79

La única cosa que me gusta más que el olor a especia es el olor de la sangre fresca.

ANTIGUA HONORADA MATRE DORIA, registros de sus sesiones iniciales de entrenamiento

La cacería empezó al amanecer. Aquellos hombres altos con cara de mapache utilizaron varas aturdidoras para hacer salir a las cinco Honoradas Matres cautivas de su celda maloliente en la parte baja de la torre. Hrrm y el futar de la franja negra merodeaban; seis futar más jóvenes gimoteaban y gruñían impacientes.

Con sus brillantes ojos naranjas, las mujeres habían reparado en la barcaza, situada en el extremo más alejado del claro. Dos de las Honoradas Matres saltaron impulsivamente desde el interior de la celda, asestando patadas y golpes para apartar las varas aturdidoras.

Pero los adiestradores y los futar tenían experiencia. Antes de que las rameras pudieran correr, el futar de la franja negra saltó y derribó a una de ellas. Descubrió sus largos dientes a unos milímetros de la garganta, y tuvo que contenerse para no arrancarle la laringe y acabar con la cacería allí mismo. La mujer se debatía con fiereza, pero el futar le había clavado las garras en el hombro y la mantenía controlada con su fuerza y su peso.

Hrrm había acorralado a la segunda, y andaba en círculos a su alrededor, con los músculos en tensión. Un gruñido hambriento barboteó en su garganta. Los futar más jóvenes se movían arriba y abajo, esperando su parte.

—Todavía no. —El adiestrador mayor permitió que una sonrisa tranquila se dibujara en su rostro alargado y estilizado. Hrrm y el de la franja negra se quedaron inmóviles. Los jóvenes aullaron.

Miles Teg no sentía precisamente aprecio por las Honoradas Matres. Habían causado un gran daño a las Bene Gesserit y a él le habían torturado. Y le mataron una vez, cuando destruyeron Rakis. Pero, como militar, las veía como oponentes y no creía que hubiera que guardarles un rencor indebido. El joven Thufir Hawat, viendo la concentración del Bashar, lo imitó, y trató de reunir datos con los que tomar posteriores decisiones.

El viejo rabino parecía horrorizado ante la idea de una cacería, por mucho que las Honoradas Matres hubieran perseguido a su gente en Gammu. Sheeana permanecía a un lado, en silencio, aceptando la violencia. Estaba intrigada.

—Os mataremos —dijo con desprecio la Honorada Matre a la que Hrrm tenía acorralada. La mujer se acuclilló, con las manos extendidas como armas, lista para saltar. Hrrm no parecía asustado.

Los seis jóvenes futar gruñían y hacían como si quisieran morder, ansiosos por tener su cacería. El hambre que sentían iba más allá del deseo de comida. Las otras tres rameras salieron de la celda. Aunque lo hicieron con cautela, listas para saltar, decidieron esperar una mejor ocasión.

—Os mataremos —repitió la primera Honorada Matre.

—Tendréis ocasión de intentarlo. —Orak Tho estaba muy derecho, y la franja oscura que cubría sus ojos quedaba en sombras—. Llevadlas al bosque, donde puedan correr.

—¿Por qué no ejecutarlas aquí, sin más?

—Porque no lo disfrutaríamos tanto. —Varios de los adiestradores sonrieron. Estaban tranquilos y confiaban en su superioridad.

Mientras observaba, Sheeana trató de formular una teoría sobre aquella gente misteriosa y aislada, de dónde habían venido, cuáles eran sus verdaderos objetivos. Avanzó un paso hacia la Honorada Matre que tenía más cerca.

—Decidme vuestros nombres para que pueda hacer un registro corporal cuando la jornada termine.

La ramera que seguía atrapada bajo el futar de la franja negra pataleó y aulló. La que estaba más tranquila se limitó a mirar a Sheeana con frialdad.

Orak Tho levantó la mano ligeramente, interrumpiendo posibles demostraciones de fanfarronería.

—Tu nombre ya habrá sido olvidado cuando tu carne pase por los sistemas digestivos de estos futar. Terminarás tu existencia física como excremento en el suelo del bosque.

El adiestrador mayor se dio la vuelta y echó a andar con paso desgarbado. Los futar ansiosos las rodearon para evitar que las mujeres intentaran escapar de nuevo y las hicieron avanzar.

—Vamos al bosque. —Orak Tho se volvió a mirar a las furiosas Honoradas Matres—. Allí fuera tendréis ocasión de derramar sangre o morir en el intento.

— o O o —

En pie en una plataforma descubierta, en lo alto de una elevada torre de vigilancia hecha de madera lisa y dorada, Teg se aferró a una baranda y miró abajo, al bosque. Sheeana estaba con él. Abajo, los adiestradores vigilaban la entrada, con sus varas aturdidoras preparadas por si las Honoradas Matres aparecían en su huida precipitada de los futar. No parecían preocupados, aunque tenían a Teg y Sheeana bien arriba, a salvo.

Los invitados del adiestrador mayor podrían seguir el espectáculo desde arriba, porque en teoría desde allí tendrían la mejor vista. Y, puesto que el radio de la cacería en sí era imprevisible, el rabino y el joven Thufir Hawat fueron enviados a una torre diferente, a un kilómetro de distancia. El anciano había protestado débilmente, diciendo que prefería esperar en la gabarra, pero los adiestradores insistieron en que presenciara el espectáculo.

—Esto os demostrará que no somos vuestros enemigos —había dicho Orak Tho—. Os enseñaremos lo que hacemos con las Honoradas Matres. Sin duda, después del daño que han causado, querréis verlas sufrir, ¿no es cierto?

—A mí me gustaría ver la cacería y ver a vuestros futar en acción —había comentado Thufir, y luego dedicó una mirada significativa a Teg—. Es importante que veamos cómo luchan estas mujeres, ¿verdad, Bashar? Así podremos prepararnos por si nos encontramos con más.

Cuando los cuatro observadores fueron situados en las torres de observación separadas, los cuernos empezaron a sonar por el bosque. Sheeana y Teg miraron a aquel laberinto de álamos inmensos. Los guardas que aguardaban en la base de la torre enviaron otra señal. En algún lugar, fuera de la vista, las cinco Honoradas Matres se dividieron y huyeron entre la maleza, dispersando un montón de hojas muertas.

Para Teg era evidente que adiestradores y futar habían hecho aquello muchas veces.

Allí abajo, dos musculosos hombres-bestia pasaron dando saltos entre los árboles, siguiendo el rastro de sus presas. Teg casi podía sentir su sed de sangre. Las Honoradas Matres opondrían resistencia, pero no tenían ninguna posibilidad. Los futar desaparecieron enseguida entre el laberinto de árboles.

Él y Sheeana siguieron observando. El enorme bosque que se extendía desde el asentamiento era un laberinto interminable de dorado otoñal y cortezas plateadas. Los bosquecillos tradicionales de álamo temblón eran genéticamente idénticos, y se hacían brotar del mismo árbol a través de acodos en lugar de utilizar semillas. Clones naturales. Los troncos estaban rodeados de hojas muertas amarillentas, como antiguas monedas solaris repartidas por el suelo. Desde allí arriba, aquellos troncos rígidos e interminables parecían los barrotes de una jaula gigante.

Mientras esperaba que la acción se acercara, Teg entró en una profunda conciencia mentat y analizó el bosque, encajando todas las pequeñas piezas, hasta que encontró un patrón inesperado, escondido inteligentemente entre lo aleatorio. En otro tiempo, aquellos enormes árboles de corteza gris habían sido colocados en un orden muy preciso, especialmente pensado para dar una imagen de «geometría natural».

Teg siguió con su análisis. No había error posible.

—Este bosque ha sido creado artificialmente.

Sheeana lo miró.

—¿Una proyección mentat?

Él respondió con un leve gesto de la cabeza, preocupado por la posibilidad de que hubiera aparatos de escucha en la torre. Le inquietaba que los hubieran separado del rabino y Thufir. ¿Habían preparado aquella cacería para dividir al grupo y poder espiar sus conversaciones?

Hizo una proyección de segundo orden. Evidentemente, aunque los que plantaron aquel extenso bosque habían tratado de crear una imagen agreste, no habían logrado superar su sentido innato del orden. ¿Habían cultivado los colonizadores originales de la Dispersión aquel bosque en un terreno yermo generaciones atrás? ¿O el verdadero caos les había parecido tan perturbador que habían talado los árboles que había y habían diseñado una espesura con un esquema más aceptable?

A lo lejos oyeron un estrépito entre los árboles, futar que gruñían, gritos femeninos. De pronto, el alboroto se desplazó hacia la torre. Sheeana se inclinó para acercarse más al Bashar, y se puso a mirar exageradamente abajo para disimular. Habló en un susurro.

—¿Te preocupa algo, Miles? —Acababan de enviar una señal para avisar a Duncan de que todo iba bien y estaba bajo control.

—Tengo… pensamientos. Esta cacería es una muestra. Por ejemplo, sabemos que los adiestradores crearon a sus futar con el propósito específico de matar Honoradas Matres.

—Considerando lo peligrosas que son las rameras, parece perfectamente razonable que crearan predadores y los imprimaran —­dijo Sheeana—. Los argumentos del adiestrador mayor tienen sentido. No hay duda de que compartimos el enemigo común de las Honoradas Matres.

—Si piensas quién más puede querer destruir a las Honoradas Matres, verás que las alianzas se ven mucho menos claras —siguió diciendo Teg—. El hecho de que los dos odiemos a las Honoradas Matres no garantiza que los adiestradores tengan los mismos objetivos que nosotros.

Proyección de tercer orden: si los adiestradores habían adquirido sus conocimientos genéticos y técnicas sofisticadas de los tleilaxu que huyeron en la Dispersión, ¿qué papel tenían los bene tleilax en todo aquel conflicto? ¿A quién guardaban lealtad?

En cuanto volvieran al Ítaca tendría que hablar seriamente con el maestro Scytale. Evidentemente, el viejo maestro, el último de los suyos, sentía un gran resentimiento por los tleilaxu perdidos, que los habían traicionado. En la Dispersión sus hermanastros habían cambiado. Quizá Scytale sabía más de lo que decía.

Su conciencia de mentat corría y corría. Su corazón latía con violencia, su metabolismo se estaba acelerando. No somos los únicos que odiamos a las rameras. De alguna forma las Honoradas Matres habían enfurecido al Enemigo Exterior lo suficiente para arrastrarlo hacia el Imperio Antiguo.

Teg aferró la baranda de madera con más fuerza. Intuyendo su tensión, Sheeana le dedicó una mirada inquisitiva, pero con un gesto apenas perceptible de la cabeza, él la disuadió para que no hablara abiertamente. Trató de pensar una forma de alertar a Duncan.

Sheeana lo cogió del brazo.

—¡Mira!

Una de las Honoradas Matres llegó corriendo entre los álamos, zigzagueando entre los troncos, amagando. Detrás, tres futar que corrían tras su presa, con el vello erizado y las garras extendidas. La mujer corría como el viento por entre el sotobosque, levantando hojas como nubes doradas de polvo con los pies descalzos.

Al pie de la torre, dos de los vigilantes con antifaz de bandido apuntaron sus varas aturdidoras, pero no intervinieron. Dejarían que los futar hicieran el trabajo.

Pero, por más veloz que corriera, la mujer no podía superar a aquellas bestias humanas. Sus cabellos estaban alborotados, sus ojos muy abiertos, y apretaba la mandíbula con determinación, como si se fuera a volver y desgarrar la garganta de sus perseguidores con los dientes.

Con varios saltos, los jóvenes futar le dieron alcance, hambrientos y ruidosos. Teg se preguntó si ya habían sido iniciados en la caza o aquella era su primera vez.

La Honorada Matre notó el aliento caliente de los futar a su espalda y, consciente de que estaban a punto de derribarla, saltó en el aire contra el tronco de uno de los álamos y rebotó hacia el lado. El futar que tenía más cerca trató de apartarse tan precipitadamente que levantó un surtidor de tierra y ramitas.

La mujer aterrizó en el suelo y saltó en la dirección opuesta, con los brazos extendidos, enseñando los dientes. Colisionó contra el segundo futar con tanta fuerza que le hizo perder el equilibrio. La mujer rodó con él por el suelo y le clavó los dedos en los ojos, como si fueran púas. La criatura aulló y se debatió, sin ver nada. Moviéndose como un relámpago líquido, ella lo agarró con saña por el morro y le partió el cuello.

Sin un momento de descanso, sin jadear casi, saltó contra el tercer futar, con los dedos ensangrentados extendidos. Sin embargo, antes de que pudiera golpear, el futar profirió un alarido brutal y estremecedor, más fuerte y terrible que nada que Teg hubiera oído nunca.

El alarido —tal como querían el futar y sus adiestradores, sin duda­— dejó a la mujer paralizada. Trastabilló, como si sus músculos se hubieran desconectado involuntariamente. ¿Una versión animal de la Voz?

Antes de que pudiera recuperarse, el primer futar la golpeó por detrás y cuando la tuvo en el suelo la hizo rodar sobre la espalda. Le dio un fuerte zarpazo en el rostro y hundió la otra mano en su abdomen, hasta el codo, penetrando el músculo endurecido para arrancar el corazón.

La mujer se sacudió en un charco de sangre y luego quedó inmóvil. El otro futar olfateó el cuerpo de su compañero muerto y luego se volvió para unirse al festín.

Teg miraba con fascinación y repugnancia. Los guardas adiestradores recogieron el cuerpo del futar muerto. Los otros dos no hicieron caso, siguieron desgarrando, devorando ruidosamente la carne correosa de la víctima.

A lo lejos, de la dirección donde se encontraba la torre desde donde Thufir y el rabino observaban, llegó el sonido de más cuernos, más gruñidos, más forcejeos. La cacería continuaba.