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Las defensas de las Honoradas Matres en Buzzell son mínimas. Bastará con que lleguemos y tomemos el control. Otro síntoma de su arrogancia.

BASHAR WIKKI AZTIN, asesora militar de la madre comandante Murbella

Las primeras naves acorazadas llegaron de Richese tal y como Murbella había ordenado, sesenta y siete naves de guerra diseñadas para el combate espacial y transporte de tropas, cargadas de armamento. La madre comandante también pagó el correspondiente soborno en especia para que la Cofradía las trasladara directamente y pudieran aparecer de forma inesperada ante Buzzell. Esperaba que aquello fuera la primera de muchas conquistas sobre las renegadas Honoradas Matres.

Los talleres de Richese, entusiasmados por los inmensos pedidos de armamento, trabajaban a destajo para crear equipamiento militar de todos los diseños y eficacias posibles. Cuando la amenaza exterior llegara al Imperio Antiguo, no encontrarían a la raza humana desprevenida o desprotegida.

Sin embargo, la Hermandad reestructurada primero tenía que aplastar la corrosiva resistencia dentro de casa. Tenemos que hacer borrón y cuenta nueva antes de que llegue el Enemigo real.

Tras consultarlo detenidamente con Bellonda, Doria y Janess, Murbella había elegido el objetivo de su primera campaña con esmero. Ahora que las valquirias habían eliminado a las descontentas en Casa Capitular, estaban listas para ir a por un nuevo objetivo. Buzzell era perfecto, tanto por su importancia estratégica como económica. Las Honoradas Matres eran altaneras y confiadas, y eso las hacía vulnerables. Y Murbella no pensaba mostrar compasión.

No conocía con exactitud la disposición ni la distribución de las defensas en Buzzell, pero se las imaginaba. Las valquirias estaban listas, y esperaban en el interior de sus naves, en la cubierta de carga del enorme carguero de la Cofradía.

En cuanto el carguero saliera de entre los pliegues del tejido espacial, las compuertas de la base se abrirían. Las mujeres no pidieron ni recibieron nuevas instrucciones, ya sabían lo que tenían que hacer: encontrar objetivos prioritarios y destruirlos. Sesenta y siete naves, todas equipadas con tecnología punta, salieron del carguero y empezaron a disparar proyectiles y explosivos teledirigidos que hicieron pedazos las quince grandes fragatas que las Honoradas Matres tenían en órbita. Las Honoradas Matres no tuvieron tiempo de reaccionar… casi no tuvieron tiempo ni de gritar indignadas por las líneas de comunicación. En diez minutos, el bombardeo convirtió las quince naves en un montón de chatarra flotante y sin vida. Buzzell ya no tenía defensas.

—¡Madre comandante! Una docena de naves sin alinear se alejan de la atmósfera. Su diseño es distinto… no parecen naves de combate.

—Contrabandistas —dijo Murbella—. Las soopiedras son valiosas, es normal que haya contrabandistas.

—¿Hemos de destruirlos, madre comandante? ¿Hemos de recuperar su cargamento?

—No. —Murbella observó las diminutas naves, que se alejaban de aquel mundo oceánico. Si los contrabandistas hubieran afectado de forma preocupante la riqueza de las soopiedras, las Honoradas Matres no les habrían dejado actuar—. Tenemos un objetivo más importante ahí abajo. Primero expulsaremos a las Honoradas Matres; luego ya negociaremos con los contrabandistas.

Y lanzó sus naves a la conquista de los pocos tramos de tierra habitable de aquel vasto y fértil océano.

Durante mucho tiempo Buzzell había sido utilizado como planeta de castigo, y las Bene Gesserit enviaban allí a las mujeres que las decepcionaban, que faltaban al antiguo orden de alguna forma. Allí no había nada, pero su mar profundo y fecundo era hogar de unas criaturas con concha llamadas colisteros y que producían unas bonitas gemas.

Soopiedras. Las mujeres de la nobleza las utilizaban. Coleccionistas y artesanos pagaban precios desorbitados por ellas.

Como Rakis, pensó. Es curioso que los lugares más inhóspitos produzcan objetos de tanto valor.

En su inexorable búsqueda de riquezas, las Honoradas Matres habían vuelto su atención hacia Buzzell hacía años. Las rameras arrasaron las islas, mataron a la mayoría de las hermanas Bene Gesserit y obligaron a las supervivientes a trabajar en la recolección de soopiedras para ellas.

Con ayuda de sistemas de rastreo orbital, Murbella determinó sin dificultad cuáles eran las principales masas de tierra habitadas, que apenas sobresalían por encima de las olas. La Nueva Hermandad pronto recuperaría los centros donde las Honoradas Matres concentraban la actividad con las piedras. Y Buzzell tendría nuevos líderes.

Las naves richesianas aterrizaron en torno al principal campamento de procesamiento de soopiedras. Aquella enorme cantidad de naves desbordó la pequeña zona de aterrizaje, y la mayoría tuvieron que confiar en pontones hinchables, embarcaderos o simples campos suspensores sobre el agua. Las naves rodearon la isla rocosa como una soga.

Finalmente, resultó que, aparte de las fragatas que había en órbita, apenas un centenar de rameras controlaban las instalaciones de Buzzell con mano de hierro. Cuando las valquirias llegaron, las Honoradas Matres, que vivían en los mejores edificios de la isla (aunque seguían siendo espartanos), salieron armadas hasta los dientes. Aunque lucharon con empeño, las superaban en número y armamento. Las guerreras de Murbella asesinaron fácilmente a la mitad antes de que el resto capitulara. Era lo que esperaban.

La madre comandante salió a aquel aire cortante y salado para examinar el mundo ralo que acababan de conquistar.

Cuando sus guerreras rodearon a las Honoradas Matres supervivientes, Murbella descubrió entre ellas a nueve mujeres que obviamente no pertenecían al grupo; se las veía oprimidas, pero vestían su hábito negro con orgullo. Bene Gesserit. ¡Y solo nueve! Como planeta de castigo, se habían enviado a Buzzell a más de cien hermanas… y solo nueve habían sobrevivido entre las rameras.

Murbella se puso a andar arriba y abajo, mirando a aquellas mujeres. Sus valquirias permanecían en formación a su espalda, con sus trajes negros de una pieza embellecidos con afiladas púas negras, un objeto de adorno y un arma. Las Honoradas Matres tenían aspecto desafiante, asesino… tal como Murbella esperaba. Las hermanas cautivas apartaban los ojos, porque ya llevaban muchos años bajo el yugo de aquellas amas opresoras.

—Soy vuestra nueva comandante. ¿Quién de vosotras dirige a estas mujeres? —Y su mirada pasó como un látigo sobre ellas—. ¿Quién será mi subordinada aquí?

—Nosotras no somos subordinadas —dijo con desprecio una Honorada Matre nervuda, que se moría por pelear—. No te conocemos, no reconocemos tu autoridad. Actúas como una Honorada Matre, pero hueles como las brujas que te rodean. No creo que seas ninguna de las dos cosas.

Así que Murbella la mató.

La líder de las Honoradas Matres llevaba años persiguiendo a las hermanas en el planeta. Sus patadas y sus golpes eran rápidos, pero insuficientes frente a las técnicas combinadas de Murbella. Al final, la mujer se desplomó sobre las piedras negras del asentamiento, con el cuello roto, las costillas partidas, y la sangre supurando de sus oídos reventados.

Murbella ni se despeinó. Se volvió hacia las otras.

—Bueno, ¿quién habla ahora en representación de todas? ¿Quién será mi primera ayudante?

Una de las Honoradas Matres dio un paso al frente.

—Soy la madre Skira. Pregúntame a mí.

—Quiero que me hables de las soopiedras y vuestros negocios aquí. Necesitamos saber cómo extraer beneficios de Buzzell.

—Las soopiedras son nuestras —dijo Skira—. Este planeta es…

Murbella le asestó un golpe en el mentón, tan rápido que la mujer no tuvo ni tiempo de levantar la mano para protegerse y cayó hacia atrás. Cerniéndose sobre ella como un ave de presa, Murbella dijo:

—Te lo diré otra vez: explícame cómo funciona el negocio con las soopiedras.

Una de las Bene Gesserit oprimidas se separó de la fila. Una mujer de mediana edad, con el pelo rubio ceniza, y un rostro que en otro tiempo debió de ser asombrosamente hermoso.

—Yo os lo puedo explicar.

Skira se arrastró como un cangrejo sobre los codos y trató de ponerse en pie.

—No escuches a esa burra, solo sirve para recibir golpes.

—Me llamo Corysta —dijo la mujer rubia sin hacer caso de Skira.

Murbella asintió.

—Soy la madre comandante de la Nueva Hermandad. La madre superiora Odrade me escogió personalmente como sucesora antes de que la mataran en la batalla de Conexión. He unificado a Bene Gesserit y Honoradas Matres para que podamos enfrentarnos juntas a nuestro Enemigo común y mortífero. —Tocó con el pie a Skira—. Ya solo quedan unos pocos focos de resistencia de Honoradas Matres como este. Si no podemos asimilarlos los destruiremos.

—No es tan fácil derrotar a las Honoradas Matres —insistió Skira.

Murbella miró a la mujer que yacía en el suelo.

—A vosotras sí. —Volvió su atención a Corysta—. ¿Eres una Reverenda Madre?

—Lo soy, pero me exiliaron por el delito de amar.

—¡Amar! —La esbelta Skira escupió la palabra, como si esperara que su captora estuviera de acuerdo con ella. Y empezó a hablar de Corysta en tono despectivo, acusándola de ser una ladrona de bebés y una criminal, entre las Bene Gesserit y entre las Honoradas Matres.

Murbella dedicó a la hermana una mirada fugaz y apreciativa.

—¿Es eso cierto? ¿Eres una destacada ladrona de bebés?

Corysta seguía evitando su mirada.

—No es robo si lo que tomé ya era mío. No, fue a mí a quien robaron. Yo cuidé a los dos bebés por amor cuando nadie más habría aceptado hacerlo.

Murbella sabía que tenía que aprender deprisa, así que tomó una decisión.

—En pro de la rapidez y la eficacia compartiré contigo. —De ese modo, obtendría toda la información que Corysta tenía en un momento.

La otra mujer vaciló un instante, inclinó la cabeza y se acercó para que Murbella pudiera tocarla, frente contra frente, mente con mente.

En una marea, la madre comandante absorbió todo lo que necesitaba saber de Buzzell y mucho más de lo que habría querido saber sobre Corysta.

Todas las experiencias de la mujer, su día a día, sus conocimientos, sus dolorosos recuerdos y su lealtad a la Hermandad, se convirtieron en una parte de Murbella, como si los hubiera vivido en persona.

En su interior, a través de los ojos de Corysta, Murbella la vio trabajando junto con otras esclavas en una mesa de clasificación y limpieza en un muelle, cerca de un accidentado acantilado. La brisa llevaba el penetrante olor del mar a su nariz. Veía el cielo nublado y gris de la mañana. Las gaviotas que iban dando saltitos por el muelle, buscando fragmentos de crustáceos y pequeños bocados que caían durante las operaciones de procesamiento.

Un fibio imponente y cubierto de escamas caminaba arriba y abajo, supervisando el trabajo de la cadena. Su cuerpo hedía a pescado podrido. Vigilaba el trabajo de las esclavas Bene Gesserit y periódicamente comprobaba que no hubieran robado nada. ¿Adónde habría podido ir Corysta de haber robado un fragmento de soopiedra?

Llevaba casi dos décadas exiliada en Buzzell. La Hermandad la envió allí cuando era joven, y luego quedó atrapada y convertida en esclava de las rameras de la Dispersión. Corysta había sido enviada como castigo a Buzzell por lo que las Bene Gesserit llamaban un «delito de humanidad». Se le había ordenado que procreara con un noble consentido y petulante que vestía con un traje distinto cada vez que lo veía. Siguiendo las órdenes de las mujeres procreadoras, Corysta sedujo a aquel hombre al que jamás habría podido amar y manipuló su química interna para asegurarse de que el bebé era una niña.

Desde el momento de la concepción, su hija estaba destinada a entrar en la orden de las Bene Gesserit. Corysta lo sabía intelectualmente, pero su corazón no quiso aceptarlo. Conforme el bebé crecía en su vientre, empezó a tener dudas, sobre todo cuando empezó a moverse y dar patadas. Cuando estaba sola, iba conociendo a su hija, y se imaginaba criándola como madre. Y, aunque la Hermandad prohibía aquella práctica, a pesar de la rigurosidad de los diferentes programas de cría, tenía que haber excepciones, tenía que haber lugar para un poquito de amor. Cada día Corysta hablaba a su hija con voz suave, diciéndole bendiciones especiales. Y poco a poco empezó a pensar en huir de sus obligaciones opresivas.

Una noche, mientras cantaba en tono triste a su bebé no nacido, Corysta tomó la decisión de quedársela. No entregaría a su hija a las mujeres procreadoras como le habían ordenado. Así que huyó a un lugar aislado y dio a luz ella sola, en una cueva, como un animal. Una severa mujer procreadora descubrió dónde estaba y entró hecha una furia, con un escuadrón de agentes de la ley de hábitos negros. El bebé solo pudo disfrutar de unas horas del amor de su madre, luego se la llevaron y Corysta no volvió a verla.

Apenas recordaba el viaje posterior a Buzzell, donde la abandonaron para que pasara el resto de su vida en el «programa de penitencia», con las otras hermanas exiliadas. En todos los años que llevaba allí, en tramos de tierra negra no más extensos que el patio de una prisión rodeados de océanos, no había dejado de pensar en su hija ni un solo día.

Y entonces las Honoradas Matres llegaron arrasándolo todo como carroñeros, y masacraron a las exiliadas Bene Gesserit en Buzzell. Solo perdonaron la vida a un puñado para tenerlas como esclavas.

Cada vez que el olor hediondo del yodo anunciaba la presencia de los supervisores fibios, Corysta trabajaba más deprisa clasificando las piedras por tamaño y color. A su espalda, el hombre anfibio pasaba de largo, respirando pesadamente a través de unas branquias que absorbían el oxígeno del aire en lugar del agua de mar. Corysta tenía demasiado miedo al castigo, por eso nunca lo miraba.

En su primer año de cautividad, Corysta hervía por dentro, y no dejaba de pensar cómo recuperar a su hija. Pero el tiempo pasaba y fue perdiendo la esperanza, empezó a aceptar su situación. Durante años había vivido el día a día, y pocas veces se paró a pensar en sus errores del pasado, como alguien que se hurga en un diente flojo. Las profundas aguas de Buzzell se convirtieron en los límites de su universo.

En realidad, ella y las compañeras que sobrevivieron no tenían que sumergirse para buscar las piedras marinas. Eso lo hacían los fibios, híbridos modificados genéticamente, creados en la Dispersión, mitad hombre mitad anfibio, con cabeza en forma de bala, cuerpos delgados y aerodinámicos y una piel verde y aceitosa con un brillo iridiscente. A Corysta le fascinaban, le asustaban.

Luego, años después, rescató un bebé fibio abandonado del mar, y lo escondió y lo cuidó durante meses en su humilde choza. Devolvió la salud al Hijo del Mar, y entonces, en un cruel eco de su experiencia anterior, las Honoradas Matres le arrebataron al bebé híbrido.

Conocían su caso, y se burlaban de ella, la llamaban la «mujer que perdió dos bebés». La ridiculizaban abiertamente, mientras que sus compañeras exiliadas la admiraban en silencio…

— o O o —

Profundamente conmovida, Murbella se apartó de la desdichada hermana y se dio cuenta de que solo había pasado un instante. Ante ella, Corysta pestañeaba con asombro ante el torrente de noticias e información que había recibido. El acto de compartir funcionaba en los dos sentidos, así que la Bene Gesserit exiliada ahora sabía todo lo que sabía la madre comandante. Murbella aceptó el riesgo de buena gana.

Viendo la facilidad con que sus valquirias habían conquistado todos los puntos vulnerables, Murbella estaba segura de que la Nueva Hermandad no tendría ningún problema para dirigir los trabajos de recolección. Dejaría una fuerza defensiva en órbita, convertiría o mataría a las Honoradas Matres que quedaban y volvería al trabajo. Miró a su alrededor buscando a los guardas fibios, pero todos habían desaparecido en las aguas profundas cuando vieron llegar a las valquirias. Después de compartir con Corysta, sabía todo lo que necesitaba.

—Reverenda madre Corysta, la nombro supervisora de las operaciones de extracción de soopiedras de la Hermandad. Sé que es consciente de muchos errores y sabrá cómo mejorar el proceso.

La mujer asintió, con los ojos brillantes. Estaba orgullosa de que Murbella le hubiera confiado aquella responsabilidad. La madre Skira, con el rostro rojo de ira, apenas pudo controlarse.

—Si alguna Honorada Matre resulta problemática, tenéis mi permiso para ejecutarla.

— o O o —

Dos días después, satisfecha con los cambios y lista ya para volver a Casa Capitular, Murbella iba sola por el deteriorado asentamiento. En aquellos momentos pasaba entre unos cobertizos de almacenamiento de soopiedras y un surtido inconexo de alojamientos y edificios administrativos. Estaba anocheciendo y el resplandor de los globos de luz empezó a aparecer en el interior de los edificios mientras la oscuridad caía bajo el manto cobrizo del sol.

Cuatro Honoradas Matres surgieron de las sombras, entre un cobertizo con material y la entrada de un edificio a oscuras. Aunque se movían con sigilo, Murbella las vio enseguida. Sus intenciones emanaban de su ser como vapores nocivos.

Ella, sintiendo un hormigueo y lista para luchar, las miró con desdén. Las cuatro mujeres avanzaron, confiadas en su número, aunque las Honoradas Matres no luchaban bien en equipo. En cambio para ella luchar con varias a la vez sería una simple escaramuza.

Las Honoradas Matres la rodearon. En un revoltijo de movimientos, Murbella giró y giró y golpeó y golpeó con los pies. Una síntesis coreografiada de métodos de combate Bene Gesserit y trucos de Honoradas Matres retocada con las técnicas de maestro de armas de Duncan… cualquiera de sus valquirias podía haber hecho lo mismo.

En menos de un minuto, sus atacantes quedaron muertas en el suelo. Otro grupo de Honoradas Matres salió de los cobertizos de material. Murbella se preparó para el combate y lanzó una carcajada.

—¿Queréis que os mate a todas o preferís que deje a una viva como testigo para que disuada a otras de cometer esta tontería? ¿Quién más quiere intentarlo?

Otras dos lo intentaron y las dos murieron. Confusas, el resto de Honoradas Matres se contuvo. Murbella quería asegurarse de que habían captado el mensaje, así que las picó.

—¿Quién más quiere enfrentarse conmigo? —Señaló los cuerpos—. Estas seis han aprendido la lección.

Nadie aceptó el desafío.