Paso de las Termópilas, 18-20 de agosto

Durante el consejo de guerra, Artemisia se dio cuenta de que Jerjes estaba contrariado, aunque el férreo protocolo al que la tradición y su propia forma de ser lo sometían le impedía demostrarlo. Entre los demás generales, que no tenían por qué cohibirse tanto, más de uno mostraba su disgusto con sonoras maldiciones.

No era para menos. Llevaban ya cinco días estancados en las Termópilas. Cuando la vanguardia de la Spada llegó a aquel desfiladero que separaba Tesalia de Grecia central, descubrieron que los griegos se habían decidido por fin a ofrecer resistencia. Mardonio primero envió exploradores para reconocer el terreno y luego emisarios para parlamentar. De ese modo se enteró de que los aguardaba allí un ejército espartano, dirigido por uno de sus dos reyes, al que se habían unido otras tropas del Peloponeso, más locrios y focios que veían su tierra amenazada por la cercanía de los persas. Al tratarse de un contingente importante, el general no se atrevió a robarle a Jerjes el privilegio de mandar ese ataque. Por ese motivo había tenido que aguardar a que llegara su división, lo que había supuesto cuatro días de espera.

Jerjes había aparecido al atardecer del cuarto día. En cuanto llegó, lo primero que hizo fue enviar un heraldo a los espartanos para exigirles que le entregaran sus armas. La respuesta que recibió, «Ven a cogerlas», le complació sobremanera, pues estaba deseando presenciar una batalla de verdad. Después de varios meses de campaña, aún no habían estallado las auténticas hostilidades. Antes de salir de Macedonia, las tropas persas habían limpiado los caminos que rodeaban el monte Olimpo tanto por la parte del mar como por la que daba al interior del país, desbrozándolos no sólo de árboles y maleza, sino también de enemigos. Pero eran partidas de bandidos montañeses más que verdaderos soldados, y poca gloria podían aportar a su ejército.

En Tesalia les habían informado de que probablemente encontrarían resistencia en aquel desfiladero. Artemisia no estaba del todo convencida. Si la Spada se movía con lentitud, la reacción de los griegos ante su invasión parecía todavía más morosa. Entre los oficiales se cruzaban apuestas: algunos decían que llegarían a Atenas sin disparar una flecha, mientras otros auguraban que conocerían a las espartanas, tan afamadas por su belleza, antes que a sus esposos.

Mas no había sido así. Los griegos habían demostrado por fin algo de valor. Ese mismo día, el quinto de detención en las Termópilas, Jerjes hizo que le instalaran un sitial en un punto elevado para contemplar cómo su ejército aplastaba a los rebeldes griegos. Por la mañana atacaron medos, cisios y sacas. Tras sufrir cuantiosas bajas, se retiraron sin tomar la posición. Por la tarde, Jerjes decidió recurrir directamente a sus tropas de élite y envió a tres batallones de los Diez Mil, ya que era imposible desplegar más en el angosto campo elegido por los espartanos. Los llamados Inmortales tampoco habían conseguido ganar ni un palmo de terreno. Pero sabían que tenían la mirada de su rey clavada en la nuca, por lo que, en lugar de abandonar como los hombres que habían combatido por la mañana, siguieron estrellándose, oleada tras oleada, contra los escudos griegos, mientras los cadáveres de sus compañeros se amontonaban a sus pies.

—Nuestras tropas no tienen el armamento adecuado para luchar cuerpo a cuerpo con los griegos en un espacio tan reducido —dijo Hidarnes. El mismo había tenido que dar la orden de retirada, pues temía perder de golpe a aquellos tres mil bravos guerreros si se empecinaba en quebrar de frente la posición espartana.

Artemisia habría podido explicarles que, efectivamente, en un combate cerrado, falange contra falange, los escudos de cuero y mimbre y las lanzas de dos metros ofrecían serias desventajas contra broqueles de roble chapados en bronce y picas de dos metros y medio. Ella misma había visto el resultado de aquel choque en Maratón. Para aprovechar su superioridad numérica y la maniobrabilidad de sus tropas, los persas necesitaban espacio y distancia. Algo que las Termópilas no les ofrecían.

En el campamento imperial, situado entre la ciudad de Traquis y las aguas del golfo Malíaco, ya se empezaban a encender las antorchas. El consejo de guerra se estaba celebrando en el pabellón rojo de Jerjes. Las otras dos tiendas ya habían llegado, pero esta vez nadie las había despachado en vanguardia, pues el tapón que formaban los griegos lo impedía. La amarilla permanecía guardada en sus fardos, mientras que la azul se había montado en el extremo norte del campamento, lo más lejos posible del desfiladero, y allí se alojaban la esposa y los hijos del Gran Rey, junto con las mujeres que había traído del harén real.

Artemisia volvió a mirar de reojo a Jerjes. Mientras los demás debatían, él permanecía aparte, sentado en el mismo sillón que utilizaba en los banquetes y con los pies en el escaño. En la mano derecha sujetaba un largo cetro que llegaba hasta el suelo, mientras la izquierda reposaba sobre su muslo. Detrás de él había un sirviente con una toalla, otro que abanicaba un ancho flabelo para aliviar el calor y un tercero que portaba las armas de Jerjes, un hacha de guerra en la mano derecha y un arco de madera y marfil en la izquierda.

Si no fuera porque a veces le brillaba la frente y el criado de la toalla se apresuraba a enjugar el sudor real, podría haber parecido que se trataba de una estatua, uno de los relieves que lo representaban en los acantilados de su patria. No era extraño que sudara, pues estaba envuelto en varias capas de ropa, y toda ella muy pesada: los pantalones, las botas de piel de gamo, la túnica de amplias mangas y, por si faltaba algo, un manto púrpura bordado con halcones dorados que parecían a punto de atacarse con sus picos.

Era evidente que para Jerjes no había nada más importante que su dignidad. Sólo de pensar en permanecer inmóvil tanto tiempo como él, a Artemisia le entraban picores desde el cuero cabelludo hasta la planta de los pies. Ella misma estaba sudando, pese a que iba descalza y a que su uniforme griego le permitía llevar los brazos y las piernas al descubierto. En los últimos meses pocas veces había vestido de mujer. Tenía comprobado que si los demás la veían con uniforme militar tomaban más en cuenta sus opiniones.

Los generales discutían en torno a una mesa sobre la que habían colocado una artesa rectangular llena de arena de playa, humedecida y compactada. Mardonio, que tenía buen ojo para la topografía, había dibujado en ella un tosco boceto del desfiladero siguiendo las indicaciones de Efialtes. Éste, que se hallaba presente en la reunión, era natural de Traquis y, como tantos otros miembros de las oligarquías locales, había abrazado con devoción el partido de los persas.

En la parte izquierda del mapa aparecía un aspa que representaba su campamento. La costa seguía hacia el este, más o menos en línea recta. Sobre esa línea quedaba el mar y por debajo se levantaba la sierra del Eta. Entre la costa y la montaña corría el desfiladero, de unos cinco kilómetros de longitud.

—Ésta es la Primera Puerta —dijo Efialtes, señalando un estrechamiento en el sendero.

Esa posición estaba en su poder, principalmente porque los griegos habían renunciado a defenderla. La Primera Puerta daba paso a un pueblo que sus habitantes habían abandonado, Antela, y a una explanada de forma vagamente triangular donde se podían desplegar varios batallones. Allí había unas fuentes termales que daban su nombre a todo el paraje, «Puertas Calientes». Según la leyenda, Heracles se había arrojado a esas aguas poco antes de su muerte, cuando la túnica empapada en la sangre del centauro Neso le estaba abrasando la piel. En realidad, el héroe era culpable de su propio sufrimiento. Si la sangre de Neso estaba emponzoñada era porque Heracles le había clavado una flecha impregnada, como todas las de su carcaj, en la sangre corrosiva de la Hidra de Lerna, un dragón de nueve cabezas al que había dado muerte al principio de sus célebres trabajos. Ni el frío del agua había conseguido mitigar el dolor del héroe, que acabó inmolándose en una pira sobre el Eta. Pero el calor de su cuerpo había pasado al manantial, y ahora, curiosamente, sus aguas sulfurosas resultaban muy saludables para los dolores de huesos.

El triángulo se cerraba al oeste en otro estrechamiento, la Segunda Puerta. Por muchas unidades que se desplegaran en la explanada, allí podía penetrar como mucho un batallón de mil hombres, y eso comprimiendo sus filas.

—Aquí es donde está el muro —señaló Hidarnes, el único de los presentes que se había acercado a él.

—Ese muro lleva mucho tiempo en ruinas —dijo Efialtes por medio del intérprete.

—Lo han reparado —dijo Hidarnes—. Pero lo han hecho de una forma muy rara. En vez de cerrar el camino en perpendicular, lo han construido en oblicuo, de modo que queda una zona de paso entre la muralla y el acantilado.

Tenía su lógica, pensó Artemisia. Seguramente los espartanos habían levantado ese muro para proteger su campamento y contentar a sus aliados. A ellos no les gustaban los parapetos. Su forma de hacer la guerra no consistía en defenderse sobre murallas, ya que su ciudad no las tenía, y preferían disponer de suelo bajo sus pies para maniobrar.

—Ésta es la Tercera Puerta —señaló Efialtes más a la derecha, casi en el borde de la artesa—. Es aún más angosta que la Segunda.

—¿Nos darás alguna buena noticia? —dijo Histaspes, uno de los hermanos de Jerjes—. Eso quiere decir que cuando consigamos desalojar a los griegos de su posición, todavía tendremos que pelear en otro desfiladero.

—La ventaja que tiene para vosotros es que la montaña que la cierra es mucho menos escarpada y podríais acribillarlos desde las alturas con vuestras flechas —respondió Efialtes—. Si los espartanos han decidido hacerse fuertes en la Segunda Puerta es porque allí tienen su flanco bien protegido por el monte.

El pico que se alzaba sobre las fuentes termales, el Calídromo, tenía más de mil metros de altura y se levantaba en farallones casi verticales por la vertiente norte. Era impensable apostar arqueros allí, a no ser que tuvieran alas en las manos y garfios en los pies.

—Pero sí tengo buenas noticias que daros —prosiguió Efialtes. Su dedo trazó una línea desde Traquis hacia abajo.

—Hay un camino, la senda Anopea, que remonta el curso del río por aquí. Hay que subir bastante, pero es practicable. Después tuerce hacia el este —su dedo giró en ángulo recto a la derecha—. Pasa por unas vaguadas situadas bajo la cima del Calídromo y —su dedo giró de nuevo— desciende hacia el mar más allá de la Tercera Puerta. Si lleváis a vuestros soldados por la senda Anopea, rodearán la posición de los espartanos sin que éstos se enteren y aparecerán justo en su retaguardia. Los tendréis rodeados, y sin escapatoria.

Todos se volvieron a mirar a Jerjes. Pero el Gran Rey no hizo el menor gesto.

—¿Cuántas tropas crees que tienen los espartanos? —preguntó Mardonio, dirigiéndose a Damarato.

La montaña cortaba la visual entre ambos campamentos. Ni los griegos podían saber cuántos eran los persas ni al contrario.

—En la ciudad hay unos ocho mil ciudadanos espartanos —contestó el antiguo rey—. De ellos, habrán enviado a las Termópilas a cinco mil. Vendrán acompañados por periecos y por aliados del resto del Peloponeso. Calculo que puede haber treinta o cuarenta mil hombres.

—Tantos no caben en el desfiladero, ni son necesarios para defenderlo —dijo Mardonio—. Seguro que tienen batallones aquí en la Tercera Puerta, donde termina esa senda, y también en las alturas, repartidos por todos los pasos de montaña. Antes que mandar a nuestros hombres a una muerte segura en una celada, prefiero que sigan luchando de frente. Tarde o temprano venceremos a esos hombres por agotamiento.

—Si nuestra flota no aparece a tiempo con provisiones, seremos nosotros quienes nos agotemos antes —intervino Artemisia. Efialtes la miró con sorpresa. Ya le había extrañado encontrar a una mujer en aquella reunión, y sin duda le asombraba aún más que se atreviera a hablar. Pero los demás ya estaban acostumbrados.

Lo cierto era que en la llanura donde estaban acampados no disponían de alimentos suficientes para la enorme hueste del Gran Rey. La flota que traía víveres desde Macedonia debería haberse reunido con ellos ya. Pero acababan de sufrir varios días seguidos de mal tiempo que habían obligado a los barcos a permanecer varados en la costa de Tesalia. Una de las naves correo les había informado de que la tempestad había echado a pique a un buen número de transportes, mientras que otros habían sufrido graves daños.

—¿Y qué hacemos entonces, Mardonio? ¿Quedarnos clavados aquí? —dijo Hidarnes—. ¿Sigo mandando a mis hombres hasta que los perdamos a todos?

—Confiad en Ahuramazda.

Todos se volvieron hacia el Gran Rey. Se había levantado del sitial y se disponía a volver al interior de la tienda. Eso significaba que daba por levantada la reunión, sin que se hubiera decidido nada. Hubo algunos bufidos de impaciencia y frustración apenas reprimidos.

—Él nos infundirá valor y, sobre todo, nos iluminará con su conocimiento —prosiguió Jerjes—. Mañana se decidirá lo que se tenga que decidir.

Cuando Artemisia salía de la tienda, Mitradates se acercó a ella.

—Quiere verte.

No hizo falta que dijera más. Artemisia se volvió hacia Alexias, que la aguardaba con un piquete de soldados, y le dijo que dejara tan sólo cinco hombres y regresara con los demás a su sector del campamento. Después, permitió que el eunuco la guiara a la parte trasera de la tienda. La noche estaba cerrándose ya. Una luna casi llena brillaba sobre las aguas del golfo Malíaco, aunque a ratos quedaba oculta por nubes dispersas. Al menos el cielo se veía más despejado que en los últimos días, en los que habían sufrido un pequeño invierno incrustado en pleno verano. Muchos soldados arrastraban toses y catarros por culpa de los gélidos aguaceros.

Cuando el Gran Rey partió de Macedonia, Artemisia había decidido acompañar al ejército de tierra. Le había dado muchas vueltas a aquello tras su desagradable e inquietante conversación con Esquines. Éste seguía con la flota como huésped del licio Damasitimo, y Artemisia prefería no tener más encuentros con él. Así que, ya que poseía contingentes propios tanto en la marina como en el ejército, se había decantado por viajar con este último. Sabía que tal vez estaba cometiendo un error, porque siempre conviene tener cerca a los enemigos, pero cualquier decisión parecía peligrosa.

A Jerjes debió complacerle su elección, pues desde que salieron de Macedonia la había llamado en tres ocasiones. Considerando que traía consigo a su esposa y al menos a diez concubinas, resultaba halagador. Tal vez lo que buscaba el Gran Rey no era simple placer, sino compañía: después de hacer el amor, en lugar de despedir a Artemisia como, según le constaba, hacía siempre con las mujeres de su harén, se quedaba hablando con ella. La segunda noche se había explayado tanto que casi les amaneció. El hombre que compartía con ella el lecho era otro Jerjes, un Jerjes que expresaba en voz alta buena parte de lo que callaba durante el día.

Artemisia sabía de sobra que los rumores sobre su relación corrían por todo el campamento. Gracias a ellos, muchos de los generales la trataban con más respeto, o al menos con mayor precaución. Pero ella sentía que caminaba por el filo de una espada. Hacía siete noches que Amestris la había invitado a cenar. La esposa de Jerjes se había mostrado amable, considerando la sequedad de su carácter, pero cada vez que le daba a probar un manjar nuevo, Artemisia se preguntaba si iba a ser el último bocado que comería en su vida. Sí, el catador lo probaba todo delante de la reina y ésta comía del plato antes de pasárselo a Artemisia, pero ¿quién les impediría echar veneno sólo en una parte de la bandeja? Por si acaso, al volver a su propia tienda, Artemisia se había hurgado en la garganta con una pluma de ganso para producirse arcadas hasta que por fin logró vomitar todo lo que había cenado.

Ahora, mientras se dejaba llevar por un pequeño laberinto de biombos y cortinas, pensó que al menos Amestris dormía en otra tienda, a más de un kilómetro de allí. Ignoraba si la esposa de Jerjes se sentía físicamente celosa de ella o tan sólo se trataba de una cuestión de poder e influencia. Pero si su destino llegaba a depender alguna vez de la voluntad de aquella mujer, sabía de sobra que estaba perdida.

Jerjes la estaba esperando. Artemisia tuvo que someterse de nuevo al mismo ritual que en los jardines de Babilonia, pues era inconcebible que el Gran Rey se desnudara sin ayuda. Pero esta vez los eunucos los dejaron solos y pudieron hacer el amor en la relativa intimidad que brindaban aquellas paredes de tela.

Cuando terminaron, Jerjes pidió a Artemisia que le echara vino en la copa. Ella le sirvió sin sentirse menoscabada por ello, pues sabía que entre los persas el puesto de copero real se consideraba uno de los más altos honores. Concentrada en no verter el vino en la penumbra de la alcoba, no se dio cuenta de que Jerjes había sacado un objeto de debajo de su almohadón. Luego vio que lo acariciaba con las yemas de los dedos y lo miró con curiosidad.

Era la máscara de oro.

Artemisia contuvo el aliento. Esquines ha hablado, pensó. Estaba perdida. «No quedará prueba alguna de que tú y yo hayamos tenido el menor trato», le había dicho Patikara en Maratón. En su momento, Artemisia se aseguró de ello recurriendo al asesinato. ¿Quién impediría ahora al rey recurrir al mismo procedimiento?

—Los hombres están muriendo delante de mis ojos —dijo Jerjes, sin apartar la mirada de la máscara—. Yo no puedo hacer nada.

Artemisia volvió a respirar. No se trataba de una amenaza, sino de una confesión. Su vida no corría peligro. Al menos de momento.

—La guerra es cruel e imprevisible, mi señor —dijo, ya que parecía que se esperaba una respuesta de ella.

—Ese reyezuelo está desafiando mi poder. —Artemisia vio cómo los músculos de sus sienes se tensaban, pero, aun así, Jerjes no subió la voz—. Está enfangando mi prestigio delante de los persas y los demás súbditos de mi imperio. El corazón me pide montar mi corcel y salir al campo de batalla para barrer a esos seguidores de la mentira.

—¡No puedes hacer eso, mi señor! —dijo Artemisia, comprendiendo por qué el rey había sacado la máscara.

Se dio cuenta de que le había contradicho abiertamente y se llevó la mano a la boca. Jerjes la miró por fin a la cara.

—He sido demasiado atrevida, mi señor…

—Sólo una mujer atrevida puede mandar tropas para el rey de Persia. Quiero que hables con sinceridad. Eres mi amiga.

—Con tu amistad me honras más de lo que soy capaz de expresar, mi señor. Si he hablado con tanta osadía es porque creo que no debes correr el riesgo de bajar al campo de batalla.

—Leónidas está combatiendo junto a sus hombres.

—Él lo hace a la manera griega, mi señor. Pero sólo es un pequeño gobernante. Tú eres el Rey de Reyes, y por cada súbdito que obedece a Leónidas tú tienes diez mil.

—Ciro también era Rey de Reyes y batallaba a lomos de su caballo.

—¡Él no era tan grande como tú, mi señor! —Artemisia observó una sonrisa casi imperceptible bajo la barba de Jerjes. Cuanto más poderoso es uno, pensó, mejor funciona el halago. Debía recordar esa lección y aplicársela a sí misma—. Tu noble antepasado estaba empezando a conquistar un imperio y tenía que correr grandes riesgos.

—Es cierto que él no gobernaba tierras tan vastas como yo.

—Tus hijos son muy jóvenes, mi señor, y no hay nadie a tu alrededor que tenga tu talla. Si algo te pasara, tu imperio se hundiría en el caos. Yo misma te lo oí decir. Sólo debe haber un monarca bajo el sol de Ahuramazda. Y ese monarca eres tú, el hombre más poderoso de la tierra.

Pero Jerjes no se dejó convencer tan fácilmente.

—Si soy tan poderoso, ¿cómo es que no puedo hacer lo que quiero? ¿De qué sirve el poder si no puedo ejercer mi voluntad?

Más tarde Artemisia pensaría que tal vez el rey sólo quería un poco de comprensión, y que si le hubiera dado la razón, al menos en parte, le habría bastado para conformarse esa noche, pues no era hombre que faltara a sus deberes. Pero en aquel momento pensó que Jerjes estaba hablando como un niño antojadizo. ¿Qué pasaría si se dejaba llevar por su capricho, cabalgaba a la batalla y moría? ¿Qué sería entonces del medio millón de personas que había puesto en movimiento desde Asia y que ahora empezaban a adentrarse en terreno enemigo?

—El poder conlleva responsabilidad, mi señor —dijo, tratando de contener su irritación—. Yo sólo gobierno una pequeña ciudad, y lo hago en tu nombre. Pero por culpa de ese gobierno no soy tan libre como querría.

—Según tus palabras, yo debo ser el menos libre de los hombres —dijo Jerjes en tono amargo.

—Tal vez sea así, mi señor. Tus hombros cargan más responsabilidades que los de nadie. Me temo que debes seguir actuando como hasta ahora y dejar que tus hombres luchen por ti.

—¿Cuando llegue el momento, Artemisia, dejarás que tus hombres luchen por ti mientras los observas desde la distancia?

Ella tragó saliva.

—Yo no soy nadie a tu lado, mi señor. Mi muerte no significaría gran cosa. La tuya supondría una catástrofe para el mundo. Y recuerda que yo soy uno de tus hombres. Yo combato por ti, y me siento honrada por ello.

Jerjes sonrió. En sus ojos brilló una chispa de picardía, algo poco habitual en él.

—En ese caso, demuéstrame ahora tus aptitudes para la lucha, Artemisia.

Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que se había hecho de día. Se incorporó bajo la sábana y miró a su lado. Jerjes no estaba. Era la primera vez que Artemisia amanecía en la cama real, y se preguntó si no habría roto, sin darse cuenta, algún protocolo que ignoraba.

—El Gran Rey se ha levantado temprano para hacer sacrificios al sol naciente —dijo Mitradates. Debía llevar un rato allí, pero, como no se movía, ella no había reparado en su presencia.

Qué más da que me vea desnuda, pensó Artemisia. El eunuco debía conocer ya de memoria cada lunar de su cuerpo. Se levantó de la cama y dejó que la ayudara a vestirse, mientras se maldecía por haberse quedado dormida en la cama de Jerjes. Pero era comprensible, porque la sesión nocturna había sido agotadora. Le dolían los muslos y las caderas, y sentía maceradas otras partes de su cuerpo.

—El Gran Rey se ha levantado de un humor excelente —dijo el chambelán mientras le cerraba los broches del quitón sobre los hombros. Artemisia malinterpretó una alusión sexual en sus palabras, pero el eunuco se apresuró a añadir—: Alguien le ha traído buenas noticias.

—¿Qué noticias son ésas, noble Mitradates?

—Discúlpame, señora, pero no seré yo quien prive a su majestad del placer de contártelas en persona.

Me está bien empleado por preguntar, pensó Artemisia. Como buen funcionario de palacio, Mitradates experimentaba un placer malsano en demostrar que poseía más información que nadie y en ocultarla o dosificarla con racanería.

Cuando salió de la tienda, los hombres que había dejado allí para que la esperaran se acercaron a recibirla. Tenían aspecto de haber dormido en el suelo, pero ahora se los veía alerta. O más bien, pensó con inquietud, alarmados.

—Mi señora —dijo uno de ellos—. Los nuestros van a combatir. —¿Cómo?

—Han recibido orden de entrar en el desfiladero y atacar la posición espartana. Ya deben estar allí.

—¡Por los perros de Hécate! ¿Por qué no me habéis avisado? —dijo Artemisia, mientras se dirigía a su propia tienda dando zancadas que sus soldados apenas podían seguir.

—Mi señora, ¿cómo íbamos a entrar al pabellón real?

Esto es cosa del propio Jerjes, pensó Artemisia. Que se hubiese quedado dormida no era casualidad. El Gran Rey debía de haber improvisado una pequeña venganza cuando ella le llevó la contraria en la discusión. «¿Cuando llegue el momento, Artemisia, dejarás que tus hombres luchen por ti y los mirarás desde la distancia?». Apenas había aguardado al amanecer para comprobarlo.

Esa pequeña venganza podía suponer la muerte de decenas de sus hombres. Pero, claro, para Jerjes tenían tan poco valor como las piezas de madera que a veces usaba para representar sus unidades en el campo de batalla.

Por muy Gran Rey que sea, si cree que me voy a quedar de brazos cruzados está listo.

—Conseguidme un caballo que sea rápido mientras me pongo las armas —ordenó a sus hombres, al tiempo que entraba en su tienda—. ¡Vamos, es para hoy!

Cuando entró al galope en la explanada de las fuentes termales y miró a su derecha, vio sobre la ladera del monte el toldo púrpura que cubría el sitial de Jerjes. El Gran Rey ya estaba allí con todo su séquito. Pero Artemisia pasó de largo y siguió cabalgando por el corredor que quedaba entre las unidades persas y frigias que aguardaban en retaguardia. De los Diez Mil no se veía ni rastro. Después de las bajas que habían sufrido la víspera, Jerjes debía haber decidido reservarlos para más tarde.

En el centro del pequeño valle, las unidades que iban a entrar en acción estaban terminando de desplegarse. En la parte derecha, la que daba a las alturas del Calídromo, formaba un batallón de asirios. Había entre ellos lanceros con broqueles de madera y cascos trenzados de cuero y hierro, y también maceros que se protegían con escudos de cuero en forma de cono reforzados con aguzados umbos de metal.

Los halicarnasios formaban en el ala izquierda, mirando al mar. Artemisia se abrió paso sin contemplaciones hasta llegar a la vanguardia. Una vez allí, descabalgó y buscó a Alexias. Sus hombres, que aguardaban con los escudos en el suelo y los yelmos hacia atrás, la aclamaron al verla.

—¡Ártemis está con nosotros! —dijeron—. ¡Con la diosa cazadora de nuestra parte no podemos perder!

El hijo de Fidón estaba en su puesto, el extremo derecho de la falange, dejando un hueco de unos metros entre ésta y el batallón de los asirios. Cuando vio a Artemisia se le escapó un gesto de contrariedad.

—¿Qué pasa, Alexias? ¿Es que querías toda la gloria para ti solo?

—Señora, no tienes por qué correr este peligro. Nosotros combatiremos hasta la muerte por ti.

—Ni lo sueñes. Yo no soy un rey persa, ¿recuerdas? Soy Artemisia, la amazona de Halicarnaso.

Por delante de las filas pasó un hombre a caballo seguido por un pequeño séquito de jinetes, impartiendo instrucciones a los asirios. Cuando llegó a la altura de los halicarnasios, Artemisia lo reconoció. Era Artafernes, el hombre que había mandado la caballería en Maratón. En aquellos diez años, al contrario que otros, el noble persa había adelgazado. Ahora, al ver a Artemisia, pareció sorprendido.

—¿Cuáles son nuestras órdenes? —preguntó ella.

—En cuanto suene la trompeta, atacaréis —respondió él, y después se introdujo entre las filas halicarnasias y las asirias para volver a retaguardia.

—Mi padre siempre dice que los planes sencillos son los que mejor funcionan —dijo Alexias.

Artemisia se colocó junto al joven hoplita, pero le dejó el puesto de la derecha, el último del batallón. Era ya una tradición que él o Fidón le cubrieran el costado de la lanza. Después apoyó el escudo en el suelo y miró al frente. La ira por la burla de Jerjes y la cabalgada le habían acelerado las pulsaciones, así que trató de serenarse y estudiar con frialdad lo que tenía ante sus ojos.

A poca distancia de ellos había unas torrenteras ahora secas que bajaban del Calídromo, y más allá se extendía una tierra de nadie cada vez más angosta en la que yacían decenas de cuerpos. Allí, el terreno bajaba en un suave declive desde las montañas hasta el mar, y al llegar al agua caía casi a pico en un pequeño acantilado. Apenas tenía dos metros de altura, pero la víspera muchos Inmortales que no sabían nadar habían perecido allí, empujados por la presión de la falange espartana.

Artemisia pensó que para llegar hasta el enemigo tendrían que pasar sobre los cadáveres de los medos y persas que habían muerto el día anterior. No era buena forma de mejorar la moral.

—¿Cómo te encuentras, Palamedes? —preguntó Artemisia al hoplita de su izquierda. Era un joven noble, primo segundo suyo por parte paterna.

—Bien —respondió él. Luego añadió en voz baja—: Aunque tengo la boca cuarteada como la suela de una bota.

—Bebe ahora todo lo que puedas. Después no tendrás ocasión.

Palamedes se descolgó la cantimplora del correaje, pero antes de beber se la ofreció a Artemisia. Ésta probó con precaución. Dos tercios de agua y uno de vino, calculó.

¡A los cuervos!, pensó, y dio un buen trago.

El sol empezaba a apretar ya en un cielo que, por primera vez en varios días, se veía limpio de nubes. Pero no era el calor la razón de que sus hombres tuvieran la boca seca. Iban a enfrentarse contra los afamados espartanos, los guerreros de los que todos los griegos oían hablar desde niños. Y, además, sus hermanos de raza, pues los habitantes de Halicarnaso, aunque estaban muy mezclados con los carios y hablaban un dialecto jonio, se consideraban de origen dorio y tan descendientes de Heracles como los lacedemonios.

La trompeta dio la señal de avanzar. Artemisia ordenó a sus hombres que se calaran los yelmos y embrazaran los escudos, y su pequeña falange, con un frente de apenas cuarenta hombres, se puso en marcha.

Tras cruzar la torrentera, recompusieron las filas. El sol les daba en la cara y arrancaba destellos de los escudos y las lanzas enemigas. Artemisia miró a la derecha. La pared de la montaña se veía cada vez más cerca, y el pasillo entre ellos y el batallón asirio se estaba reduciendo. Se preguntó, como seguramente habían hecho otros guerreros el día anterior, de qué servía tener un ejército de más de cien mil hombres si sólo podían entrar en combate mil de cada vez.

Frente a ellos se extendía una línea de unos cien escudos, todos ellos con la lambda de Lacedemonia, pintada de rojo para que resaltara más. Los hoplitas que los sostenían empezaron a avanzar al cadencioso y agudo son de sus flautas. Había algo en su forma de marchar que ponía los pelos de punta. Es sólo su reputación, se dijo. Miró hacia el mar. El hombre que ocupaba el puesto de honor en el extremo de la falange enemiga debía de ser Léonidas. Pero no lo escoltaba ningún estandarte; lo único que lo distinguía de otros oficiales era su penacho, rojo en lugar de negro.

Entre los asirios que los acompañaban había arqueros que ahora lanzaron una andanada de flechas contra los espartanos. La mayoría de los proyectiles cayeron en la tierra de nadie y los demás resbalaron sobre los escudos enemigos.

Había llegado el momento de pasar sobre los cadáveres persas.

—¡Mirad dónde pisáis! —ordenó Artemisia—. ¡No rompáis la fila!

Olía a matadero, pero sus pies no chapotearon en el fango negruzco que esperaba. El suelo estaba tan seco que se había bebido toda la sangre. Artemisia se imaginó a los muertos del Hades, arremolinándose en el inframundo como bandadas de pájaros grises, mirando a las alturas con sus pálidos ojos y abriendo las bocas para recibir una nueva ofrenda de sangre humana.

Quedaban cincuenta metros como mucho para que ambas formaciones se encontraran. Los espartanos seguían avanzando despacio, sin desordenar sus filas, como una muralla de una sola pieza, y aunque ya estaban cerca no se habían molestado en abatir las lanzas, en una muestra de desprecio por sus enemigos casi olímpica.

—¿Cargamos ya? —preguntó Alexias.

—No. Lo haremos cuando yo lo diga.

Dirigió una rápida mirada a su derecha. Los asirios no avanzaban de forma tan disciplinada como los griegos ni trababan unos escudos con otros, sino que cada uno procuraba protegerse con el suyo. Siempre había pensado que aquellos hombres, herederos de una antiquísima tradición marcial, ofrecían un aspecto imponente con sus rostros ceñudos, sus narices aguileñas y sus barbas espesas y rizadas. Pero ahora vio en sus ojos el miedo.

Y no era para menos. Tenían enfrente a los espartanos, a los que las madres de Halicarnaso utilizaban como monstruos de fábula para asustar a sus hijos.

Un grito sonó en las filas asirias. Uno de sus guerreros, un gigante de casi dos metros, se lanzó a la carga, y los demás lo siguieron entre alaridos. Artemisia comprendió que ya no podría refrenar más a sus hombres y gritó:

—¡Por Halicarnaso!

Corrieron contra los enemigos entonando el peán para espantar su propio miedo. Por fin, los espartanos bajaron las lanzas y, sin acelerar el paso, se aprestaron para recibirlos. A la derecha de Artemisia no tardó en estallar el estrépito del combate: el resonar del hierro contra el bronce, el chasquido de la madera astillada, los primeros gritos de agonía. Pero no se atrevió a mirar allí, pues el enemigo que tenía frente a ella reclamaba toda su atención.

Los halicarnasios refrenaron su carga cuando estaban a unos pasos de los espartanos. Los hombres que tenían detrás se mantuvieron a la espera, jaleando a sus compañeros sin empujarlos por el momento, pues así se lo había ordenado Alexias con buen criterio antes de que llegara Artemisia. Durante unos minutos, ambas filas, la espartana y la de Halicarnaso, se mantuvieron a unos dos metros de distancia, cruzando lanzazos y tentándose los escudos, sin entrar a fondo al ataque. Los hombres de Artemisia no se atrevían a acercarse más porque tenían miedo. Era obvio que los espartanos no avanzaban porque no querían.

El hombre que estaba frente a Artemisia y batía hierros con ella era un oficial cuya cresta negra le cruzaba el yelmo de oreja a oreja. Debió reconocerla, lo cual no resultaba extraño con su casco beocio, porque sonrió y le dijo con voz ronca:

—¡No deberías estar aquí, Artemisia! ¡Hay mil lugares mejores en el mundo para una mujer!

Aunque al menos había tenido la decencia de no mandarla al telar, Artemisia le tiró un golpe con toda su furia. El espartano interpuso su escudo, que estaba lleno de mellas y abolladuras, y la lanza arrancó una chispa de la lambda. Después, de repente, el oficial miró a un lado, e incluso por debajo del yelmo Artemisia pudo ver cómo abría desmesuradamente los ojos.

—¡No! —gritó—. ¡No retrocedáis, maldita sea!

Artemisia miró en la misma dirección que el espartano. A su derecha, los asirios gritaban de júbilo, mientras los lacedemonios volvían la espalda y huían hacia el muro. Durante unos segundos concibió una descabellada esperanza. ¿Habrían conseguido los guerreros de Mesopotamia lo que no habían logrado el día anterior los medos, los cisios ni los propios Inmortales?

Imitando el ejemplo de sus camaradas, los espartanos que combatían frente a los halicarnasios se dieron la vuelta y emprendieron la huida. Pero Artemisia había sorprendido una mirada de inteligencia entre el oficial y un hoplita que tenía al lado.

Es una trampa.

—¡A por ellos! —gritó Alexias.

Era una orden innecesaria. Los halicarnasios de la primera fila se abalanzaron en persecución de los espartanos, seguidos por los demás. Algunos hombres incluso arrojaron sus lanzas contra los enemigos que huían, aunque por su peso y su longitud no eran las armas más idóneas para disparar, y desenvainaron las espadas.

Artemisia se dio cuenta de que se había quedado sola. Alexias y los hoplitas de la primera fila la habían dejado atrás, y los demás la adelantaban pasando a ambos lados de ella sin darse cuenta de que estaban dando empujones a su reina.

—¡Deteneos, estúpidos! —gritó—. ¡Es una trampa!

Era inútil. Cuando quiso darse cuenta, las únicas espaldas que veía ya eran las de sus propios soldados, que corrían tras los espartanos entre alaridos y levantando una nube de polvo bajo sus pies. Artemisia se volvió. Al otro lado de la torrentera, los batallones frigios, que aguardaban su turno para intervenir, venían a la carga, contagiados por el ejemplo de sus compañeros. Y en el centro de todo aquel caos estaba ella.

Al oír estrépito de metal contra metal, se giró de nuevo hacia el frente. Cuando los gritos de persecución se convirtieron en chillidos de terror y furia, comprendió lo que había pasado. La carrera de los halicarnasios se había detenido en seco. Algunos cayeron de espaldas al suelo tras tropezar con sus propios compañeros. Una barrera se había interpuesto en el camino.

Los escudos espartanos.

Habían fingido retirarse para desorganizar las filas del ejército de Jerjes. Era una maniobra tan arriesgada que Artemisia no tuvo más remedio que admirar a aquellos hijos de perra. Una falange se desordena con facilidad, y aún más si se da la vuelta.

A no ser que lo único que hayas hecho durante toda tu vida sea entrenar esos movimientos, pensó.

Los hoplitas halicarnasios que servían en retaguardia también eran hombres valientes, y precisamente por eso habían sido elegidos para cerrar las filas. Pero al ver que los camaradas que tenían delante empezaban a retroceder, fueron los primeros en retirarse. Al pasar, algunos de ellos vieron a Artemisia y apartaron los ojos con vergüenza. Podía entenderlos. Habían caído como boquerones en una red.

Pero nadie diría que la reina de Halicarnaso había vuelto la espalda al enemigo por ser mujer. Artemisia se abrió paso entre sus propios hoplitas moviendo el escudo a ambos lados como si cortara maleza con un machete. Cuando se quiso dar cuenta, estaba por detrás de la primera fila de sus hombres, que aguantaban como podían mientras los espartanos los acuchillaban desde detrás de una densa pared de escudos.

Alexias estaba allí, combatiendo con el arrojo de un titán y desgañitándose para dar ánimos a los demás. De pronto, una hoja de hierro asomó por la parte posterior de su muslo y volvió a desaparecer, dejando en su camino una raja de medio palmo de la que empezó a manar sangre. El joven clavó la rodilla en tierra con un gruñido de dolor. Manejando la lanza con una habilidad diabólica, el espartano que lo había herido le clavó el arma en el cuello. Artemisia no pudo verlo, pero oyó el gorgoteo de agonía de Alexias.

—¡No!

Artemisia se abrió paso por un hueco casi inverosímil y tiró un rejonazo contra el rostro del espartano. Éste se hallaba tan ufano removiendo la punta de su pica que no vio venir el golpe. La lanza de Artemisia rechinó al colarse entre las dos carrilleras del yelmo. El impacto fue tan fuerte que sintió un agudo dolor en el hombro, y de la boca del espartano brotó un chorro de sangre mezclado con dientes astillados.

—¡Toma, hijo de puta! —gritó Artemisia.

Los dioses se desquitaron rápidamente de ella. Algo golpeó en su escudo con tanta fuerza que se le dobló el brazo, y el brocal le empujó el yelmo y se lo desplazó de lado, tapándole un ojo. Artemisia trató de colocarse el casco sin soltar la lanza, algo casi imposible en el caos de la batalla, cuando vio de reojo que un guerrero espartano le lanzaba un tajo por la izquierda. Hurtó el cuerpo como pudo, pero la espada le alcanzó en la oreja y en el cuello, y sintió la cálida salpicadura de su propia sangre. Con el golpe, el casco terminó de caerle sobre los ojos y todo quedó en tinieblas. Sentía empujones por todas partes, en el escudo, en las piernas, por la espalda, y temió que cualquiera de esos empujones se convirtiera en la punta de una lanza. Unos brazos le rodearon el cuerpo por detrás y la levantaron en vilo. Artemisia soltó la lanza y empezó a patalear como un potro indómito. Si esos espartanos creían que la iban a violar, estaban muy equivocados.

—¡Artemisia, soy yo! —dijo una voz en el oído que no dejaba de sangrar, y a pesar del zumbido la reconoció. Era su primo Palamedes.

Más brazos la sujetaron, y a ciegas sintió cómo los hombres se la pasaban de uno a otro como un fardo, a pesar de la carga de sus armas. Por fin logró colocarse el yelmo y gritó:

—¡Dejadme en el suelo, maldita sea!

Los soldados la obedecieron. Artemisia desenfundó la espada y trató de orientarse. El frente debía estar en el sitio del que venía todo el mundo, empujando para apartarse de allí. Sin saber muy bien cómo, los halicarnasios y los asirios se habían mezclado en aquel tropel. Por encima de sus cabezas se veían las picas de los espartanos, tremolando como espigas al viento, y entre los gritos de los que morían bajo su carga se oía el persistente martilleo del hierro sobre los escudos.

—¡Volved a combatir! ¡Volved a combatir! —gritó Artemisia. Pero un grupo de soldados la rodeó y la sacó de allí.

—¡Si no nos vamos ahora moriremos todos, Artemisia! —le gritó Palamedes—. ¡Ya habrá otro día!

Artemisia no tuvo más remedio que resignarse y se dejó llevar. Al menos, los espartanos no los persiguieron. Sin duda, Leónidas los había aleccionado bien para no alejarse demasiado de su posición, pues en cuanto salieran a un terreno más amplio se verían en desventaja. Pese a ello, los halicarnasios y los asirios no habían terminado de sufrir bajas, pues chocaron contra el batallón de frigios que se había animado a seguirlos ante la falsa huida de los lacedemonios, y en aquel encontronazo, muchos cayeron al suelo y fueron pisoteados por sus propios compañeros. Al final, los frigios debieron comprender que aquélla no era la victoria fácil que desde lejos habían creído y empezaron a retroceder también ellos. Los espartanos quedaron dueños del campo y después, durante un par de horas, Jerjes no ordenó más ataques.

—Has tenido suerte —le dijo Jenófanes—. Ese tajo podía haberte seccionado la arteria. Te habrías desangrado como un cerdo hasta morir.

—Gracias por la comparación, matasanos.

Junto a la ladera de la montaña, donde las fuentes termales brotaban de un talud sembrado de cascajo y cantos rodados, se había improvisado una enfermería a la que Palamedes se empeñó en llevar a Artemisia. Poco después había aparecido Jenófanes, el médico de la familia real, enviado por Jerjes en persona para que la atendiera. A Artemisia, demasiado furiosa para sentirse agradecida por aquel honor, le sorprendió la rapidez con que el rey se había enterado de que la habían herido.

Estaba sentada en un banco de piedra, dentro de la casa de baños. En realidad, más que una casa se trataba de un pórtico techado, con un lado abierto que miraba hacia el norte, de tal modo que los visitantes pudieran contemplar el mar mientras disfrutaban del agradable calor del baño. Allí se había plantado un pelotón de soldados halicarnasios, pudorosamente vueltos de espaldas, que hacían de pantalla con sus cuerpos. Pues para curarle la herida el médico había desgarrado con su cuchilla la túnica de Artemisia, que estaba desnuda de cintura para arriba.

Los baños en sí eran unos asientos conocidos como Quitros y excavados en el travertino, la roca blanca y cuajada de cristales que las propias aguas habían ido depositando con el tiempo. Con gusto, Artemisia se habría desnudado del todo para meterse en el agua y limpiarse la sangre y la mezcla costrosa de polvo y sudor. Pero Jenófanes se lo había prohibido, alegando que era malo para las hemorragias.

—Creo que ya no podrás ponerte pendientes —le dijo—. Ese espartano se ha llevado de trofeo media oreja. Es una lástima, porque si era como la otra, tenías un lóbulo precioso.

La familiaridad con Jerjes, su madre Atosa, Amestris y otros personajes de la corte habían convertido a Jenófanes en un hombre bastante impertinente. Cuando Artemisia quiso tocarse la oreja para comprobar qué le quedaba de ella, el médico le dio un manotazo.

—Te acabo de limpiar con una mezcla de mirra y vino de quince años que cuesta un dineral. ¿Quieres volverte a ensuciar con esos dedazos?

—Dedazos los tendrás tú, matasanos. Yo soy una dama.

—¡Ja! Las damas a las que atiendo tienen jaquecas, amenorrea, pelos infectados en las ingles o, como mucho, bultos en el pecho. Ninguna me ha venido nunca con heridas de guerra.

Después le limpió la herida del hombro con una hilaza. La espada, tras llevarse el lóbulo de su oreja, le había golpeado en la clavícula. Pero parte del filo había topado con la coraza, y eso era lo que había salvado a Artemisia, que ahora gruñó entre dientes al sentir la presión de los dedos de Jenófanes.

—No te quejes tanto. Ni siquiera te ha roto el hueso.

—Pues me duele como si me lo hubieran roto —contestó Artemisia. También le dolía el antebrazo. Al ver el moratón que empezaba a salirle, se preguntó si el golpe que había recibido en el escudo y le había descolocado el yelmo se lo había dado un espartano con la lanza o una mula con sus cascos.

—Si tuvieras una fractura, notarías la diferencia. La clavícula rota es muy típica en los soldados de infantería. Eso y la contusión craneal. De ingles y tripas atravesadas a lanzazos no hablo, porque ésos no suelen salir vivos. Ahora bien, si ves a un veterano que apenas puede mover las muñecas o tiene lesiones permanentes en los tobillos, puedes apostar a que ése es de caballería.

—¿Cómo sabes eso, si no has atendido a un soldado en tu vida?

—Lo sé porque soy un hombre de insaciable curiosidad.

Tras limpiarle la herida, Jenófanes la tapó con lino empapado en el mismo bálsamo de vino y mirra. Sobre el lino colocó una fina rodaja de esponja cortada con su cuchilla, un puñado de hojas y, por fin, para mantenerlo todo en su sitio, un aparatoso vendaje que enrolló bajo ambas axilas.

—No aproveches para sobarme las tetas, matasanos —le dijo Artemisia. Estaba de un humor de perros por culpa de la jugarreta de Jerjes, del dolor y, sobre todo, de la humillante derrota que les habían infligido los espartanos, y casi sin querer le salía el lenguaje cuartelero que había aprendido desde niña oyendo a Fidón y sus hombres.

A ver cómo le cuento a Fidón que no he sido capaz de recuperar el cadáver de su hijo.

—Soy médico —repuso Jenófanes—. Para mí el cuerpo femenino no tiene ningún interés erótico, sólo anatómico.

A pesar de todo, cuando Artemisia se levantó y se quitó los restos sucios y desgarrados de la túnica para ponerse otra limpia, el médico no apartó la mirada de ella.

—Tienes un cuerpo bonito —le dijo con gesto apreciativo—. Un poco andrógino para mi gusto, pero para tus treinta años no está mal.

—Tengo treinta y cuatro —repuso Artemisia mientras terminaba de ajustarse la túnica. Al oír la conversación, uno de los soldados amagó con girar la cabeza para ver a su reina desnuda, pero Palamedes le propinó un pescozón.

Mientras salían de la casa de baños, el médico le dijo que Jerjes quería verla. Artemisia contestó que el rey bien podía esperar, pues antes quería ver a los heridos de su batallón. Sus compañeros los habían reunido junto a un templete en cuyo friso se reflejaban los últimos padecimientos de Heracles y su apoteosis final.

Había allí cerca de veinte hombres, con lesiones de diversa gravedad. Dos de ellos, que estaban vivos cuando Artemisia entró a los baños, acababan de morir. A uno le habían perforado las tripas de un lanzazo. El otro se había desangrado por una estocada de espada en el muslo. Ni con el cauterio al rojo habían conseguido detener la hemorragia. El hombre, un veterano de cincuenta años, estaba tan blanco como una estatua de mármol sin pintar.

Los cirujanos atendían a sus hombres a la sombra de los árboles que crecían junto al templete, pues el sol caía sobre el desfiladero como plomo fundido. A un hoplita, al que prácticamente habían emborrachado para que no gritara, le estaban extrayendo fragmentos de diente y hueso de la mandíbula. Por el aspecto de la herida, el golpe se lo habían dado con el borde de un escudo. Otro estaba tendido en el suelo, con el hombro dislocado. El médico, un fornido egipcio, le puso bajo la axila una pelota de cuero, se sentó a su lado, plantó el pie en la pelota y le dio un tirón salvaje de la muñeca. El hombre, que estaba mordiendo un trapo, apenas pudo sofocar un grito, pero el brazo se colocó en su sitio con un sonoro chasquido. A un tercero, hermano de Palamedes, le estaban cosiendo una estocada en el bíceps derecho. Jenófanes chasqueó la lengua al verlo.

—¿Es que lo está haciendo mal? —preguntó Artemisia.

—A veces no hay más remedio que suturar, pero yo no lo hago si puedo evitarlo. Hay una probabilidad entre cuatro de que a ese hombre se le infecte el brazo y en unos pocos días esté muerto.

El soldado le miró con gesto de alarma, pues Jenófanes no lo había dicho precisamente en voz baja. Artemisia agarró del brazo al médico y lo alejó de allí.

—Está bien, iremos ahora mismo con el Gran Rey. No quiero que desmoralices más aún a mis hombres.

Lo que había visto y lo que había oído le dolía tanto o más que sus propias heridas. El cuadro que le había pintado su primo Palamedes, nuevo capitán de sus hoplitas, era deprimente. Cuando el batallón de Halicarnaso se reagrupó por fin, faltaban cuarenta y ocho soldados. La explanada de las Termópilas no era tan grande como para extraviarse por mucho tiempo, así que Artemisia sospechaba que todos o casi todos habían muerto. Sumados a los dos cadáveres que acababa de ver, eran cincuenta bajas. Había perdido a uno de cada seis hombres. Un desastre sin paliativos. Si alguna vez había subestimado a los espartanos pensando que su fama superaba a sus cualidades bélicas, no volvería a cometer ese error.

Mientras subían por el sendero que llevaba al mirador de Jerjes, Jenófanes se empeñó en explicarle que a esas casi cincuenta bajas tendría que sumarle unas cuantas más.

—Mientras no se entra en combate, el peor enemigo del soldado es la disentería. Pero en cuanto hay batalla, la acompañan los otros dos miembros de la tríada mortífera: la gangrena y el tétanos. En los próximos días puedes perder todavía entre cinco y diez hombres más.

—He visto cuervos menos agoreros que tú, Jenófanes.

—Incluso tú podrías morir —respondió el médico, inmune al tono cáustico de Artemisia—. Aunque, por el aspecto del corte y el color de la sangre que ha brotado de él, creo que ni siquiera tendrás fiebre.

Los zapadores del ejército habían alisado una terraza en la ladera a fuerza de pico y pala. Allí se levantaba un estrado de madera, y sobre él, el sitial de Jerjes. El Gran Rey estaba flanqueado por el consabido sirviente de la toalla y otros dos criados con abanicos. Bajo el toldo púrpura lo acompañaban varios generales y oficiales, y un personaje flaco y calvo que observaba el campo de batalla a través de un largo tubo y le transmitía todo lo que veía. Artemisia había oído decir que aquel artefacto mágico, regalo personal de Mardonio a Jerjes, permitía ver de cerca lo que estaba lejos.

Fue Mardonio quien le salió al paso antes de que llegara al estrado. Le ofreció una jarra de plata llena de cerveza babilonia más o menos fresca y la apartó de allí.

—Cálmate —le dijo—. Vienes del campo de batalla y estás herida. Podrías decir cosas de las que luego te arrepentirías.

Era curioso, pensó Artemisia, pero con el tiempo había trabado cierta amistad con Mardonio, dentro de lo que el protocolo y las diferencias culturales les permitían a ambos. El general se dirigía a ella siempre con respeto, sin despreciarla por ser mujer, como hacían algunos, ni fingir que no lo era, el recurso de otros.

—Tienes tus razones para estar furiosa —le dijo ahora, sentándose a su lado en una piedra a la sombra de un tejo—. Pero estar demasiado cerca del sol tiene sus peligros. Uno puede quemarse.

—No te entiendo.

—Creo que sí me entiendes, Artemisia. A Jerjes le gusta cada vez menos que le lleven la contraria, aunque a veces sus amigos no tenemos más remedio que hacerlo. Ahora considera que ya estáis en paz por lo que le dijiste anoche.

Ha mandado a mis hombres al matadero sólo por contrariarme, ¿y estamos en paz?, pensó Artemisia. Pero otra cosa la inquietó más.

—¿Es que todo el mundo sabe lo que pasa en su alcoba?

—Todo el mundo no, pero yo sí. Desde que Jerjes y yo éramos jóvenes, uno de mis deberes ha sido saberlo todo para protegerlo mejor.

A Artemisia a veces se le olvidaba que el rey y Mardonio tenían la misma edad, porque la calva del general lo hacía parecer mayor.

—Saberlo todo, pero no verlo —añadió Mardonio.

Al menos, es un consuelo, pensó Artemisia. Ya le bastaba con mostrar su cuerpo desnudo a Jerjes, sus eunucos y su médico como para además enseñárselo a su general en jefe.

Desde la ladera se apreciaba mejor la forma de la explanada, un embudo cuyo estrechamiento apuntaba hacia la muralla defendida por los espartanos. Por ese embudo habían entrado ellos, para terminar picados como carne para salchichas.

Las hostilidades se habían reanudado, aunque ahora la táctica del rey había variado. Ya no intentaba perforar las líneas griegas con ataques frontales de infantería, sino que enviaba oleadas de jinetes persas y sacas. Éstos se acercaban a las posiciones de los defensores y, cuando estaban a unos veinte metros de ellos, les disparaban varias andanadas de flechas y volvían grupas.

—No parece que estén causando graves daños —dijo Artemisia.

—Es cierto. Pero mantendrán ocupados a los griegos hasta que oscurezca. Luego, esta noche, probaremos con otra maniobra.

Artemisia se volvió hacia él.

—Mitradates me ha dicho que Jerjes había recibido buenas noticias. ¿Tienen algo que ver con esa maniobra que dices?

—Eres sagaz, Artemisia. Esquines el eretrio ha llegado al amanecer con información muy interesante. —Mardonio esbozó una sonrisa—. Creo que es muy amigo tuyo.

—¿Qué te ha contado?

—Ha insinuado algo sobre Maratón. —Artemisia contuvo el aliento, pero Mardonio continuó—: No le he escuchado. No me interesa el pasado, Artemisia, sino el presente.

Un momento antes, Mardonio había afirmado que conocía todo lo que conocía Jerjes. Seguramente eso incluía las intrigas de Patikara en Maratón. Artemisia respiró algo más tranquila, ya que el general no parecía dar demasiada importancia a aquel asunto. Al fin y al cabo, pensó, ayudé a hundir a su enemigo Datis.

—Los griegos han tomado muchas precauciones para que no sepamos cuántos están en las Termópilas —prosiguió Mardonio—. Antes de que llegáramos, obligaron a evacuar la zona a todos sus habitantes y los trasladaron al sur.

—¿Y Efialtes?

—Efialtes llevaba un mes en Tesalia cuando lo encontramos. Conoce los pasos de estas montañas, pero ignora la cifra exacta de defensores.

—¿Y Esquines sí la conoce?

Mardonio asintió.

—No me extraña que Leónidas haya tomado precauciones para evitar que sepamos cuántos son. Nos estamos enfrentando a cinco mil hombres.

Artemisia dejó de parpadear un instante, sorprendida. Después dirigió la mirada al desfiladero. Cinco mil hombres podían ser los que estaba viendo desde allí, formados a ambos lados de la muralla y entre ésta y el mar. Todos habían sospechado que había muchos más soldados tras el recodo del camino, en el ensanchamiento que llevaba hasta la Tercera Puerta y en la villa de Alpeno, así como repartidos por las montañas.

—Es absurdo. ¿Cómo pretenden detener así a más de cien mil guerreros?

—Presupones demasiada inteligencia a los griegos, Artemisia. Pero se ve que vuestros parientes europeos son un poco obtusos.

—¿Cuántos de esos cinco mil soldados son espartanos? —preguntó Artemisia, que no podía sacarse de la cabeza la derrota que habían sufrido bajo sus lanzas.

—Leónidas ha traído tan sólo a trescientos.

¡Trescientos! Al ver las lambdas de los escudos a lo largo de toda la fila frontal, Artemisia pensó que todos los hoplitas que formaban detrás eran espartanos. Por lo visto, Leónidas había decidido arriesgar en la primera fila a sus mejores hombres para engañar a los atacantes.

—Los demás espartanos están fortificando la lengua de tierra que conduce al Peloponeso —dijo Mardonio—. Tiene un nombre que no recuerdo.

—¡El Istmo! Eso significa que han decidido abandonar Atenas a su suerte.

—Eso mismo fue lo que dijo Temístocles cuando llegó aquí y vio las ridículas fuerzas que habían mandado los espartanos. Esa coalición de estados griegos que han jurado resistir hasta la muerte se está rompiendo incluso antes de lo que esperaba.

A Artemisia aún se le aceleraba el pulso cuando oía el nombre de Temístocles. Al notar que se le arrebolaban las mejillas, se recordó a sí misma: No eres una adolescente. Eres la reina Artemisia.

—¿Cómo se ha enterado Esquines de todo eso?

Mardonio se permitió una leve sonrisa de suficiencia.

—Esquines no está tan bien informado como él cree. Lo único que ha hecho es traer el mensaje que le ha entregado mi agente.

—¿Tu agente?

—Tengo a alguien cerca de Temístocles. Muy cerca. Tanto que me llegan sus conversaciones literales, palabra por palabra. Al parecer, tu primo tiene problemas para imponer su autoridad. Sus propios compatriotas han decidido entregar el mando de la flota a un espartano. Me alegro de que así sea. Temístocles debe de ser el único hombre inteligente entre todos esos griegos.

Artemisia volvió a mirar al campo de batalla. Tras otra incursión infructuosa, la caballería se retiraba una vez más.

—El caso es que esos trescientos espartanos y sus aliados están demostrando que se bastan para contenemos a todos nosotros.

—De momento sí, porque su posición es muy sólida —repuso Mardonio—. Pero cualquier general inteligente comprendería que, aunque no hubiese aparecido Efialtes para enseñarnos su senda, tarde o temprano habríamos encontrado una ruta para rodear el desfiladero a campo traviesa. Comparadas con las montañas de nuestro país, éstas son guijarros.

—¿Es que ni siquiera han defendido la senda Anopea?

—Su insensatez no llega a tanto. Pero apenas han apostado mil hombres. Aunque suframos el triple de bajas que ellos, te aseguro que los expulsaremos de las alturas.

Artemisia comprendió.

—Y va a ser esta misma noche. Claro, hay luna llena…

—Al Gran Rey no le agrada demasiado actuar así, pero comprende que no hay otra forma. Mañana a estas horas, Leónidas se encontrará rodeado, y veremos si los espartanos saben maniobrar en dos frentes a la vez.

Artemisia se levantó de la piedra. Al hacerlo, se dio cuenta de que le dolía todo el cuerpo. Sus piernas eran maderos rígidos, y su hombro y su oreja dos pulsaciones tumefactas que a ratos se fundían en una sola.

—Si es así, tengo que hablar con Jerjes —dijo.

Cuando anocheció, seis batallones de Inmortales partieron desde Traquis y emprendieron la subida por la garganta del río Asopo. La luna brillaba sin halo en un firmamento despejado y su faz se reflejaba en las tranquilas aguas del golfo. Bajo su luz plateada, Artemisia y cien voluntarios escogidos marchaban con los persas. Levantando la mirada al cielo, pensó: Siempre me meto en líos cuando hay luna llena.

A mediodía, cuando se presentó ante Jerjes, éste le había dicho:

—Sé que has combatido con bravura, y que tus soldados han tenido que retirarte del campo de batalla a la fuerza. —El rey pronunció esas palabras con un levísimo énfasis—. Entiendo tu disgusto, Artemisia, pero, a veces, un soberano debe apartarse del combate por conseguir un bien mayor.

Cabrón vestido de púrpura, pensó ella, mientras el toallero real enjugaba la frente de Jerjes.

—Mi señor, ¿puedo preguntarte si estás satisfecho con tu bandaka?

—Plenamente, Artemisia.

—¿Te he servido bien durante todos estos años?

Una luz peligrosa había brillado en los ojos del rey, como si quisiera advertirle que no siguiera por ese camino. Pero la furia contenida infundía valor a Artemisia.

—Si es así, por primera y única vez, quisiera pedirte algo.

Jerjes levantó un poco el mentón, y la punta de su barba rizada señaló a Artemisia como una lanza.

—Tu favor está concedido de antemano, mi fiel Artemisia. Habla.

Así que ahora ella y sus cien hombres marchaban en vanguardia junto a Hidarnes. No llevaban antorchas. Para evitar los reflejos de la luna, habían tapado las puntas de las lanzas con capuchones de cuero y escondido los yelmos en la concavidad de los escudos que cargaban a la espalda. Todo iba envuelto en pieles o trapos para amortiguar el sonido. Incluso se habían tiznado los rostros y los brazos con ceniza para parecer más oscuros entre las sombras, de modo que todos ellos ofrecían un aspecto siniestro.

Avanzaban a duras penas entre piedras y raíces, por una vegetación cada vez más frondosa, de modo que la luz de la luna tampoco les servía de mucho. Efialtes caminaba junto a Hidarnes y Artemisia para guiarlos. Ella se fiaba más de los criados que acompañaban a Efialtes, pues eran cabreros que conocían bien esos andurriales y estaban tan familiarizados con esos senderos abruptos como los animales que apacentaban.

Los persas y los halicarnasios habían dormido unas cuantas horas antes de anochecer para estar más frescos, pero Artemisia no había conseguido pegar ojo. La derrota y la muerte de tantos buenos soldados la atormentaban. En Maratón también se habían visto obligados a huir, pero porque las líneas persas se habían desmoronado. Y en aquella retirada no sólo no habían sufrido demasiadas bajas, sino que ella incluso había matado a un enemigo que, según supo años más tarde, resultó ser un general.

En cambio, esa mañana, los espartanos habían jugado con ellos a placer y los habían humillado. Primero los habían mantenido a distancia, fingiendo combatir, y luego, tras la añagaza de la huida, los habían masacrado con la fría eficacia de matarifes profesionales. Artemisia sentía tales ansias de revancha que la sangre le hervía por dentro como si ella misma hubiera recibido un flechazo emponzoñado por el veneno de la Hidra. ¿O sería la fiebre de la que había hablado Jenófanes? Sus dedos rozaron una vez más el borde filoso de lo que le quedaba de oreja.

Si tengo que morir de tétanos, que sea después de vengarme de los espartanos.

Caminaron durante horas. Los cabreros se turnaban cada poco rato para adelantarse y verificar que no habían perdido la senda y, de paso, comprobar si había enemigos emboscados. Mientras, los soldados se detenían y se reagrupaban, y algunos de ellos daban cabezadas incluso de pie. Desplazar a tantos hombres por un terreno tan abrupto era una tarea muy complicada, y constantemente tenían que enviar enlaces de la vanguardia a la retaguardia y viceversa para que no se les extraviaran unidades. Marchaban en silencio, pues Hidarnes había amenazado con la ejecución inmediata a todo el que hablara sin autorización. Aun así, su avance a trompicones entre los árboles despertaba mil ruidos, y las alimañas nocturnas se espantaban a su paso.

Cuando se ocultó la luna faltaban todavía un par de horas para el amanecer. Hidarnes ordenó que los hombres se detuvieran allí donde estuviesen, estableciesen turnos para descansar un rato y aguardaran nuevas instrucciones.

En cuanto el cielo aclaró un poco, reemprendieron la marcha. Caminaban ahora por una vaguada entre dos picos rocosos que se recortaban oscuros contra el gris del alba. No había pasado mucho rato cuando, en una ladera que se levantaba más allá de un robledal, vieron unas luces tenues.

—Son rescoldos de hogueras —le dijo Palamedes a Artemisia.

Fijándose bien, alrededor de esas luces se advertían bultos negros que debían ser personas. Hidarnes ordenó a un grupo de arqueros que se adelantara. Aquellos hombres se internaron entre los robles. No llevaban blindaje ninguno y sus flexibles botas de piel apenas hacían ruido, de modo que se movían sigilosos como fantasmas. Halicarnasios y persas se reagruparon en columnas y desnudaron sus armas, preparados para entrar en acción.

Pasado un rato se oyeron ladridos y gritos de alarma. Con aquella media luz era difícil distinguir los contornos, pero Artemisia vislumbró sombras que trepaban por la ladera.

—¡Adelante! —ordenó Hidarnes.

Artemisia y sus hombres corrieron hacia el bosque, junto con la vanguardia de la columna persa. Cuando salieron del robledo y llegaron a la ladera en la que habían acampado los defensores del paso, sólo encontraron unos cuantos cadáveres acribillados a flechazos. Un buen número de enemigos se había retirado a la cima que se alzaba a la derecha, pero otros habían seguido por el camino, seguramente para dar la alerta a los espartanos.

—Da igual —dijo Efialtes—. A partir de aquí el sendero es más fácil. Es imposible que nos detengan ya.

Hidarnes se mostró de acuerdo, y ni siquiera se molestó en enviar soldados detrás de los defensores que habían escapado ladera arriba. Su única fijación, como la de Artemisia, era acabar con los espartanos.

Reemprendieron la marcha. El sol despuntaba ya al este. La senda empezó a descender en un suave declive y se curvó paulatinamente hacia el norte. Después de atravesar otro robledal y pasar entre dos elevaciones, vieron por fin el mar.

Artemisia oteó el panorama sin dejar de caminar. A unos tres kilómetros de allí, junto al agua, se distinguían los tejados pardos y rojos de Alpeno, aunque luego las curvas y accidentes del camino se los ocultaron de nuevo. Cuando volvieron a divisar la aldea ya estaban a poco más de un kilómetro, y pudieron ver que las tropas griegas se retiraban hacia el este siguiendo la línea de la costa. Podrían haber corrido para intentar alcanzarlos, pero llevaban cerca de quince horas marchando, no habían dormido y muchos de los hombres habían combatido la víspera o la antevíspera.

—Les han avisado —dijo Palamedes—. Llegamos demasiado tarde.

A Hidarnes no parecía importarle demasiado. Él tan sólo quería que el desfiladero quedara expedito, como le había encargado Jerjes. Curiosamente, Artemisia y sus hombres albergaban más ansias de venganza contra sus parientes dorios que los persas, haciendo bueno el proverbio de que la cuña de la misma madera es la que más duele.

Cuando llegaron a Alpeno, encontraron la villa prácticamente desierta, salvo por unos cuantos perros famélicos que los recibieron con ladridos. Una vez llegados al mar, Hidarnes dio orden de girar a la izquierda y penetrar en el desfiladero por la Tercera Puerta. Artemisia sospechaba que encontrarían la Segunda Puerta y el muro desiertos, o incluso ya en poder de Mardonio y sus hombres. El plan de Jerjes y su general consistía en atacar la posición espartana a media mañana, calculando que a esa hora Hidarnes y los Inmortales estarían llegando por la senda Anopea y sorprenderían a Leónidas por la espalda.

Pero, conforme se acercaban, el aire les trajo el familiar estrépito del combate, punteado por gritos y toques de trompeta. A pesar del cansancio, todos apretaron el paso. Cuando alcanzaron a ver el muro, descubrieron que no había nadie parapetado tras él. Los defensores que quedaban habían salido de la angostura para desplegarse en el llano y luchar contra los batallones persas. El combate había levantado ya una espesa polvareda que la brisa del golfo arrastraba hacia el Calídromo, pero, aun así, era fácil calcular que los enemigos no llegaban tan siquiera al millar.

—Aún tendremos nuestra oportunidad, Artemisia —dijo Palamedes—. ¿Qué te apuestas a que ahí están los trescientos espartanos?

—No me apuesto nada. Estoy segura de ello.

Hidarnes dio orden de detenerse para reorganizar sus tropas. Artemisia hizo lo propio con sus hombres y les ordenó que embrazaran escudos y calaran yelmos. Estaban a unos quinientos metros de aquel muro que la víspera, visto desde su lado occidental, parecía tan inalcanzable como las cumbres del Olimpo. Artemisia mandó a Cleofonte, su trompeta, que tocara la señal de cargar.

—¿Qué haces? —preguntó Hidarnes, sorprendido.

—No pienso apuñalar a los espartanos por la espalda. ¡Quiero que me vean venir! Si no quieres llegar tarde a la matanza, puedes seguirme.

Los griegos entonaron el peán y, pese al cansancio acumulado durante toda la noche, todavía hallaron fuerzas para marchar al paso ligero cargados con sus armas. Los Inmortales los siguieron cantando su propio himno y, como iban más libres de impedimenta, la vanguardia de su primer batallón no tardó en adelantarlos. Artemisia volvió la mirada un instante. Aquel ejército de infiltración formaba una larguísima columna cuyo final llegaba prácticamente hasta la Tercera Puerta del desfiladero.

Al verse atacados por la retaguardia, los enemigos que combatían en la explanada recularon poco a poco hacia la muralla. Habían dejado de formar filas y muchos no tenían ya escudo ni lanza. Mientras retrocedían, decenas de ellos se quedaban rezagados y caían heridos o muertos en el polvo. No llegaremos a tiempo, se maldijo Artemisia.

Los defensores rebasaron el muro, unos encaramándose a él, otros atravesando las puertas, que habían dejado abiertas, o cruzando por el pasillo que quedaba entre la pared y el mar. No podían quedar ya más de doscientos hoplitas. Los demás habían sido engullidos por la marea de persas que se abatía sobre la muralla. Pero en la mayoría de los escudos se veían las lambdas rojas de los espartanos.

Bravo por vosotros, los animó Artemisia a su pesar.

Una vez cruzado el muro, en lugar de dirigirse de frente contra Hidarnes y Artemisia, los hombres de Leónidas se volvieron tierra adentro, hacia una elevación sembrada de arbustos y con forma de túmulo. Eso va a ser. Vuestro túmulo, pensó Artemisia. Las tropas persas rebasaron a su vez la muralla y rodearon la colina. Algunos, los más intrépidos, empezaron a trepar por la ladera, pero sus oficiales les ordenaron que retrocedieran y aguardaran.

Jadeando, Artemisia llegó al pie del cerro, y se disponía a subirlo cuando Hidarnes la agarró del brazo.

—Si sigues, morirás con ellos. Ya no es momento de combatir a vuestra manera, sino de exterminarlos a la forma persa.

Al otro lado del cerro, Artemisia reconoció el caftán multicolor y la tiara de Mardonio, tan roja como su barba. El general, dotado de una voz tan potente como un heraldo, gritó en griego:

—¡Entregad las armas y el Gran Rey os mostrará su clemencia!

Un espartano le respondió:

—¡Ya os lo dijo Leónidas el otro día! ¡Venid a cogerlas!

Aunque los escudos lacedemonios apenas se distinguían entre sí, Artemisia estaba casi segura de que aquel oficial era el que se había enfrentado a ella el día anterior. Los demás hombres se habían apiñado a su alrededor y levantaban los broqueles. Casi ninguno conservaba la lanza, de modo que más que el célebre erizo de Arquíloco parecían una lastimosa tortuga.

A la orden de Mardonio, sus batallones y los Inmortales levantaron los arcos al cielo y empezaron a disparar a discreción. Las flechas partían en densas bandadas desde ambos lados, y al caer sobre los griegos se juntaban tanto que formaban una nube oscura, como un enjambre de insectos mortíferos. Entre los persas ya no se oían voces, sólo el crujir de la madera y el cuerno al tensarse y el restallido de las cuerdas de tripa al liberar esa tensión. Mientras, de la colina llegaban los gritos de los que caían y las maldiciones de los que llamaban cobardes a los persas por no atreverse a luchar cuerpo a cuerpo.

Cada vez quedaban menos defensores vivos, y los pocos que había formaban una piña replegados bajo sus broqueles. Pero ya ni éstos les valían para defenderse. Sobre ellos estaba cayendo un diluvio desproporcionado para tan pocos hombres, decenas de miles de flechas en cada andanada, y las saetas que no penetraban en los resquicios caían sobre grietas o abolladuras de los escudos y acababan haciéndolos pedazos.

Cuando ya sólo quedaban vivos diez o doce espartanos, el oficial se levantó, arrojó el escudo al suelo, señaló hacia Artemisia y gritó con voz tan potente que sus palabras le llegaron nítidas:

—¡Has traicionado a tu raza, ramera! ¡Pero ya han puesto precio a tu…!

Su frase quedó cortada por una flecha que se clavó en su garganta. Antes de que su cuerpo tocara el suelo, quince o veinte saetas más le atravesaron los brazos y las piernas.

—Me he fijado en él —dijo Palamedes—. Ahora mismo voy a subir a cortarle las pelotas y metérselas en la boca.

Artemisia tenía los ojos llenos de lágrimas que no podía contener. Mientras veía cómo los últimos espartanos caían sobre la cima de la colina, había dejado de odiarlos y volvía a admirarlos. Aún más que cuando era niña. Pues se daba cuenta de que todas las historias que le habían contado sobre el valor de los espartanos se quedaban cortas.

—No hagas eso —le dijo a su primo—. Respetaremos sus cuerpos. Esos malditos cabrones saben ser únicos hasta para morir.

Quien no parecía opinar lo mismo era Jerjes. Para sorpresa y disgusto de Artemisia, después de que el último espartano hubo muerto, se aseguró de que buscaran el cadáver de Leónidas. Al parecer, el rey había perecido en la explanada, al otro lado del muro. Pero sus hombres habían luchado con uñas y dientes en sentido literal —los muslos y los brazos de muchos persas daban fe de ello—, habían arrancado su cadáver de manos de los enemigos y cargado con él hasta la colina.

Cuando encontraron el cuerpo de Leónidas, debajo de sus hombres, Jerjes ordenó que lo decapitaran y clavaran su cabeza en una pica. Artemisia nunca consiguió averiguar la razón de tal ensañamiento, pero de algo sí estaba segura. Cada día veía un poco más pequeño al Gran Rey.