7

ELISE se retiró, esa noche, vacilando al borde del agotamiento absoluto. Sentía los miembros tan pesados que a duras penas se las compuso para subir a su alcoba. Se había lanzado a una actividad frenética, tratando de mejorar las circunstancias antes de que cayera la noche.

El progreso era poco; considerando la tarea monumental que tenían por delante, los esfuerzos de esa tarde eran comparables a rascar una superficie de piedra con un palillo verde. Por el momento se sentía derrotada; cuando la puerta de la habitación quedó bien cerrada tras ella, se dejó caer de rodillas ante el hogar, debilitada, contemplando las llamas con torpe estupor.

En las densas pestañas le centellearon las lágrimas; los recuerdos de su padre venían subrepticiamente a ella, despertando preguntas torturantes. ¿Estaba acaso en alguna prisión? ¿Se lo torturaba? ¿Estaría siquiera con vida? Cerró los ojos, dejando que las lágrimas se le escaparan hasta las mejillas; en los oscuros rincones de su mente tomó forma una visión: la de su padre, que se paseaba por una celda oscura.

En los tobillos y las muñecas llevaba bandas de hierro; su rostro tenía un aspecto ojeroso y desvastado. Vestía ropas desgarradas y mugrientas; el manto, antes costoso, le ceñía los hombros como única protección contra el frío. Miraba con ojos vacuos la piedra sin relieves de la pared opuesta, en tanto sus labios se movían lentamente, formando palabras ininteligibles.

Elise dejó caer la cara en las manos, sollozando desde el corazón. Deseaba desesperadamente abandonar ese sitio para liberar a su padre, para estar en casa, entre la reconfortante seguridad de sus brazos. Pedía por él y estaba harta de que se la llevara de

un lado a otro, manoseándola de un modo degradante. Estaba harta del cautiverio: desde el que le habían impuesto sus primos hasta la codiciosa y cuestionable hospitalidad de su tío y ahora de esta nueva farsa de bandidos desorientados. Su juventud ansiaba un lado más alegre de la vida, un padre amante que la aconsejara sobre cuestiones no más importantes que un enamorado capaz de escribirle sonetos y urgentes declaraciones de eterna devoción.

Languidecía por dejar correr sus pies en la danza. Ansiaba sonreír y hacer caídas de ojos en los momentos más sugestivos. Por una vez en la vida, quería actuar como si la vida estuviera hecha a medida para ella y el mundo estuviera a sus pies, con el padre como telón de fondo, aprobando con la cabeza.

¡Ay, no era así y tal vez jamás lo sería!

Sus sollozos cesaron poco a poco. Bajó las manos y levantó la cabeza para contemplar, con ojos desbordantes, la alcoba mugrienta. Habían barrido el suelo, lavado los muros y despejado un sitio lo bastante grande como para que ella pudiera tenderse frente al fuego, sobre un montón de pieles. Pero eso era la realidad: ese castillo frío, sucio y yermo, colmado de olores a moho y brisas heladas, que entraban silbando por todas las grietas. Y allí estaba ella, no en algún alto y suave trono, servida por una legión de ansiosos pretendientes. Su padre estaba cautivo en algún sitio, si no había muerto.

El ambiente obsequió a Elise con los duros detalles de su condición actual. Comprendió que si cedía pensamientos y sueños de otros mundos, sin dedicarse primero a mejorar su situación en la realidad, se vería eternamente atrapada en el lazo de la derrota, sin progresar jamás. Si deseaba una vida fácil, una existencia llena de gloria y aventuras, tendría que esforzarse mucho por obtenerla, pues no se la conseguía gratuitamente.

Dominando con firmeza sus emociones, Elise se sentó sobre los talones para limpiarse las lágrimas. Un suspiro largo y sedante escapó de ella, en tanto continuaba observando el cuarto. Con unas pocas reparaciones no muy complicadas, una buena limpieza, un colchón en la cama y una o dos piezas de tela, se convertiría en una alcoba más o menos agradable. Sólo se necesitaba mucha energía, ingenio y paciencia para el cambio.

Por la mañana, la nueva resolución de Elise estuvo a punto de derrumbarse ante el poco apetitoso desayuno: pan duro, carne salada y pegajoso puré de cereales. La renuencia de este último a abandonar la cuchara la convenció de que era preferible rechazar el ofrecimiento de Fitch. Cuando mencionó la posibilidad de contratar a un cocinero en Hamburgo, el servidor se encogió de hombros y abrió la boca para explicarse, pero Elise lo acalló con un ademán, adivinando su respuesta.

—No me digas nada —suspiró, sombría—. No hay suficiente dinero en tu bolsa.

El hombre le dedicó una sonrisa melancólica.

—Lo siento mucho, señora.

—Todos lo sentiremos mucho si uno de nosotros no aprende a cocinar en un futuro muy inmediato. Hace años que dirijo a la servidumbre, pero cocinar es algo que nunca he hecho.

Fitch y Spence intercambiaron una mirada inquisitiva; ambos respondieron negativamente, dejando poco espacio a la esperanza de comer algo decente en los días venideros. Elise soltó un largo y trabajoso suspiro, mordisqueando un mendrugo de pan.

Comenzaba a desear que Su Señoría se apresurara a venir, antes de que todos murieran de hambre.

—¿Cuándo llegará ese conde, duque o lo que sea? —preguntó—. ¿Dónde está ahora y por qué no se hace presente para encargarse de estas dificultades financieras?

—Tuvo que atender un asunto importante, señora. Vendrá en pocos días.

—Algún negocio sucio, sin duda —murmuró Elise y arrugó la nariz, asqueada, mientras trataba de limpiar una mancha en su vestido de lana. Tal vez se habría sentido más animosa si hubiera tenido otra prenda para ponerse mientras limpiaba el torreón. Pero sus posibilidades estaban limitadas a lo que llevaba puesto y al lujoso vestido azul. Se negaba a arruinar sus ropas finas en trabajos tan sucios, pero el vestido de lana ya estaba casi inutilizado.

—Lo cierto es que debemos volver a Hamburgo —declaró Spence—. Tenemos muy pocas provisiones para un día más.

—Lo cierto es que tenemos muy pocas monedas para comprar —le recordó Fitch, enfático.

—Habrá que buscar a un mercader que nos dé crédito hasta que llegue Su Señoría.

—¿y si Hans Rubert hizo correr el rumor de que Su Señoría se perdió en el mar? Entre tú y yo, Spence, ¿cuánto podemos conseguir?

—¡Al menos habrá que probar! —argumentó Spence, dando énfasis a sus palabras con un golpe de puño contra la palma de la otra mano—.si no preguntamos, no sabremos nunca qué nos dirán.

La necesidad del viaje era innegable, pero un montón de problemas surgieron en aquellas cabezas, uniformemente feas.

Spence no confiaba en Fitch para que fuera en busca de un mercader solidario; tampoco le creía capaz de quedarse a cuidar a la muchacha. Si lo del castillo Faulder era un ejemplo de sus negocios, necesitaría ayuda para regatear; en cuanto a su desempeño como carcelero, la cautiva había demostrado ya que era mucho más inteligente.

Fitch también tenía sus dudas en cuanto a la capacidad de su compañero, considerando las jacas huesudas que había comprado.

—Cuanto menos, no tienes ojos para los caballos.

—Con tan poco dinero —estalló Spence—, ¿que podía yo comprar, si tú le habías gastado la bolsa de Su Señoría en este montón de piedras? ¡Esas bestias eran lo mejor que se podía

conseguir!

—¿Puedo hacer una sugerencia? —preguntó Elise, dulcemente, mientras escuchaba ese acalorado debate. Los dos hombres algo desconfiados, le otorgaron su plena atención—.

—Si me permitís ir con vosotros —propuso—, tal vez pueda seros útil. Aunque no domino la lengua alemana, sé algo sobre la actitud y los asuntos de los señores aristócratas y sus damas. Bien se sabe que nunca se consigue crédito cuando se es pobre.

Fitch sacudió resueltamente la cabeza, rechazando la idea.

—Si ella escapa, ¿qué nos hará el señor?

—y ¿qué nos hará el señor si el techo no está arreglado? —contraatacó Spence—. Yo creo que ella tiene razón. No somos nosotros quienes podemos pedir crédito.

—¡Ya sabes lo astuta que es! ¿y qué explicación daremos si ella cuenta a la gente que ha sido secuestrada? Todo Hamburgo se nos arrojaría encima.

—¿Qué le importa a esta gente? Ella es inglesa.

—¡Y la doncella más encantadora que he visto! —Señaló Fitch, firme en su argumento—. Alguien podría prendarse de ella y robárnosla.

—Aún así, creo que debe venir —replicó Spence, con decisión—. Sólo habrá que vigilarla... y vigilar aún más a los hombres.

Fitch levantó las manos, en una dramática demostración de derrota.

—¡Esta mujer será nuestra perdición! ¡Recuerda lo que te digo! ¡Si no nos ahorcan los mercaderes, bien puede hacerlo Su Señoría!

Las dudas de Fitch aumentaron varias veces cuando la cautiva bajó la escalera, muy elegante con su vestido y su manto de terciopelo azul. Llevaba el pelo rojizo partido al medio y bien peinado en un arreglo sereno, que sólo permitía escapar algunos zarcillos sedosos del moño apretado a la nuca. Su aspecto era el de la joven señora de una casa importante; en nada se parecía a la muchacha sucia y trabajadora que había trajinado con ellos desde la llegada, acarreando agua, fregando y zurciendo.

El viaje a Hamburgo no pareció esta vez tan largo. Tal vez lo que aligeraba el ánimo era la perspectiva de ver otra vez la civilización y poder comunicarse con la gente. Aunque hacerse entender sería un enorme problema, al menos no estaba del todo encerrada, ¿y quién podía decir qué oportunidades de huida se le podían presentar en la ciudad portuaria?

Aun antes de llegar a la plaza del mercado, Elise captó un tentador aroma que surgía de la posada cercana. El desayuno no le había sentado bien y el estómago protestaba ahora por tanto abuso.

Fitch levantó la nariz para olfatear como un galgo muerto de hambre que detectara el rastro de un ganso herido. No hubo necesidad de diálogo entre los tres, pues de común acuerdo pusieron sus cabalgaduras en dirección a la posada. Cada uno parecía ansioso por ser el primero en entrar. Después de desmontar, los dos hombres se amontonaron para contar las monedas que contenía la bolsa de Su Señoría.

—¡Caramba, es cierto! Tenemos apenas lo suficiente para vivir hasta que venga Su Señoría. —dijo Spence, algo sorprendido—. ¿Cuánto te dio Hans Rubert?

Las mejillas de Fitch se pusieron intensamente rojas, en tanto sus brazos aleteaban de indignación.

—¿Por qué no me dices cuánto pagaste por esos briosos corceles que nos trajeron? ¡Ya veo que te tomaron por tonto!

Spence emitió un grito ofendido.

—¡Vaya, hombre! ¡El muerto se ríe del degollado! Si tú hubieras obligado a Hans Rubert a damos la casa que Su Señoría alquiló, no habríamos tenido necesidad de monturas. Tal como están las cosas, hemos gastado en provisiones casi todo el dinero de Su Señoría.

—¡No soporto más esto! —Fitch señaló la posada con una mano,— Tú llevas a la señora y yo me quedo aquí, en el frío, cuidando a estas jacas infames.

—¡Ah, no, nada de eso! ¡No me harás eso! ¡No quiero pasarme la vida oyendo tus quejas porque yo me llené la panza mientras tú pasabas hambre y frío.

Los dos hombres, cara a cara, se clavaban mutuamente el índice en el pecho; tan concentrados estaban en la disputa que no vieron a Elise alejarse a pie. La muchacha había visto los palos de algunos buques en el extremo de la calle y aprovechó la distracción de sus guardianes.

Sus esperanzas se elevaron raudamente al acercarse al muelle, pero por mera prudencia aminoró el paso, echando una mirada ansiosa por si el capitán Von Reijn estuviera allí. Aún estaban descargando su barco, pero sí él estaba a bordo era de esperar que no la viera entre la gente del muelle. Al pasar entre los puestos y los carritos de los vendedores, estudió cuidadosamente los navíos amarrados. Sólo unos pocos de los más grandes estaban cargando; otros descansaban como gigantes adormecidos a lo largo de los muelles. Ella se acomodó la capucha, sin reparar en el interés que despertaba entre marineros y mercaderes. Eran muy pocas las damas que caminaban solas por el puerto, a menos que buscaran ganar algún dinero, y ésa lucía muy tentadora. Era joven, bella y estaban bien vestida, lo cual revelaba en seguida su alto precio. No era, a ojos vista, para los marineros comunes, sino para los ricos que pudieran costearse esos bocados.

Un capitán anciano, de pelo blanco, dio un codazo al hombre que lo acompañaba, haciendo que éste se volviera para contemplar a la muchacha.

Los ojos de pálido azul se ensancharon de sorpresa; luego adquirieron un chisporroteo de humor. Después de murmurar una disculpa, Nicholas dejó al anciano y se abrió paso entre la multitud de hombres que se estaban agrupando. Había tratado de olvidar a esa belleza, pero al detenerse tras la joven le sorprendió lo que le hacía su mera proximidad. Tenía treinta y cuatro años, pero esa muchacha le hacía brincar el pulso como a una liebre en celo. Nicholas se quitó el sombrero, descubriendo su melena clara, y pronunció suavemente el apelativo que se había convertido en un nombre especial para ella

—Vrouwelin?

Elise se volvió, ahogando una exclamación, para mirarlo sobrecogida. Su mala suerte era increíble. ¡Haber sido descubierta por el capitán Von Reijn, nada menos!

Nicholas inclinó la cabeza a un lado para estudiarla por fin, una lenta sonrisa le curvó los labios.

—Es posible que hayáis escapado de vuestros captores y estéis buscando barco para volver a casa?

Elise apartó la vista, enojada, ofreciéndole el perfil.

—No me creeríais si os dijera que no. A qué responderos?

—Serán muy pocos los barcos que zarpen, puesto que el invierno está al llegar, vrouwelin

Ella le agradeció la fea información con una mirada fulminante. Luego levantó la nariz y perdió la vista pétrea a la distancia.

El capitán, pasando por alto esa falta de respuesta verbal, inquirió:

—¿Dónde dejasteis a Fitch y a Spence?

El pequeño mentón se desvió brevemente en cierta dirección:

—Por allí, discutiendo sobre cuál de los dos iba a comer.

Nicholas arqueó las cejas en una pregunta curiosa.

—¿Hay problemas, acaso?

—Nada que no se pudiera solucionar con una bolsa más pesada y un cocinero —replicó la muchacha—. Su Señoría, bendita sea su alma, dejó su bolsa en manos de dos idiotas. Les queda muy poco dinero para aguardar al señor y ninguno de los dos tiene habilidad en la cocina.

—Su Señoría tiene crédito en mi casa —ofreció Nicholas—. ¿Qué necesitáis?

—¡De todo! —respondió Elise, lacónica—. Para empezar, un sitio donde vivir.

Una suave risa agitó los anchos hombros del capitán.

—La cosa no puede estar tan mal. Conozco bien la casa solariega que alquiló Su Señoría. Es muy bonita.

—¡Ja! Lo único que nos cobija es el castillo Faulder, muy lejos de la ciudad, que no tiene nada de bonito.

—¿El castillo Faulder? —La sorpresa del marino tardó un momento en ceder. Luego estalló en una sonora carcajada.— ¡Conque Hans Rubert no ha podido con su genio! ¡Conque ha apuñalado a Su Señoría por la espalda! Bueno, pronto comprenderá que su codicia le ha hecho cometer una tontería. Su Señoría no recibirá esto de buen grado.

—Si acaso regresa —se burló Elise.

—Me alegro de veros otra vez, Englisch —comentó Nicholas, ahorrando sus ansias y conformándose con disfrutar de su belleza—. Haré un trato con voz, ¿ja? —Bajó la voz, dejando que su entonación teutónica se hiciera más marcada.— Si en la primavera insistís en regresar a Inglaterra, yo mismo os llevaré en mi barco.

La sorpresa de Elise fue evidente.

—¿Me lo prometéis? ¿Palabra de honor?

Nicholas sonrió.

—la, comprometo mi palabra de hacerlo así.

—¿Cuánto me cobraréis por el viaje? —preguntó ella desconfiada.

—No necesito vuestro dinero, vrouwelin. Bastará con vuestra compañía.

—Puedo pagar —replicó ella, muy tiesa. Le gustaba establecer un compromiso que insinuara una buena disposición a aceptar sus atenciones—. No necesito caridad.

—Guardad vuestro dinero, vrouwelin. O mejor aún, invertidlo donde podáis cobrar intereses mientras estéis aquí.

—Y a quién he de acudir para invertirlo? —se burló Elise—, A Hans Rubert?

—Tengo la sensación de que Hans Rubert tendrá ciertas dificultades en los próximos días. Nein, vrouwelin; yo os haré ese servicio. Y para demostraros que podéis confiar en mí, usaré mi propio dinero hasta que haya ganancia. Sólo decidme cuánto deseáis invertir.

Elise lo estudió un largo instante, pensativa, y decidió que podía confiar en él, cuánto menos en cuestiones de dinero. Retiró de bajo su manto un bolso de cuero en el que había puesto la tercera parte de sus fondos. El resto permanecía bien guardado bajo su verdugado.

—He aquí cincuenta soberanos de oro que podéis emplear según vuestro mejor parecer. Dentro de un mes espero que se me devuelva este capital con una buena ganancia. ¿Es demasiado poco tiempo, capitán?

Nicholas sopesó la bolsa en la mano, como calculando su peso. Luego curvó los labios en una lenta sonrisa.

—Será suficiente, vrouwelin. En realidad, ya sé quién lo necesita.

—¡Capitán Von Reijn!

El grito atrajo la atención de ambos hacia Spence, que corría hacia ellos agitando los brazos. Los seguía Fitch, sonriendo de alivio.

—¡EI capitán la encontró! —declaró Fitch con obvio regocijo—. ¡Oh. santa madre! Estuve a punto de perder la cabeza cuando vi que había escapado. —Aferró con firmeza el manto de Elise con un puño regordete.— No volverá a escapar. Yo me encargo de eso. La tendremos bajo llave hasta que venga Su Señoría. Sí, eso.

Elise arrojó una mirada ofendida en dirección al sirviente, demostrando lo poco que apreciaba esa decisión. A él debería habérsele marchitado la piel bajo semejantes pupilas, pero no pareció prestar atención. Nicholas le entregó una pesada bolsa con una sonrisa.

—Con esto cubriréis vuestras necesidades hasta que vuelva Su Señoría. Sin duda alguna, el asunto del castillo y Hans Rubert quedará resuelto muy pronto. — Y se volvió hacia Elise con una reverencia.— Goten Tag, Englisch. Dentro de un mes tendréis noticias mías.

Una sonrisa rizó las comisuras de la boca de Elise, que agradeció la promesa con una inclinación de cabeza.

—Hasta dentro de un mes, capitán.