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Asumiendo arrogantemente nuestra superioridad, creemos que nuestros sentidos y nuestras capacidades son el resultado directo de la evolución. Estamos convencidos de que nuestra especie ha mejorado gracias a los avances tecnológicos. Y es por ello que nos sentimos avergonzados y abochornados cuando algo que consideramos «primitivo» demuestra tener unos sentidos muy superiores a los nuestros.

REVERENDA MADRE SHEEANA, cuadernos de navegación del Ítaca

Mientras se preparaba la misión al planeta, el Ítaca siguió sin ser visto en órbita. El campo negativo limitaba la capacidad de los sensores de la nave, sí, pero era imprescindible hasta que supieran más de aquella gente.

Como capitán de facto, Duncan permanecería a bordo, por si se producía una emergencia, ya que solo él podía ver la misteriosa red. Sheeana quería a Miles Teg a su lado, y el Bashar insistió en llevar al ghola de Thufir Hawat.

—Físicamente es un niño de doce años, pero sabemos que tiene potencial para convertirse en un gran guerrero-mentat. Debemos alentar esas capacidades si queremos que nos sea útil. —Nadie le discutió su elección.

Paralelamente a la misión para reunir información, Duncan hizo los arreglos necesarios para que un pequeño contingente de operarios descendiera a una zona deshabitada del planeta a recoger agua, aire y cualquier alimento disponible para reponer los suministros de la nave. Solo por si decidían seguir su camino.

Cuando Sheeana estaba ultimando los detalles de la partida, el rabino entró en el puente de navegación y se quedó allí plantado como si esperara un desafío. Sus ojos relampagueaban, y estaba rígido, aunque nadie le había afrentado, ni siquiera habían tenido tiempo de hablarle. Sus palabras les sorprendieron.

—Quiero bajar al planeta con esta expedición. Mi gente insiste. Si este lugar puede o no ser un hogar para nosotros es algo que debo decidirlo yo. No me impediréis que os acompañe. Estoy en mi derecho.

—Somos un grupo pequeño —le advirtió Sheeana—. No sabemos lo que vamos a encontrar ahí abajo.

El rabino señaló con el dedo a Teg.

—Él quiere llevarse a uno de los gholas. Si es seguro para un niño de doce años, es seguro para mí.

Duncan había conocido al Thufir Hawat original. Incluso si aún no había recuperado sus recuerdos, jamás lo habría visto como un simple niño. Aun así dijo:

—No tengo inconveniente en que se una a la expedición, si a Sheeana le parece bien.

—¡Sheeana no es quién para decidir mi suerte!

A ella pareció divertirle el comentario.

—¿Ah, no? Pues a mí me parece que todas las decisiones que tomo a bordo de esta no-nave tienen un impacto directo en su situación.

Teg interrumpió sus pullas con impaciencia.

—Hemos tenido diecinueve años para discutir entre nosotros a bordo de esta nave. Hay un planeta esperándonos. ¿No tendríamos que mirar primero por qué discutimos?

— o O o —

Antes de partir hacia el planeta, un operario nervioso solicitó la presencia de Sheeana en las cubiertas de las celdas. Los futar no dejaban de aullar, y estaban mucho más inquietos que de costumbre en su arboreto rodeado de paredes de metal. Andaban arriba y abajo, buscando la forma de salir. Cuando dos de ellos se encontraban, gruñían e intentaban morderse, y se daban algún zarpazo sin mucho entusiasmo. Luego, antes de que pudieran saltar más que unas pocas gotas de sangre, los hombres-bestia perdían interés y seguían merodeando. Uno de ellos emitió un chillido que helaba la sangre, un sonido diseñado para despertar un miedo primario en el humano. En todos los años que llevaban a bordo de la no-nave, los futar jamás habían exhibido un comportamiento tan frenético.

Sheeana se plantó a la entrada del arboreto, como una diosa.

Contra lo que dictaba el sentido común, desactivó el campo de energía que cerraba el acceso y entró. Solo ella podía tranquilizar a las cuatro criaturas y comunicarse con ellas de una forma primitiva.

Hrrm, que era el más grande de los cuatro, había adoptado un papel dominante, en parte por su fuerza y en parte por su relación con Sheeana. Fue dando saltos hacia ella, y ella no se movió, ni se inmutó. Tenía el pelaje erizado, y enseñó los colmillos, levantando las garras.

—Tú no adiestradora —dijo.

—Soy Sheeana. Ya me conoces.

—Lleva nosotros con adiestradores.

—Ya te prometí que lo haría. En cuanto encontremos a los adiestradores, os entregaremos.

—¡Adiestradores aquí! —Las palabras que pronunció a continuación eran gruñidos y maullidos ininteligibles; luego dijo—: ­Casa. Casa aquí. —Y se tiró contra la pared. Los otros futar aullaron.

—¿Casa? ¿Adiestradores? —Sheeana aspiró con asombro—. ¿Esta es la casa de los adiestradores?

—¡Nuestra casa! —Hrrm volvió a acercarse—. Lleva nosotros a casa.

Sheeana estiró el brazo para rascarle el punto sensible que tenía en la espalda. La decisión era evidente.

—Muy bien, Hrrm. Os llevaré a casa.

El predador se restregó contra ella.

—No adiestrador. Tú Sheeana.

—Soy Sheeana. Soy tu amiga. Os llevaré con los adiestradores. —­Vio que las otras criaturas se habían quedado muy quietas, con los músculos en tensión, listas para saltar si daba la respuesta equivocada. En sus ojos veía un brillo amarillento, de hambre interior y desesperación.

¡El planeta de los adiestradores!

Si las Bene Gesserit querían causar una buena impresión a la gente que vivía allí abajo, devolverles cuatro futar perdidos podía allanarles el terreno. Y sería bueno poder devolverlos al lugar al que pertenecían.

—Sheeana promete —dijo Hrrm—. Sheeana amiga. Sheeana no mujer Honorada Matre mala.

Sonriendo, Sheeana volvió a acariciarle.

—Los cuatro me acompañaréis.