33

EL lugar de la entrevista había sido cuidadosamente elegido. Era un valle amplio y claro, por el que cruzaba un pequeño arroyo. Un puente pequeño proporcionaba acceso al lado opuesto, pero más allá de la arboleda que bordeaba las laderas no había siquiera una mata tras la cual ocultarse hasta que se llegaba al agua. Era imposible acercarse al puente desde cualquier punto sin ser visto desde lejos. Aun así, sólo un tonto o un temerario se habría atrevido a cruzar ese puente, que tenía grandes agujeros allí donde las tablas se habían podrido.

El sol, al elevarse, marcó la hora del encuentro, y Maxim seguía esperando en el barranco, a la sombra de los árboles. Sus compañeros se mantenían bien escondidos bajo un matorral, desde donde podrían observar lo que ocurriera. Los ojos verdes recorrían el valle de extremo a extremo, en busca de alguna señal de los secuestradores. Por fin, once jinetes aparecieron en un barranco lejano. Cabalgaron a lo largo por un buen trecho, hasta que uno de ellos, con capote y capucha, se separó del grupo para descender al valle.

A manera de respuesta, Maxim hizo que Eddy bajara la colina y lo sofrenó junto al puente. Su adversario se detuvo en el extremo opuesto, oteando las colinas ajenas.

—Conque por fin nos conocemos, lord Seymour —saludó Quentin, casi con cordialidad.

Maxim acompañó su respuesta de una seca señal de asentimiento.

—Estoy aquí respondiendo a vuestra llamada. —También él estudió la hilera de jinetes que esperaba en el puente.— Creo que tenéis a alguien que me pertenece. ¿Dónde está?

—A salvo... por el momento. —Quentin se acomodó la capucha para mantener la cara oculta, teniendo en cuenta la fría y férrea mirada de aquellos ojos verdes. Sabía que no era posible jugar con el marqués.— ¿Habéis traído el tesoro?

—Tardará un par de días en llegar. Y no os daré los arcones, desde luego, a menos que devolváis a mi esposa... indemne. ¿Cómo pensáis ejecutar el intercambio de modo que ambos quedemos satisfechos?

Quentin levantó la mirada hacia el barranco boscoso, sin descubrir señales de que Seymour hubiera acudido con compañía. De cualquier modo, no estaba dispuesto a subestimarlo, considerando su formidable reputación.

—Os entregaré al padre —explicó—. Lo dejaremos atado a este puente y amordazado. Podréis preguntarle si su hija está con vida y si sabe dónde está. El podrá responder a ambas preguntas con un movimiento de cabeza. Entonces abriréis el arcón para mostrar su contenido y lo ataréis con una cuerda. Mis hombres os estarán apuntando con sus mosquetes desde el barranco. Si hacéis algún intento de cruzar o de liberar a sir Ramsey antes de que yo haya inspeccionado el contenido del arcón, o antes de que hayamos alcanzado el barranco, ambos moriréis. Vuestra esposa está a no más de dos horas de distancia. Calculo que, cuando vos lleguéis hasta ella, yo estaré ya bien lejos.

Maxim recibió la propuesta con desdén.

—¿Cómo sabré que no mataréis a mi esposa y luego a su padre para ocultar vuestra identidad?

—Parto hacia España. Dudo que alguno de vosotros pueda seguirme hasta allá. —Quentin cruzó las muñecas y las apoyó en el alto pomo de la silla.— Volveremos a vemos aquí, a la misma hora, pasado mañana. Traed el tesoro.

—Quiero ver a mi esposa antes de entregaros una sola moneda. Traedla primero a ella; después iré en busca de Ramsey, tras asegurarme que ella esté bien.

Una risa burlona acompañó la negativa de Quentin.

—Si yo accediera a eso, milord, podríais tratar de salvar a vuestra esposa y también el tesoro. Necesito tiempo para efectuar mi huida. Si dejo a Ramsey en vuestras manos, puedo estar seguro de que os apresuraréis en llegar hasta Elise. No tenéis otra opción.

Maxim clavó los ojos en la cara sombreada por la capucha.

—Pronunciáis el nombre de mi esposa con desenvoltura, como si la conocierais desde hace tiempo.

—¿Qué importa cómo pronuncie su nombre? No será liberada mientras yo no tenga el tesoro en mis manos.

—Sois Quentin, ¿verdad? —interrogó Maxim.

La sorpresa sacudió la confianza de Quentin. Casi sin aliento, preguntó:

—No fuiste tan cauteloso como creíais —respondió Maxim—. Y otros tuvieron curiosidad de averiguar quien erais.

—Quentin se quitó la capucha, pues ya no tenía motivos para ocultar el rostro.

—En vuestro lugar, milord, mientras esto no esté arreglado, me andaría con mucho cuidado de que no se divulgara... por el bien de la dama.

—y yo, en vuestro lugar, me andaría con mucho cuidado de tratar bien a la señora. No voy a decir por qué. Diré solamente que no me costaría seguiros a España para tomar venganza.

Con esa severa advertencia, Maxim puso a Eddy en dirección contraria y lo hizo volar hacia el barranco. Lo sofrenó detrás del matorral, en el momento en que sus hombres salían del escondrijo. Por la mente le pasó la imagen de Elise, tendida en un lecho de piedra, con los ojos ciegos y los labios sin aliento. Se pasó una mano estremecida por la frente para apartar la pesadilla, pero su corazón aún estaba trémulo de miedo.

Sherbourne se acercó para ponerle una mano en la rodilla y levantó la cara preocupada.

—¿Elise está bien?

Maxim dejó escapar un medio suspiro.

—Su secuestrador asegura que sí... por ahora. Pero espera recibir un tesoro, y temo que no quedará satisfecho con lo poco que puedo ofrecerle en tan breve plazo. Hasta donde yo sé, ese tesoro no existe. He conseguido uno o dos días de tregua, pero eso es todo. Debemos buscar el sitio en donde la tienen prisionera antes de pasado mañana.

Los hombres de Quentin marcharon al galope durante una media hora, más o menos; luego se separaron, tomando cada uno un sendero distinto. Muchos de ellos debían describir un rodeo y aguardar hasta la noche antes de regresar al torreón. Quentin, en cambio, giró hacia el sur y buscó una arboleda densa en la cual esconderse. Después de desmontar y atar a su cabalgadura, eligió un grueso lecho de musgo, donde dormitó por un par de horas. Ya seguro de que nadie lo seguía montó otra vez.

Pronto estaba en las cercanías del Torreón de Kensington.

Tras un cauteloso recorrido, en el que no descubrió huella alguna de forasteros, se acercó al barranco. Las largas horas pasadas a caballo lo habían fatigado; tuvo que estirarse para calmar el dolor de espalda antes de marchar a lo largo del barranco. Al acercarse al ruinoso edificio le llegó una voz de mujer, elevada en furiosa discusión. Entonces aplicó el látigo a los flancos de su caballo para entrar en los dudosos confines del patio. Allí se llevó la sorpresa de encontrar a su madre y a sus tres hermanos, rodeados por la mayor parte de sus hombres.

—¡Helo aquí! ¡Quentin, mi buen hijo! Dónde estabas? Explica a estos bufones que somos tu madre y tus hermanos.

—Medio hermanos, querrás decir —murmuró Quentin, mientras desmontaba.

—¿Qué dices? —La voz de Cassandra sonaba demasiado alta en el patio yermo.— ¡Habla, Quentin! Te he dicho mil veces que...

—¿Qué demonios estáis haciendo aquí? —estalló él. Tratando de dominar su mal genio, continuó en tono algo más controlado:— ¿Cómo me habéis encontrado?

—Pues... Forsworth me dijo que le habías robado a Elise de entre las manos —explicó la madre—. Y yo, sabiendo que deseas apoyar a tu familia y ayudarla en lo posible...

Se le apagó la voz al ver el fulgor furioso que despedía la cara de su hijo.

—Pensaste, desde luego —imitó él, en tono gimoteante—, hacerte con una parte del tesoro.

Cassandra asumió una pose alicaída.

—Bueno, Quentin, sólo queríamos...

—¡Salid de aquí! —gritó él—. ¡Fuera de mi vista, antes de que haga una carnicería con mi propia familia!

—¡Quentin! —regañó Cassandra, más dura—. Está oscureciendo y las noches son frías. Puede haber lobos por aquí. y no tenemos comida.

—¿No me entiendes, madre? He dicho: ¡Fuera de aquí!

Su aullido de ira despertó ecos en las colinas circundantes, en tanto él apuntaba con el brazo rígido a la ruta más obvia para salir. Sus parientes, imposibilitados de seguir desoyendo sus órdenes, montaron lentamente en sus cansadas jacas y se marcharon en

fila india, doliente columna de desaliñados jinetes.

Quentin los siguió con la vista. Su intención era retirarse a las mazmorras, pero uno de sus guardias le bloqueó el camino. Su barba escasa aún mostraba los restos grasientos de una comida reciente. Por fin el joven comprendió que el hombre deseaba decirle algo.

—¿y bien? —era más un desafío que una pregunta.

—Hay otra, señor —se disculpó el mercenario—. Dijo que os conocía.

—¿Otra? —Quentin apenas podía dar crédito a sus oídos.

—Sí, señor. —El hombre se sintió alentado.— Una dama fina, me parece. Llegó justo antes que ésos. Quentin maldijo en silencio la poca habilidad de los mercenarios a los que uno podía contratar últimamente. De inmediato expresó sus quejas en voz bien alta:

—¡Oh, suerte desgraciada! Vengo a mi bastión secreto sin decir una palabra a nadie y aquí me veo acosado por... ¿Mi familia? ¿Una mujer desconocida? ¡Para encontrarme, mi adversario no tendrá más que seguir el sendero más trillado! ¿Cómo es posible esto?

El guardia se encogió exageradamente de hombros y dilató los ojos en una muda e inocente negativa.

—No sé.

Quentin marchó por el lodo revuelto hacia la puerta de la torre. Una vez allí, se enfrentó a otro guardia apoyado en una lanza larga, mirando con codicia a una silueta fina, encantadoramente acurrucada en un banco de piedra. La muchacha traía la cabeza envuelta en un chal y apretaba con fuerza los extremos bajo la barbilla. Quentin se acercó para mirarla a la cara.

—¿Arabella?

El alivio de la mujer fue inmediato. Se levantó para arrojarle los brazos al cuello.

—¡Oh, Quentin, temí que no llegaras jamás!

—¿Qué...? ¿Cómo diantre...? ¿Qué estás haciendo aquí?

La pregunta no parecía adecuada.

—Oh, Quentin, querido. —Lo aferraba con desesperación.— Tuve que venir a hablar contigo. —Se apartó apenas lo suficiente para mirarle el ceño fruncido.— No estabas en tu casa... y luego recordé que hace mucho tiempo habías mencionado este sitio, diciendo que sería buen lugar para escondemos de mi padre. Supe que Elise había sido raptada. Y sabiendo lo mucho que la querías... —Bajó la vista, sorbiendo por la nariz.— Se me ocurrió que quizás habías huido con ella.

—Mi querida Arabella —la halagó Quentin, rodeándole solícitamente los hombros Con un abrazo, en tanto la guiaba hacia la escalera—. Deberías tener la seguridad de que jamás te abandonaré. ¿Acaso no hace ya varios años que estamos juntos? Pero si hasta iba a pedirte que te casaras conmigo, ahora que Reland ha muerto...

Arabella lo miró con ojos románticos:

—De veras?

—Por supuesto. —Le estrechó tranquilizadoramente los hombros, mientras descendían la escalera en penumbras.— ¿Recuerdas cómo me apresure a defenderte cuando Reland nos sorprendió juntos en el establo? Te dije que siempre estaría a tu lado para protegerte.

—Me asusta recordarlo. —Arabella se retorció las manos, atacada por la pesadilla.— Aún lo veo, mirándome boquiabierto, en tanto yo me acurrucaba en la paja. ¡Lástima que hubiera vuelto tan pronto de su paseo! Estaba tan enfurecido que me habría matado si no lo hubieras golpeado en la cabeza con tu pistola. Cuando cayó a mis pies, cuando vi la sangre que le brotaba de la cabeza... Me dijiste que estaba muerto y no pude creerte. —Ahogó un suspiro trémulo.— ¡Qué horrible, todo aquello! Pero tenías razón. Lo mejor era dejar que todos lo atribuyeran a una caída desde el caballo.

Después de todo, nunca quisimos matarlo. Nada habría sucedido si él no nos hubiera descubierto.

La adoración le devolvió la confianza. Ella condujo hasta la puerta de la celda, que estaba iluminada ahora por varias antorchas y un par de lámparas de sebo. Elise se levantó del camastro en donde descansaba junto a su padre y se acercó a los barrotes, sólo para que Quentin le hiciera señas de retroceder. El joven introdujo la llave en la cerradura.

—Ahora puedes ver con tus propios ojos que Elise está aquí como prisionera. No tengo ninguna intención de huir con ella. —Tomó a Arabella del brazo y la instó a cruzar la puerta entornada.— ¿Por qué no la acompañas durante un rato? Así podrás satisfacer tu curiosidad. Ella te dirá que sólo quiero el tesoro de Ramsey para huir contigo.

Quentin cerró suavemente detrás de la confiada mujer y echó el candado. Luego recorrió la celda con la mirada y reparó en un cuenco de madera, abandonado en la mesa. Aún estaba lleno de un engrudo grasiento y parecía haber quedado intacto.

—Lo que aquí se sirve no merece ser llamado comida —comentó Elise, irónica—. Deja mucho que desear.

—Intentaré que os sirvan algo decente —prometió él, alejándose hacia la escalera.

—¿Quentin? —La voz quejumbrosa de Arabella retumbó en la celda.— Vuelve pronto, amor mío. No me gusta este lugar.

—Pronto, querida. Cuando termine con mis asuntos.

—¿Quentin?

El ignoró la súplica y desapareció en la oscuridad. Arabella giró hacia su prima, pero no encontró en ella la mirada acusadora que esperaba. Lo que había en los ojos azules

era piedad, emoción con la que ella había jugado por muchos años. Sólo que ahora venía a remorderle la conciencia. Se dejó caer en el camastro vacío, cansada, para separar la realidad de la ilusión. Llevaba demasiado tiempo envuelto en la armadura protectora de los sueños. Tal vez era hora de enfrentarse a la verdad y comprender dónde estaba.

A medida que se cerraba la noche, Maxim desesperaba de hallar un rastro. Cuando hubo oscurecido por completo, los cascos de Eddy habían consumido grandes distancias; aunque el gallardo animal parecía comprender la urgencia imperante, hasta a él le costaba mantener el paso. Cuando hubo tropezado dos veces en la oscuridad, Maxim tuvo que admitir el fracaso. Detuvo a su cansada cabalgadura y esperó a que los otros lo alcanzaran. Una pequeña elevación, dentro del bosque, les prometía un sitio seguro y seco donde acampar. Hacia allí condujo Maxim a sus fatigados compañeros.

Los hombres compartieron raciones frías, que hasta Nicholas y Herr. Dietrich toleraron sin queja; luego esparcieron sus capotes sobre lechos de musgo y se acomodaron a pasar la noche, con excepción de Maxim. Lo asolaba el desvelo. Tras una hora de dar vueltas sin descanso, se levantó para recorrer cuidadosamente la zona. Apoyado contra un árbol, contempló un pequeño claro, donde una gacela y su cría pastaban en idílica paz al claro de luna.

Apartó poco a poco la mirada, pero dondequiera que la posara veía una imagen de Elise. Lo preocupaba mucho el hecho de no poder hallarla y de que hubiera tan poco tiempo para buscar. Se reprochaba con crueldad por haber tenido la tonta idea de hacer circular ese rumor sobre el tesoro. A no ser por eso, nadie habría capturado a Elise... aunque era preciso recordar que sus primos ya lo habían intentado anteriormente.

De pronto la gacela levantó la cabeza, con las orejas erguidas. El crujido de una ramita advirtió a Maxim, que se escondió lentamente a la sombra del árbol, con la mano sobre el pomo de la espada.

—Tranquilo, Maxim. Soy yo. —El suave susurro de sir Kenneth sonó hueco en el silencio de la noche.

—Hum... —Maxim reconoció la presencia de su amigo con un suspiro y volvió a sus meditaciones. El claro había quedado desierto. Reinaba el silencio. Los dos hombres saborearon los olores y los sonidos de la noche fresca hasta que Maxim dijo:

—El fuego ayudará a quitar el frío. No creo que llame la atención.

—¿A qué te refieres? —preguntó Kenneth—. ¡Si no encendimos fuego!

Maxim olfateó otra vez.

—Pues alguien lo ha encendido.

El caballero lo imitó.

—Tienes razón.

Maxim se apartó del árbol, diciendo:

—No puede estar lejos. Despierta a los otros y buscaremos a pie.

Cassandra y su prole se habían alejado del torreón hasta que el cansancio de sus huesos determinó la distancia. La madre se sentó en un tronco podrido, envuelta en su capote, regañando a sus hijos con voz chillona, en tanto ellos se esforzaban por alimentar el fuego y proporcionarle alguna comodidad lo cual significaba paz para ellos mismos.

—¿Por qué no habremos traído algunas vituallas? —La queja colmó el claro.— Me muero de hambre.

—No dijiste que trajéramos comida —gruñó el menor—. Sólo ordenaste que buscáramos mosquetes y caballos.

—¿Acaso tengo que pensar en todo? ¡Ahhh! —De pronto tosió y agitó la mano, furiosa, en tanto la envolvía una nube de humo despedida por los leños empapados de rocío.

—Quentin tampoco está viviendo entre lujos —graznó el hijo más solemne—. Vi el engrudo que estaban cocinando. Cualquiera preferiría morir de hambre antes que comer esa porquería.

—¡Quiero morir! ¡Ahora mismo, aquí mismo! —El gemido afligido de Cassandra perforó la noche.— ¡Si no muero por vuestras estupideces será por obra de alguna bestia hambrienta!

Los tres hijos se quedaron petrificados ante ese comentario. Sus miradas se desviaron, cautelosas, en busca de alguna fiera que pudiera ocultarse entre las sombras. Se acercaron un poco más a la fogata, de cara a la oscuridad. Un ave nocturna gorjeó a poca distancia y el hijo intermedio gimoteó. Luego les llegó el canto ululante de un búho. Forsworth buscó torpemente su espada.

Cassandra levantó la cabeza laxa y los fulminó con la mirada.

—¡Descansad un poco!

La orden los hizo saltar. Por fin lograron ordenar sus ideas el campamento quedó en silencio; todos se tendieron en el suelo para dormir. Comenzaban a adormecerse cuando un lejano aullido les llegó a los oídos. Forsworth abrió los ojos y prestó atención, ya alerta. Cassandra se levantó de un brinco; de inmediato inició una extraña danza entre chillidos: había pisado una pequeña brasa. Un susurro entre los árboles hizo que el menor se incorporara con un gemid

—¡Lobos!

Se produjo un loco forcejeo; la familia Radborne hacía lo posible por llegar cada uno a su montura. Sin que les importara si las sillas y los arreos estaban bien asegurados, en pocos segundos los cuatro huían del bosque, a lomos de jacas desorbitadas por la fiebre contagiosa del pánico. Aunque no se los recibiera de buen grado, buscarían refugio en el Torreón de Kensington; ni siquiera el malhumorado Quentin tendría colmillos tan largos como ellos

En el silencio que siguió a la desbandada, sir Kenneth descargó una palma contra el muslo, riendo con ganas.

—¡Nunca vi tanta prisa! Esos caballos estarán agotados en media hora. En verdad, si Sherboume hubiera sabido imitar mejor el aullido del lobo, a estas horas estarían muertos de miedo.

Maxim levantó la mano, sonriente, indicando a su pequeña banda que era hora de ponerse en marcha. Habían vuelto al campamento en busca de las cabalgaduras, y a paso tranquilo siguieron el ruido que hacían los jinetes aterrados.

Algo después, tras haber visto a la familia acercarse al torreón desde el barranco, Fitch y Spence desanduvieron el camino a toda prisa. Sir Kenneth había visto a una compañía de fusileros antes de reunirse con Maxim; puesto que el punto de destino estaba determinado, alguien debía ir a ponerlos sobre aviso. Era evidente que sería necesaria una fuerza más numerosa para triunfar.

Justin, Sherbourne y Herr. Dietrich partieron en dirección opuesta, para llegar a la ciudad más cercana antes de la mañana.

Allí podrían comprar provisiones y prepararse para el viaje al torreón. En cuanto a los tres restantes, reunieron sus armas y todo lo necesario para franquear las defensas de Quentin