enamorada de él.

Elise lo miró horrorizada.

—Milord: os expresáis audazmente sobre un asunto que hasta ahora parecía divertiros. ¿Cómo es posible que conozcáis mis emociones antes de que yo misma las exprese?

—Como ya os he explicado, señora, estoy muy bien dispuesto a tomar una esposa...

—¿Cualquiera sea, milord? —interrumpió ella.

Pero la dulzura de su voz sólo servía para acentuar su escepticismo. El ya había dicho que, tras la pérdida de Arabella, cualquier esposa le daba igual. Maxim pasó la pulla por alto.

—Querría saber si he hecho el tonto.

—¿Está en mi mano tranquilizaros al respecto?

—¡Sí, señora, sí! Decidme que no he imaginado lo que vuestros besos me dicen. Jugáis conmigo como la mujer que siente tentaciones propias, y cada vez está más cerca el momento en que romperé las amarras del autodominio para llevar os a mi lecho. Si no queréis que eso ocurra, sea con la bendición conyugal o sin ella, decídmelo ahora y no volveré a exigiros que habléis con Nicholas. Por Dios, señora, no me provoquéis como lo hacéis con él.

—¿Y Arabella, milord? —Elise se atrevió a recordarle su profesado amor.— ¿No os resta ningún afecto hacia ella?

Maxim se inclinó hacia adelante y habló con intensidad, apoyando los codos en las rodillas.

—No es sino un vago recuerdo. En verdad su rostro se ha tornado oscuro en mi mente. Ahora sólo veo el vuestro.

A Elise se le entibió el corazón. El regocijo la habría arrebatado a inmensas alturas, pero se mostró cautelosa. El no hablaba de amor, sino de deseo. Y eso no era suficiente. Ella quería su corazón, su mente y su pasión sólo para ella; no aceptaría compartirlos con otra.

—Esto podría ser sólo un capricho pasajero, milord —advirtió—. Lo que existe hoy podría desaparecer mañana.

—No soy un joven inexperto, señora —juró él, seco—. Sé lo que pienso.

—Pero, ¿sabéis también qué sentís? Estabais muy seguro de vuestro amor por Arabella y ahora aseguráis que está casi olvidada. ¿Podríais jurarme que yo os sería de mayor valer en los años venideros?

—No conocéis mis ideas, señora, lo que yo sentía por Arabella.

—¿Qué estáis diciendo? ¿Que no estabais enamorado de ella?

El respondió con renuencia a ese interrogatorio, pues sólo conseguiría quedar como un villano. Eligió sus palabras con cuidado.

—Detesto que se me quite por la fuerza lo que me pertenece. Cuando analizo mi furia contra Edward, comprendo que yo buscaba, sobre todo, la venganza.

Esa respuesta despertó la curiosidad de Elise.

—No es eso lo que me dijisteis antes. En verdad, yo estaba segura de que vuestro amor por Arabella era la causa de mi secuestro.

Maxim maldijo por lo bajo. Esa maldita discusión le estaba desgastando la paciencia. La deseaba y estaba frustrado por tanta desconfianza. Intentó razonar.

—Os ofrezco mi protección y mi apellido, señora, con el valor que tengan. ¿No sería lógico que nos casáramos? Después de todo, al haceros secuestrar he comprometido vuestro honor.

—Antes me odiabais, ¿os acordáis?

—¡Nunca! —exclamó Maxim.

Elise pasó por alto su semblante atónito y respondió con aire ofendido:

—Yo estaba segura de que sí.

Maxim respondió, exasperado:

—Para aceptar una unión que nos conviene a ambos, ¿necesitáis examinarme el corazón tan de cerca que me lo arranquéis del pecho? ¿Acaso no estamos los dos solos en este mundo? Yo no tengo familiares; vos, muy pocos en los que podáis confiar. No sabemos qué ha sido de vuestro padre. Siquiera para compartir el consuelo y la compañía, ¿no aceptaréis mi propuesta?

Elise luchó contra la lógica de sus palabras. Quería del matrimonio mucho más que una unión conveniente o sensata.

—¿Estáis seguro de lo que deseáis, Maxim? —preguntó, en voz baja—. Tal vez llegue a vuestra vida alguna a quien queráis más que a mí. —Ignorando su ligero resoplido, continuo:— y entonces querréis casaros con ella.

—Nunca he conocido a otra mujer, señora... —Maxim hizo una pausa en busca de efecto, mientras le clavaba una mirada intensa.—...que me exasperara tanto como vos.

Elise, que esperaba protestas de deseo, abrió varias veces la boca, sin hallar palabras con las que contestar. Por fin se reclino en el asiento con aire ofendido:

—Si os resulto tan fastidiosa, milord, ¿por qué os molestáis en proponerme matrimonio?

El torció la boca en una sonrisa torcida.

—Porque nunca he deseado tanto a una mujer.

Aplacada, ella guardo silencio por un largo instante, pensativa. Por fin respondió:

—Vuestra proposición me toma por sorpresa. —Hablaba con cuidado, no por su inseguridad, sino porque sentía la necesidad de andarse con cautela. Buen mozo como era, siempre se vería entre mujeres que lo desearan Y estuvieran dispuestas a cualquier cosa por él, aunque solo fuera para llevarlo a su lecho por una hora. ¿y cómo se las compondría ella para retenerlo en esas condiciones? ¡Oh, con qué gusto le habría dado una respuesta afirmativa, si hubiera tenido la seguridad de que él no se arrepentiría, tarde o temprano!— Antes de daros una respuesta debo saber con certeza qué dice mi corazón.

Los ojos verdes expresaron toda la desilusión de Maxim.

—Como gustéis, Elise, pero... os ruego... tened cuidado. Se me desbocan las emociones cuando veo que otro os corteja.

—Tendré cuidado, milord —prometió ella, en voz baja, pues comprendía demasiado bien el efecto de los celos.

Como sintiera la necesidad de tomar aire frío para pensar con claridad, racionalmente, busco sus viejas botas de cuero crudo.

—Si me disculpáis, señor, me gustaría dar un paseo.

—La nieve ha formado montículos —le advirtió él, mirando por la ventanilla—. Si tratáis de cruzarlos, lo más probable es que os arruinéis el ruedo del vestido.

—No hay remedio —respondió la muchacha, tomando las botas. Tenía necesidades urgentes y, por mucho que le fastidiara arruinar su ropa nueva, no podía pasar el resto del día viajando sin satisfacerlas—. Saldré sólo por un momento. Tal vez el daño no sea demasiado grave.

Maxim, arrodillado ante ella, le quitó una bota para deslizársela por el pie.

—Dudo que esto baste para que no se os enfríen los pies.

—Es que no me atrevo a usar las botas nuevas.

—Si es preciso que salgáis, dejad que os ayude.

—Como gustéis, milord —murmuró ella, con una sonrisa.

Maxim le quitó la otra zapatilla y se apoyó el pie enfundado en la media contra el muslo, mientras preparaba la bota.

Elise se sintió agradablemente abrigada; podía ser un servicio insignificante, pero brindaba pruebas de su caballerosidad: aunque librara sus batallas y se enfrentara al enemigo, no carecía de un lado tierno. Sus solícitas atenciones la llevaron a comprender que, en las semanas transcurridas, los dos habían llegado a ser muy compatibles. Los pequeños servicios que intercambiaban habían ido creando entre ellos una solidaridad cómoda y muy satisfactoria. Tal vez ella era una tonta al exigir todas las respuestas de inmediato. Aunque él no la amara, bien podía ser el marido atento que ella buscaba, y en ese caso les convendría, desde un punto de vista práctico, estar juntos. Tal vez con el tiempo el amor llegara al corazón de Maxim.

El se puso de pie y le ofreció la mano. Después de ayudarla a levantarse, la estrechó contra sí, escrutándole los ojos.

—Decidme que no sentís lo mismo que yo cuando os abrazo.— El rico timbre de su voz bastaba a acelerarle el pulso. Lo oía, lo olía, lo sentía; sólo faltaba gustarlo, y hasta esa experiencia parecía próxima cuando sus labios se acercaban así.— Decidme que no tembláis cuando os toco —susurró él—; tratad luego de decirme que no deseáis que os haga el amor.

Elise ahogó una exclamación y levantó la cabeza para mirarlo a los ojos, sabiendo que debía declararse ofendida. La negativa estaba a flor de labios, pero lo único que pudo pronunciar fue una protesta confusa:

—No deberíais decirme esas cosas, Maxim.

Ella quemó con los ojos, leyéndole los deseos en esas profundidades de zafiro.

—¿Por qué? ¿Teméis acaso que se os diga la verdad? Necesitáis amor, señora. —Se le dilataron las fosas nasales; sus ojos ardían con fiera pasión.-¡Pardiez, señora! ¡Es un tormento! ¡Os deseo aquí y ahora!

¡Estaba demasiado cerca! Elise no podía respirar. Se liberó bruscamente y dio un paso hacia la portezuela, pero Maxim estuvo de inmediato contra su espalda, apretándola contra sí. Una mano se deslizó bajo el manto de la muchacha, cubriéndole un pecho; él escondió la cara en su cabellera. Elise percibió junto a su oído la respiración desigual, agitada; por fin, con un gruñido de frustración, él se apartó y le dio la espalda.

—Es cómico —dijo despectivamente, por sobre el hombro—. Os he tenido al alcance de la mano durante varias semanas; aunque me excitabais hasta extremos insoportables, no traté de forzaros. En cuanto iniciamos el viaje siento deseos de levantaros las faldas para lanzarme contra vos como un animal en celo. En verdad, si no tuvierais tantas ropas ya habría gozado de vos.

El corazón de Elise no detenía su caótico vuelo, pero logró reunir cierta dignidad para susurrar, con voz insegura:

—Mucho os agradecería que me ayudarais a cruzar la nieve, milord.

El levantó la cabeza, sorprendido. Al ver su perfil preocupado comprendió que estaba muy alterada, pero no por culpa de él. La inseguridad le empañaba los ojos. Suspiró para sus adentros, mortificado: a veces olvidaba que ella era muy joven, que no sabía de hombres ni de lujurias.

—La culpa es mía, Elise —le dijo con suavidad—. No hicisteis nada que mereciera tanta rudeza de mi parte.

Maxim descendió del carruaje y esperó un momento a que el aire frío le aclarara la mente. Los guardias, acurrucados cerca de la fogata, conversaban entre sí, calentándose las manos; sin embargo, en cuanto él tomó a Elise en sus brazos sintió en él la mirada fija de todo el grupo. Nicholas había puesto sus pretensiones bien en claro para todos. No pasaría mucho sin que el capitán supiera esa novedad.

Elise le rodeó el cuello con los brazos, pero parecía reacia, a mirarlo a los ojos. Era comprensible, pues él había actuado peor que ese patán de Reland.

Avanzó por aquellas inmóviles olas blancas hasta llegar a un claro silencioso, rodeado de follaje. Sólo una leve capa de nieve cubría el suelo al abrigo de los árboles. Reinaba allí un apacible encanto; el espíritu se elevaba tan alto como los pájaros que volaban en torno de las copas.

De pronto Maxim rió entre dientes, con la necesidad de aligerar el ánimo, y giró sobre sí mismo, dejando a Elise sin aliento.

Cuando se detuvo, ella apretó la frente contra su sien, aturdida de placer:

—por favor, el colmo me da tantas vueltas como la cabeza.

—y así me gustaría dejaros con mis besos, bella dama —murmuró él, acercando la cara hasta casi tocarla con los labios.

Elise, obedeciendo a un impulso, enhebró los dedos al pelo corto de su nuca.

—¿Tan seguro estáis de vuestro dominio sobre mí, Maxim?

—De nada estoy seguro, sino de vuestro firme dominio sobre mí —corrigió él, suavemente—. Ojalá sintierais lo mismo.

Ella sintió la amenaza de las confesiones no meditadas rondándole los labios y respondió con bastante veracidad.

—Creo que debería andarme con cautela al pensar en compartir la vida con vos, pues no podría impedir el miedo de que secuestrarais a otra doncella para algún palacio lejano. —Rió por lo bajo.— También existe el peligro de que os sintáis tentado a enviarme con Spence y Fitch a algún otro puerto extranjero. Si así fuera, juro que os haría descuartizar para saciar mi sed de venganza.

—¡Qué decís! —Maxim la arrojó por los aires, haciéndole ahogar un grito. Cuando volvió a sujetarla, su rostro sonriente se acercó al de ella.— ¿He de vigilar vuestras intenciones?

—Tanto como yo las vuestras —replicó ella. Una vez más, sus defensas se debilitaban. Apoyó una mano en el pecho de Maxim y empujó hasta poder mirarlo a los ojos—. Y ahora comportaos correctamente, atrevido mujeriego, si queréis que yo haga otro tanto. Quiero disponer de intimidad por un momento, sin que nadie me moleste.

Maxim sonrió lentamente, señalando con la cabeza un sitio donde los árboles crecían apretados.

—¿Os parece ese lugar lo suficientemente discreto para vuestras necesidades, señora?

—Sois el colmo de lo atrevido —acusó Elise.

El frotó la nuca contra aquellos dedos suaves, que seguían jugando con su pelo sin darse cuenta.

—No tengo nada que ofreceros, hermosa doncella, salvo mi persona —susurró con calor, tocándole la frente con los labios—. Por imperfecta que sea, os la ofrezco.

Con el corazón envuelto en una increíble calidez, Elise buscó sus ojos y halló en ellos una extraña sinceridad. Se miraron durante tanto tiempo que el mundo parecía haber cesado en sus movimientos. De pronto, un grito resonó en el campamento, destrozando el hechizo.

—¿Maxim? ¿Elise? Dónde estáis?

Maxim la depositó en tierra, de pie; aunque el manto, las faldas y las enaguas estaban enredados, Elise cobró conciencia de la intromisión de una rodilla enfundada en cuero entre las suyas; una mano grande, demasiado audaz, se deslizaba hacia su pecho.

No encontró en sí deseos de apartarse, pero Maxim logró dominarse y la alejó de sí. Como ella pareciera algo confusa, se agachó a acomodarle las faldas hasta quitárselas de entre las piernas. Allá atrás, Nicholas se abría paso por el bosque. Como si ella fuera tan sólo una muñeca de madera, incapaz de movimientos propios, Maxim la tomó por los hombros y la puso frente al bosquecillo; luego le dio un leve empellón:

—Id a atender vuestras necesidades, señora. Hemos sido descubiertos.

Mientras refrescaba mente y cuerpo, la siguió con la vista hasta que ella se perdió entre las ramas. Entonces se enfrentó a Nicholas, que acababa de aparecer.

—¡Conque estáis aquí! —exclamó el capitán, jadeando. Dada la prisa conque había avanzado por la nieve profunda, era obvio que se le había informado de la salida de sus huéspedes. Al darse cuenta de que la muchacha no estaba allí, se detuvo a mirar en derredor, confundido—. Pero, ¿dónde esta Elise? ¿No estaba contigo?

Maxim señaló las huellas que se perdían entre los árboles.

—Volverá en un momento.

Nicholas se quedó contemplando aquel rastro menudo; luego giró en redondo para estudiar los dos pares de surcos abiertos en los montículos; uno de esos pares era suyo.

Ante su mirada acusadora, Maxim se encogió de hombros. No le gustaba dar excusas, pero sabía que cualquier otra aclaración debía correr por cuenta de Elise.

—No podía permitir que la muchacha forcejeara con tanta nieve. Como no quería estropearse el vestido, le ofrecí ayuda.

Algo fastidiado por la audacia de su amigo, Nicholas se levantó el cuello de la zamarra.

—Yo habría podido hacerlo en tu lugar —observó.

—Estabas atendiendo tus propias necesidades. Y la damisela llevaba prisa.

El capitán no se dejó aplacar

—No hace falta que la esperes. Yo la acompañaré al coche.

—Como quieras. —y Maxim hizo un gesto de obediencia.

Nicholas lo siguió con la mirada, con el ceño fruncido. Al no saber cuál era su situación con Elise, comenzaba a pensar que no había sido prudente pedir a Maxim que los acompañara. No era tan tonto como para subestimar el magnetismo de Su Señoría ni su afición por las mujeres. Se había sentido seguro mientras los dos vivían peleando y ventilando sus mutuas quejas, pero no había esperado que sus corazones se ablandaran.

Elise sufrió una momentánea desilusión al encontrar a Nicholas en vez de Maxim. No hallaba consuelo para la súbita culpabilidad que la atacaba en su presencia; aunque renuente a admitir su amor por Maxim, era necesario disuadir al capitán de continuar con su cortejo. Buscó las palabras que pudieran cortar con suavidad los lazos que se hubieran formado entre ellos, tratando de que su rechazo fuera tierno y adecuado, pues estimaba su amistad. Pero nada le pareció adecuado y, por falta de algo mejor, prefirió un comentario sobre el clima.

—Al parecer, ya no nieva tanto.

Nicholas miró hacia arriba e hizo su propia conjetura:

—Creo que continuará un rato más. —Se ajustó un guante a la mano, bajando la vista hacia la muchacha.— He venido para llevaros en brazos al carruaje, vrouwelin.

—Oh, pero si no hay necesidad, capitán —se apresuró ella a asegurar, renuente a aceptar ese servicio mientras buscaba el modo de rechazar sus afectos—. Soy muy capaz de hacerlo sola.

—No quiero que os estropeéis el vestido en la nieve —argumentó Nicholas, avanzando un paso.

Por detrás del capitán se oyó un leve susurro entre los árboles; después, un resoplido. Elise miró entre las ramas. Maxim venía hacia ellos, llevando de la brida a Eddy, el gran corcel negro; al verlo experimentó un inmenso alivio. Revelador de quién centraba sólidamente sus afectos.

—Los hombres ya están listos para reanudar el viaje —anunció Maxim a Nicholas, ante su mirada interrogante—. Quieren saber si deben adelantarse para patrullar la ruta o si permanecerán junto al carruaje. Creo que esperan tus indicaciones.

Nicholas se enfrentó a Elise, algo frustrado. No era caballeresco levantar a una doncella apresuradamente para llevarla hasta un campamento lleno de hombres, que probablemente darían demasiada importancia al asunto. Después de todo, demasiado les había despertado la curiosidad ese notorio descenso del carruaje.

Tampoco podía ya aducir que era el único acompañante disponible. Por lo tanto, tuvo que aceptar que Maxim la llevara a lomos de Eddy.

—Cabalgaremos tras el carruaje un rato —dijo Su Señoría, mientras acomodaba a la muchacha en la silla ancha y plana, que les permitiría montar juntos. El animal agitó la cola y avanzó de costado por un momento, haciendo que el capitán retrocediera para ponerse a salvo.

Aplicó freno a su creciente irritación y guardó silencio: cualquier proposición de que la muchacha esperara para montar con él parecería una muestra de posesividad. Aun así, cuando Maxim aplicó talones al corcel y lo puso al trote, tuvo que contenerse para no actuar como un pretendiente indignado al ver a la joven recostada contra ese amplio pecho, en el círculo de esos brazos protectores.

Maxim ciñó un brazo a la cintura de Elise y le susurró al oído:

—Me moría de celos al pensar que otro podría abrazaros, aunque sólo fuera para llevaros al carruaje. Tuve que volver por vos.

Elise le apoyó una mano en el brazo; sentía la tentación de confesar el alivio experimentado al verle regresar.

—Nicholas es un buen amigo. No quiero que sufra.

—Si lo amáis, Elise, decídmelo y me alejaré. —La voz de Maxim sonó ronca en su mente.— No harán falta explicaciones. Pero si lo que percibo es cierto, si entre nosotros está creciendo algo, y decirle ahora una palabra amable será mejor que pedir disculpas tardíamente. Eso, querida mía, tendría el mismo efecto que un mazazo.