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LONDRES se convirtió en sede de inquietudes, cada vez con mayor frecuencia, corrían relatos de traiciones y recompensas pagadas. La vida de la ciudad se mezclaba con una serie de alarmas, en tanto los agentes de la reina trataban de descubrir a los conspiradores. Gritos salvajes y ruido de pasos precipitados solían quebrar el silencio de las calles, en las horas más oscuras de la noche; luego, el insistente golpear de fuertes puños contra alguna puerta, asegurada con cerrojos seguían los interrogatorios a la luz de las antorchas, que solían terminar con ahorcamientos múltiples y en la exhibición de cabezas degolladas en el Puente de Londres.

Los atentados contra la reina no cesaban, por el contrario, parecían brotar de los imperios subterráneos. Maria Estuardo estaba prisionera de Inglaterra, Isabel Tudor ocupaba el trono. Pero cada una corría tanto peligro de perder la vida como la otra.

7 de noviembre de 1585

Cerca de la aldea de Burford Oxfordshire, Inglaterra

Las diminutas llamas de mil velas romas bailoteaban, en jubiloso acuerdo con los invitados a la boda, que bailaban al vivo ritmo de la courante. La música festiva de los juglares llenaba el gran salón de Bradbury Hall, mezclándose con las alegres carcajadas de los señores y sus esposas. Sin duda alguna, sobraban motivos para celebrar, pues los frecuentes compromisos matrimoniales de la bella Arabella Stamford, seguidos de otras tantas cancelaciones, habían concluido finalmente en una boda lograda. Igualmente asombroso era el hecho de que ningún desastre hubiera afectado al bravo caballero que con tanto celo pidiera su mano en los meses anteriores. De los seis pretendientes favorecidos hasta entonces, a ninguno se lo había vuelto a ver con vida; tampoco al difunto marqués de Bradbury, en cuya finca campestre se celebraban los festejos. Reland Huxford, conde de Chadwick, había rechazado públicamente la posibilidad de que mujer tan hermosa pudiera estar maldita, por lo cual se dedicó audazmente a cortejarla, sin prestar atención a la horrible suerte corrida por sus predecesores. Ya triunfalmente desposado, se exhibía de pie, unido a su novia por una guirnalda, mientras a su alrededor todos alzaban jarrillos y capones de plata, en vocingleros brindis para los recién casados.

Las fuertes cervezas y los vinos embriagador es ayudaban a calentar el ánimo y favorecer el humor jovial; los sirvientes se apresuraban a reponer los toneles de cerveza y los barriles de clarete, para que el entusiasmo no menguara. Edward Stamford estaba en éxtasis; por fin había conseguido un yerno que unía riquezas a su título nobiliario, pero los esponsales de su hija no dejaban de producirle cierto dolor. Contra su voluntad, había reconocido que el banquete de bodas exigía algo más que los alimentos básicos de costumbre; bajo su mirada melancólica, enormes fuentes de lechoncillos, cabras rellenas y aves vistosamente decoradas circulaban entre los invitados hambrientos. Hacía muecas de angustia al ver cómo desaparecían las suculentas carnes, los elaborados postres y las sabrosas golosinas, devoradas con imparcial glotonería por quienes habían acudido dispuestos a disfrutar de esa generosidad, rara en él. Si alguien reparaba en el poco apetito demostrado por el anfitrión, ese alguien se reservaba sus observaciones.

Por cierto, raro era el día en que Edward Stamford se mostraba bien dispuesto hacia persona alguna. Antes bien, se decía de él que era un oportunista, que había adquirido su fortuna gracias a la mala suerte o los errores de otras personas. Nadie podía declarar que esas ganancias se hubieran producido por astutas maniobras suyas, pero Edward siempre estaba dispuesto a apoderarse de cuanto pudiera arrancar a quienes habían cultivado abnegadamente lo suyo. Su donante más famoso, si bien vocalmente reacio, era el previo señor de Bradbury Hall, lord Maxim Seymour. Nadie sabía del supremo sacrificio que Edward se había visto obligado a hacer, a fin de desviar la atención general de su propia participación en el asesinato de un agente de la reina. Al cargar la culpa a Seymour, había previsto el horrible fin de todos los honores y las ventajas que aspiraba conseguir mediante el enlace de su hija con ese hombre. Si tenía éxito era lo menos que podía perder ¿y si fracasaba? Bueno, los peligros para sí eran tan enormes que ni siquiera estaba dispuesto a imaginarlos. No sólo había recibido una amenaza de represalias de su soberana majestad, sino que el marqués había sido considerado, por algún tiempo, como el mejor de los campeones de la reina; sus proezas con la espada eran legendarias. En sus más leves pesadillas, Edward se había visto clavada a algún muro por la larga y brillante espada del noble. Tejió cautamente su historia, mientras Isabel prestaba oídos a sus acusaciones, pero subestimó el cariño que Seymour inspiraba a la reina. Ella estalló en cólera, irritada ante el hecho de que un cortesano tan poco estimable acusara de traición y asesinato a uno de sus lores favoritos. Sólo cuando ciertos testigos afirmaron que se habían encontrado los guantes del marqués junto al agente asesinado, sólo entonces Edward consiguió el apoyo necesario. La soberana acabó por ceder y, con un golpe vengativo, selló el destino de Seymour ordenando su inmediata ejecución. Habituada a aplicar rápida justicia a los traidores, lo despojó de su título, sus posesiones y sus fincas; rencorosa, acordó estas últimas pertenencias materiales al hombre que lo había acusado.

El regocijo de Edward era infinito, pero el miedo no tardó en remplazarlo: Seymour juró, desde su celda en el palacio de Lambeth, aplicar justicia a todos los que habían precipitado su caída. Aunque el caballero debía enfrentarse al hacha del verdugo apenas quince días después, Edward estuvo a punto de derrumbarse ante los embates del temor; temía hasta cerrar los ojos, por si no volviera a abrir los. Lo que tanto le asustaba era la astucia del condenado. Y tenía motivos para sentir así, pues el marqués planeaba escapar de su custodia cuando cruzara el puente, camino a la Torre. Sin embargo, el destino decretó otra cosa: Seymour fue muerto de un disparo por un guardia que trataba de impedir su fuga. Edward recibió la noticia temblando de alivio y, por fin, juzgó que podía trasladar sus pertenencias de su casa solariega, bastante desprovista, a las ricas propiedades del marqués. Esa rápida eliminación de Maxim Seymour había sido una de sus hazañas más memorables, pero ahora, cuando quiera que demostraba simpatía, cuando abría su casa o su bolsa para ayudar al prójimo, muchos le adjudicaban la despreciable intención de cosechar alguna recompensa mayor. Tal pareció ser el caso cuando ofreció su hospitalidad a Elise Radborne, hija de una hermana adoptiva que había fallecido quince años antes. La desaparición del padre de Elise había provocado circunstancias que obligaron a la muchacha a huir de la casa familiar de Londres.

Edward, que no ignoraba los rumores circulantes sobre la existencia de un tesoro escondido, se apresuró a ofrecerle el ala este. Claro que la generosidad excesiva no formaba parte de su temperamento. Puesto que la niña no tenía otros parientes a los cuales recurrir, él se aprovechó de su aprieto, pidiendo el pago de una elevada renta y obligándola a manejar su nueva finca de Bradbury Hall. Al desgaire, ofreció la excusa de que su propia hija no podía distraerse en sus tareas menores, dedicada como estaba a los preparativos de su enlace con el conde de Chadwick. Mucho antes del festín de bodas, Edward dio a su sobrina instrucciones de no participar de las festividades, para que dedicara toda su atención a la supervisión de los sirvientes encargados de trabajar en el festín. No debía permitir que se desperdiciara una gota ni un mendrugo. Por encima de todo, los criados no debían probar la comida. Aunque Elise Radbome sólo tenía diecisiete años, era una jovencita de recursos y no carecía de experiencia en el manejo de una casa grande, pues se había hecho cargo de la de su padre durante varios años.

Sin embargo, estaba entre desconocidos y debía entenderse con una servidumbre aún solidaria con Maxim Seymour, el difunto marqués de Bradbury. Los sirvientes eran tan leales a su memoria como adversos al nuevo dueño, pues entre ellos se decía que Edward Stamford había adquirido las propiedades de Bradbury mediante taimadas mentiras. Elise no tenía modo de saber qué era verdad y qué no lo era. Había llegado a Bradbury meses después de que el marqués pereciera en su audaz intento de liberarse, sin haber tenido oportunidad alguna de entablar relación con ese hombre. Su único contacto con él había sido el descubrimiento de su retrato en el ala este, donde ahora residía. Hasta su llegada ese sector había permanecido cerrado, pero en el diminuto cubículo en donde apareció el retrato se notaba cierta alteración en el polvo; eso, más la funda limpia que cubría la otra, revelaban que había sido puesto allí recientemente.

Extrañada por el hecho de que tan magnífica pintura permaneciera oculta, hizo discretas averiguaciones; sólo pudo saber que el nuevo dueño había ordenado la destrucción del retrato a poco de su llegada; los sirvientes, resentidos ante ese dictado, optaron por llevar lo subrepticiamente al ala este. Elise no podía reprocharles esa lealtad, aunque estuviera convencida, por las evidencias de los crímenes del marqués, de que el hombre no merecía tanta devoción. Después de todo, se lo había declarado culpable de intrigas con los extranjeros, de conspirar para el asesinato de la reina y de matar a un agente de ella para ocultar su traición.

Sin embargo, al tener en cuenta el largo tiempo que muchos de esos servidores llevaban en Bradbury (algunos estaban allí aun antes de nacer lord Seymour, treinta y tres años antes), Elise comprendía que prefirieran rechazar las pruebas de su culpabilidad para permanecer fieles a su recuerdo. Ella estaba decidida a mostrarse igualmente sensible a los motivos que llevaran a su tío a librar la casa de cualquier recordatorio del difunto marqués. Si el retrato era fiel al original, cabía suponer que Seymour había causado gran impresión a Arabella. La pérdida de tan magnífico pretendiente habría hecho que cualquier joven se resintiera contra el padre que hubiera participado, de algún modo, en su fallecimiento. Aunque sólo fuera para mantener la paz en su pequeña familia, Edward estaba justificado. Tal era la dificultad con que Elise se enfrentaba desde su llegada: entenderse con una servidumbre que detestaba al nuevo amo. Aunque todos se mantenían atareados y atendían los trabajos de la casa, lo hacía sobre todo por respeto al propietario anterior.

Después de mucho rezongar por el modo en que Edward hacía las cosas, solía producirse una confrontación. Elise les repetía que ellos no tenían derecho a poner las órdenes del señor en tela de juicio, por tontas que les parecieran. y esa velada no era la excepción de la regla. Ya se había visto obligada a regañar a varios por sus desfavorables comparaciones entre el amo actual y el anterior.

De pronto notó que un sirviente rondaba uno de los toneles. El hombre vestía una chaquetilla cuya capucha le cubría la cabeza, impidiendo que se le vieran las facciones.

Estaba encorvado sobre el tonel, en una postura tal que sus anchos hombros ocultaban lo que hacía. Eso despertó en la muchacha la idea de que se estaba tomando libertades con la bebida pecado ciertamente imperdonable a los ojos de su tío. Preparada para una nueva discusión, Elise irguió la espalda y se alisó el vestido de terciopelo negro sobre el verdugado, asumiendo su mejor actitud de señora de una casa grande. Pese a ser tan joven, se la veía muy decidida y elegantísima con ese atuendo, sencillo, pero costoso. La gola de encaje blanco, conservadoramente estrecha, comparada con los generosos excesos de la moda cortesana, se abría desde el cuello para elevarse por atrás, realzando la belleza de su rostro oval. Un capullo de color rosado intenso iluminaba sus mejillas, de huesos delicados, arrancando una chispa a los ojos de zafiro, que se inclinaban levemente hacia arriba, densamente rodeados de sedosas pestañas, negras como el carbón. No rasuraba sus cejas, siguiendo la costumbre de algunas mujeres: eran pincelas de color pardo rojizo que se elevaban a través del cutis impecable. La densa cabellera rojiza, dividida en el medio, había sido pulcramente peinada bajo una toca de terciopelo negro que formaba un arco sobre los costados de la frente.

Dos largas sartas de perlas le colgaban del cuello, por debajo de la almidonada gola, y descendían por el seno. Un marco con incrustaciones de rubí servía como broche entre las dos curvas superiores de los pechos: sostenía una diminuta pintura al esmalte: un perfil de mujer que, según solía decir su padre, se parecía a la madre de Elise.; La muchacha trató de mostrarse tan imponente como la modelo del retrato en miniatura y se detuvo a poca distancia del hombre, preguntando casi con dulzura:

—¿Está el vino de tu agrado?

La cabeza encapuchada giró poco a poco, hasta que la estrecha abertura la enfrentó por encima de un ancho hombro. La capucha ocultaba a medias la cara del hombre, impidiendo ver con claridad sus facciones, aunque sus ojos, oscuramente traslúcidos, captaban el fulgor de las velas cercanas y parecían centellear desde la sombra. El hombre parecía mucho más alto y diferente de los otros criados; eso la indujo a sospechar que provenía de un sector apartado de la finca.

—Con vuestro perdón señora, el viejo encargado de los vinos me encargó probar la bebida, para que estas grandes personas no se amarguen la lengua con vinagre.

Aunque endurecida por la pronunciación tosca del lenguaje vulgar, su voz era grave y rica, notablemente cálida. Levantó el bocal que tenía en la mano, inclinándolo un poco, y lo contempló pensativo, para luego darle unos golpecitos con el índice:

—Recordad lo que os digo, señora: éste es de los del otro amo. Tiene cuerpo, sí. No como esa porquería que sirve ese tal Stamford.

Ella lo miró boquiabierta, desconcertada por tan descarada afrenta. La audacia del hombre ofendió su sentido de lo correcto, dando a su voz un filo de sarcasmo:

—Dudo mucho que el señor Stamford se preocupe por tu opinión, cualquiera sea. ¡Condenado desagradecido! ¿Quién eres tú para poner en duda las buenas intenciones del que te paga el salario? ¡Qué vergüenza!

El sirviente dejó escapar un suspiro cansado.

—Una lástima, es una verdadera lástima.

Elise empinó los brazos por encima de su estrecha cintura, sus ojos despidieron un fiero brillo.

—¡Ah, esto me faltaba oír! ¡Quejas, ahora! ¡Yaya! El señor preferiría oír quejas de los pobres mendigos de las calles antes que de los sirvientes de su cocina. Dime, buen hombre, por favor, ¿acaso mi presencia te impide beber en libertad?.

El hombre levantó una mano envuelta en raídos trozos de trapo y se frotó la boca.

—El señor debería probar el vino de su bodega. Es una lástima, digo, dar a estas finas personas los posos amargos que nos hace servir.

—¿Eres experto en vinos o sólo naciste arrogante? —preguntó Elise con rampante desprecio.

—¿Arrogante? —El fulano dejó escapar una breve risa, teñida de reproche.

—¡Bueno! Podéis decir que tengo lo mío. Demasiado tiempo hace que estoy con vosotros, los de alcurnia.

Elise respiró bruscamente, llena de indignación.

—¡Tienes mucho más de lo que te corresponde, te lo aseguro!

Sin dejarse afectar por esa crítica, el sirviente respondió encogiéndose de hombros con aire insolente.

—No es tanto arrogancia como saber distinguir lo bueno de lo malo, virtudes de pecado... y a veces hace falta un poco de seso para saber la diferencia. —Se acercó otra vez al tonel y llenó un segundo bocal.— Eso sí, cuando vivía aquí Su Señoría...

—¡Qué! ¡Otro que se lamenta de haber perdido al difunto marqués! Nunca me he visto entre tantos sirvientes rebeldes —se quejó Elise.

Entonces notó que entraban más fuentes con comida y, con gesto impaciente de la mano, indicó a los criados que la pusieran en una mesa de caballete, a cierta distancia. Aún no estaba dispuesta a dejar que ese patán escapara sin haberlo puesto en su lugar.

—Dime, ese hombre ¿no logró enseñarte algo de buenos modales?

—Sí, claro que sí. —La capucha apagaba la voz grave. El hombre secó algunas gotitas de vino con la manga de su chaqueta.— Su Señoría... el marqués... Yo siempre lo imitaba en todo...

—Pues te diré que has tenido muy mal maestro —le interrumpió Elise, brusca—. Es bien sabido que lord Seymour fue un asesino y traidor a la reina. Harías bien en buscar otro ejemplo para imitar.

—Yo también he oído esas historias —respondió el sirviente, y continuó, con una risa breve y desdeñosa—: Pero no les doy crédito, no.

—No son historias —le recordó Elise, muy seca—. Al menos, eso pensó la reina, puesto que despojó a ese hombre de sus propiedades para dárselas a mi tío. Obviamente, ella supo reconocer quién era el mejor.

El hombre dejó el bocal con un golpe seco y se inclinó hacia adelante, como si fuera a enfrentarla con una negativa, sin prestar atención a la capucha, que descubrió la parte inferior de la cara; por debajo de la barba desigual, la boca se retiró en una mueca.

—¿Por qué juzgarlo, jovencita? Vaya, ni siquiera conocisteis a ese hombre, Y si decís que el señor es mejor, no lo conocéis a él tampoco.

Elise se enfrentó a esos ojos, ahora extrañamente penetrantes entre las sombras de la capucha. Por un momento quedó petrificada ante la cólera que allí ardía. Luego levantó la barbilla con aire elegante y contraatacó.

—¿Eres algún sabio adivino, puesto que sabes si lo conocí o no?

El sirviente se irguió en toda su estatura y se cruzó de brazos, mirándola con sardónica diversión. La coronilla de la joven llegaba, cuanto mucho, al barbudo mentón. Si Elise no hubiera echado la cabeza atrás, sólo habría podido ver la tosca tela que cubría aquel pecho amplio.

—Con vuestro perdón, señora —el hombre apretó una mano contra ese pecho y se inclinó en una hueca reverencia de disculpa.— Nunca os vi aquí en vida de lord Seymour. Tenía la idea de que no os conocíais.

—Y así es, en realidad —admitió Elise, algo fastidiada por actitud tan desafiante. Ese hombre no merecía explicaciones; ¿por qué se molestaba en dar las? Se enfrentó a la provocativa sonrisa, dando énfasis a sus palabras—: De cualquier modo, lo habría reconocido.

—¿Ah, sí? — El le clavó una mirada oblicua, desde el fondo de la capucha.— ¿y podríais decir si era él o no con sólo mirarlo de frente?

Elise echaba chispas ante tanta insolencia. Obviamente, el hombre dudaba de sus palabras; tal vez sólo el sentido común le impedía tratarla de mentirosa. Sin embargo, en la mente de la muchacha perduraba un recuerdo más reciente; era frustrante verse perseguida por uno que deseaba olvidar: el retrato del marqués. En un principio había atribuido la admiración que en ella despertaba a la calidad de la pintura. El verde atuendo de cazador daba al modelo un aire desenvuelto. Los dos galgos que lo flanqueaban, alertas, sugerían un espíritu aventurero; pero en verdad eran las facciones bellas y aristocráticas, los ojos verdes de pestañas oscuras y la sonrisa, sutilmente provocativa, lo que la atraían y la obligaban a volver de vez en cuando para echar le un vistazo.

Elise comprendió que el harapiento criado esperaba su respuesta con tolerancia, como si su silencio le pareciera prueba de una jactancia demasiado inflada. Su fastidio iba en aumento y agregó sequedad a su voz:

—Te burlas, obviamente, porque sabes que no puedo probar lo que digo. El marqués murió al intentar la fuga.

—Sí, eso me han dicho —reconoció el adversario—. Cuando iba a la Torre, dicen, trató de huir y lo mataron de un disparo.-El sirviente volvió a inclinarse hacia ella para susurrarle furtivamente, como si el secreto fuera indispensable—: Pero ¿quién puede asegurar qué fue del marqués cuando cayó del puente? Nadie volvió a verlo, nadie, y no se encontraron rastros. —Suspiró con tristeza.— Sí, ya dirá la señora que los peces comieron bien esa noche.

Elise se estremeció ante la horrible imagen conjurada. Con un esfuerzo de voluntad, desechó ese deliberado intento de perturbarla y concentró su atención en el trabajo:

—Pues, hablando de comer, debemos ocupamos de este festín, eh... —Hizo una pausa, sin saber cómo llamar a ese hombre.— Supongo que tu madre te dio un nombre.

—Sí, señora, claro. Taylor, me llamo. Sólo Taylor.

Elise señaló con la mano a los comensales sentados ante las mesas de caballete y le dio sus instrucciones.

—Bueno, Taylor: te encargo atender a los invitados del señor, y mantenerles las copas llenas, antes de que nos regañe a ambos por la tardanza.

Con un garboso ademán de la mano envuelta en harapos, Taylor le dedicó una elegante reverencia.

—Para servir a la señora.

La joven quedó asombrada ante tanta gracia y no pudo resistirse a una conjetura:

—Imitas bien los modales de tu señor, Taylor.

El hombre dejó escapar una risa sofocada, en tanto se echaba la capucha más sobre la cara.

—Su Señoría tuvo en su juventud tantos maestros como verrugas el sapo. A mí me gustaba imitar lo que le enseñaban.

Ella arqueó una ceja, con leve curiosidad.

—¿Y por qué te cubres la cabeza y ocultas la cara? No veo que haga frío en el salón.

La respuesta fue pronta:

—No, señora, no hace frío. Un accidente de nacimiento. Hay quienes se desmayan con sólo ver esta cara, sí. Y esa fina gente no tiene por qué soportar cosas horribles.

Elise prefirió no hacer más preguntas, pues nada deseaba menos que ver las deformidades del hombre. Lo despidió con una palabra y lo siguió con la mirada para asegurarse de que estuviera dedicado a sus funciones. El caminaba entre las mesas de caballete, llenando un copón aquí o proporcionando otro jarrillo allá; Alternaba las jarras que llevaba: servía con una a las señoras y a los ancianos; con la otra, a los fuertes y capaces. Elise aprobó para sus adentros, admirando su buen criterio de escanciar un vino más suave a los menos resistentes.

Después de inspeccionar el salón con una mirada, Elise relajó su actitud; todos los sirvientes se mantenían activos. Sus ojos pasaron de mesa en mesa, buscando fuentes que debieran ser cambiadas, y no detectaron al invitado que se acercaba hasta apretarse contra su espalda. El intruso le deslizó una mano en torno a la cintura. Antes de que ella pudiera reaccionar, se inclinó para depositar un leve beso por debajo de la oreja, junto al borde de la gola.

—Elise, fragante flor de la noche —canturreó con voz grave—. Mi alma ansía tus favores, dulce doncella. Sé bondadosa con este pobre diablo y permítele robar el néctar de tus labios.

Elise estalló. Su temperamento no le permitía regodearse con esos manoseas. ¡Ya se encargaría de que ese atrevido pusiera pies en polvorosa! Giró con la mano lista para golpear al arrogante rufián que tan estúpidamente la acosaba. Aunque su peso era escaso, había aplicado a la mano toda su fuerza, con intención de propinarle un buen golpe. Imaginó que sería Devlin Hulford, el presumido primo de Reland, el novio, pues había notado que el hombre la devoraba con la vista durante todos los festejos. Sus ojos destellaban de indignación al pensar que se había atrevido a hociquearle el cuello, pero el hombre le sujetó la muñeca, impidiéndole retirarla. Ella elevó una mirada fulminante a la cara morena que pendía ante la suya. Enfrentándose a dos ojos intensamente pardos, que casi bailaban de risa.

—¡Quentin! —exclamó, aliviada—. ¿Qué haces aquí?

El, sonriente, le alzó los dedos finos hasta ponerlos en cálido contacto con sus labios.

—Se te ve muy encantadora esta noche, prima. Por cierto, no te sienta mal haber escapado a la malicia de los Radborne. —Las comisuras de su boca se torcieron hacia arriba, burlonas.— Creo que mi madre jamás perdonaría a mis hermanos que te hayan dejado escapar.

—¿Cómo puedes bromear así sobre tu familia? —preguntó ella, asombrada—. Querían hacerme daño. Fue un milagro que lograra escapar.

—El pobre Forsworth aún sufre por el golpe que le diste en la cabeza. Jura que le golpeaste con un garrote. Y madre, por cierto, hizo otro tanto por haberte vuelto la espalda. —Quentin soltó un suspiro de burlona compasión y meneó la cabeza.— El pobrecito no volverá a ser el mismo. Lo has dejado idiota, estoy seguro.

—Lord Forsworth, como se hace llamar, era idiota mucho antes de que yo lo tocara —comentó ella, desdeñosa—. En verdad me asombra que provengas del mismo tronco. Es obvio que estás muy por encima de tus hermanos, tanto en inteligencia como en sabiduría, para no mencionar los buenos modales.

El apretó una mano contra el rico paño de su chaleco y le hizo una reverencia para agradecer el cumplido.

—Os estoy agradecido, bella damisela. Ser el mayor tiene sus ventajas. Como sabes, mi padre me legó la finca familiar y una fortuna aparte de la de madre. Esas comodidades me permiten separarme de las rivalidades y conspiraciones de la familia.

Elise levantó la delgada nariz, rechazando cualquier excusa a las faltas de esos parientes. La viuda y los hijos menores de Bardolf Radborne pertenecían a una altanera clase de aristócratas, que ejercían su poder con tanta imparcialidad como si fuera una espada en el campo de batalla: derribaban con destructivos golpes a quienquiera que se interpusiese en su camino.

—Tío Bardolf fue igualmente generoso con Cassandra; también había riquezas suficientes para que tu madre y tus hermanos estuvieran bien provistos en el futuro. Si ella ha reducido sus reservas, es su propia imprudencia la que provocó el gasto excesivo. Codicia la parte que mi padre separó para mí y asegura que pertenece a sus hijos, por ser parte de la herencia de los Radborne, pero ¡que la peste se la lleve, junto contigo y con tus tres hermanos, si ella y sus hijos creen en lo que afirman! Tú sabes muy bien que mi padre, por ser segundón, tuvo que ganar su propia fortuna; por lo tanto, nada de todo eso pertenece a tu familia. Si no fuera porque ellos me tomaron prisionera con intenciones de hacerme decir dónde había escondido mi padre su oro, me inclinaría a pensar que ellos fueron los responsables de su secuestro.

Quentin arrugó el ceño, pensativo, mientras cruzaba las manos a la espalda.

—Estoy de acuerdo. Me parece extraño que intentaran arrancarte esa información si ya tuvieran en su poder a tío Ramsey. —Dejó escapar un tremendo suspiro—. Me afligen mucho los juegos a que se dedican mi madre y mis hermanos, en su afán de conseguir riquezas.

—No son simples juegos —corrigió Elise, gélida—. Cassandra y su cría de idiotas querían hacer me daño. —Hizo una pausa, comprendiendo que sus epítetos podían ofender a ese miembro de la familia, y se irritó por su propia insensibilidad.— Disculpa, Quentin, te ofendo sin intención. Como eres tan diferente al resto de tu familia, a veces me olvido de contener la lengua cuando estoy contigo. No comprendo por qué te arriesgaste a la ira de tu madre para llevarme contigo.

De los labios del mozo escapó una risa abortada.

—Temo que mi galantería fue poco previsora. Debí fortificar mi casa para que ellos no la invadieran. De ese modo no te habrías visto obligado a escapar por segunda vez.

—Tus hermanos llegaron cuanto tú estabas ausente; se filtraron en tu casa como ladrones nocturnos para arrastrarme otra vez a Londres. No tienes culpa alguna, Quentin.

Los ojos oscuros hurgaron en aquellos estanques de intenso azul.

—Querría saber... —Hablaba con vacilación.— No me gusta preguntártelo, Elise, pero temo que debo hacerlo. ¿Qué te hizo mi familia?

Ella encogió los hombros en un gesto leve y preocupado; no quería recordar las crueldades de su tía y sus primos. Los abusos habían ido más allá de los insultos verbales, para pasar a un interrogatorio agresivo; Como eso también fallara, se le había privado de comida y de las comodidades más simples. Convirtieron su alcoba en una cámara de tormentos. Ahora que estaba libre, prefería olvidar esas semanas, en bien de su paz interior y su bienestar

—A fin de cuentas, Quentin, no sufrí ningún daño irreversible.

Pese a esas palabras caritativas, aún temblaba al recordar la pesadilla de su prisión. Se obligó a sonreír.

—No me has dicho qué te trae por aquí. Estaba segura de que detestabas a tío Edward.

—No puedo negarlo —admitió él, riendo entre dientes—, pero visito el nido del cuervo para ver la joya más bella.

—Llegas tarde, Quentin —le reprochó Elise, en tono de broma—. La boda ya se ha concretado. Ahora Arabella está casada con el joven conde.

—Mi bella Elise, no vengo por Arabella sino por ti —declaró él, con fervor.

—Bromeas, primo, bromeas —acusó ella, con sincero escepticismo—. Te resultaría más fácil convencerme de tu sinceridad si me dijeras que vienes para ver a tío Edward. Nadie puede negar la belleza de Arabella; estoy segura de que muchos pretendientes rechazados están aquí para darle un cariñoso adiós.

La sonrisa de Quentin expresaba cierta lascivia; se inclinó hacia ella para susurrarle, cálido:

—¿No hay un trovador galante que haya compuesto sonetos para celebrar tu hermosura, dulce Elise? ¿O acaso tu perfección los ha deslumbrado demasiado? —Suspiró para representar una exagerada agonía. Elise lo miraba con burlona desconfianza.

—¡Dulce doncella, no miento! Tus ojos son piedras preciosas, los más caros de los zafiros. Relucen entre sus bordes negros. Tus cejas son alados pájaros que alzan vuelo; y tu cabellera tiene el rico tinte de la madera del cerezo, y una fragancia que me embriaga de placer. Tu piel relumbra con el lustre suave de las perlas... y promete ser más sabrosa.

Elise continuaba observándolo con divertida incredulidad, sin dejarse conmover por tan ardiente declaración.

—Si crees que voy a prestar oídos a tanta tontería es porque el vino te ha dejado lelo.

—¡No he bebido una gota! —juró él, apasionadamente.

Ella continuó, sin parar mientes en la interrupción.

—Me han contado muchas cosas de ti, Quentin. Tantas que me atrevo a decir que tu cháchara está raída por el uso. A cuántas doncellas habrás dicho elogios similares!

—¡Por Dios, tierna doncella!— Quentin se aplicó una mano al pecho, fingiendo luctuosas protestas.— ¡Qué grave injusticia cometéis conmigo!

—y vos, señor, en vano os golpeáis el chaleco. Ambos sabemos que mis acusaciones son justas —desafió Elise, con una sonrisa provocadora—. Eres un truhán indigno de crédito, Quentin. Hace apenas quince días oí una prosa similar expresada a Arabella... y de tus propios labios!

—Es posible que estés celosa, bella Elise? —preguntó él, esperanzado.

Sin prestar atención a esa rápida réplica, ella prosiguió, impertérrita:

—Supongo que Arabella, debidamente prometida a Reland, tuvo el buen tino de pedirte que te retiraras. Por ser tu prima, me gustaría saberte a salvo.

—Oh, dulce mía —se lamentó él, dramático—. Blandes esa lengua con la habilidad y el celo de una bruja malhumorada. Y así me dejas huérfano de toda alegría.

—Eso lo dudo —dijo Elise, con voz risueña.

Su condición de mujer le permitía reconocer que el moreno Quentin Radborne contaba con apostura y encanto para conquistar a muchas admiradoras, pero ella estaba completamente convencida de que más de una doncella había sido condenada a una sombría tristeza por sus palabras almibaradas y sus ardientes atenciones. Ella disfrutaba con su compañía, pero estaba decidida a que sus relaciones con él no pasaran de eso.

Hizo una pausa, pues se había oído llamar desde el atestado salón. Miró a su alrededor hasta ver que su tío le hacía señas con impaciencia. El ceño fruncido revelaba su disgusto. Y el motivo estaba a la vista. Decir que el tío toleraba, siquiera remotamente, a su sobrino Quentin, era desfigurar la verdad hasta lo absurdo. Su tono se endureció para la orden:

—¡Ven, niña! ¡Y date prisa! ...

—¡Pardiez, tu carcelero llama! —comentó Quentin, disparatadamente.

Elise arqueó una ceja ante el oscuro humor de su primo,

—¿Mi carcelero?

Una sonrisa irónica se extendió en los labios plenos:

—Si Edward pudiera, te encerraría en una torre y escondería la llave, sólo para evitar que yo me acercara demasiado a ti. Teme que pierdas, ya el tesoro al que le ha echado el ojo, ya ese otro tesoro llamado castidad.

—Pues sus temores son infundados. —Elise sonrió, dando unos suaves golpecitos al chaleco de Quentin.

—Bien sé que tú querrías reclamar alguno de ellos, desde luego. Pero yo no estoy dispuesta a dejarme despojar de mi bolsa ni a ser agregada a la larga lista de tus conquistas.

Quentin echó la cabeza atrás y dio rienda suelta a un torrente de ruidosas carcajadas. No podía sino admirar a esa vivaz muchacha por decir lo que pensaba. Sería un desafío para cualquier hombre... y una presa digna de conquistar.

Elise se acobardó interiormente, pues sabía que ese regocijo inflamaría más el mal genio de su tío. Por cierto, ella no le tenía miedo, pues se reservaba la prerrogativa de abandonar la casa solariega si él se mostraba demasiado duro o exigente. Aun así, a veces prefería mantener la paz hasta donde fuera posible. Y puesto que estaba celebrando la boda de Arabella, la ocasión merecía consideraciones.

Inclinándose en una profunda cortesía, se disculpó:

—Lamento abandonar tu agradable compañía, querido primo, pero me llama mi carcelero, tal como has dicho.

Quentin asintió con una sonrisa burlona.

—Quizá te hayas salvado momentáneamente de este velludo lobo, bella damisela, pero ya habrá otras oportunidades, te lo aseguro.

Elise se abrió paso entre la muchedumbre hasta reunirse con su tío, que hizo una mueca desdeñosa para señalar al joven, quien ya se alejaba por el salón repleto. Luego volvió hacia ella una mirada de reproche.

—¿No te encomendé que vigilaras tus funciones? —gruñó, en voz baja y enfadada—. No te he dado permiso para retozar con ese tal Quentin. ¿Acaso has perdido la vergüenza?

—¿Por qué falta debería sentirme avergonzada? —inquirió Elise con suavidad, haciendo que su tío echara chispas de disgusto. Y explicó, muy seria—: No he hecho sino cambiar una o dos palabras con mi primo, en presencia de vuestros invitados. No veo pecado alguno en ello.

Edward hundió la cabeza redonda entre los gruesos hombros, carraspeando con aspereza.

—Sí, yo os he visto riendo y carcajeando como si compartierais alguna broma grosera.

Las delicadas cejas de Elise se arquearon en un gesto de extrañeza, en tanto observaba el burlón desdén de su tío. El hombre tenía la tosca costumbre de torcer los labios para exhibir su desprecio, y el gesto le recordó que cada vez la exasperaba más. Con más y más frecuencia, se descubría aborreciendo sus modales. En los últimos días había llegado a experimentar un gran alivio al pensar que, en realidad, su madre no había pertenecido a la familia de Edward, puesto que la habían abandonado cuando pequeñita en la capilla de la granja de los Stamford. Eso bastaba para liberarla de cualquier lealtad que el parentesco impusiera, pero le estorbaba cuando debía regañar a otros por su falta de respeto.

—Deberías avergonzarte de tratar así con ese truhán —le riñó Edward. y movió una mano para señalar al hombre, con intención de condenar aún más a su sobrina. Pero se detuvo abruptamente al notar que el apuesto pícaro estaba ahora junto a su propia hija. A juzgar por las apariencias, compartía con la novia algún comentario divertido, pues ambos estaban riendo.

Edward se hinchó como un gallo enfurecido, barbotando:

—¡Míralo! Cualquiera diría que ese hombre no tiene la menor preocupación en el mundo, a juzgar por el modo en que se divierte con las damas.

—¿Acaso la reina ha declarado un período de luto que nos obligue a sofrenar nuestra alegría y el buen humor? —inquirió Elise, fingiéndose preocupada.

Algo aturdido por esa pregunta, Edward miró a su sobrina con el ceño fruncido. Al comprender que estaba tomando a broma su comentario, juntó bruscamente las gruesas cejas sobre la nariz.

—Te agradeceré, niña, que cuides mucho tu lengua y dejes de decir tonterías. Te convendría prestar más atención a tus tareas. De ese modo no tendré que recordártelas.

Su arrogancia hirió el orgullo de Elise. Aunque hizo un esfuerzo por no perder la buena educación, le recordó:

—Pago alquiler por el ala este, tío, y la suma es más que adecuada. Además, te presto todos los servicios que puedo. Me alegra ser útil, pero no necesito pagar por mi manutención, considerando que mi padre me dejó dinero suficiente en cuentas bancarias a mi nombre. Tampoco tengo por qué permanecer aquí si prefiero marcharme. Si te molesta el arreglo, permíteme partir y buscaré refugio en otro lado.

Edward tenía una réplica hiriente en la punta de la lengua, pero tuvo la prudencia de no descargar su enfado en la muchacha. Allí se jugaba mucho más que un alquiler, aunque éste fuera lo bastante alto como para justificar una buena conducta de su parte. De cualquier modo, no toleraba que se desafiaran sus órdenes, mucho menos si quien lo hacía era alguno de su casa o del sexo femenino. Su esposa había obedecido mansamente la voluntad marital durante toda la vida de casados, limitándose a refugiarse en su alcoba cuando él se encolerizaba y a reparar sus tristezas con botellas de oporto; eso hasta el día de su muerte. En cuanto a Arabella, nunca se había atrevido a discutir con él; se sometía a la autoridad paterna como si no tuviera deseos propios. Elise, en cambio, demostraba ser de una especie muy diferente.

Si algo había descubierto Edward sobre su sobrina desde la llegada de la muchacha a Bradbury, sin duda era que ella tenía ideas propias y fuerte voluntad. Por su empecinada decisión de hallar a su padre, se había metido en peligros a los que él habría preferido abandonarla, de no ser porque codiciaba tanto su fortuna. Alguna sospecha tuvo de ese carácter decidido cuando Elise vistió los harapos de un pilluelo pobretón, viajó a Londres en una carreta y se filtró por la invisible barrera de la calle portuaria, en un esfuerzo por conseguir la información que pudiera de los delincuentes que se habían refugiado en el territorio de Alsatia, donde no imperaba la ley. Cuando el incesante recuerdo del tesoro escondido acabó por poner a Edward en acción, lo que hizo fue enviar a un sirviente para que la buscara y la llevara a casa. Poco después de su regreso acontecieron otros hechos desastrosos; entre ellos, una horrible confrontación con Reland. Había bastado eso para convencerlo de que Elise Radborne tenía un increíble talento para causar problemas.

Cuando apenas había logrado restaurar el orden en su casa, ella volvió a escapar, esa vez rumbo a las Stillards, sitio al que su padre había viajado para cambiar algunas pertenencias por cofres de oro. Si Edward temía a las desmandadas turbas de Alsatia, después de mucho atormentarse llegó a la conclusión de que lo aterrorizaban por completo esos horribles extranjeros de la Liga Anseática. Poseían poder y riquezas capaces de influir sobre reyes y Príncipes; aunque la reina Isabel había demostrado ser de fibra más fuerte, muchos de sus súbditos habían caído presas de la ANSA. Cuando desesperaba de volver a ver a su sobrina, la vio llegar, cortésmente escoltada por un joven ANSA y vestida con el atuendo de la Liga.

—¡Una mujer con pantalones! —había rabiado al verla, espantado

—¡Eso no es decente!

Si hubiera percibido hasta qué punto vería perturbada su vida con la presencia de la muchacha, Edward habría pedido un alquiler más alto por el ala de su casa. Tal como estaban las cosas, estaba convencido de que la malcriada había hecho un buen negocio.

Por cada moneda que le daba le hacía pasar por tormentos que habría debido valer el doble. Aun así, puso cuidado en aplacarla y asumió una actitud ofendida, con la que presentó sus excusas:

—Me preocupo por tu reputación. Quentin no es hombre que pueda honrarte. Mi consejo es que no le entregues nada.

—No tienes por qué preocuparte, tío —le aseguró Elise, de inmediato—, no tengo intenciones de dejarme confundir por ningún hombre.

Esa declaración tenía doble filo, pues ella sabía muy bien qué era, en realidad, lo que su pariente deseaba y temía que Quentin consiguiera. El hombre no era tan hábil como creía para ocultar su codicia.

Edward no captó la pulla sutil y se precipitó a criticar esa actitud. Después de todo, la muchacha había acudido a su casa para proteger la vida;

—Todo el mundo sabe que tu padre vendió todo y ocultó su oro por si alguna vez lo necesitabais; sobre todo, para que Cassandra y los suyos no pudieran clavar las uñas a sus riquezas cuando él abandonara este mundo. Puedo asegurártelo, muchacha: mientras ese tesoro permanezca escondido, tendrás que sobrellevar una temible carga. Todos los truhanes tratarán de quitártelo. Y me atrevo a recordarte que justamente por eso estás aquí: para que yo pueda protegerte de los parientes de tu padre. Y he aquí a uno de esos demonios, esperando el momento de echar mano de lo que es tuyo.

—Quentin tiene fortuna propia —recordó Elise a su tío—. No necesita mi oro.

—¡Hum! No he conocido a nadie que despreciara la oportunidad de agregar un poco de oro a sus arcas. Te lo advierto: Quentin entretendría su virilidad contigo al tiempo que te quitara la bolsa.

—Sí, niña, recuerda mis palabras! Mantente lejos de fulanos como Quentin, que tal vez algún día consigas un verdadero hombre, como Reland o como Devlin, su primo.

El cielo me ampare!, pensó Elise, con total repugnancia. Y murmuró con raro humor:

—El libertinaje puede tener su recompensa, después de todo.

—¿Qué dices, niña? —estalló Edward, ofendiéndose por la despreocupada pulla. Apretó los puños, luchando por contener sus inclinaciones belicosas-¡Si crees que tu primo es más hombre que Reland, sin duda has perdido el juicio!

—Tal vez —replicó Elise, encogiéndose sin comprometerse y se alejó, sin asegurarle que no necesitaba tan malas opiniones para mantener su decisión de evitar cualquier relación, seria con Quentin. Demasiado le preocupaba su padre para permitir que un hombre la cortejara. Mucho menos, uno de la tribu de Huxbor.