EL TREN DEL INFIERNO
La línea ferroviaria y la estación del Estado de la Ciudad del Vaticano se construyeron tras la firma del Tratado de Letrán (1929), en el que el Estado italiano reconocía la independencia y soberanía de la Santa Sede y se creaba el Estado de la Ciudad del Vaticano. Se compone de un tramo de 900 metros y una única estación situados dentro de las murallas del Vaticano, que constituyen la línea férrea más corta del mundo. Se construyó por orden de Pío XI y se inauguró en 1934. Juan XXIII fue el primer Pontífice que utilizó la línea para viajar, concretamente a Asís y a Loreto en 1962. Juan Pablo II la utilizó en dos ocasiones: en 1979, para conmemorar el aniversario de los empleados ferroviarios italianos, y en 2002, para viajar a Asís en las Jornadas de Oración por la Paz.
Con el desarrollo del motor de vapor a finales del XVIII, y su posterior uso en las locomotoras, el ferrocarril se extendió por todo el mundo en pleno siglo XIX. Entonces, ¿por qué no llegó al Vaticano hasta bien entrado el siglo XX? La culpa la tiene el Papa Gregorio XVI. Durante los años que estuvo al frente de la Iglesia, entre 1831 y 1846, prohibió los ferrocarriles en sus territorios. Según él, el transporte ferroviario incrementaría el comercio y daría más poder a la burguesía, lo que se traduciría en un aumento de la demanda de reformas liberales que podrían socavar el poder absolutista del Papa. Además, acuñó un juego de palabras que dejaba muy clara su postura:
Chemin de fer, chemin d’enfer (Camino de hierro, camino del infierno).