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La carne se rinde. La eternidad recupera lo que es suyo. Nuestros cuerpos solo han agitado las aguas brevemente, han bailado con una cierta embriaguez ante el amor por la vida y el yo, han manejado algunas ideas extrañas, y luego se han sometido a los instrumentos del Tiempo. ¿Qué podemos decir de esto? He estado. No existo… y sin embargo he estado.

PAUL ATREIDES, Memorias de Muad’Dib

Ahora que volvía a ser él mismo, el barón Vladimir Harkonnen se dio cuenta de que en Caladan siempre tenía cosas que hacer, siempre estaba ocupado, aunque no como él habría querido. Desde su despertar, se había esforzado por comprender su nueva situación, y cómo los Atreides habían echado a perder el universo después de su marcha.

En otro tiempo, la Casa Harkonnen había estado entre las más acaudaladas del Landsraad. Ahora aquella gran casa ni siquiera existía, salvo en su recuerdo. El barón tenía mucho trabajo por delante.

Intelectual y emocionalmente tendría que haberle complacido ser el señor del planeta natal de sus enemigos mortales, pero Caladan no podía compararse a su amada Giedi Prime. Se estremeció al pensar en el aspecto que tenía ahora, y deseó poder volver y restituirlo a su antigua gloria. Pero no tenía a su lado a ningún Piter de Vries, a ningún Feyd-Rautha, ni siquiera el tonto pero útil de su sobrino Rabban.

Sin embargo, Khrone se lo había prometido todo… siempre y cuando ayudara a los Danzarines Rostro con su plan.

Ahora que había recuperado sus recuerdos, se le permitían algunos entretenimientos. En las mazmorras del castillo tenía juguetes. Canturreando para sus adentros, Vladimir bajó hacia los niveles inferiores, y se detuvo a escuchar aquellos encantadores susurros y gemidos. Sin embargo, en el momento en que entró en la cámara principal, se hizo el silencio.

Sus juguetes estaban dispuestos a todo alrededor, de acuerdo con sus instrucciones precisas: potros con utillajes para estirar, estrujar, y cortar partes del cuerpo. Máscaras en las paredes con dispositivos electrónicos internos que enloquecían al portador, e incluso podían eliminar el cerebro si el barón así lo decidía. Sillas con conexiones para electrocutar y lengüetas que podían instalarse en lugares curiosos. Infinitamente mejor que nada de lo que Khrone había utilizado con él.

Dos hermosos mozos —algo más jóvenes que él— colgaban de las paredes sujetos con unas cadenas. Sus ojos seguían cada uno de sus movimientos llenos de terror y de una profunda tristeza. Tenían las ropas rotas donde él las había desgarrado para sus juegos.

—Hola, mis bellezas. —Ellos no contestaron con palabras, pero vio que se encogían—. ¿Sabíais que los dos tenéis sangre Atreides corriendo por vuestras venas? Tengo registros genéticos que lo demuestran.

Los dos lo negaron, gimoteando, aunque en realidad no tenían forma de saberlo. Después de tanto tiempo, aquel linaje estaba tan diluido que nadie habría podido saberlo sin unas pruebas genéticas exhaustivas. Bueno, lo que importa es el sentimiento, ¿no es verdad?

—¡No podéis culparnos por los pecados de hace siglos! —gritó uno lastimosamente—. Haremos lo que quieras. Seremos tus siervos leales.

—¿Mis siervos leales? Oh, pero si ya lo sois. —Se acercó al que había suplicado, le acarició sus cabellos dorados. El joven se puso a temblar y apartó la mirada.

El barón se excitó. Era tan adorable, con las mejillas lisas, con apenas una ligera pelusilla y facciones casi femeninas. Cerró los ojos y sonrió, mientras acariciaba la piel suave del rostro.

Cuando los volvió a abrir, vio con sorpresa que las facciones de la víctima habían cambiado. Ahora el bello joven era una jovencita de pelo oscuro y rostro ovalado, con los ojos del profundo azul de la adicción a la especia. Se estaba riendo de él. El barón retrocedió.

—¡No estoy viendo esto!

—¡Oh, por supuesto que sí, abuelo! ¿A que me he puesto muy guapa? —La mujer encadenada movía los labios, pero la voz salía del interior de su cabeza. Dejé que creyeras que te habías deshecho de mí, pero solo fue un juego. A ti te gustan los juegos, ¿verdad?

Farfullando con nerviosismo, el barón salió de la cámara de torturas y se escabulló por el vestíbulo húmedo y frío, pero Alia fue con él. ¡Soy tu compañera permanente, una compañera de juegos de por vida! Rió y rió y rió.

Cuando el barón llegó a la planta principal del castillo, examinó con nerviosismo las armas que colgaban de las paredes y las vitrinas de exposición. Sacaría a Alia de dentro de su cabeza, incluso si para lograrlo tenía que matarse a sí mismo. Khrone siempre podía volver a recuperarlo en forma de ghola. Alia era como una mala hierba dañina que esparcía las toxinas por su cuerpo.

—¿Por qué estás aquí? —gritó en medio del silencio resonante de la sala de banquetes con paredes de piedra—. ¿Cómo?

Era imposible. La sangre de los Harkonnen y los Atreides se había unido hacía siglos, y a los Atreides se los conocía por sus abominaciones, su extraña presciencia, su peculiar forma de pensar. Pero ¿cómo había infestado su mente aquella tara infernal de Alia? ¡Malditos fueran los Atreides!

Se dirigió a toda prisa a la entrada principal, pasando ante varios Danzarines Rostro anodinos que lo miraron con expresión inquisitiva. No debo demostrar debilidad delante de ellos. Le sonrió a uno, luego a otro.

¿No te divierte revivir viejas glorias y venganzas?, preguntó su Alia-interior.

—¡Cállate, cállate! —farfulló él por lo bajo.

Antes de que pudiera llegar a las altas puertas de madera, estas se abrieron sobre sus inmensos goznes y Khrone entró acompañado por un séquito de Danzarines Rostro y un jovencito de pelo oscuro con rasgos extrañamente familiares. Tendría seis o siete años.

La voz de su Alia-interior sonaba complacida. ¡Ve a dar la bienvenida a mi hermano, abuelo!

Khrone empujó al niño y los labios generosos del barón se curvaron en una sonrisa hambrienta.

—Ah, Paolo, por fin. ¿Creéis que no conozco a Paul Atreides?

—Será tu pupilo, tu alumno. —La voz de Khrone era severa—. Él es la razón de que te hayamos criado, barón. Tú eres una herramienta, él es nuestro tesoro.

Los ojos negro araña del barón se iluminaron. Fue directo hacia el niño y lo examinó de cerca. Paolo lo miraba furioso, y eso hizo que el barón riera de gusto.

—Ah, ¿y qué se me permitirá hacer con él exactamente? ¿Qué es lo que queréis?

—Prepararlo. Educarlo. Encargarte de que esté listo para su destino. Debe satisfacer cierta necesidad.

—¿Y qué necesidad es esa?

—Cuando llegue el momento lo sabrás.

Ah, Paul Atreides en mis manos. Esta vez me aseguraré de que recibe una educación adecuada. Como mi sobrino Feyd-Rautha, un joven tan adorable. Esto me ayudará a compensar muchos agravios históricos.

—Ahora tienes tus memorias, barón, por tanto, comprendes los entresijos y las consecuencias. Si sufre algún daño, buscaremos una forma muy especial de hacer que lo lamentes. —El líder de los Danzarines Rostro sonaba muy convincente.

El barón agitó su mano regordeta con gesto desdeñoso.

—Claro, claro. Siempre me he arrepentido de haber desconectado su tanque axlotl cuando estábamos en Tleilax. Fue un gesto estúpido e impulsivo por mi parte. No sabía. Pero he aprendido a contenerme.

Una punzada de dolor le atravesó la cabeza y le hizo pestañear. Yo te puedo ayudar a contenerte, abuelo, dijo Alia dentro de su cabeza. El barón habría querido gritarle.

Con un colosal empujón mental, la apartó, luego se inclinó sobre el joven ghola y rió entre dientes.

—Llevo mucho tiempo esperando esto, jovencito adorable. Tengo muchos planes para los dos.