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EL sofocante encierro de su capullo de tela, más el peso de los dos hombres que apretaban los fardos de paja contra ella, constituía un tormento infernal para Elise. La cortina atada con el cordón restringía sus movimientos, manteniéndole los brazos fijos a los flancos. Pero su mente volaba adelante, conjurando una muchedumbre de maldades que podían serle aplicadas. Lo desconocido fue objeto de sus aprensiones hasta que el leve rumor de las ruedas en el hollado sendero se redujo a un eco de su desbocado corazón. Si hubiera tenido la más pequeña tendencia a sufrir ataques de pánico, podría haber cedido al impulso de debatirse y forcejear contra sus ataduras, pero el miedo a lo que esos brutales rufianes pudieran hacerle la convencieron de que era mejor mantenerse quieta, al menos por el momento.

Era prácticamente una idiotez provocar los en un estado tan vulnerable. Uno de sus tobillos y la cadera quedaban apretados con fuerza contra las tablas, allí donde el montículo de paja era más delgado y ofrecía poco acolchado. Con cada bamboleo de la carreta, Elise sufría una punzada de dolor en ambas zonas. Era fácil deducir que el más breve trayecto las dejaría amoratadas y doloridas.

Poco a poco, gracias a la paciencia, logró poner una mano bajo la cadera para protegerla; allí descubrió una abertura entre los pliegues del cortinaje. Concentrando todos sus esfuerzos, consiguió pasar la mano y buscó en el cordón de seda el nudo que lo ceñía todo. De pronto, un tamborileo distante la hizo quedar inmóvil. Aguzó el oído hasta que el ruido se hizo más claro. Su ánimo se elevó bruscamente al reconocer el golpeteo de los cascos de un caballo, que se aproximaba a toda velocidad. ¡Alguien los seguía! Sin duda sería rescatada.

Su corazón adoptó un latido esperanzado. Apenas se atrevía a respirar, en tanto aguardaba a que el jinete los alcanzara. Pero ¡ay!, su expectativa quedó cruelmente despedazada: Una fuerte sacudida le indicó que la carreta había abandonado el camino. El tosco vehículo continuó dando tumbos bajo ella. Tras varios giros más, acabó por detenerse. El galope de cascos pasó. Un momento después, otro movimiento agitó su lecho improvisado: uno de los hombres acababa de bajar. Luego todo fue quietud y silencio, hasta que los ruidos de la noche retornaron sigilosamente. En el silencio de la espera, a la distancia se alzó un rumor creciente.

Esta vez se fue convirtiendo en el atronador avance de doce o quince caballos por la ruta. El estruendo de la cabalgata se fundió, literalmente, con gritos y preguntas vociferadas, casi todos ininteligibles para ella. Pero entre la jerga que se llevaba el viento reconoció el fuerte aullido de su tío:

—¡Deprisa, muchachos! Derribaremos a ese negro hijo de Satanás y esta vez lo ahorcaremos sin escapatoria. ¡No se nos escapará!

Elise forcejeó, tratando de atraer la atención de los jinetes, pero el súbito golpe de un pie contra la paja que la cubría le advirtió que debía permanecer quieta. Cálidas lágrimas de frustración le corrieron por las mejillas, en tanto el ruido de la persecución menguaba y el silencio volvía a imponerse. En su prisa por atrapar al jinete que huía, ni siquiera se les había ocurrido que hubiera en las proximidades alguien desesperado por el rescate.

Poco a poco, el conductor volvió a la ruta y avanzó por un tiempo que a Elise se le antojó eterno. Sin duda alguna, la monotonía del viaje se iba estableciendo. Los dedos de la muchacha no hallaron ningún nudo que pudiera desatar; aunque se debatía en un esfuerzo continuo por conseguir una huidiza comodidad en el lecho de paja, los tumbos de la carreta entre las piedras y los hoyos le hacían el trayecto casi insoportable. Cada sacudida la dejaba más cansada y entumecida; sin duda alguna, el potro de tormento no podía compararse a la tortura que le estaban aplicando.

Al avanzar la jornada, las dudas comenzaron a corroer su batallador espíritu. Su mente, buscando algún alivio a la inquietud, empezó a buscar algún motivo razonable para ese secuestro. ¿Por qué la habían apresado esos dos desconocidos? ¿Qué intención tenían? ¿Quién era el jinete solitario de la ruta? La imagen de Maxim Seymour se erguía, fuerte y alta entre las impresiones confusas que la asaltaban.. Sin duda había sido él quien pasaba por el camino, tal como lo demostraban el hecho de que su tío y su grupo de acompañantes. le intentaran dar caza. No habrían perseguido a ningún otro. Pero no lograba siquiera imaginar con qué auspiciosa finalidad podía haberla hecho capturar. Si él hubiera tenido el propósito de hacerla prisionera, sin duda le habría impedido abandonar el salón. En cambio la había descartado con una simple mirada, sin importarle lo que ella hiciera. No, no era ese renegado traidor el que la quería. Otros tenían más motivos para apresarla. Cassandra y sus hijos, por ejemplo. Del altanero conde Reland, decidido a vengarse. La posibilidad de que esos dos hombres trabajaran para sus parientes no alivió los temores de Elise. Si volvía a ser prisionera de su tía y de sus primos, la resistencia se le haría muy difícil; Cassandra se encargaría de ello. La mujer no perdería tiempo repitiendo lo que ya antes intentara: iría rápidamente al grano.

Elise había oído muchos comentarios en voz baja, durante su infancia, sobre el carácter vengativo de su tía; casi siempre, en boca de sirvientes que no sentían ningún aprecio por esa mujer. Según esos rumores, la viuda Cassandra había estado enamorada de Ramsey Radborne aun en vida del hermano Bardolf, su marido. Cassandra aborrecía a la bella mujer de cabellos rojizos con quien Ramsey se había casado; aseguraba, que Deirdre era sólo una descastada sin apellido de la que él se había compadecido, al igual que los Stamford, que la recogieran cuando bebé. El fuego inflamó más el caldero de celos y odio cuando la joven esposa dio a luz a una hija; en su rencoroso despecho, Cassandra se negó a reconocer su parentesco con la niña, insinuando hasta donde le permitió el atrevimiento que Elise no tenía parentesco alguno con los Radborne, pues era el despojo de algún bardo vagabundo, al igual que su madre. Después llegó el triste día en que Deirdre sucumbió a alguna extraña enfermedad, en los últimos meses de su segundo embarazo. Ramsey había llorado amargamente la pérdida de su esposa, pero dedicó sus atenciones a la pequeña hija, para mayor ofensa de su cuñada.

Pasaron los años. Las finanzas de Cassandra, cada vez más cuestionables, comenzaron a preocupar a Ramsey, pues adivinaba las futuras limitaciones de su hija si él moría sin asegurar le fortuna y propiedades. La codicia de Cassandra era tal que, si no se tomaban precauciones, Elise sería despojada de su herencia y arrojada a la dudosa misericordia del mundo. Para evitar esa injusticia, Ramsey estableció cuentas para ellas a manos de banqueros amigos de la familia. Se rumoreaba también que, en los últimos meses, había comenzado a deshacerse de sus pertenencias ya hacer extraños viajes a las Stilliards, causando la rampante curiosidad entre los Radborne, a quienes inquietaba mucho la desaparición de varios cofres grandes, retirados de la casa solariega de Ramsey durante las horas nocturnas. Cassandra y sus tres hijos menores obtuvieron esa información torturando a uno de los sirvientes de la casa; por lo tanto, la consideraban innegablemente cierta.

Elise hizo una mueca: el carro había girado en un recodo, haciendo que su talón rozara dolorosamente las tablas ásperas. De sus parientes no cabía esperar mejor trato. Los Radborne podían ser implacables para lograr sus propósitos. Pese a todas las acusaciones y a las leyendas sobre los actos viles cometidos supuestamente por su tía, a Elise aún le asombraba la insaciable avaricia de esa mujer. Tras el secuestro de Ramsey, Cassandra y sus hijos se hicieron cargo de la casa solariega de los Radborne, no para dar consuelo a su hija, por cierto, sino para asegurar que el hombre había muerto, que las fincas y la fortuna escondida no podían pasar a manos de una hija mujer sin el debido consentimiento de la reina y que, por lo tanto, todo era propiedad de los hijos de Bardolf Radborne, como parte de su herencia.

Elise se negó a ceder nada a su tía, lo cual sólo sirvió para enfurecer a la mujer, que dio rienda suelta a su despecho con duras medidas. Tampoco aceptó de buen grado el hecho de que Quentin se interpusiera, llevándose a Elise a su finca campestre. Más aún se encolerizó cuando la muchacha escapó por cuenta propia, para gran azoramiento de Forsworth. Y todo volvía a empezar, pensaba Elise, mohína, sacudida en una carreta que llevaba algún destino extraño, a manos de hombres a los que nunca había visto. Nada bueno resultaría de ello, sin duda alguna. Tan segura estaba de eso que, cuando el conductor detuvo la carreta, experimentó un temor paralizante. El descenso de sus dos guardianes la libró de un peso abrumador, pero aún así no pudo alegrarse: en cualquier momento podría verse ante peligros mayores. Uno de los hombres habló en tono bajo con el carretero, mientras el otro retiraba los fardos de paja para bajar a la muchacha. Libre ya de la cortina y de la mordaza, Elise pudo echar la primera mirada a sus captores a la débil luz de una lámpara de sebo.

En los últimos meses había conocido a muchos rufianes, desde la elegante y eternamente joven Cassandra y sus apuestos hijos hasta los despreciables, malignos ladrones de Alsatia. Para sorpresa de ella, esos hombres no parecían demasiado temibles. Spence era alto, delgado pero fuerte, de pelo castaño claro y bondadosos ojos grises; Fitch, en cambio, más bajo y gordo, tenía forma de pera, pelo rebelde y una chispa alegre en los ojos azules. Ninguno de los dos parecía capaz de cometer el malvado acto al que estaban dedicados.

Elise reconoció al conductor: trabajaba en los establos de Bradbury; se prometió que, si alguna vez volvía a esa casa, se aseguraría de informar ampliamente el papel desempeñado en su secuestro. Horrorizada, le vio azuzar a la jaca, instándola a volver por donde había llegado. Al mirar en derredor, Elise cayó en la cuenta de que había llegado a la orilla de un río. No había allí bote alguno ni vehículo o cabalgaduras en los que pudieran continuar viaje; por ilógica que pareciera la idea, comenzó a preguntarse si saldría viva de allí. Si esos dos hombres no la habían llevado a ese sitio para asesinarla, era preciso creer que los movían sórdidos placeres.

Un miedo frío, atormentante, se congeló dentro de ella, haciendo que su corazón palpitara con fuerza contra las costillas. Pero decidió con firmeza, que si no había otra alternativa, cuando menos lucharía con todas sus fuerzas. Había recibido a temprana edad un adiestramiento muy poco digno de una señorita, a manos del hijo de una fregona, sobre la necesidad de saber defenderse; aunque no tuviera el cuerpo de un luchador, poseía temperamento y decisión suficientes para enfrentarse al vigor de un enemigo mucho más corpulento

A medida que su imaginación se desbocaba, el semblante de los hombres se convertía rápidamente en el de brutales salvajes. Mil títulos disparatados le vinieron a la lengua, pero no se atrevió a malgastar la ventaja de la sorpresa. Tras reparar en una rama rota, alojada en la horqueta de un árbol cercano, retrocedió Subrepticiamente hasta poder asir un extremo. En el momento en que Fitch se acercaba, ella descargó la rama sobre su cabeza, con tanta fuerza como pudo, asestándole un doloroso golpe en el costado de la gorra. El hombre dio un chillido y retrocedió contra su sobresaltado compañero, pero Elise no se detuvo. Recogiendo sus faldas de terciopelo, inició una frenética carrera hacia la arboleda cercana. Los hombres recobraron el tino y dieron un grito. Spence se apoderó de una lámpara y los dos iniciaron la persecución, pero la noche era oscura como el ébano, con lo que el vestido negro daba ventaja a Elise. La lámpara de Spence iluminaba a los perseguidores en un leve círculo de luz, mostrándoles el sendero ante sus pies, pero su vago resplandor no llegaba a las sombras más profundas por las que Elise avanzaba.

Corrió hasta adelantarse mucho a los dos hombres que se debatían en la maleza, confusos y en discordancia. Sus finas zapatillas no hacían ruido alguno en la húmeda cobertura de hojas marchitas, en tanto los pequeños tacones le permitían pisar con seguridad. Como un duende furtivo, huía por entre los árboles; de vez en cuando echaba una mirada por encima del hombro, ganando aliento al ver lo poco que avanzaban sus captores. El corazón le palpitaba de excitación, ya que al parecer la salvación estaba a su alcance y No la obtendría con tanta facilidad. Tras cruzar un pequeño claro, Elise se encontró ante un matorral impenetrable. Retrocedió ansiosamente antela densa maleza, buscando una apertura que le permitiera entrar, pero se vio detenida en todas partes. Sin embargo, después de tantas pruebas como había superado últimamente, no estaba dispuesta a aceptar esa barrera como derrota, sobre todo porque sabía lo que le esperaba si no lograba escapar.

Eligió iniciar una sigilosa retirada; después de escurrirse una vez por el claro, penetró entre los árboles, allí donde la oscuridad la protegía. A medida que se acercaba al círculo de luz veía por donde avanzaban los hombres, ella iba retrocediendo, confundida en las sombras más densas de la noche. Su corazón amenazaba con estallar a fuerza de palpitar, pero ella permaneció inmóvil, temerosa hasta de respirar.

Ignorantes de su proximidad, los hombres avanzaron hasta haberse detenidos por la maleza. Allí se separaron para correr en direcciones opuestas, buscando el modo de rodear los espinos. Mientras tanto, Elise abandonaba cautelosamente el abismo oscuro en donde había estado oculta. Recogiendo las faldas, huyó otra vez hacia el punto donde entrara en el bosque. Sus pies casi volaban por el suelo cubierto de hojarasca, y una vez más vislumbró la libertad. De pronto el mundo dio un vuelco: la punta de un pie se le había atascado en una enredadera que crecía a poca altura. Cayo despatarrada, ahogando un grito. Antes de que la niebla se disipara ante sus ojos, Fitch y Spence, reunidos, corrían hacia ella.

Al erguirse gruñó de angustia, pero eso no tenía nada que ver con el dolor del tobillo. Antes bien, fue lo inevitable de la captura lo que le hacia expresar en voz alta su desilusión.

—¡soltadme! —gritó, furiosa, en tanto los dos trataban de ponerla de pie.

Fue una sorpresa que ellos obedecieran la orden y retrocedieran, como para darle el gusto. A la luz de la lámpara, Elise se quito las hojas secas y las ramitas de la cabellera, sacudiendo gansamente su vestido de terciopelo. Una vez que hubo hecho lo posible para mejorar su aspecto, poniendo así a prueba la paciencia de los hombres, levantó una mano hacia Spence.

—Cuidado. Estoy herida —se quejó. De inmediato aspiró con brusquedad, pues él le había golpeado el tobillo en su precipitación por ayudarla. Era sólo un cardenal insignificante, pero con tan torpes atenciones acabaría por empeorar—. ¡Por favor! ¡Mi tobillo!

—Lo siento muchísimo, señora —se disculpó Spence, apresuradamente.

Una vez más se agachó para alzarla en brazos, esta vez con más cautela.

Elise quedó confundida ante esta visible preocupación; de cualquier modo, iría descubriendo el juego con el correr del tiempo... si no moría antes.

—Me gustaría saber qué intenciones tenéis —exigió—. ¿Por qué se me ha secuestrado?— Como no recibiera respuesta, insistió, decidida a obtener toda la información posible.

—¿Han sido los Radborne los que os contrataron? ¿Os prometieron dinero si me llevabais de regreso?

Spence, algo perplejo, meneó lentamente la cabeza:

—No, señora. No tenemos nada que ver con los Radborne.

Eso no era ningún consuelo. Para la tía y los primos podía ser muy sencillo utilizar otro nombre al contratar a sus cómplices,

En los últimos tiempos, Elise había tomado la costumbre de atar una bolsa con monedas debajo de su verdugado, para tener posibilidad de negociar si las circunstancias lo requerían. El momento parecía apropiado, pero no convenía que esos rufianes supieran que ella llevaba dinero encima; Prefirió dejarles creer que en la casa de su tío les esperaba una recompensa.

—Sí me lleváis de regreso a Bradbury Hall, puedo prometeros una bolsa jugosa. Os lo prometo: será más de lo que pueden pagaros los que os han inspirado esta maldad. Oh, por favor; debéis llevarme a casa. Os pagaré bien.

—Su Señoría dijo que debíamos llevaros a Londres, señora, y es lo que vamos a hacer.

—¿Lord Forsworth, por casualidad? —inquirió Elise, riendo entre dientes de puro desdén—. Permitidme aseguraros, buen hombre, si él os ha contratado, que no es lord y que tiene tanto dinero como una rata de iglesia.

—No se preocupe señora por su bolsa. Su Señoría no necesita pagarnos un centavo. Le somos tan leales como el pez al agua.

La seca respuesta de Spence dejó bien a las claras que no sería posible sobornarlo para que abandonara su misión.

Fitch pasó a toda carrera con una lámpara, en tanto su compañero la llevaba hasta el ribazo. El gordo dejó su lámpara en el suelo y se perdió entre los altos juncos que crecían a lo largo de la costa; allí recogió una soga y se la enroscó al brazo, hasta que un bote surgió de entre el denso juncal. Entonces se apresuró a preparar un sitio acolchado en la proa, tendiendo allí varios abrigos de piel. Allí depositó Spence a su cautiva. El bote se meció de borda a borda al subir el más alto a la popa. Fitch se acomodó en el medio y, con la lámpara a su lado, se hizo cargo de los remos. Con golpes de —asombrosa potencia, remó desde la costa hasta el canal principal, donde dejó caer una orza e insertó un mástil corto, que los dos sujetaron con celeridad antes de izar una pequeña vela triangular. La embarcación inició un trayecto danzarín y despreocupado entre la brisa errabunda y las fuertes corrientes oscuras, hasta que Spence bajó el timón al agua y se inclinó contra él, imprimiendo al navío un curso parejo aguas abajo.

Apagaron la lámpara; una vez más, la noche se cerró en torno de ellos. Los ojos de Elise se fueron acostumbrando a la oscuridad y, mientras el bote se deslizaba por el agua, pudo ver el bulto negro de la costa a cada lado. Las altas sombras de la vela y los hombres se recortaban contra el brillo mercurial del río; detrás de ellos, una estela abigarrada se extendía hasta la oscuridad. Al envejecer la noche, entre el constante crujir del mástil, que le adormecía los sentidos, Elise se arrebujó en las vestiduras de pieles y, más o menos convencida de que esos hombres tenían una misión específica y no intentaban violarla ni asesinarla, cedió finalmente al sueño.

Parecía haber pasado apenas un momento cuando un golpe opaco perturbó su profundo sueño, haciendo que sus párpados se abrieran de súbito. Miró hacia arriba, hacia las ramas de un enorme árbol que formaba un dosel aéreo por sobre su pequeño lecho flotante. Más allá de las largas ramas, nubes bajas, de un temible tono gris se amontonaban en el cielo desteñido, mientras la brisa enérgica sacudía el follaje, imprimiéndoles un vuelo frenético hasta que, en jubilosa libertad, descendían en piruetas para posarse en las pieles que abrigaban a la cautiva. Aquellas ráfagas arremolinadas jugueteaban como invisibles duendes por el bosque, patinando sobre el río y rizando la superficie con su aliento. El bote, asegurado por un largo cable de amarra, se deslizaba de costado por el agua hasta golpear contra un tronco caído; Luego, como si alguien lo llamara, volvía hacia los juncos que crecían a lo largo de la ribera.

En otra oportunidad Elise habría disfrutado de ese interludio, pero las circunstancias eliminaron cualquier idea de placer y tosió. La roncarte cacofonía de los dos hombres perturbaba la paz de la mañana, recordándole su cautiverio. Se mordió el labio de angustia al tratar de moverse; los forcejeos de la noche anterior la habían dejado implacablemente dolorida y tiesa. Se estiró con cuidado hasta que sus músculos entumecidos empezaron a aflojarse y le permitieron incorporarse hasta quedar sentada.

De inmediato divisó a Fitch, que dormía en la costa, bajo el mismo árbol que la cobijaba, El hombre se había quitado él, chaquetón y tenían un manto abajo, como protección contra el frió húmedo de su cama vegetal.

Casi con pereza, la vista de la muchacha siguió el largo cable que partía de la proa, subiendo por él hasta el punto en que se enroscaba a una rama baja. Allí había sido atada para mantener al bote a cierta distancia de la costa. A no ser por el viento, el navío habría permanecido allí donde los hombres deseaban. Ella continuó estudiando el recorrido de la soga a partir del nudo: descendía en una curva floja y volvía al árbol, cerca de una horqueta gruesa. Allí estaba Spence. Obviamente, le había tocado la última guardia y había trepado al árbol para vigilarla desde arriba. Tenía el extremo suelto del cable envuelto varias veces a su tobillo; por lo visto, eso le había permitido sentirse seguro del bote, lo bastante como para quedarse dormido en su puesto, pues sus ronquidos rivalizaban con los de su compañero.

Elise estudió las posibilidades. Si lograba descender del bote cuando éste golpeara contra el tronco caído, el tobillo dolorido le impediría huir rápidamente a pie. Escapar en el bote era su mejor alternativa, pero aun si lograba desatar la soga de la rama, tendría que vérselas con Spence. Bajo sus mismos ojos, el destino se hizo cargo de la situación y puso en marcha una cadena de acontecimientos que hubiera asombrado a cualquier observador indiferente. El viento ganó fuerzas y la corriente impulsó el bote hacia afuera, hasta que el cable quedó tenso. La rama, ya muy desgastada, no pudo continuar soportando el tironeo y se rompió de súbito, con un crujido de astillas. La rama rota cayó al agua, desatando el nudo. El bote se disparó hacia afuera, hasta la corriente más fuerte, y Elise se sujetó de la borda, pues la vela floja acababa de llenarse. Como ella era el único lastre a bordo y estaba bien en la proa, el bote giró en una loca danza, haciendo que el cable se enredara en el timón y lo sujetara con firmeza; luego partió río abajo. La soga quedó tensa y, puesto que su extremo sólo estaba atado ahora al pie del hombre dormido, Spence recibió toda la fuerza del tirón. Arrebatado de flanco de su alto puesto, voló por el aire, instantáneamente despierto, pero presa de una gran confusión. Con un aullido de miedo, manoteó aterrado cuantas ramas encontró en su camino, de las que solo retuvo un puñado de hojas secas. Cayó al agua despatarrado y desapareció abruptamente de la vista.

El agua tenía poca profundidad; quizá no le llegase sino a la cintura, por lo que el pie libre pudo afirmarse en el fondo, pero sólo por un instante. El impulso del bote era tal que lo arrancó del fondo como un algún multípedo monstruo marino. Su grito afligido se convirtió en un alarido, pero otra zambullida lo obligó acallar. Sus horrendos gritos acabaron por cortar el ruidoso sueño de Fitch, quien no pudo dejar de detectar el pánico en la voz de Spence. Se levantó de un brinco, descartando los restos de su cama, y ofreció el asombroso espectáculo de sus calzas abolsadas, la camisa al vuelo y los pies descalzos.

Quedó sobrecogido al ver que su compañero era arrastrado por un sector poco profundo, mientras el bote derivaba río abajo con la popa en alto ante la brisa matutina. Le bastó imaginar a Su Señoría, advirtiéndoles severamente que "bajo ninguna circunstancia debían permitir que la cautiva escapara" para cobrar súbito impulso: echó a correr, levantando mucho los pies y agitando los brazos para ganar velocidad, y voló por el borde del terraplén hacia un sitio desde donde le era posible interceptar la marcha de ese caprichoso navío.

Elise miró hacia atrás. De algún modo Spence había logrado sujetar la soga y, entre toses y escupidas, se estaba acercando al bote. Ella se acercó al timón, pero el cable se había enroscado mucho a él y el peso del hombre lo afirmaba aún más, impidiéndole moverlo. Entonces tomó un remo; con un impulso desesperado, logró sacarlo de su escálamela. Lo deslizó sobre la popa, largo e incómodo como era, y comenzó a empujar con él a su sofocado guardián, a tal punto que el gentil Spence acabó dando gritos de amenaza contra la señora.

En ese momento el casco rozó el fondo. Elise se volvió a tiempo de ver a Fitch, que alcanzaba su meta. Con un grito de victoria, el hombre se arrojó desde lo alto del barranco, directamente en la trayectoria del bote. Aunque su entrada en el agua levantó un considerable chorro, Fitch se detuvo apenas bajo la superficie antes de resurgir, escupiendo agua y boqueando. Agitó descabelladamente los brazos, batiendo espuma blanca hasta que, recuperados los sentidos, comenzó a avanzar hacia ella. El bote dio un cabezazo. Al volverse, Elise vio que las manazas de Spence estaban sujetando la popa.

Trató de mover el remo para pegarle, pero era demasiado largo y pesado para que ella pudiera usarlo como arma efectiva. La parte posterior quedó atascada en el mástil y estuvo a punto de hacer que Elise cayera por la borda. Después de tirar otra vez, con rudeza, miró hacia delante y vio que otras dos manos sujetaban las falcas, una a cada lado de la proa. Con mucha lentitud, un hombre sonriente, que chorreaba agua en sus forcejeos se fue incorporando. Elise dejó escapar un gemido de frustración y cólera y trató de empujarlo con el remo, pero se tambaleó: Spence, al subir una pierna por la popa, había pateado inadvertidamente el timón. Ya libre de su peso, la aleta cambió de posición, haciendo que el bote cabeceara como un loco embriagado de amor.

Elise se aferró al remo y sujetó una esquina de vela. Nada de eso le fue útil cuando la embarcación se hundió de flanco en un juncal. La lona dura y mojada escapó de su mano; el peso del remo contra su vientre la empujó hacia atrás, arrojándola al río. El agua fría la dejó alelada; sólo por un esfuerzo de voluntad logró no llenarse los pulmones al hundirse bajo la superficie. Soltó el remo para dar manotazos en ciega desesperación, tratando de incorporarse, hasta que logró sacar. la cabeza y aspirar el aire, jadeante, hasta que cedió el doloroso Impacto del agua helada. Al ver los dos hombres de pie en el bote, rechinó los dientes La miraban sobrecogidos, como petrificados por el espectáculo. Y bien podía ella imaginar la visión que ofrecía, con una corona de juncos quebrados en la cabeza, mechones chorreantes en la cara y la gola, antes almidonada, colgándole del cuello como raído ornamento de alguna ninfa marina.

Aunque el agua tenía allí muy poca profundidad, el peso de las faldas empapadas le impedía incorporarse. Afirmó los pies bajo ella y empujó con fuerza. De inmediato hizo una mueca de repugnancia: sus zapatillas, antes coquetas, se estaban hundiendo en el cieno pegajoso que cubría el fondo. Con tanto esfuerzo sólo consiguió ponerse a medias en cuclillas— Entre gruñidos de ira, liberó un brazo de entre los juncos enmarañados y se aferró del remo. Hundiendo la punta en el lodo, se apoyó en él y consiguió arrancar un pie del barro, pero sin el correspondiente zapato. En cuanto trató de dar un paso, el remo perdió asidero, escapó de su mano y, como en venganza, le golpeó la cabeza antes de caer al agua. Elise apretó los labios, tratando de dominar su frustración, y dio un furioso empellón al remo. Fitch lo atrapó cuando pasaba e imitó lo que la muchacha había hecho, usándolo como pértiga para acercar el bote a ella. Entonces le ofreció la mano, cuidando de mantener la cara inexpresiva. Elise levantó el mentón con un gesto de elocuente rechazo y logró volverle la espalda. Marchó a pasos tambaleantes en el lodo, arrastrando sus fenomenales faldas hasta salir del río. En cuanto pudo pisar con firmeza, apretó los dientes para evitar que castañetearan. Los dos hombres estaban arrastrando el bote a la costa. Evitando la mirada de reproche de la joven, se dedicaron a encender fuego; luego colgaron el cortinaje que había servido de envoltura entre dos árboles, como ofrenda de intimidad para la dama.

Elise utilizó esa alcoba improvisada para quitarse la ropa y buscó un hueco de árbol donde esconder momentáneamente la bolsa. Los hombres tendieron sus prendas a secar junto al fuego, mientras ella buscaba el consuelo de las cálidas pieles. Spence cazó una liebre, que pronto estuvo asándose en una rama verde, sobre las llamas. Pan, queso y vino acompañaron la carne; aunque era bastante seca y desabrida, las vituallas lograron calmar el hambre que le corroía el estómago. En actitud serena y estoica, Elise cedió al punto de agradecer a los hombres la porción que le servían.

—Será mejor que la señora descanse —aconsejó Spence— Cuando oscurezca habrá que seguir viaje.

Elise, morosa, cayó en la cuenta de que su vestido de terciopelo no tendría tiempo de secarse.

—¿y qué esperáis que me ponga? —acusó—. ¡Mi vestido está arruinado! ¡Jamás volverá a ser el mismo! ¡He perdido un zapato y todo está empapado!

Spence se alejó por un breve rato; al cabo regresó con un par de zapatos de cuero crudo, un vestido de lana medio raído y un tosco capote del mismo paño.

—Aquí hay algo para que la señora use, si quiere ponérselo —ofreció, tendiéndole las prendas. —Son simples, pero servirán. Y con ellas la señora pasará desapercibida adonde vamos.

La mirada fulminante de la muchacha expresó su total falta de gratitud. No tenía idea de cuál era ese sitio al que iban y que justificaba el uso de ropas tan horribles, pero en la declaración de su captor nada sugería que se tratara de algún establecimiento elegante.

Aceptó las prendas, comprendiendo que era una estupidez ponerse un vestido mojado o tratar de mantener el pudor con sólo un abrigo de pieles. Se seco el pelo junto al fuego, peinándolo con los dedos y dejando que cayera en rizos sueltos. Cuando la ropa interior estuvo lo bastante seca, regresó a su improvisado cuarto e hizo algunas modificaciones a su verdugado, reduciéndolo a una delgada rueda acolchada, en la cual escondió su bolsa, se puso las enaguas, ató el corpiño del vestido de lana, anudó los cordones de la cintura y hundió los pies en los zapatos de cuero crudo. El capote de lana gris resultó abrigado; agradecida, se echó la gran capucha a la cara.

La noche aún no había envuelto el río en total oscuridad cuando Elise despertó por efectos de una suave sacudida. Descartó las pieles con una protesta y permitió que los hombres le prepararan un sitio cómodo en el bote.

—De este modo no tardaré en morir —se quejó—, pero ¿qué os importa? iBah! Un par de bribones desalmados, eso es lo que sois. Juro que desde mi tumba pediré venganza contra vosotros.

—¡No, señora, no es verdad! Se nos ha encomendado manteneros sana y salva y cuidar de vos más que de nuestra vida —declaró Spence. Elise le clavó una mirada dubitativa.

—Bueno, Spence... por mi parte, puedo atestiguar que no has cumplido con tus funciones. Antes de que me llegue la muerte, ruego a Dios no recibir más tiernas atenciones de tu parte, pues mi frágil cuerpo no resiste más tus mercedes.

Spence no halló palabras con que calmar la ira de la joven. Tenía sobrados motivos para sentirse ofendida y nadie podía culparla si se resentía contra ellos. Su Señoría les había hecho jurar que guardarían secreto y él no podía faltar a su palabra, aunque comenzaba a sentirse como un ogro.

Lo mejor que podía hacer era preparar un sitio cómodo para la muchacha dentro del bote. Y lo hizo, forrándolo con gruesas pieles y reservando la mejor para que ella la usara como manta contra el frío aire nocturno. Las prendas mojadas fueron envueltas en otro cuero crudo y guardadas en el bote, aunque difícilmente pudiera volver a usarlas. Ayudó a Elise a abordar y la abrigó con mucho cuidado. En verdad era una carga preciosa la que se le había encomendado.