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Una decisión puede ser tan peligrosa como un arma. Negarse a elegir ya es en sí una decisión.

PEARTEN, antiguo filósofo mentat

Aunque a bordo quedaban casi doscientas personas, a Duncan el Ítaca le parecía vacío. La gabarra había aterrizado sin contratiempos en el nuevo planeta, con Sheeana, Teg, el viejo rabino y Thufir Hawat. Equipos de recuperación habían recogido discretamente suministros de agua y aire, y luego volvieron a la no-nave. Todo estaba tranquilo, según lo previsto.

El mensaje del Bashar no hacía pensar que los adiestradores supusieran una amenaza, y Duncan aprovechó para abandonar el puente de navegación. Ahora que la idea estaba ahí, no podía quitársela de la cabeza.

Allí, solo ante la cámara sellada de nulentropía, se sentía como un delincuente que acecha para hacer algo prohibido. No la había tocado desde hacía años, ni siquiera había pensando en los objetos que contenía. Se movió con sigilo, asegurándose de que no había nadie en los pasillos. Aunque se había convencido a sí mismo de que no estaba haciendo nada malo, no quería tener que andar dando explicaciones.

Se había estado engañando a sí mismo, y a mucha de la gente que viajaba a bordo. Pero lo cierto es que aún no se había liberado del influjo adictivo y debilitador de Murbella. Seguramente ella ni siquiera era consciente de aquello; porque, mientras estuvieron juntos, mientras pudo tenerla cuando quería, jamás se sintió tan débil.

Pero después, durante aquellos años…

Los paneles de luz de los pasillos brillaban con intensidad. Aparte de los furiosos latidos de su corazón, Duncan no oía nada, solo el susurro de los sistemas de recirculación del aire.

Antes de que pudiera cambiar de idea, renunciando a su capacidad de mentat de proyectar posibles consecuencias, Duncan aplicó su huella de identificación y desactivó el campo de nulentropía. La puerta se abrió con el ligero susurro de las presiones atmosféricas al ajustarse. Y con ellos llegó el olor de Murbella, como una bofetada en la cara… como si la tuviera allí delante.

Ya habían pasado diecinueve años, y sin embargo su olor seguía tan vivo como si acabara de tenerla abrazada. Su ropa y sus objetos personales tenían esa inconfundible fragancia tan suya. Duncan sacó los objetos uno a uno, una túnica amplia, una toalla, el par de cómodos leguis que tan a menudo se ponía cuando practicaban el combate en la sala de entrenamiento. Tocó cada uno con precaución, como si temiera encontrar un cuchillo entre ellos.

Duncan había reunido los objetos y los había guardado poco después de la huida de Casa Capitular. No quería nada que le recordara a Murbella en sus alojamientos, ni en las salas de entrenamiento. Y los había sellado, pues no soportaba la idea de destruirlos. Incluso en aquel entonces se dio cuenta de la fuerza de las cadenas que lo sujetaban a ella.

Duncan miró el cuello de una túnica arrugada y, tal como esperaba, vio unos cabellos ambarinos, como hilos delicados de un metal precioso. Y, en el extremo de cada cabello, la raíz, más clara. Esperaba haberlos guardado a tiempo.

Células viables.

De pronto se dio cuenta de que no respiraba. Contempló aquellas hebras de pelo y dejó que sus ojos se cerraran, bloqueando deliberadamente el trance automático del mentat. Aquella idea era una tentación imposible.

Habían pasado años desde que crearon el último ghola, aunque los tanques axlotl seguían siendo funcionales. La perturbadora visión de Sheeana les había obligado a paralizar el proyecto. Aun así, tenían capacidad para desarrollar los gholas que quisieran. En aquellos momentos los tanques no estaban ocupados. Después de lo que había hecho por la gente que viajaba en el Ítaca, tenía todo el derecho del mundo a plantearlo.

Cogió una de las túnicas de Murbella, se la llevó a la nariz y aspiró con fuerza. ¿Qué quería realmente?

Durante mucho tiempo, había estado muy ocupado con sus obligaciones y los problemas de la nave, y la imagen fantasmal de Murbella se había replegado a su inconsciente. Pensaba que lo había superado. Pero su recuerdo obsesivo casi había hecho que perdiera la nave ante el anciano y la anciana hacía unos años, y si se salvaron fue solo gracias a la capacidad de reacción de Teg.

Si no hubiera estado distraído, preocupado… ¡obsesionado! Su error casi les había costado la libertad. Murbella era peligrosa. Tenía que dejarla marchar. No podía permitir que aquella debilidad suya volviera a ponerlos en peligro.

Pero entonces recordó los objetos que guardaba en la caja de nulentropía y cuando se le ocurrió la posibilidad —posibilidad— de tener a otra Murbella fue como acercar la llama a la yesca.

Si lograba reunir el valor —y no hacía caso de sus reservas racionales—, podía hablar con el maestro tleilaxu sobre el proceso antes de que Sheeana y los otros volvieran del planeta de los adiestradores. Lo racionalizó todo en su cabeza, y se convenció de que no había nada malo en mencionarle la idea a Scytale. No le obligaba a nada.

Volvió a dejar los objetos en el bidón. Y al hacerlo se sintió como si estuviera nadando contra una fuerte corriente. La idea había prendido con fuerza en su cabeza. Cerró la puerta del cubículo de golpe y lo dejó allí sellado.

De momento.