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Por fin, después del largo viaje, hemos llegado al principio.

Antiguo enigma mentat

Las naves del Enemigo se dirigían al Imperio Antiguo, miles y miles de naves inmensas, cada una con armamento suficiente para esterilizar un planeta, epidemias capaces de aniquilar a poblaciones enteras. Después de milenios de planificación, todo iba extraordinariamente bien.

En el mundo central de las máquinas, el anciano había dejado ya sus ficciones. Basta ya de juegos o fachadas, ahora todo eran rígidos preparativos para el conflicto final predicho por las profecías humanas y los intensivos cálculos informáticos: Kralizec.

—Imagino que te complace haber destruido ya dieciséis planetas adicionales en tu marcha hacia la victoria. —La anciana no había prescindido todavía de su disfraz.

—Por el momento —dijo la voz atronadora del anciano, que resonaba desde todos los edificios.

Las estructuras de la interminable ciudad estaban vivas y se movían como un inmenso motor, torres y agujas elevadas de metal líquido, enormes construcciones de forma cúbica que albergaban subestaciones y nódulos de mando. Tras cada nueva conquista, en cada planeta se construiría una ciudad muy similar a Sincronía.

La anciana se miró las manos, se sacudió la parte delantera del vestido.

—Incluso estas formas se me antojan primitivas, pero he acabado por encariñarme con ellas. O quizá «acostumbrarme» sería más exacto. —Finalmente, su voz se desvaneció, cambió y adoptó un timbre antiguo y familiar. En lugar de la anciana, ahora estaba el robot independiente Erasmo, acicate intelectual y contrapunto de Omnius. Había conservado su cuerpo de platino de metal líquido, envuelto en las lujosas túnicas a las que se había acostumbrado hacía tanto tiempo.

Ahora que había abandonado su forma física, Omnius habló a través de millones de simuladores de voz de la gran ciudad.

—Nuestras fuerzas han avanzado hasta los límites de la Dispersión humana. Nada puede detenernos. —La supermente informática siempre con sus sueños y sus aspiraciones grandilocuentes.

Al constreñir a la supermente en el disfraz de un anciano, Erasmo esperaba que Omnius empezara a entender un poco a los humanos y aprendiera a evitar aquellos gestos extremados. Y había funcionado durante algunos miles de años, pero cuando las agresivas Honoradas Matres arremetieron contra el Imperio Sincronizado, tan cuidadosamente reconstruido, Omnius no tuvo más remedio que responder. En realidad, la inquieta supermente solo estaba buscando una excusa.

—Demostraremos —dijo en aquellos momentos— que la Yihad Butleriana no fue más que un revés, no una derrota.

Erasmo estaba en pie en medio de la inmensa sala abovedada de la catedral central de las máquinas. A su alrededor, los edificios retrocedieron, apartándose como sicofantes.

—Es un acontecimiento que debemos celebrar. ¡Mira!

Aunque la supermente creía controlarlo todo, Erasmo hizo una señal y el suelo de la cámara cooperó. Las placas de metal se separaron, dejando al descubierto una cavidad recubierta de cristal, un amplio hoyo cuyos suelos se elevaron y levantaron un objeto conservado.

Una pequeña sonda de aspecto inocuo.

—Incluso las cosas que parecen insignificantes tienen gran importancia. Tal como demuestra este artilugio.

Siglos antes de la batalla de Corrin, la última gran derrota de las máquinas pensantes, una de las copias de la supermente había enviado sondas a los confines inexplorados de la galaxia con intención de establecer estaciones receptoras y plantar la semilla para la posterior expansión del imperio. La mayoría de las sondas se perdieron o se destruyeron, jamás llegaron a un planeta sólido.

Erasmo miró al pequeño artilugio, maravillosamente ideado, lleno de agujeros y descolorido por los siglos de viaje aleatorio. Aquella sonda había encontrado un planeta lejano, aterrizó y empezó su trabajo, mientras esperaba… y escuchaba.

—Durante la batalla de Corrin, los fanáticos humanos casi —casi— destruyeron al último Omnius —dijo el robot—. Aquella supermente contenía una copia completa y aislada de mí, un pack de datos de la vez en que trataste de destruirme. Demostraste una gran capacidad de previsión.

—Siempre tuve planes secundarios de supervivencia —dijo la voz atronadora. Los ojos-espía se acercaron y se pusieron a revolotear alrededor de la sonda como turistas curiosos.

—Vamos, Omnius, nunca imaginaste una derrota tan dramática —­comentó Erasmo, no con tono de reprobación, sino limitándose a constatar un hecho—. Transmitiste una copia de ti mismo a la nada. Un último intento de sobrevivir. Un acto desesperado de esperanza… como el que podría sentir un humano.

—No me insultes.

Aquella transmisión había viajado durante miles de años, degradándose, deteriorándose hasta acabar convertida en otra cosa. Erasmo no tenía ningún recuerdo de aquel viaje silencioso e interminable a la velocidad de la luz. Tras su incalculable excursión por yermos estáticos e interestelares, la señal de Omnius encontró una de las sondas que había lanzado hacía tanto tiempo y se aferró a ella como a una tea ardiendo. Lejos, muy lejos de cualquier tara de civilización humana, el Omnius restaurado empezó a recrearse. Durante milenios, Omnius se había estado recuperando, construyendo un nuevo Imperio Sincronizado… y había empezado a hacer planes para su regreso, pero esta vez con una fuerza muy superior.

—Nada puede igualar la paciencia de las máquinas —dijo la supermente.

Plenamente recuperado gracias a su copia, mientras aquella nueva civilización se creaba, Erasmo se había dedicado a meditar en el destino de los humanos, especie que había estudiado con esmero. Aquellas criaturas siempre habían sido de lo más irritantes, pero también le intrigaban. Tenía curiosidad por ver cómo luchaban sin la ayuda de máquinas eficientes.

Miró la pequeña sonda, en aquel soporte que parecía un altar. Si el receptor no hubiera estado en el lugar adecuado, la señal de Omnius quizá seguiría viajando a la deriva, atenuándose. Un final de lo más ignominioso…

Entretanto, creyéndose victoriosa, la raza humana había seguido con sus luchas. Seguían ampliando sus fronteras; enfrentándose entre ellos. Diez mil años después de la batalla de Corrin, un maestro tleilaxu llamado Hidar Fen Ajidica mejoró una nueva raza de Danzarines Rostro y los envió como colonos a lejanas tierras deshabitadas.

Mientras su imperio se recuperaba, Omnius interceptó a aquella primera embajada de Danzarines Rostro… seres con una base humana pero con algunos atributos de las mejores máquinas. Fascinado con las posibilidades, Erasmo los adaptó rápidamente para propósitos más adecuados y creó más.

De hecho, el robot independiente aún guardaba algunos especímenes de aquellos primeros Danzarines Rostro. De vez en cuando los sacaba para inspeccionarlos, para ver una vez más lo lejos que había llegado. Tiempo atrás, en Corrin, él también había jugado con una biomecánica similar, tratando de crear máquinas biológicas que pudieran imitar las capacidades del metal líquido de su rostro y su cuerpo. Su nueva raza de Danzarines Rostro hacía eso, y mucho más.

Erasmo podía repasar todos aquellos recuerdos en su cabeza. Deseó poder tener más de aquellos Danzarines Rostro allí para seguir experimentando. Eran tan fascinantes… pero los había mandado de vuelta a los sistemas estelares donde habitaban los humanos; ellos prepararían el camino para la gran conquista de las máquinas. Ya había absorbido las vidas y experiencias de miles de aquellos «embajadores» que cambiaban de forma. ¿O debía llamarlos espías? Tenía tantos resonando en su cabeza que ya no era enteramente él mismo.

Consciente de la fuerza y la capacidad de la civilización humana, Omnius había reagrupado sus fuerzas. Grandes asteroides habían sido fragmentados y convertidos en materiales brutos. Robots de construcción ensamblaban armas y naves de guerra; se probaban nuevos diseños, se mejoraban, se volvían a probar y luego se producían en gran número. Aquella labor se prolongó durante miles de años.

El resultado era indiscutible. Kralizec.

Cuando vio que Omnius no estaba en absoluto impresionado con la historia o embargado por la nostalgia, Erasmo hizo que el suelo se tragara de nuevo la sonda y llenara la cavidad revestida de cristal.

Tras dejar la catedral abovedada, el robot caminó por las calles de la ciudad sincronizada. A su alrededor las estructuras se movían y se deslizaban con suavidad, dejando siempre aberturas para él. Pensó en los edificios, todos ellos manifestaciones del cuerpo en expansión de la supermente. Él y Omnius habían evolucionado muchísimo en quince mil años, pero sus objetivos seguían siendo los mismos. Pronto todos los planetas serían como aquel.

—No más juegos ni ilusiones —dijo la voz atronadora de Omnius—. Debemos concentrarnos en la gran batalla. Somos lo que somos. —­Mientras escuchaba, Erasmo se preguntó por qué a la supermente le gustaría tanto oírse hablar—. Hemos reunido nuestras fuerzas, analizado al enemigo y mejorado nuestras posibilidades de éxito.

—Recuerda, según nuestras proyecciones matemáticas, seguimos necesitando al kwisatz haderach —le advirtió Erasmo.

Omnius parecía ofendido.

—Si conseguimos un hombre sobrehumano, tanto mejor. Pero incluso si no es así, el desenlace de este conflicto sigue estando claro.

El robot independiente se conectó a la supermente informática. Eso le permitía acceder a todo cuanto Omnius veía y experimentaba. Una parte de la extravagante computadora iba a bordo de cada una de las numerosas naves de guerra. A través de la conexión, Erasmo podía ver los enjambres de naves avanzando, propagando epidemias, lanzando oleadas de destrucción. Estaban expandiendo los límites del imperio mecánico, y pronto se habrían tragado todo el territorio de los humanos.

La eficacia lo exigía. Omnius lo exigía. Las grandes naves seguían avanzando.