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Cuatro muertes me esperan: la muerte de la carne, la muerte del alma, la muerte del mito y la de la razón. Y en todas ellas está la semilla de la resurrección.
LETO ATREIDES II, registros de Dar-es-Balat
La vida de Doria se había convertido en algo ridículo, como le recordaba continuamente su Bellonda-interior.
Te estás poniendo gorda, le decía la otra Reverenda Madre.
—¡Es culpa tuya! —espetó Doria. Ciertamente, había aumentado de peso, y mucho, aunque había seguido con un vigoroso programa de entrenamiento y ejercicio. Cada día comprobaba su metabolismo mediante técnicas internas, pero era en vano. Aquel cuerpo suyo, tan fuerte y flexible en otro tiempo, daba ahora claras muestras de dejadez—. Me pesas como una enorme roca por dentro. —Oyó claramente que Bellonda reía en su cabeza.
Renegando para sus adentros tan discretamente como pudo, la antigua Honorada Matre trepó con dificultad por las arenas sueltas del lado de una duna. Otras quince hermanas subieron detrás, ataviadas todas con idénticos trajes de una pieza. Iban parloteando entre ellas, mientras pronunciaban en voz alta las lecturas de los instrumentos y los gráficos que llevaban. De hecho, hasta parece que disfrutaban de aquel trabajo sórdido.
Las mujeres reclutadas para los trabajos con la especia tomaban regularmente lecturas espectrales y de temperatura en la arena, y utilizaban los datos para levantar un mapa de las estrechas vetas de especia y los limitados depósitos. Estos datos se enviaban a las estaciones de investigación del desierto y se combinaban con las observaciones in situ para determinar los mejores emplazamientos para la extracción.
La humedad del planeta disminuía a marchas forzadas; los gusanos eran cada vez más grandes y ya empezaban a producir cantidades importantes de melange… de «producto», como decía la madre comandante. Estaba impaciente por poder sacar algún provecho de aquella baza de la Nueva Hermandad. La especia le permitiría pagar los enormes cargamentos de armas que se estaban preparando en Richese y sobornar a la Cofradía para que facilitara los preparativos para la guerra. Murbella gastaba la melange y las soopiedras con la misma rapidez con la que entraban, y pedía más y más.
Detrás de Doria, dos jóvenes aspirantes a valquiria practicaban técnicas de lucha en la arena, atacando, defendiéndose. Y tenían que amoldar sus movimientos en función de la pendiente de las dunas, de si la arena era suelta o compactada, del peligro invisible de los árboles muertos que habían quedado enterrados debajo.
Doria, que sentía el fuego de su pasado como Honorada Matre quemarle en las venas, también habría preferido luchar. Quizá le permitirían participar en el asalto final sobre Tleilax, cuando Murbella hubiera decidido que ya tenía fuerzas suficientes para la batalla. ¡Qué gran victoria lograrían! Doria podría haber luchado en Buzzell, en Gammu, en cualquiera de los campos de batalla más recientes. Habría sido una excelente valquiria, y en cambio se había convertido en poco más que… que una administradora. ¿Por qué no le permitían derramar sangre por la Nueva Hermandad? Luchar era lo que mejor se le daba.
Doria estaba atrapada allí, y seguía saliendo al desierto, pero con los años había empezado a impacientarse. ¿Estoy condenada a ser la niñera de este planeta para siempre? ¿Es este mi castigo por el único error de asesinar a Bellonda?
Ah, admites que fue un error, ¿eh?, la azuzó la irritante voz de su interior.
Cállate, vaca estúpida.
No podía huir de Bellonda. Con sus continuos sarcasmos no dejaba de recordarle sus defectos, y hasta le ofrecía consejos que no quería sobre cómo cambiar. Al igual que Sísifo, Doria tendría que pasar el resto de su vida empujando aquella roca colina arriba. Y ahora encima se estaba poniendo gorda.
En su cabeza, le pareció que Bellonda canturreaba. Luego, su voz le dijo: En los antiguos tiempos de la Tierra, la gente tenía una cosa que se llamaba doorbell, timbre, y la persona que venía de visita tenía que apretarlo cuando llegaba a la puerta.
—¿Y qué? —dijo Doria en voz alta, y enseguida volvió el rostro de espaldas a las aprendizas, que la miraron con cara rara.
Pues que es la combinación de nuestros nombres: Doria-Bellonda. DorBell. Ding dong, ding dong, ¿puedo entrar?
No, maldita seas. Lárgate.
Echando humo de la rabia, Doria se concentró en los instrumentos de análisis. ¿Por qué no podía la madre comandante encontrar un planetólogo entregado en alguno de los mundos humanos que habían sobrevivido? En sus escáneres, ella solo veía números y diagramas electrónicos que no le interesaban en absoluto.
Durante seis desesperantes años, cada día Doria había apretado los dientes y había tratado de no hacer caso de los sarcasmos de Bellonda. Era la única forma de cumplir con su trabajo. Murbella le había dicho que debía supeditar sus deseos a las necesidades de sus hermanas, pero, al igual que tantos otros conceptos de la filosofía Bene Gesserit, el de «supeditación» funcionaba mejor en la teoría que en la práctica.
La madre comandante había moldeado a otras y las había convertido en lo que había querido, había forjado una Hermandad unificada, e incluso había recuperado e incorporado a algunas de las Honoradas Matres rebeldes. Doria se había insinuado como personaje con una posición de poder junto a Murbella, pero no había podido suprimir del todo la violencia natural que llevaba dentro, ese carácter impulsivo que tan a menudo acababa en un baño de sangre. El compromiso no estaba en su naturaleza, pero si quería sobrevivir tendría que ser lo que la madre comandante quisiera. ¡Maldita sea! Después de todo ¿habrá triunfado en su empeño de convertirme en una Bene Gesserit?
Su Bellonda-interior volvió a reír entre dientes.
En última instancia, Doria se preguntaba si tendría que enfrentarse a Murbella personalmente. Con los años, muchas la habían desafiado y habían muerto en el intento. Doria no temía por su vida, pero le asustaba tomar la decisión equivocada. Sí, Murbella era severa y enloquecedoramente impredecible, pero después de casi dos décadas, no estaba tan claro que se hubiera equivocado en su plan de fusión.
Súbitamente, Doria apartó sus preocupaciones de su mente y reparó en unos lejanos montículos de arena que se movían, en las ondas, que cada vez estaban más y más cerca.
La voz de Bellonda la arengó: ¿Además de estúpida resulta que también estás ciega? Con tanto pisotón has inquietado a los gusanos.
—Son pequeños.
Puede, pero siguen siendo peligrosos. Sigues siendo una arrogante, te crees que puedes derrotar a cualquier cosa que se te ponga por delante. Te niegas a reconocer una amenaza real.
—Tú no fuiste precisamente una amenaza —musitó Doria.
Una de las aprendizas gritó, señalando los dos montículos que se deslizaban por la arena.
—¡Gusanos! ¡Y van juntos!
—¡Allí también! —exclamó otra.
Doria vio que los gusanos estaban por todas partes, y que se acercaban, como si algo les atrajera. Las mujeres se apresuraron a tomar lecturas.
—¡Dios! Son el doble de grandes que la media de los especímenes que medimos hace un par de meses.
En la cabeza de Doria, Bellonda la pinchó. Estúpida, estúpida, estúpida.
—¡Maldita sea, Bell, cierra el pico! Tengo que pensar.
¿Pensar? ¿Es que no ves el peligro? ¡Haz algo!
Los gusanos se acercaban desde diferentes direcciones; definitivamente, daban muestras de un comportamiento coordinado. El rastro que habían ido dejando en la arena le recordaba a una manada. Una manada de caza.
—¡A los tópteros! —Doria vio que se habían alejado demasiado por las dunas. Los vehículos aéreos estaban algo lejos.
El pánico se adueñó de las hermanas más novatas. Algunas corrieron, escurriéndose por las arenas sueltas de las dunas. Soltaron sus instrumentos y gráficos. Una de las hermanas envió un mensaje urgente a Central.
Ya ves adonde te ha llevado tu estúpido plan, dijo Bellonda. Si no me hubieras matado, yo habría estado alerta. Jamás habría dejado que esto pasara.
—¡Cállate!
Los gusanos acechan. Tú me acechaste a mí y ahora ellos te acechan.
Una de las hermanas gritó, luego otra. Cada vez había más gusanos que se elevaban sobre las dunas y se acercaban. Varias valquirias se unieron, tratando de luchar contra lo imposible.
Doria miraba, con los ojos muy abiertos. Cada una de las criaturas medía al menos veinte metros y se movía a una velocidad increíble.
—¡Marchaos! ¡Volved a vuestro desierto!
Tú no eres Sheeana. Los gusanos no te obedecerán.
Los gusanos saltaron, entre el destello de sus dientes de cristal, y sus bocas cogieron arena y hermanas, y las arrojaron al horno de sus gaznates.
¡Idiota!, exclamó su Bellonda-interior. Me has matado otra vez.
Una fracción de segundo más tarde, un gusano se elevó en el aire y se lanzó sobre Doria, y se la tragó de un solo bocado. Por fin, la voz fastidiosa de su interior calló.