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Ningún planeta de tierra o mar es eterno. Estemos donde estemos, siempre es solo de paso.
MADRE SUPERIORA DARWI ODRADE
Con sus dos pasajeras, el ornitóptero sobrevolaba el desierto recién nacido y las formaciones rocosas, alejándose de Central. Bellonda miró atrás desde su amplio asiento en la parte trasera y vio los anillos de cosechas y huertos moribundos desaparecer detrás de las dunas. En la pequeña cabina de delante, Doria pilotaba la aeronave. La antigua y osada Honorada Matre rara vez dejaba que Bellonda pilotara un tóptero, aunque ciertamente lo hacía con holgura. Apenas hablaron durante las horas que duró el vuelo.
Más hacia el sur, las regiones yermas seguían extendiéndose mientras el planeta se secaba. Durante casi diecisiete años, las truchas de arena habían estado drenando el mar y en su lugar dejaron una cuenca de polvo y un cinturón árido cada vez mayor. Casa Capitular no tardaría en convertirse en otro Dune.
Si es que alguna de nosotras vive para verlo, pensó Bellonda. El Enemigo nos encontrará y encontrará todos nuestros mundos tarde o temprano. No era supersticiosa, ni alarmista; aquella conclusión era una certeza de mentat.
Ambas mujeres llevaban trajes negros de una pieza diseñados para que fueran permeables y frescos. Desde el intento de asesinato, Murbella había implantado de forma obligatoria el uniforme por toda la Nueva Hermandad y ya no se permitía que las mujeres alardearan de sus diferentes orígenes.
—En tiempos de paz y prosperidad, la libertad y la diversidad son derechos absolutos —decía Murbella—. Sin embargo, con una crisis tan grande ante nosotros, semejantes conceptos se convierten en un elemento de disensión y autocomplacencia.
Y ahora, todas las hermanas de Casa Capitular llevaban su traje negro de una pieza, sin ningún distintivo visible que las identificara como Honoradas Matres o Bene Gesserit. A diferencia de las túnicas pesadas y amorfas de las Bene Gesserit, la fina malla de aquel traje ceñido no disimulaba la oronda figura de Bellonda.
Parezco el barón Harkonnen, pensó. Cada vez que la fiera y esbelta Doria la miraba con desagrado, ella experimentaba un extraño placer.
La antigua Honorada Matre estaba de un humor de perros: no deseaba hacer aquel viaje de reconocimiento…, y menos en compañía de Bellonda. Contestación de Bellonda: hizo un esfuerzo para mostrarse de lo más animada.
Por más que intentara negarlo, las dos tenían una personalidad parecida; las dos eran obstinadas y seguían siendo absolutamente fieles a sus respectivas facciones, y sin embargo reconocían a regañadientes el propósito más importante de la Nueva Hermandad. Bellonda, que enseguida veía los defectos, nunca había vacilado en criticar a la madre superiora Odrade. A su manera Doria hacía otro tanto, no tenía miedo de señalar los defectos de las Honoradas Matres. Las dos trataban de aferrarse a los métodos desfasados de sus respectivas órdenes. Como directoras de las operaciones de extracción de especia, ella y Doria compartían la administración del desierto en ciernes.
Bellonda se limpió el sudor de la frente. Casi estaban en el desierto, y en el exterior el calor aumentaba por momentos. Levantó la voz para hacerse oír por encima del zumbido de las alas del tóptero.
—Tú y yo tendríamos que aprovechar al máximo este viaje, por el bien de la Hermandad.
Bellonda se agarró a una de las abrazaderas de seguridad, porque el ornitóptero pasó por una zona de turbulencias.
—Te equivocas si crees que estoy totalmente de acuerdo con lo que la madre comandante está haciendo. Nunca pensé que su alianza mestiza sobreviviría más de un año, y mucho menos seis.
Doria estudió los controles, con el ceño fruncido.
—Eso no nos acerca en ningún sentido.
Allá abajo, unos tramos de arena y polvo remolineaban, ocultando momentáneamente el suelo. Las dunas estaban invadiendo una línea de árboles muertos. Al comparar las coordenadas de la pantalla de la mampara superior con su cuaderno de notas, Bellonda estimó que el desierto había avanzado casi cincuenta kilómetros en unos pocos meses. Más arena significaba más territorio para los gusanos, y en consecuencia más especia. Murbella estaría contenta.
Cuando las corrientes de aire se suavizaron, Bellonda divisó una interesante formación rocosa que hasta entonces había quedado oculta tras un denso bosque. En un lado liso de la roca vio la extraordinaria salpicadura de unas pinturas primitivas en rojo y amarillo y que de alguna manera habían aguantado el paso del tiempo. Ya había oído hablar de estos lugares, que supuestamente demostraban la existencia de los misteriosos muadru, un pueblo de hacía miles de años, pero hasta ahora nunca había visto nada que lo corroborara. Le sorprendió que aquella raza perdida hubiera llegado hasta allí. ¿Qué les había llevado hasta aquel lugar remoto?
Evidentemente, Doria no demostró ningún interés por aquella curiosidad arqueológica.
Al poco, la nave aterrizó en una sección plana de roca, cerca de uno de los primeros observatorios que Odrade había establecido para controlar a los gusanos. La estructura pequeña y cuadrada se elevaba por encima de ellas. Cuando la cubierta del tóptero se abrió y las dos mujeres salieron a las dunas, cerca de la Estación de Vigilancia del Desierto, a pesar de las propiedades refrescantes de su traje, Bellonda notó que tenía sudor en las sienes y en la rabadilla.
Dio un largo suspiro. Toda la vegetación y la tierra habían desaparecido, y el paisaje reseco olía a muerte. Aquella franja desértica era lo bastante árida para que los gusanos vivieran, aunque aún no había alcanzado la pureza estéril e inflexible del verdadero desierto del Rakis perdido.
Tras tomar un ascensor que las llevara a lo alto de la torre, Doria y Bellonda entraron en el observatorio. A lo lejos veían un pequeño grupo de extracción donde una cuadrilla de hombres y mujeres trabajaba en una veta de arenas de color óxido.
Doria utilizó un potente telescopio para mirar.
—¡Gusanos!
Con ayuda de su telescopio, Bellonda contempló el montículo en movimiento bajo la arena. A juzgar por el tamaño de las ondulaciones, el gusano era pequeño, de unos cinco metros quizá. Mucho más lejos, en el mar de dunas vieron otro pequeño habitante de las arenas que avanzaba hacia el lugar de las extracciones. Aquella nueva generación de gusanos aún no tenía la fuerza y la ferocidad para marcar territorios.
—Gusanos más grandes crearían más melange —dijo Bellonda—. En unos años, nuestros ejemplares podrían convertirse en una amenaza para nuestras cuadrillas. Quizá tengamos que invertir en los cosechadores flotantes más caros.
Tras actualizar los gráficos de su pantalla de datos manual, Doria dijo:
—Pronto podremos exportar cantidades tan grandes de melange que nos haremos ricas. Podremos comprar todo el material que queramos.
—El propósito de la especia es incrementar el poder de la Nueva Hermandad, no llenarte a ti los bolsillos. ¿De qué nos serviría la riqueza si ninguna de nosotras sobrevive al Enemigo? Con la suficiente especia podremos construir un poderoso ejército.
Doria la miró con dureza.
—Imitas muy bien a la madre comandante. —A través de las ventanas en ángulo contempló las tenues sombras de los bosques que las arenas habían engullido y se protegió los ojos de tanta luminosidad—. Cuánta devastación… Cuando las Honoradas Matres hicieron algo parecido con vuestros planetas con sus destructores lo calificasteis de destrucción absurda. En cambio, vosotras estáis haciendo lo mismo y os enorgullecéis de ello.
—La transformación es con frecuencia algo sucio, y no todo el mundo es capaz de ver el resultado final como algo positivo. Es una cuestión de perspectiva. Y de inteligencia.