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¡Malditos sean vuestros análisis y vuestras proyecciones infernales! Malditos vuestros argumentos legales, vuestras manipulaciones, vuestras presiones sutiles y no tan sutiles. ¡No hacéis más que hablar, hablar, hablar! Y todo se reduce a lo mismo: Cuando hay que tomar una decisión difícil, la elección es obvia.

DUNCAN IDAHO, noveno ghola, poco antes de su muerte

En la luminosa sala que servía a los judíos a modo de templo, en una ceremonia tan tradicional como permitían los almacenes de la no-nave, el viejo rabino dirigía el seder. Rebecca lo observaba con una nueva percepción del verdadero significado de aquel antiguo ritual.

Ella lo había vivido a través de los recuerdos, hacía siglos. Y, aunque el rabino jamás lo habría reconocido, ni siquiera él comprendía los detalles, a pesar de toda una vida de estudio. Sin embargo, Rebecca no le corregía. Ni delante de los otros ni en privado; el rabino no era hombre que buscara un refinamiento en su comprensión de las cosas, ni como doctor suk, ni como rabino.

Allí, aislado de muchos de los estrictos requisitos de la antigua ceremonia de la Pascua judía, el rabino observaba la norma del Seder como mejor podía. Su gente reconocía las dificultades, aceptaba la verdad en su corazón, y trataba de convencerse de que todo era correcto y apropiado, de que no faltaba nada.

—Dios lo entenderá, siempre y cuando no olvidemos —dijo el rabino en voz baja, como si estuviera pronunciando un secreto—. Ya hemos salido adelante otras veces.

Para la ceremonia en los alojamientos ampliados del rabino, que también hacían las veces de templo, tenían matzahs, maror —hierbas amargas— y algo parecido al tipo de vino que necesitaban… pero no cordero. Una carne procesada procedente de las despensas de la nave era lo más parecido que podían encontrar. Sus seguidores no se quejaban.

Rebecca había celebrado la Pascua judía toda su vida, y participaba en la ceremonia sin cuestionarla. Sin embargo, gracias a los millones de Lampadas que tenía en su cabeza, ahora podía sumergirse por incontables senderos de recuerdo a través de una extensa red de generaciones. En su interior llevaba los recuerdos de la primera Pascua, la auténtica, de la esclavitud en una civilización increíblemente antigua llamada egipcia. Ella conocía la verdad, sabía qué partes eran estrictamente históricas y cuáles habían degenerado poco a poco en ritual y leyenda, a pesar de los esfuerzos de los rabinos por mantener la fe.

—Quizá tendríamos que salpicar el umbral de nuestras habitaciones con sangre —dijo Rebecca pausadamente—. El ángel de la muerte es distinto al de antaño, pero sigue siendo un ángel de la muerte. Seguimos sufriendo persecución.

—Eso si damos crédito a lo que dice Duncan Idaho. —El rabino no sabía cómo responder a sus comentarios, a menudo provocativos, y se protegía parapetándose en el formalismo del seder. Jacob y Levi le ayudaron con la bendición con vino, con la ablución de las manos. Todos volvieron a rezar, y leyeron del Haggadah.

Últimamente, el rabino se enfurecía con frecuencia con Rebecca, le contestaba con brusquedad, desafiaba cada palabra que decía, porque veía que el mal obraba en ella. De haber sido otra persona, Rebecca podría haber pasado horas hablando con él, describiendo los recuerdos que tenía del antiguo Egipto y el faraón, las terribles plagas, la huida al desierto. Podía haberle hablado de conversaciones reales en su lengua original, haber compartido con él sus impresiones sobre Moisés. De hecho, entre el millar de ancestros que llevaba en su cabeza, había también uno que había oído hablar a aquel gran hombre.

Si el rabino fuera diferente…

Su rebaño era pequeño; muy pocos habían logrado huir de las Honoradas Matres en Gammu. Durante milenios, su pueblo había sufrido persecución, se habían visto obligados a ir de un escondite a otro. Y en aquellos momentos, mientras se dejaban llevar por el festivo ritual de la Pascua, sus voces eran pocas, pero fuertes. El rabino nunca reconocía la derrota. Se obstinaba en hacer lo que creía correcto, y veía a Rebecca como un acicate contra el que demostrar su valor.

Rebecca no le pedía su aprobación ni propuso ningún debate.

Con todos los recuerdos y vidas que llevaba en su interior, podía contestar fácilmente a cualquier declaración errónea que hiciera, pero no deseaba hacerle quedar como un necio, ni que adoptara una actitud más defensiva y resentida.

No le había comunicado todavía su decisión de asumir una mayor responsabilidad y un mayor dolor. Las Bene Gesserit la habían llamado, y ella había respondido. Ya sabía lo que el rabino le iba a decir, pero no cambiaría de opinión. Cuando quería, podía ser tan testaruda como él. Los horizontes de su pensamiento se remontaban a los albores de la historia, en cambio los de él estaban constreñidos por su propia existencia.

Cuando dieron gracias después de la comida, después del alegre hallel y los cánticos, se dio cuenta de que las lágrimas humedecían sus mejillas. Jacob vio esto con una callada reverencia. Era un servicio conmovedor, y con la perspectiva de Rebecca parecía tener más sentido que nunca. Sin embargo, las lágrimas se debían a la certeza de que no viviría para presenciar otro seder

Mucho después, tras la bendición y la última lectura, cuando el pequeño grupo terminó de comer y se dispersó, Rebecca se quedó para ayudar al anciano a recoger los arreos del servicio. La incómoda distancia que los separaba le decía que él sabía que algo la perturbaba. El hombre guardaba silencio, y ella no hizo tampoco ademán de hablar. Intuía que la miraba con sus ojos llameantes.

—Otra ceremonia de Pascua en esta no-nave. ¡Ya van cuatro! —­dijo el rabino finalmente, con fingida locuacidad—. ¿Es esto mejor que ocultarnos bajo tierra como roedores mientras las Honoradas Matres tratan de localizarnos? —Rebecca sabía que cuando se sentía incómodo, el anciano empezaba a lamentarse.

—Qué pronto ha olvidado los meses de terror que pasamos apiñados en aquella cámara oculta, viendo cómo los sistemas de ventilación fallaban, los tanques de reciclaje de basuras se saturaban, las provisiones eran cada vez más escasas —le recordó—. Jacob no fue capaz de arreglarlo. No habríamos tardado en morir, o habríamos tenido que escabullirnos.

—Quizá podríamos haber evitado a aquellas terribles mujeres. —­Las palabras le salieron mecánicamente, y Rebecca supo que ni siquiera él creía lo que estaba diciendo.

—No lo creo. Allá arriba, en el hoyo de ceniza, las Honoradas Matres nos buscaban con sistemas de sondeo, tanteando el suelo, excavando. Estaban cerca. Tenían sus sospechas. Usted sabe que solo era cuestión de tiempo que descubrieran nuestro escondite. Nuestros enemigos siempre encuentran nuestros escondites.

—No todos.

—Tuvimos suerte de que las Bene Gesserit atacaran Gammu cuando lo hicieron. Era nuestra única posibilidad, y la aprovechamos.

—¡Las Bene Gesserit! Hija mía, siempre las defiendes.

—Nos salvaron.

—Porque era su obligación. Y ahora esa obligación ha hecho que te perdamos. Estás manchada para siempre, jovencita. Todos esos recuerdos que has aceptado en tu interior te han corrompido. Si pudieras olvidarlos… —Y dejó caer la cabeza en un melodramático gesto de desdicha, frotándose las sienes—. Siempre me sentiré culpable por lo que te obligué a hacer.

—Lo hice voluntariamente, rabino. No se culpe por algo que no le corresponde. Sí, todos esos recuerdos han provocado grandes cambios en mí. Ni siquiera yo imaginaba el peso tan grande que caería sobre mí desde el pasado.

—Ellas nos rescataron, pero estamos perdidos otra vez y vagamos de un lado a otro en esta nave. ¿Qué será de nosotros? Hemos empezado a tener descendencia, pero ¿de qué nos sirve? Dos bebés, de momento. ¿Cuándo tendremos un nuevo hogar?

—Esto es como el viaje de nuestro pueblo por el desierto, rabino. —De hecho, Rebecca recordaba algunas partes—. Tal vez Dios nos guiará a una tierra de leche y miel.

—Y tal vez desapareceremos para siempre.

A Rebecca le impacientaba aquel continuo lamentarse y retorcerse las manos. En otro tiempo le había sido fácil tolerarlo, darle el beneficio de la duda y dejar que la aconsejara. Le respetaba, creía todo cuanto le decía, nunca se planteó cuestionarlo. Cuánto le habría gustado poder recuperar aquella inocencia y seguridad, pero se habían ido para siempre. La Horda de Lampadas se había asegurado de ello. Los pensamientos de Rebecca eran más claros, la decisión era irrevocable.

—Mis hermanas han pedido voluntarias. Tienen… una necesidad.

—¿Una necesidad? —El rabino alzó sus pobladas cejas, se subió las lentes.

—Las voluntarias serán sometidas a cierto proceso. Se convertirán en tanques axlotl, receptáculos para el desarrollo de bebés que han decidido que son necesarios para nuestra supervivencia.

El rabino parecía furioso y asqueado.

—Sin duda, eso es obra del maligno.

—¿Y será el maligno si nos salva a todos?

—¡Sí! No importa las excusas que pongan las brujas.

—No estoy de acuerdo, rabino. Yo creo que es obra de Dios. Si se nos dan herramientas para nuestra supervivencia, eso significa que Dios quiere que sobrevivamos. Pero la inclinación al mal nos confunde plantando la simiente del miedo y el recelo.

Tal como esperaba, el hombre se ofendió. Sus narices se hincharon, estaba indignado.

—¿Acaso insinúas que yo me dejo llevar por una inclinación al mal?

La respuesta de ella fue tan rápida que casi le hizo perder pie.

—Estoy diciendo que he decidido presentarme voluntaria. Yo seré uno de sus tanques-matriz. Mi cuerpo será un receptáculo que permita el desarrollo de los gholas. —Su tono era más suave, sus palabras más amables—. Confío en que cuidará usted de los bebés que yo alumbre y les proporcionará la ayuda y el consejo que necesiten. Que les enseñe cuanto pueda.

El rabino estaba perplejo.

—Tú… no puedes hacer eso, hija. Te lo prohíbo.

—Estamos en la Pascua, rabino. Recuerde la sangre del cordero en la puerta.

—Esto solo se permitía en los tiempos del templo de Salomón, en Jerusalén. Está prohibido hacerlo en ningún otro lugar.

—Aun así, aunque estoy muy lejos de ser una persona sin tacha, tal vez sea suficiente. —Ella conservaba la calma, pero el rabino se sacudía.

—¡Es una locura, un acto de orgullo! Las brujas te han atraído a su trampa con engaños. Debes rezar conmigo…

—La decisión está tomada, rabino. He visto que es lo más sabio. Las Bene Gesserit tendrán sus tanques. Encontrarán sus voluntarias. Piense en las otras mujeres que viajan a bordo, más jóvenes y fuertes con diferencia. Tienen todo el futuro por delante, mientras que yo llevo incontables vidas en mi cabeza. Es más que suficiente, y estoy satisfecha. Al ofrecerme yo, estoy salvando una vida.

—¡Quedarás maldita! —Su voz ronca se quebró antes de convertirse en grito. Rebecca se preguntó si se rasgaría las mangas y la echaría, renunciando a cualquier contacto posterior con ella. En aquellos momentos, el hombre parecía totalmente horrorizado.

—Como me recuerda usted con frecuencia, rabino, ahora llevo millones en mi interior. Muchos de mis pasados son de judíos devotos. Otros seguían los dictados de su conciencia. Pero no se confunda, es un precio que pagaré de buena gana. Un precio honorable. No piense que va a perderme… piense en la joven a la que voy a salvar.

—Eres demasiado mayor. Ya no estás en edad de tener hijos —dijo él tratando de agarrarse a lo que fuera.

—Mi cuerpo solo tiene que proporcionar la incubadora, no los ovarios. Ya me han hecho las pruebas. Las hermanas me aseguran que sirvo. —Apoyó la mano en el brazo del rabino, consciente de que el hombre se preocupaba por ella—. En otro tiempo usted fue un doctor suk. Confío en las doctoras Bene Gesserit, pero me quedaría más tranquila si sé que también usted velará por mí.

—Yo… yo…

Rebecca fue hasta la puerta de la sala y le dedicó una última sonrisa.

—Gracias, rabino. —Y se fue antes de que pudiera ordenar sus pensamientos dispersos y seguir debatiendo con ella.