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Para la Hermandad, las Otras Memorias son una de las mayores bendiciones y los mayores misterios. Solo tenemos una idea muy leve del proceso mediante el que las vidas pasan de una Reverenda Madre a otra. Esa inmensa reserva de voces del pasado es una luz brillante pero misteriosa.

REVERENDA MADRE DARWI ODRADE

En los dos últimos años, la Nueva Hermandad había empezado a convertirse en un único organismo unificado, y mientras tanto, el planeta de Casa Capitular seguía muriendo. La madre comandante Murbella caminaba con rapidez por los huertos marrones. Algún día todo aquello sería un desierto. Deliberadamente.

Como parte del plan para crear una alternativa a Rakis, las truchas de arena trabajaban a destajo para absorber el agua. El cinturón árido se expandía, y solo los manzanos más resistentes y con las raíces más profundas se aferraban todavía a la vida.

Aun así, el huerto era uno de los lugares favoritos de Murbella, un placer que había descubierto gracias a Odrade… su captora, su maestra y, con el tiempo, su respetada mentora. Estaban a media tarde, y la luz del sol se colaba entre las hojas escasas y las ramas quebradizas. Y a pesar de ello, el día era fresco y soplaba una brisa del norte. Murbella se detuvo e inclinó la cabeza en señal de respeto por la mujer que había enterrada bajo un pequeño manzano Macintosh, que luchaba por seguir creciendo a pesar de la aridez cada vez más acusada del entorno. No había ninguna placa de braz señalando el lugar donde descansaba la Madre Superiora. Aunque las Honoradas Matres gustaban de las muestras de ostentación y los objetos conmemorativos, a Odrade la habría horrorizado algo semejante.

Murbella deseó que su predecesora hubiera vivido para ver los resultados de su gran plan de síntesis: Honoradas Matres y Bene Gesserit juntas en Casa Capitular. Ambos grupos habían aprendido del otro, habían sacado fuerzas del otro.

Y sin embargo, en otros planetas, las Honoradas Matres renegadas seguían siendo una espinita clavada en su corazón, se negaban a unirse a la Nueva Hermandad y causaban disturbios, cuando ella lo que necesitaba era unidad para poder hacer frente a la gran amenaza del Enemigo Exterior. Aquellas mujeres no la reconocían como su líder, decían que había ensuciado y diluido sus costumbres. Querían eliminar a Murbella y sus seguidoras, hasta la última. Y es posible que todavía tuvieran sus terribles destructores… aunque no muchos, desde luego, porque de lo contrario ya los habrían utilizado.

Cuando su nuevo grupo de luchadoras hubiera completado su aprendizaje, Murbella cogería a las renegadas y las haría entrar en vereda, antes de que fuera demasiado tarde. Algún día, la Nueva Hermandad tendría que enfrentarse a grandes contingentes de Honoradas Matres que resistían en Buzzell, Gammu, Tleilax y otros mundos.

Debemos doblegarlas y asimilarlas, pensó. Pero primero debemos asegurarnos de nuestra unidad.

Murbella se agachó y cogió un puñado de tierra cerca de la base del pequeño árbol. Se acercó la tierra seca a la nariz y aspiró su olor terroso y fuerte. A veces, le parecía detectar aunque fuera muy levemente, el infinitésimo olor de su mentora y amiga.

—Quizá algún día iré a hacerte compañía —dijo en voz alta, mirando al árbol que luchaba por vivir—, pero todavía no. Primero, tengo un importante trabajo que hacer.

Tu legado, murmuró su Odrade interior.

—Nuestro legado. Tú me inspiraste para sanar las facciones y unir a mujeres que eran enemigas mortales. No esperaba que fuera tan duro, ni que llevara tanto tiempo. —En su cabeza, Odrade guardó silencio.

Murbella siguió caminando y se alejó de la fortaleza de Central, que quedó atrás, junto con todas las responsabilidades que conllevaba. Al pasar, iba identificando las hileras de árboles moribundos: manzanos que daban paso a melocotoneros, cerezos y naranjos. Decidió ordenar un programa de plantación de palmeras datileras, que sobrevivirían más tiempo en aquel clima en evolución. Pero ¿disponían realmente de esos años?

Subió a una colina cercana y se dio cuenta de que el suelo era más seco y duro. Más allá de los huertos, los rebaños de la Hermandad seguían pastando, pero la hierba era escasa, y los animales cada vez tenían que alejarse más para encontrar pastos. Vio el movimiento veloz de un lagarto que corría sobre el suelo templado. Intuyendo peligro, el pequeño reptil se escabulló hasta lo alto de una roca y se volvió a mirarla. Y de pronto, un halcón del desierto se abalanzó desde el cielo, lo cogió y se lo llevó.

Murbella respondió a la escena con una sonrisa dura. El desierto no dejaba de acercarse, y a su paso mataba toda la vegetación. El viento hacía que el polvo tiñera aquellos cielos azules de una bruma marronosa. Los gusanos de arena crecían en el cinturón árido, y el desierto crecía con ellos para acomodarlos. Un ecosistema en expansión continua.

Allí delante, en el desierto invasor, y en los huertos moribundos que tenía a su espalda, Murbella veía dos grandes sueños Bene Gesserit colisionando como mareas opuestas, un principio que absorbía un final. Mucho antes de que Sheeana llevara allí a ningún gusano, la Hermandad había plantado aquel huerto. Sin embargo, el nuevo plan tenía una importancia galáctica mucho mayor que el simbolismo del cementerio del huerto. Gracias a su acción temeraria, las Bene Gesserit habían salvado a los gusanos de arena y la melange, antes de los ataques de las Honoradas Matres.

¿No valía eso la pérdida de unos pocos árboles frutales? La melange era a la vez una bendición y una maldición. Murbella se dio la vuelta y regresó a Central.