26

LA nave llenó sus velas con fuertes ráfagas. Aunque estaba muy cargada de cobre, plata, arenque seco y cerveza de Hamburgo, su recia proa abría el turbulento mar gris con facilidad, marcando buen tiempo. Cerca de sus velas blancas pasaban las nubes oscuras, perseguidas por fuertes céfiros del norte. De vez en cuando, una breve llovizna sacudía la cubierta y se veía barrida por el rocío de océano, que se lanzaba sobre la proa. Las gaviotas, con las alas extendidas, lanzaban sus gritos estridentes al seguir al navío alrededor de las islas Frisias. Luego las velas restallaron como pistolas al dar el barco la última bordada, dejando las islas atrás.

El timonel sujetó la rueda que giraba y fijó el rumbo, mientras la tripulación corría por cubierta para izar más velas. Las potentes órdenes de los pilotos provocaban una cacofonía sólo comprensible para el oído adiestrado de los marineros. Poco a poco, las Tierras Bajas quedaron a popa y las aguas se hicieron más profundas: el barco se encaminaba hacia el mar del Norte. Los gritos de las gaviotas cesaron, en tanto las aves renunciaban a su inútil vigilia para buscar alimento entre los bajíos de la costa.

Elise se estremeció: las ráfagas frías sacudían su manto de lana y le arrebataban la capucha, liberando su cabellera de tan sobrio amarradero. Se había puesto ropas sencillas, abrigadas y prácticas, con la idea de preservar las prendas mejores de la llovizna, que le salpicaba la cara, en tanto contemplaba el horizonte lejano. Inglaterra estaba más allá de esa mancha grisácea y difusa que fundía el mar con el cielo, pero no le causaba ninguna alegría volver a la patria dejando atrás su corazón. No tenía ninguna seguridad de que Maxim estuviera con vida; la asolaba el recuerdo del furioso Hilliard, enfrentándola a una visión de su bienamado muerto a los pies de esa bestia bovina. Si hubiera cedido a su aflicción, en vez de librar una batalla desesperada contra sus fuertes miedos, éstos habrían reducido su mente a la demencia completa.

A fuerza de voluntad y gracias a su tenaz resolución, recordaba una y otra vez las proezas de su marido en la batalla y su extraña capacidad de convertir cada prueba difícil en una victoria.

En busca de un sitio protegido de la llovizna, Elise subió al castillo de proa, donde Nicholas y el timonel vigilaban la brújula. Mantenía una prudente distancia con el capitán. Y él, por una vez, pareció no reparar en ella, dedicado como estaba a manejar su barco. En voz baja, pero segura, daba ciertas indicaciones al timonel, que las seguía con atención. Nadie hubiera podido juzgar a Nicholas falto de inteligencia ni de educación, se dijo. Era obvio que sus hombres lo respetaban. Y también ella, aunque desde el comienzo de ese viaje lo había notado reticente algunas veces; en general, la trataba siempre con amabilidad y solicitud. Su relación con él la había dejado más rica, por cierto, pues él le había devuelto la inversión más que triplicada. Sin embargo, la mejor recompensa radicaba en la amistad de un hombre de tan valioso carácter, capaz de disfrutar la vida en toda su plenitud.

El había tenido la amabilidad de cederle nuevamente su camarote; cuando la ocasión lo permitía, compartían la deliciosa cocina de Herr. Dietrich e intercambiaban comentarios agradables, evitando cualquier mención de lo que pudo haber sido. A veces Elise los sorprendía observándola, como si compartiera sus temores por Maxim con igual dolor. Otras veces parecía luchar con las mismas restricciones que se había impuesto en el primer viaje. Ella pertenecía a otro y él no tenía intención alguna de pasar por atrevido. Sin embargo, puesto que la valoraba más que a ninguna otra mujer y la había deseado por esposa, existía en él la tendencia, quizás hasta el deseo, de buscar una tregua, un entendimiento entre ambos, para que pudieran compartir una duradera amistad, nacida de las cenizas del pasado.

—Segelschiffl Viertel Steuerbord!

El grito resonó allá arriba. Cuando Elise levantó la mirada, vio al vigía encaramado al mástil; señalaba hacia atrás, donde una fina tajada de tierra oscurecía aún el horizonte. Una mota blanca parecía interrumpirla; aunque Elise no pudo comprender lo que decía, captó la importancia de esa mota blanca: ¡Eran las velas de otro navío!

Nicholas tomó el catalejo que le ofrecía su segundo y giró hacia popa. Durante un largo instante miró a través del largo cilindro. Cuando volvió a bajarlo tenía la frente arrugada por la preocupación. Gritó varias órdenes bruscas en alemán; el timonel asintió de inmediato, en tanto él se acercaba a la barandilla para echar otro vistazo por el catalejo.

—¡Un barco inglés! —informó a Elise, por encima del hombro—. ¡Viene desde las Tierras Bajas!

—¿Es... uno de los barcos de Drake? —preguntó Elise, casi con miedo, sabiendo lo que significaría para Nicholas una confrontación con Drake. El mismo había reconocido no ser tan rico como Hilliard; la pérdida de su barco y de la carga sería un golpe terrible.

Nicholas estaba nervioso.

—¡Ese demonio huidizo! ¡Quien sabe dónde está! Desde que Isabel le dio permiso para hacerse otra vez a la mar, ha estado muy atareado saqueando las riquezas de España. Desde los puertos vascos, el verano pasado, hasta las islas de Cabo Verde y las del Caribe, este año, vuela como un demonio. ¡Santiago, la Española, Cartagena! ¡Todas han caído ante sus cañones! ¡Acabará por dejar a Felipe en la miseria! ¡Ya todos los que comercien con él! ¡Qué gran ironía sería sucumbir a él!

—Pero os dejará ir, sin duda, cuando vea que lleváis a una súbdita inglesa. —¡Drake es codicioso! No se detendrá a hacer preguntas.

Nicholas se apartó y continuó dando órdenes, en tanto sus hombres brincaban entre el cordaje para izar más velas. Obviamente, sentía la necesidad de exigir a su navío toda la celeridad posible. Desde el palo mayor sonó otro grito. Casi al Unísono, todos se volvieron para descubrir otro navío hacia estribor. El barco se había acercado mientras todos centraban la atención en el de popa. Ante sus mismos ojos, de la proa emergió una bocanada de humo, que levantó un chorro de agua a varios kilómetros de distancia. El mensaje era claro: "¡Deteneos!" Nicholas no tuvo más remedio que reducir velas y girar, pues no contaba con armas para defenderse contra dos adversarios.

Poco tiempo después, los galeones ingleses se acercaron por ambos lados. El más grande se les puso a la par y arrojó garfios de abordaje para unir los dos navíos. El capitán anseático esperaba, con los dientes apretados, al grupo de abordaje.

El comandante del barco inglés era un hombre alto y apuesto, que se presentó como Andrew Sinclair. Saludó a Nicholas casi con regocijo, aunque éste rabiaba en silencio ante la afrenta.

—Perdonadme si os demoro, capitán —rogó Sinclair—, pero acabo de zarpar de las Tierras Bajas y se me ocurrió que vuestra nave puede ser la que ha estado aprovisionando a las tropas españolas de Parma.

Ante la mirada iracunda de Nicholas, continuó en tono agradable:

—Si es así, debo advertiros que no puedo sino apoderarme de vuestro barco. Lord Leicester no aprobaría vuestra conducta y se ofendería conmigo si yo no os aplicara la debida disciplina.

Nicholas no estaba de humor para esas bromas.

—Obviamente, habéis notado que mi barco está cargado al máximo y, pese a que vuestra sospecha es falsa, pensáis apoderaros de lo que llevo en mis bodegas con cualquier pretexto. En ese caso, capitán, permitidme mostraros lo que llevamos.

Dijo una palabra a su segundo, que se alejó con una gran sonrisa, indicando a un marinero que lo siguiera. Mientras Nicholas y sus huéspedes aguardaban el regreso de los dos, Elise sintió sobre sí la mirada investigadora del capitán inglés. Cuando se atrevió a enfrentarla, él respondió a su expresión interrogadora con una presta sonrisa.

Los ojos de Nicholas tomaron el azul del hielo al reparar en el interés del británico por Elise. Aunque la hubiera cedido al audaz reclamo de Maxim, prefería morir antes que permitir a ese mujeriego de alta mar devorarla así con los ojos.

Andrew Sinclair carraspeó, apartando la mirada del mudo desafío que leía en los ojos de la muchacha, y elevó los suyos a la bandera roja, marcada con el emblema blanco de un edificio de tres torres.

—¿Sois de Hamburgo, capitán?

Nicholas se llevó una leve sorpresa al ver que el hombre conocía las banderas anseáticas.

—Sois muy observador, capitán.

—No es la primera vez que tratamos con navíos anseáticos —le informó Sinclair, con una mueca levemente burlona—. He aprendido a reconocer sus banderas. Y me interesan especialmente las rojas y blancas de Lubeck. Parecen entrar en los puertos españoles y salir de ellos con suma facilidad. Si no os habéis hecho a la mar desde las Tierras Bajas y no vais a España, ¿hacia dónde os encamináis, capitán?

—A Inglaterra —reconoció Nicholas, seco—. ¡Y más allá!

Pese a su intento de desviar la atención, Sinclair volvió a contemplar a Elise. Su belleza le había despertado tanto interés que no quería abandonar el barco sin trabar relación con ella o, cuanto menos, averiguar dónde podría hallarla más adelante.

—¿y la señora? ¿Es vuestra esposa?

—Es una súbdita inglesa que vuelve a su hogar. —Nicholas lo observaba con atención, preguntándose qué travesura le inspiraría ese capricho.— Se me ha concedido el placer de llevarla.

—¿De veras? —Andrew Sinclair digirió prontamente la información.— Me gustaría que me la presentarais.

Nicholas analizó las consecuencias de revelar el vínculo de Elise con Maxim. En Inglaterra, sin duda, reinaban sentimientos adversos a los traidores, puesto que circulaban tantas historias sobre los intentos de asesinato contra la reina. Teniendo en cuenta la fuerte atracción que ese fulano parecía sentir por la dama, era posible imaginar que buscaría cualquier excusa para llevársela.

Parecía difícil que el nombre de su padre fuera tan conocido como el de su esposo, y Nicholas lo pronunció con énfasis, en la esperanza de disuadirlo:

—La señorita es Elise Radborne, nada menos que la hija de sir Ramsey Radborne.

Sinclair reconoció el nombre de inmediato.

—¿Puede ser la misma Elise Radborne que fue secuestrada en la casa de su tío por el marqués de Bradbury?

Nicholas se puso lívido y apretó las manos a la espalda, negándose a satisfacer la curiosidad del hombre. No había modo de saber hasta qué punto habían circulado los informes sobre la captura de Elise, pero era evidente que el secuestro había puesto muchas lenguas a funcionar.

El segundo de a bordo regresó con el marinero, trayendo un barril que depositaron en cubierta. El capitán inglés se acercó para presenciar su apertura. Elise, aun a distancia, presintió que los anseáticos se traían algo entre manos, pues había visto la sonrisa y el guiño que el segundo dedicaba a su capitán.

Un momento después comprendió: el piloto hundió una mano en el barril y sacó un trozo de arenque seco, que agitó provocativamente bajo la nariz del inglés. Este apartó la cara con obvia repugnancia, provocando fuertes carcajada entre los marinos.

—También tenemos toneles de cerveza de Hamburgo, capitán, si gustáis un trago —ofreció Nicholas, riendo entre dientes.

Luego señaló con la cabeza los caballos encerrados en improvisadas jaulas de madera—. Y hasta llevamos un par de jacas, como veis.

—Podéis quedaros con vuestro pescado, capitán, y con vuestra cerveza —respondió Sinclair, pasando por alto la burla de que había sido objeto. Sin embargo, había un modo de cobrarse y, al mismo tiempo, conseguir la compañía de esa bellísima señora Radborne—.

—No creáis que no agradezco vuestra hospitalidad, pero lamento informaros que estáis bajo arresto.

—¿Qué? —Nicholas se adelantó un paso para gritarle la pregunta en la cara, sacudiendo la mano como para negar esa afirmación.— ¡No tenéis autoridad legal para apoderaros de mi barco! ¡Poco me importa que llevéis una misiva firmada de puño y letra por vuestra reina! ¡Esto no es Inglaterra! ¡Conque si os proponéis un acto de piratería, decidlo directamente!

Andrew sonrió con altanera confianza, satisfecho por haber cambiado el juego a su favor.

—Tenéis a bordo una carga valiosa: una inglesa, de la que se sabe que fue secuestrada por un traidor a la reina. Cómo llegó a estar en vuestro poder es algo que no me atrevo siquiera a imaginar, pero he sabido que su tío ha implorado a la reina aplicar firme castigo a los responsables de su secuestro. Aunque la real soberana aún debate el asunto entre la indignación del pariente de la dama, yo sería descuidado en mis funciones si dejara pasar la oportunidad de salvar a la señora Radborne. Por lo tanto, insisto en arrestaros. Pondré una tripulación a bordo de vuestro barco; vos y vuestros hombres seréis llevados a Inglaterra prisioneros y encadenados en mi nave.

—¡Esto es una abominación según todas las leyes del mar! —protestó Nicholas—. ¡Llevo a la señora a su casa! ¡No la secuestro!

—¡No hay un rastro siquiera de verdad en vuestras presunciones! —afirmó Elise, fastidiada al comprender que Andrew Sinclair utilizaba su presencia como excusa para arrestar a Nicholas.

—Yo pedí al capitán Von Reijn que me llevara a la patria. ¿Va a ser castigado sólo por haber accedido?

—En tal caso, señora, me sentiré muy feliz de acompañaros a mi barco y el capitan Von Reijn podrá seguir su camino.

—¡Por todos los diablos! —rugió Nicholas—. ¡No lo permitiré! ¡Prefiero ser arrestado antes que dejarla en manos de un rufián como vos!

—Por favor, Nicholas —murmuró Elise, tratando de calmarlo—. Es una cuestión sencilla...

—Se os ha puesto bajo mi protección, Elise, y no permitiré que él se apodere de vos para mayor comodidad mía. —Se la llevó aparte, bajando su voz a un murmullo de firme convicción.— Os fallé en una oportunidad. Volver a hacerla me provocaría grandes conflictos en el corazón y en la mente.

—No tenéis por qué preocuparas tanto por mí, Nicholas. Puedo cuidarme sola.

El meneó la cabeza, muy en desacuerdo.

—En el kontor no pudisteis y tampoco podréis aquí. Si al capitán Sinclair se le ocurre haceros suya, no podréis impedirlo. En tan poco tiempo, ¿quién puede juzgar si es un verdadero caballero o no?

—Spence y Fitch me acompañarían...

El capitán anseático soltó un bufido de desprecio, echando un vistazo a los dos criados acurrucados junto al pequeño pesebre de Eddy. Su palidez había tomado un tinte verdoso; entre los párpados abolsados, los ojos tenían un aspecto opaco y doliente. Ninguno de los dos parecía capaz de levantar un dedo, mucho menos de enfrentarse al inglés.

—Se me hizo responsable de vuestra seguridad, Elise, y no puedo confiarla a otros. En cuanto a ésos, antes de levar anclas ya estaban colgando de la borda.

Sus facciones se endurecieron al acercarse al inglés. Su voz tenía un dejo burlón y cáustico.

—Puesto que, de cualquier modo, voy a Inglaterra, capitán Sinclair, no me opongo a que me escoltéis hasta allá. Pero si pretendéis encarcelarme antes de la llegada... o llevar a lady Elise a vuestro barco, rehúso vuestra hospitalidad... y me expresaré como sea necesario.

Sinclair abrió la boca para protestar, pero Nicholas alzó una mano para cortar sus amenazas.

—Tened en cuenta que vuestras naves pueden sacarme ventaja y llevan cañones con que detenerme, si yo cometiera la tontería de intentar la huida. Dejarse escoltar hasta Inglaterra es sencillo; reconstruir un barco destrozado no lo es.

—Tenéis razón —reconoció el capitán inglés, captando la tozudez de su adversario. Cualquier confrontación podía acabar con un conflicto sangriento; puesto que la inglesa estaba allí para servir de testigo, él podía verse obligado a rendir cuentas de la situación. Al parecer, el curso estaba mal trazado; no podía bombardear al barco anseático ni desechar sus amenazas sin quedar como un tonto.—. Acepto vuestra palabra. Os escoltaré por babor, con un cañón listo para disparar, hasta que lleguemos al Támesis. Entonces me pondré a popa.

Dio un paso atrás, saludó secamente a Nicholas con la cabeza y dedicó una profunda reverencia a Elise. .

—Hasta que volvamos a vernos, lady Radbome.

Con los brazos en jarras y los pies separados, Nicholas observó la partida del grupo de abordaje. Cuando los garfios fueron retirados y arrojados al barco inglés, dio en pasearse por cubierta, dando órdenes bruscas a su tripulación hasta que se reanudó la marcha.

Bien sabía lo que les esperaba en Inglaterra, pero ahora aquello era cuestión de orgullo. Ya demostraría a ese advenedizo inglés que no se podía jugar con un arresto sin poner a prueba su autoridad.