PRÓLOGO

Soy arzobispo emérito, cardenal y papable. Escribo esta carta desde el futuro. Está a punto de comenzar el cónclave tras la muerte de Francisco I. En uno de esos pocos momentos de soledad que tengo, me he refugiado en mi despacho para leer, meditar, reflexionar y escribir este apresurado texto.

En caso de que me elijan Papa (¿Chi lo sa?), el Cardenal Decano me preguntará si acepto la elección canónica como Sumo Pontífice. Y si acepto, luego me preguntará el nombre por el que quiero ser llamado. Y he pensado el de Inocencio XIV.

Bueno, aún no sé si me pondré definitivamente este nombre. Le estoy dando vueltas pues tengo mis serias reservas. Dicen que la elección del nombre es más importante de lo que parece ya que suele representar las directrices políticas que va a seguir el nuevo Papa. He estado mirando la vida de mis predecesores en el cargo que también han llevado el nombre de Inocencio y la verdad sea dicha es que la mayoría eran de todo menos «inocentes»… Vaya cuadrilla de Sumos Pontífices. Quedo confuso cuando pienso que han ocupado el puesto más alto en la Santa Sede, que han sido referentes del mundo católico y espiritual. Válgame Dios…

Todos estaban obsesionados por algo. Pero me he fijado en mis homólogos y homónimos para ver si justificaban el nombre que habían elegido. En la Edad Media nombraban reyes y convocaban cruzadas con una alegría preocupante, como la de Inocencio III para detener a los almohades en la Cuarta Cruzada en el año 1202 y lo que se produjo fue una sangría entre los propios cristianos con la conquista y saqueo de Constantinopla. Este Papa organizó también una cruzada contra la comunidad albigense bajo la acusación de que adoraban a Lucifer, por lo que fue el instigador de las muertes de miles de personas. Y dijo que Dios lo mandaba…

Incluso dio mucho que hablar desde el más allá. Según la vida de Santa Lutgarda, Inocencio III, más bien su espectro, se le apareció a esta monja en su monasterio belga de Aywieres, envuelto en llamas, como un alma en pena, y le dijo: «Yo soy el difunto Papa Inocencio», para luego explicar que se encontraba en el Purgatorio por tres faltas que había cometido en su vida terrenal. Inocencio le preguntó a Santa Lutgarda si podía orar por él, diciendo: «¡Ay! Es terrible, y tendrá una duración de siglos, si usted no viene en mi ayuda». En ese momento desapareció. La santa entonces puso a todo su convento a rezar por el desdichado pontífice, pero nunca supo si sus oraciones fueron suficientes para remitir tan duras penas.

Leí en los Anales de Historia Eclesiástica del año 1245 algo vergonzoso respecto a Inocencio IV (el mismo que autorizó en la bula Ad extirpanda el uso de la tortura para obtener la confesión de los reos) y a sus cardenales, que cuando se refugiaron en Lyon (allí permanecieron siete años) dejaron su huella. Al regresar a la ciudad de Roma, el cardenal Hugo escribió una carta agradeciendo a las autoridades eclesiásticas de Lyon el trato dispensado al Papa:

Durante nuestra residencia en vuestra ciudad, nosotros (la curia romana) hemos sido de ayuda muy caritativa para ustedes. A nuestra llegada, encontramos apenas tres o cuatro hermanas de amor adquiribles, mientras que a nuestra partida les dejamos, por así decirlo, un prostíbulo que abarca de la puerta de occidente hasta la de oriente.

Satisfechos y relajados sí que regresaron. Para unas cosas eran dadivosos y para otras muy estrictos, sobre todo con lo que sonara a mágico o demoníaco. Se sabe que el Papa Inocencio VI ordenó quemar un voluminoso manuscrito conocido como Libro de Salomón repleto de conjuros y rituales. Este Inocencio fue el que practicó el ritual del nepotismo, aupando a sus parientes a las más altas dignidades eclesiásticas. Todo un no ejemplo de la dichosa infalibilidad papal.

Pero es que lo de Inocencio VIII fue peor. El 5 de diciembre de 1484 expidió la bula Summis desiderantes affectibus —más conocida como «Bula sobre las brujas»— que dio luz verde al exterminio de mujeres, con pruebas o sin ellas, bajo la acusación de haber hecho pactos con el diablo. Esta bula fue uno de los errores más patéticos de Inocencio que llevó a la hoguera a muchos pobres inocentes, valga el juego de palabras. Era famoso por el mal comportamiento de sus hijos ilegítimos de los que reconoció a ocho aunque se sabe que tuvo al menos 16. No paraba. Hizo cardenal a su nieto de 13 años y uno de sus hijos bastardos se casó con una hija de Lorenzo de Medici, el banquero más rico e importante de Florencia.

Por cierto, Inocencio VIII, convaleciente de una afección neurológica, al final de su vida cayó víctima de sus propias neurastenias. Por esa época se pensaba que la ingestión de sangre de los jóvenes rejuvenecía el organismo. El achacoso Papa, antes de morir, se amamantó de los pechos de una mujer y en un intento desesperado de rejuvenecer, mandó que tres jóvenes fueran sacrificados a su salud. Inocencio se sometió a una transfusión sanguínea y la diñó el 25 de julio de 1492 de una infección. Quería vivir más y precipitó su muerte por una vieja superstición.

Pero aquí no acaban los misterios del genovés Giovanni Battista Cybo, su nombre auténtico. Falleció ocho días antes de que Colón partiera de Puerto de Palos, sin embargo, en el monumento funerario de Inocencio VIII puede leerse el siguiente epitafio: Novi orbis suo aevo inventi gloria. que en español quiere decir «Suya es la gloria del descubrimiento del Nuevo Mundo». ¿Por qué otorgarle a él el descubrimiento de América? Un experto en Cristóbal Colón, Ruggero Marino, sugiere que Colón pudo haber sido un hijo ilegítimo del mentado Papa, uno de tantos, pero más egregio y más favorecido con ayudas y contactos, algo que no me extrañaría nada. Tal vez esa fue la razón de que el navegante genovés se empeñara en ocultar siempre sus orígenes.

En fin. Si avanzamos en el tiempo, qué soberbio retrato el que realizó Diego de Velázquez al Papa Inocencio X, del que consiguió dos cosas importantes: que se mantuviera quieto durante todo ese tiempo en su sillón con un papel en la mano, mirando al espectador (o al artista), y que aceptara sin rechistar la cara de cabreo que reflejó en su rostro, «tropo vero».

Tanto pastor de ovejas, tanto cuidar su rebaño, tanto predicar amor y espiritualidad, tanto advertir sobre las tentaciones del demonio y al final resulta que las ovejas negras estaban dentro del redil papal. Y la lista de los nefastos, malos y peores no son esos, una lista, por desgracia, bastante larga: Esteban IV, Sergio III, Bonifacio VII. Nicolás III, Bonifacio VIII, Benedicto IX, Clemente V, Urbano VI, Alejandro VI, Julio II, Julio III, León X… Qué pena. Por culpa de ellos y otros cuantos «representantes de Dios», la Iglesia tiene tan mala fama.

Y para más inri, ahora cae del cielo —y no por casualidad— este celestial libro del escritor Javier Sanz cuya lectura me ha embelesado cual aparición del Espíritu Santo. Con su verbo ágil e ingenioso, habla de lo divino y lo humano con el mismo desparpajo, de tal guisa que parece que todo lo que dice «va a misa». Y sus historias son tan sublimes, absorbentes y amenas que me ha dejado enganchado, aferrado más bien como una lapa, a esta silla probatoria durante todo el fin de semana en Castel Gandolfo.

Ciertas cosas las suponía y de otras me estoy enterando ahora con la lectura de un libro que nunca hubiera dejado publicar Pablo IV, menudo era él. Tanto suceso, evento, anécdota, enredo y chascarrillo junto bien merecen una bendición apostólica. Muchas historias huelen a incienso y otras a azufre. Incidentes y accidentes relativos a Inocencios, Píos, Urbanos y Bonifacios que transitaron por los pasillos de los Estados Pontificios (con mucho «Traidor, inconfeso y mártir» como el título de aquél poema de José Zorrilla). Y eso que Inocencio XIII, el último que eligió ese nombre y con esa cifra de tan mal agüero, no lo hizo tan mal. Deo Gratias.

No, decididamente no me voy a poner el nombre de Inocencio XIV ni el de Francisco II. Hoy no «me encuentro muy católico». Mientras pienso en mi futuro nombre papal, si es que llega ese momento, voy a terminar esta carta y a repasar varios de los episodios que se narran en el libro de marras, como el de la monja travestida o el de la primera mujer enterrada en la basílica de San Pedro… Qué cosas tiene este Javier Sanz… ¿cómo se habrá enterado de tantas confidencias que formaban parte del «secreto vaticano»?

Me asombra este hombre y encima lo cuenta con gracia, el muy diablillo…

Jesús Callejo, pero por Dios que nadie se entere.

De lo humano y lo divino
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