UN PERRO SANTO
Uno de estos casos fue el de San Guinefort, un galgo proclamado santo por aclamación popular. La historia de este particular perro hay que situarla en Francia a mediados del siglo XIII. Guinefort era un perro juguetón, fiel, buen cazador y al que gustaba echarse a dormir junto a la cuna del más pequeño de la casa. Un mal día, cuando el amo regresó a la casa, encontró una escena dantesca: la cuna de su hijo vacía con restos de sangre y Guinefort, junto a ella, ladrando y moviendo el rabo… con las fauces ensangrentadas. El amo, desesperado y cegado por la ira, llegó a la conclusión de que el bueno de Guinefort se había comido a su hijo. Cogió un palo y la emprendió a golpes con Guinefort… hasta matarlo. Roto por el dolor, cayó al suelo y vio a su hijo manchado de sangre bajo la cuna pero a salvo; lo sacó y descubrió junto al niño una serpiente destrozada… Guinefort le había salvado la vida al niño y él lo había matado.
Destrozado por el error cometido, cogió a su perro y lo enterró en un pequeño bosque cercano cubriendo su tumba con unas piedras. Todos los días, con el pequeño en sus brazos, lo visitaban. La noticia comenzó a circular por el pueblo y las gentes del lugar empezaron a visitar su tumba convirtiéndolo en un santuario. La rumorología hablaba incluso de milagrosas curaciones de niños y se convirtió en un lugar de peregrinación donde se rezaba y se hacían ofrendas por la curación de niños… hasta que llegó la Iglesia. Tras el ordenamiento del santoral que se hace en tiempos de Sixto V, se desecha el culto a un perro. Aun así, las gentes de los alrededores seguían visitando la tumba del santo y la Inquisición decidió tomar cartas en el asunto. Los restos de Guinefort fueron exhumados, quemados y su culto considerado herejía.
Y aquí termina la historia… Pues no, hasta bien entrado el siglo XX todavía se rendía culto al santo de los niños en el lugar donde fue enterrado.