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Podemos aprender mucho de aquellos que vinieron antes que nosotros. El legado más valioso que pueden dejarnos nuestros ancestros es la conciencia de cómo evitar los mismos errores mortales.

REVERENDA MADRE SHEEANA, diarios de navegación del Ítaca

La poderosa civilización que en otro tiempo había medrado en el no-planeta estaba muerta. Todo estaba muerto.

Mientras el Ítaca rodeaba el planeta oculto en una órbita cerrada, las púas erizadas de los escáneres captaban ciudades silenciosas, reductos visibles de industrias, asentamientos agrícolas abandonados, complejos de viviendas vacíos. Las frecuencias de transmisiones estaban totalmente mudas, y ni tan siquiera se escuchaba la estática de los satélites repetidores del tiempo o las señales de socorro.

—Los habitantes de este planeta se tomaron muchísimas molestias para esconderse —dijo Teg—. Pero parece que a pesar de todo les encontraron.

Sheeana estudió las lecturas. Ante aquella situación misteriosa, había convocado a varias hermanas para estudiar los datos y sacar conclusiones.

—Los ecosistemas parecen intactos. Los niveles mínimos de polución residual en el aire sugieren que el lugar lleva deshabitado por lo menos un siglo, depende del nivel de industrialización que tuviera. Las praderas y bosques están intactos. Todo parece normal, casi prístino.

La expresión de preocupación de Garimi hizo aparecer profundas arrugas en torno a sus labios y en la frente.

—En otras palabras, esto no fue causado por el mismo tipo de intervención mediante el que las rameras convirtieron Rakis en una bola calcinada.

—No, solo ha desaparecido la gente. —Duncan meneó la cabeza, mientras analizaba los datos que iban apareciendo en las pantallas, incluidos los planos de las ciudades y detalles sobre la atmósfera—. O se fueron o murieron. ¿Creéis que se estaban escondiendo del Enemigo Exterior, que estaban tan desesperados por pasar inadvertidos que ocultaron el planeta entero tras un campo negativo?

—¿Es un planeta de Honoradas Matres? —preguntó Garimi.

Sheeana tomó una decisión.

—Aquí podría estar la clave para saber de qué huimos. Tenemos que averiguar lo que podamos. Si ahí abajo vivían Honoradas Matres ¿qué las hizo huir, o las mató?

Garimi levantó un dedo.

—Las rameras acudieron a las Bene Gesserit preguntando cómo controlamos nuestros cuerpos. Estaban desesperadas por saber cómo las Reverendas Madres manipulamos nuestro sistema inmunitario, célula a célula. ¡Claro!

—Habla claro, Garimi. ¿Qué quieres decir? —La voz de Teg era brusca, la voz de un endurecido comandante de batalla.

Ella lo miró con expresión agria.

—Tú eres un mentat. Haz una proyección primaria.

Teg no se molestó por el comentario. No, en vez de eso, por un momento sus ojos se pusieron vidriosos, luego su expresión volvió a su aspecto habitual.

—Ahhh. Si las rameras querían aprender a controlar sus respuestas inmunitarias, quizá es que el Enemigo atacó con un agente biológico. Las rameras no tenían la habilidad ni los conocimientos médicos para protegerse, por eso necesitaban conocer el secreto de la inmunidad Bene Gesserit, incluso si para ello tenían que eliminar planetas enteros. Estaban desesperadas.

—Tenían miedo a las epidemias del Enemigo —dijo Sheeana.

Duncan se inclinó hacia delante para contemplar la imagen pacífica pero ominosa de la tumba que tenían allí abajo.

—¿Estás sugiriendo que el Enemigo descubrió este planeta a pesar incluso de la presencia del campo negativo y lo sembró de enfermedades que mataron a todo el mundo?

Sheeana señaló con el gesto la gran pantalla.

—Tendremos que bajar y comprobarlo por nosotros mismos.

—No es prudente —dijo Duncan—. Si la epidemia mató a toda esa gente…

—Como ha señalado Miles, las Reverendas Madres sabemos proteger nuestros cuerpos de la contaminación. Garimi puede venir conmigo.

—Es una temeridad —dijo Teg.

—Tanto cuidado y cautela nos han reportado bien poco en estos dieciséis años —dijo Garimi—. Si no aprovechamos esta oportunidad para descubrir algo sobre el Enemigo y las Honoradas Matres, entonces nos mereceremos lo que nos pase cuando vengan a por nosotros.

Garimi guió la pequeña gabarra a través de aquella atmósfera que el tiempo había limpiado y descendió sobre la metrópoli fantasmal. La ciudad vacía era ostentosa e imponente, y estaba compuesta principalmente de elevadas torres y edificios imponentes con una cantidad superflua de ángulos. Cada estructura tenía una marcada solidez, un aire un tanto «llamativo», como si los constructores exigieran grandeza y respeto. Pero se estaban viniendo abajo.

—Extravagancia y ostentosidad —comentó Sheeana—. Denota falta de sutileza, puede incluso que inseguridad en el propio poder.

En su cabeza, la antigua voz de Serena Butler despertó. En la Era de los Titanes, los grandes tiranos cymek construyeron grandes monumentos para sí mismos. Era su forma de reforzar la imagen que tenían de su propia importancia.

Sheeana supuso que habrían pasado cosas parecidas incluso antes.

—Como humanos, aprendemos las mismas lecciones una y otra vez. Estamos condenados a cometer siempre los mismos errores.

Cuando vio que la Supervisora Mayor la miraba con cara rara, Sheeana se dio cuenta de que había hablado en voz alta.

—Este lugar lleva la marca inconfundible de las Honoradas Matres. Un lujo espectacular pero innecesario. Dominación e intimidación. Las rameras avasallaron a las gentes a quienes conquistaron, pero al final no fue suficiente. Incluso el desmesurado desembolso necesario para generar un campo negativo que se autoalimentara demostró no ser suficiente frente al Enemigo.

Los labios de Garimi esbozaron una sonrisa.

—¡Qué humillante tener que esconderse! Parapetarse en la invisibilidad, y aun así fallar.

La nave aterrizó en medio de una calle vacía. Tras mirarse la una a la otra buscando apoyo, Sheeana y Garimi abrieron la escotilla y salieron al mundo-cementerio. Las dos inspiraron con cautela. Jirones de nubes grises se deslizaban con rapidez por el cielo, como un recuerdo del humo industrial.

Con el control exacto que ejercían sobre su sistema inmunitario, las hermanas podían proteger hasta la última célula de su cuerpo y repeler cualquier vestigio que pudiera quedar de la epidemia. En cambio, las Honoradas Matres habían olvidado cómo hacerlo…, o quizá nunca habían llegado a saberlo.

Las calles y las pistas de aterrizaje estaban cubiertas de hierbajos y malezas que habían agrietado el pavimento. Arbustos silvestres de formas tortuosas, con una infinidad de espinas en las que una víctima despistada podía quedar empalada. Árboles atrofiados que parecían soportes para espadas y lanzas. Seguramente, supuso Sheeana, aquella era la imagen que las Honoradas Matres tenían de lo que son plantas ornamentales. Otras plantas nudosas, compuestas de una serie de terrones superpuestos, brotaban del suelo como hongos escamosos.

Sin embargo, la ciudad no estaba en silencio. Una suave brisa se colaba por las ventanas rotas y los umbrales medio derrumbados con un sombrío gemido. Bandadas de aves de largas plumas se habían instalado en las torres y los tejados. Los jardines, atendidos antes seguramente por esclavos, se habían convertido en un caos de vegetación exuberante. Los árboles, constreñidos, levantaban las losas del suelo; aparecían flores entre las grietas de los edificios, como parches de coloridos cabellos. La naturaleza se había desbordado de sus límites y había conquistado la ciudad. El planeta había reclamado alegremente lo que era suyo, como si bailara sobre las tumbas de millones de Honoradas Matres.

Sheeana avanzó, en guardia. Aquella ciudad vacía tenía un algo ominoso y misterioso, aunque estaba convencida de que no quedaba nadie con vida. Confiaba en que sus sentidos y sus reflejos de Bene Gesserit la alertarían de cualquier peligro, pero quizá tendría que haber llevado con ella a Hrrm o alguno de los otros futar para que la protegieran.

Las dos mujeres permanecieron en una sombría contemplación, asimilando todo lo que veían. Sheeana hizo un gesto a su compañera.

—Tenemos que encontrar algún centro de información… una biblioteca, una base de datos.

Estudió los edificios que veía a su alrededor. El perfil de la ciudad tenía un aspecto ajado y roto. Después de un siglo o más sin mantenimiento, algunas de las torres más altas se habían desplomado. Postes que en otro tiempo debieron de ser soporte de coloridos estandartes estaban ahora desnudos, porque con los años el frágil tejido debía de haberse desintegrado.

—Utiliza tus ojos y las enseñanzas que has recibido —dijo Sheeana—. Incluso si las rameras se originaron a partir de Reverendas Madres sin un adiestramiento, quizá se mezclaron con refugiadas Habladoras Pez. O tal vez tuvieron un origen totalmente distinto, pero llevan parte de nuestra historia en su inconsciente.

Garimi soltó un bufido escéptico.

—Una Reverenda Madre jamás habría olvidado capacidades tan básicas. Por Murbella sabemos que las rameras no tienen acceso a las Otras Memorias. Nada en nuestra historia podría explicar su violencia y su rabia desmedida.

Sheeana seguía sin estar convencida.

—Si salieron de la Dispersión, las rameras comparten una parte de la historia de la humanidad, solo hay que remontarse suficientemente atrás en el tiempo. En general, la arquitectura se basa en una serie de estándares. Una biblioteca o un centro de información no tiene el mismo aspecto que un complejo administrativo o de viviendas. En una ciudad como esta, tiene que haber edificios de negocios, centros de recepción y alguna clase de almacén central de información.

Las dos pasaron ante los rígidos árboles espinosos, examinando los diferentes edificios. Todos eran grandes bloques, como fortalezas, como si la población temiera sufrir un ataque externo en cualquier momento y tener que esconderse.

—Esta ciudad debió de construirse cuando el campo negativo planetario aún no estaba activado —dijo Garimi—. En todos los edificios se ve claramente la mentalidad de quien teme ser sitiado.

—Pero ni las armas más poderosas ni las almenas pueden contra una epidemia.

Al anochecer, después de haber registrado docenas de edificios oscuros que olían como la guarida de un animal, Sheeana y Garimi descubrieron un centro con registros que, más que una biblioteca, parecía un centro de detención. Allí, protegidos por fuertes blindajes, algunos archivos se habían conservado intactos. Y las dos se pusieron a indagar en los antecedentes del lugar, activando los poco frecuentes pero familiares rollos de hilo shiga y las láminas grabadas de cristal riduliano.

Garimi regresó a la gabarra para enviar un informe a la no-nave e informar a los demás de lo que habían encontrado. Para cuando regresó, Sheeana estaba sentada con expresión grave junto a un globo de luz portátil. Sostuvo en alto las láminas de cristal.

—La epidemia que atacó el planeta fue más virulenta y terrible que ninguna enfermedad de la que se tenga constancia. Se extendió con una eficacia imposible y tuvo prácticamente un índice de mortalidad del ciento uno por ciento.

—¡Es algo inaudito! No existe ninguna enfermedad que pueda…

—Esta lo hizo. La prueba está aquí. —Sheeana meneó la cabeza—. Ni siquiera las terribles epidemias de la Yihad Butleriana fueron tan eficaces, y eso que se extendieron por todas partes y estuvieron a punto de acabar con la civilización humana.

—Pero ¿cómo consiguieron las Honoradas Matres detener la enfermedad? ¿Por qué no murió todo el mundo?

—Aislamiento y cuarentena. Inflexibilidad. Sabemos que las rameras actúan en células independientes. Huyeron de su mundo de origen, siempre hacia delante, sin volver la vista atrás. No hubo cooperación.

Garimi asintió fríamente.

—Y su violencia seguramente también ayudó. No habrían tolerado ningún error.

Sheeana escogió un rollo de hilo shiga y pasó la grabación. La imagen de una severa Honorada Matre con ojos naranjas apareció en pantalla. Su actitud era desafiante, con el débil mentón alzado, los dientes al descubierto. Por lo visto estaba en un juicio, ante un severo tribunal y un público vociferante. Desde el exterior del encuadre llegaban voces femeninas furiosas.

—Soy la honorada matre Rikka, adepta al nivel siete. He asesinado a diez personas para conseguir mi rango, ¡y exijo vuestro respeto! —Los gritos que llegaban del público no demostraban ningún respeto—. ¿Por qué me ponéis en el banquillo de los acusados?

Sabéis que tengo razón.

—Todas nos morimos —gritó alguien.

—Culpa vuestra —espetó Rikka—. Nosotras solitas hemos acarreado este destino sobre nuestras cabezas. Nosotras provocamos al Enemigo de Muchos Rostros.

—¡Somos Honoradas Matres! Nosotras tenemos el control. Tomamos lo que queremos. Las armas que robamos nos harán invencibles.

—¿De verdad? Mirad lo que nos han reportado hasta ahora. —Rikka levantó sus brazos desnudos para enseñar las lesiones que cubrían su piel—. Mirad bien, porque dentro de poco todas estaréis igual.

—¡Ejecutadla! —gritó alguien—. La Larga Muerte.

Rikka enseñó los dientes en una mueca salvaje.

—¿Con qué propósito? Sabéis que de todos modos moriré dentro de poco. —Volvió a mostrar las lesiones de sus brazos—. Igual que vosotras.

En lugar de contestar, una anciana juez pidió una votación, y Rikka fue sentenciada a la Larga Muerte. Sheeana ya se lo imaginaba.

Las Honoradas Matres eran bastante retorcidas: ¿cuál sería para ellas la muerte más terrible?

—¿Por qué no la creyeron? —dijo Garimi—. Si la epidemia ya se estaba extendiendo, tenían que saber que Rikka tenía razón.

Sheeana meneó la cabeza con pesar.

—Las Honoradas Matres jamás admitirán que son vulnerables a la debilidad o la muerte. Mejor atacar a algún supuesto Enemigo que admitir que iban a morir de todos modos.

—No las entiendo —dijo la Supervisora Mayor—. Me alegro de que no nos quedáramos en Casa Capitular.

—Quizá nunca sabremos de dónde vienen las Honoradas Matres —dijo Sheeana—. Pero no tengo ningunas ganas de vivir en su tumba. —­Por lo que veía, la epidemia había cumplido su ciclo, consumiendo a todas las víctimas, sin dejar nada que pudiera contagiarse.

—Yo también deseo abandonar este lugar. —Garimi contuvo un escalofrío, y pareció avergonzada—. Ni siquiera yo podría considerar esto como un posible hogar. El olor de la muerte seguirá en la atmósfera durante siglos.

Sheeana estaba de acuerdo. Desde la no-nave, Teg las reafirmó en su opinión al informar que los satélites que generaban el campo de invisibilidad del planeta estaban fallando. En unos pocos años, el velo desaparecería por completo. Y dado que el Enemigo ya había encontrado y destruido aquel mundo, ella y los suyos no estarían a salvo allí ni serían invisibles para sus perseguidores.

Tras recoger la documentación que habían encontrado, Sheeana y Garimi abandonaron el centro de detención y la cámara de registros y corrieron de vuelta a la gabarra en medio de la creciente oscuridad.