Babilonia, 20 de enero

Tras dos días encerrada en sus aposentos, Artemisia se sentía como una comadreja entre barrotes. Además, Pisindalis daba cada vez más guerra y, como no le dejaban salir y se aburría con las esclavas, se empeñaba en que su madre jugara con él y con su pequeño ejército de hoplitas de madera. A Artemisia le hacía tanta gracia seguir los juegos repetitivos de un niño de cinco años como ponerse a bordar cortinas o frotar túnicas sucias, así que había decidido olvidarse de los soldaditos de mentira y adiestrar a su hijo en la lucha para que se convirtiera en un guerrero de verdad. Lo malo era que ella no sabía hacer nada a medias, y cuando inmovilizaba a Pisindalis en el suelo, le estiraba el brazo y le plantaba el pie en la cara, le costaba mucho controlar su fuerza.

—Eres una bruta, mamá —le dijo el niño, frotándose la mejilla donde ella le había dejado la huella del pie—. Ya no quiero jugar a esto.

—No es un juego, Pisindalis. Pronto tendrás que gobernar a otros hombres, y debes estar preparado. Tienes que ser el mejor guerrero de todo Halicarnaso para que nadie te pueda vencer. —Artemisia doblaba el brazo y le enseñaba su bíceps, que aunque no abultaba demasiado estaba duro como una piedra—. ¿No quieres ponerte así de fuerte?

—De mayor voy a ser rey. ¿Para qué quiero estar fuerte? Artemisia resoplaba, frustrada. Era inútil explicarle a Pisindalis que gobernar consistía más en responsabilidades y deberes que en derechos y privilegios. Pensó que tal vez no era bueno nacer en el seno de una familia reinante. Su padre, Ligdamis, que había conquistado la tiranía con una banda de mercenarios, era un hombre duro y vigilante, sabedor de que en cualquier momento podía surgir alguien que le arrebatara el poder tal como él había hecho con otros. En cambio Sangodo, acostumbrado a que su hermano tomara las decisiones por él, había sido mucho más negligente y se había dedicado más a disfrutar de los placeres del poder que a ejercerlo con autoridad.

La misma Artemisia, nacida en un palacio, reconocía que de joven había sido una cría consentida. Por fortuna, su principal capricho era el de entrenar y combatir con los hombres. Así, casi por azar, como un juego, entre madrugones, marchas de cuarenta kilómetros al sol, largas cabalgatas, horas de sujetar pesadas armas de bronce y roble que no estaban diseñadas para los brazos de una mujer, tormentas lejos de la costa y pernoctadas al aire libre, había endurecido su cuerpo y adquirido la disciplina necesaria para gobernar.

—No me hace falta estar fuerte —se empeñó el niño—, porque cuando quiera matar a alguien, ordenaré a mis soldados que lo hagan.

A Artemisia le preocupaba además la facilidad con que Pisindalis usaba la expresión «matar» cada vez que algo le contrariaba, y escuchaba con inquietud los diálogos que mantenía con sus soldados cuando jugaba junto al balcón.

—Fidón —le decía a un hoplita pintado de rojo que había elegido como jefe de su reducida tropa—, te ordeno que le arranques a este rebelde las orejas y la lengua y se las des de comer a los cerdos. Y a este otro vas a quemarlo vivo.

Artemisia se preguntaba si era tan sólo la crueldad típica de los niños o si en el caso de Pisindalis se trataba de algo más oscuro que anidaba en el fondo de su alma. En realidad, no sabía qué pensar de su propio hijo, y no se sentía preparada para criarlo. Con gusto lo habría dejado en Halicarnaso con su abuela, pero Tique era ya muy mayor y estaba casi ciega. Artemisia no confiaba en que pudiera proteger a su hijo de extraños accidentes domésticos o envenenamientos, y no había tenido más remedio que traerlo consigo.

El nombre que le había puesto al niño, Pisindalis, era muy frecuente en la familia de Artemisia.

Así se llamaba su abuelo, que también lo era de Temístocles. Por supuesto, Artemisia ni se podía imaginar que Temístocles había elegido ese nombre como camuflaje para su viaje al corazón del Imperio Persa. Ahora, por un retorcido capricho del azar, padre e hijo coincidían en Babilonia con el mismo nombre sin saberlo, ni tan siquiera conocer qué relación los unía.

Porque Artemisia no tenía ninguna duda de quién era el padre. Cuando se acostaba con su esclavo Zósimo, del que no había vuelto a saber nada, y veía que estaba a punto de eyacular, le obligaba a apartarse de ella y derramar su simiente en el suelo. No había obrado así con Temístocles y, tres semanas después de aquella noche de sexo bajo la luna, había notado la primera falta. En cuanto se dio cuenta de lo que pasaba, Artemisia asaltó el lecho de Sangodo. Lo único que tuvo que hacer fue abrazarlo, anudarse a él con las piernas y moverse mucho, hasta que él, que estaba muy bebido, se mareó tanto que casi le vomitó encima. Luego dijo algo así como: «¿Lo hemos hecho?», y se puso muy contento cuando ella contestó que sí y le aseguró además que hacía mucho tiempo que no disfrutaba de un coito tan placentero. Al día siguiente, Sangodo tan sólo recordaba vagamente la supuesta cópula. Artemisia tuvo la astucia de recordársela nada más despertar, y estuvo melosa y solícita con él todo el día, hasta el punto de que su tío intentó repetir en vano esa noche lo que, en realidad, no había culminado ni siquiera la víspera.

Pero Artemisia había conseguido lo que quería. Cuando nueve meses después del desastre de Maratón nació el niño, Sangodo se alegró tanto de haber engendrado un heredero que lo celebró con una borrachera aún mayor de lo habitual. De resultas de los tres días de festejo sufrió una apoplejía que lo mantuvo los cinco años restantes de vida entre la cama y una silla con vistas al mar. Y Artemisia se convirtió de hecho en la soberana de Halicarnaso.

Nadie había puesto nunca en duda la paternidad del niño. Con sus ojos azules y sus piernas largas, se parecía más a Artemisia que a ningún otro miembro de la familia. Pero ella también veía algo de su verdadero padre en sus ademanes y en el óvalo de la cara, o al menos quería verlo. Al fin y al cabo, los rasgos de Temístocles no eran tan diferentes de los de Sangodo, sólo que éstos se habían ido descolgando como velas sin jarcias por culpa de la disipación y la bebida.

Al pensar en Temístocles, Artemisia volvió a recordar que lo había visto dos noches antes. No se podía sacar de la cabeza aquel encuentro. Era imposible. ¿Qué podía pintar Temístocles en Babilonia, tan lejos de su ciudad, en pleno corazón de un imperio cuyo soberano había decretado que Atenas debía ser destruida? Si quería espiar, ¿por qué no enviar a otra persona? Para ella también había sido un viaje larguísimo, de más de dos mil quinientos kilómetros, pero tenía un motivo: conseguir que Jerjes la confirmara como soberana vitalicia de Halicarnaso. Lo que Artemisia había hecho por Patikara debía obtener su recompensa. Estaba convencida de que el enmascarado había actuado en Maratón como agente de Darío. Ignoraba el motivo que pudiera tener para obrar de una forma tan extraña, revelando a los griegos los planes de Datis. Pero sospechaba que el Gran Rey trataba de evitar que Datis adquiriese demasiado prestigio y poder y pudiera sublevarse contra él, como habían hecho en el pasado otros generales y sátrapas.

Mas el problema era cómo mencionarle el nombre de Patikara al monarca actual, que tal vez no sabía nada de la maniobra de su padre, sin parecer una traidora. Le extrañaba mucho no haber vuelto a saber nada del enmascarado. En Susa había preguntado por él con la mayor discreción posible. Algunas personas lo recordaban de la campaña de Maratón, aunque nadie sabía dar cuenta de quién era exactamente. Otros sacaron a colación el nombre de Masistio, un oficial de la guarnición de Babilonia aficionado a lucir armadura dorada como él; aunque, añadían con cierta soma, no era tan feo como para tener que taparse la cara con una máscara. Lo cierto era que, después de Maratón, nadie había vuelto a saber nada de Patikara, aunque habían corrido todo tipo de relatos, pues los persas eran muy aficionados a las historias caballerescas y fantasiosas.

Al menos, lujos no le faltaban en sus aposentos. La cocina babilonia tenía justa fama, y los esclavos le traían bandejas con todo tipo de manjares que ella compartía con su hijo, a quien la mayoría de los sabores exóticos le hacían arrugar la boca. Aquella misma noche, furiosa por el encierro, Artemisia le había dado un bofetón. Había sido a destiempo, y lo sabía. ¡Mierda, prefería dar órdenes a sus guerreros que a ese dichoso crío! Por lo menos, podía entender la manera de pensar de los soldados, pero los melindres de su hijo la sacaban de quicio.

En cuanto crezca un poco más, voy a ponerlo en manos de Fidón, se dijo. Él lo espabilará.

Si regresaba a Halicarnaso, claro. Porque cada vez sospechaba más que iba a correr el destino de esos suplicantes que aguardaban años y años a las puertas del Gran Rey, sufriendo los caprichos del visir a quien nadie se podía saltar.

La noche cayó mientras Artemisia rumiaba pensamientos lóbregos asomada a la celosía que daba a los jardines colgantes del patio. Humusi, la esclava babilonia, se acercó a ella y le dijo que habían venido a traerle un recado, aunque Artemisia no había oído que nadie llamara a la puerta.

—Vendrán a buscarte en una hora, señora. Alguien quiere verte.

—¿Quién?

—No me lo han dicho, señora. Pero —añadió en tono misterioso—, debe de ser alguien muy importante. Yo creo que de la familia real.

Amestris otra vez, pensó. Hizo que sus criadas la bañaran en la gran tina de ladrillos esmaltados que había junto a la alcoba, y para que la reina se diera cuenta de que no todas las mujeres griegas eran unas bárbaras, hizo que le masajearan el cuerpo con una generosa dosis de aceite de mirra y perfume de violetas. Después se puso su mejor túnica, un quitón de color azafrán bordado con flores y ruiseñores, y un elegante manto azul.

Para cuando hubo terminado, en la puerta de sus aposentos la aguardaban un esclavo de palacio y dos soldados. A Artemisia le dio un vuelco el corazón al darse cuenta de que eran hombres de la guardia real de Jerjes. Se los distinguía de los demás miembros de la Spada por los ricos bordados de sus túnicas y, sobre todo, por sus lanzas, provistas de manzanas de oro en la contera.

—Noble señora —le dijo el esclavo, en griego—. Te ruego que me acompañes, por favor.

Caminando con los soldados a su espalda, Artemisia no las tenía todas consigo. Se habría sentido mucho más segura ataviada de hoplita, pero, al menos, llevaba el pasador atravesado en el pelo. No era el mismo que le había servido en Maratón para eliminar al enviado de Patikara, ya que aquél lo había tirado al mar, sino otro aún más largo y aguzado.

El paseo fue breve. No hicieron más que bajar una escalera y atravesar un pasillo, y después aparecieron en el patio que se veía desde su ventana. La luna era llena y acababa de asomar sobre las paredes del patio. Por alguna razón, Artemisia se acordó de otra noche parecida a las orillas del Egeo. Allí se escuchaba el rumor de las olas, y aquí el de las pequeñas cascadas que se precipitaban por las paredes del zigurat de jardines.

El esclavo le indicó una escalera que subía a la primera terraza.

—Te espera arriba del todo —le dijo—. Debes ir sola.

¿Quién?, se preguntó Artemisia. Estaba cada vez más escamada por ese encuentro secreto. En aquella otra noche de plenilunio era ella quien controlaba la situación, pero ahora iba a ciegas. No creía que nadie quisiera matarla allí, en Babilonia, pues por muy intrigantes que fueran en la corte real, Artemisia no tenía ningún poder ni influencia en ella. Pero recordó lo sucedido en Maratón y cuánto se parecía a una traición. ¿Había llegado el momento de pagar por ella? Artemisia suspiró.

Tenía mucha práctica sacando el punzón de su moño. Si era necesario, se lo clavaría en su propio corazón.

Subió a solas por la escalera y atravesó un pequeño sendero pavimentado con piedras de colores que recorría la primera terraza, entre árboles frutales y plantas exóticas de hojas enormes que se abrían como abanicos. Los aromas eran tantos que confundían sus sentidos, pues incluso las antorchas olían a resinas y gomas balsámicas. El sendero la llevó a otra escalera y a un segundo camino empedrado que rodeaba en círculo la terraza. Así fue subiendo, tan nerviosa que apenas era capaz de disfrutar de la belleza de aquellos jardines.

Cuando llegó a la cuarta terraza, vio que el quinto y último nivel del zigurat formaba una especie de templete rodeado por arcos. Bajo uno de ellos se veía luz, y allí terminaba el sendero empedrado.

Artemisia suspiró, se retocó los cabellos para aflojar un poco el pasador y cruzó bajo el arco.

Pasó a un pequeño vestíbulo con suelo de mármol, rodeado por jardineras en las que crecían flores de vivos colores. A su izquierda había una celosía entreabierta. Artemisia se acercó y la empujó.

Al otro lado había una pequeña estancia. Artemisia contuvo el aliento al darse cuenta de que era un dormitorio. Un dosel de cedro con visillos anaranjados cubría una cama muy alta, llena de almohadones y tapada con un brillante cobertor de hilos dorados. Junto al lecho se veía un velador con una jarra, varias copas y una bandeja con dátiles, higos y uvas pasas. Unos pebeteros caldeaban y perfumaban a la vez la estancia, y unas lámparas de aceite creaban juegos de sombras en las paredes, que eran de madera taraceada con incrustaciones de nácar y piedras brillantes.

Todo eso lo observó de un vistazo, cuando su mirada barrió la alcoba buscando posibles amenazas. Un hombre la esperaba allí. Era un joven muy bello, con el rostro maquillado, el cabello largo y negro y los rasgos lampiños de un eunuco. Sin decir nada, el joven le hizo una seña para que se acercara a él. Artemisia, conteniendo el aliento, lo hizo.

El eunuco puso las manos en los hombros de Artemisia e hizo que se girara. Estaba tan cerca de ella que pudo oler su perfume de nardos y también su sudor. No era tan salado como el de la mayoría de los hombres, sino más suave y algo dulce. Lo primero que hizo el eunuco fue quitarle el pasador del pelo. Tal vez lo había hecho por soltarle la cabellera, pero Artemisia tuvo la impresión de que obraba de forma muy consciente, sabedor de que con ese gesto la desarmaba.

¿Qué está pasando aquí? ¿Voy a tener que fornicar con un eunuco? El joven era muy hermoso, sin duda. Artemisia había oído que a ciertos eunucos no los emasculaban del todo, sino que sólo les cortaban los testículos de manera que no podían tener hijos, pero sí dar placer a las mujeres.

La celosía se abrió y apareció otro eunuco, tan joven y hermoso como el primero. Pero detrás de él entró otro hombre de presencia mucho más imponente. Era muy alto, más de un metro ochenta y cinco, y tenía una barba larga y rizada a escalas que le recordó a Artemisia las cascadas que bajaban por las terrazas de los jardines. Vestía una casaca púrpura, bordada con festones azules y blancos.

Artemisia comprendió de repente. Nadie la había preparado para ese momento que tanto esperaba. Pero había oído lo que se hacía delante del Gran Rey, así que se inclinó hasta rozar con la rodilla derecha la moqueta roja que cubría el suelo y bajó la mirada.

—Levanta —le susurró el eunuco al oído.

Artemisia se enderezó. No había visto nunca a Jerjes, ni siquiera en la cabalgata de entrada a Babilonia, pero estaba segura de que era él. Había algo a su alrededor que electrizaba el aire, un aura de poder que sólo emanan los dioses. El Gran Rey la miraba casi sin parpadear. Sus ojos eran grandes y oscuros, como los de su hija Ratashah, y con las rayas de antimonio que los perfilaban parecían aún más negros. Por debajo de aquella barba tan majestuosa era un hombre muy guapo, con la nariz larga y algo aguileña, los pómulos altos y la frente amplia. Artemisia había oído que no se debía mirar directamente al Gran Rey, pero no se le ocurría qué otra cosa podía hacer en esa situación.

Sin decir nada, Jerjes levantó ligeramente los brazos, y el eunuco que lo acompañaba le desató la faja de seda que ceñía su caftán. Lo hizo con ademanes fluidos, rodeando a su señor sin apenas tocarlo, y luego dobló la faja con tres diestros movimientos y la depositó sobre un arcón de madera junto a la celosía.

Artemisia contuvo el aliento. El eunuco que la atendía a ella le había puesto las manos sobre los hombros para retirarle el manto. Jamás había tenido más miedo en su vida, ni cuando los atenienses embistieron contra ellos en Maratón entonando el salvaje peán. Respiraba en pequeñas bocanadas, tratando de no hacer ruido, pues cualquier gesto de más se le antojaba un sacrilegio. El criado del rey había despojado ya a Jerjes de la casaca. Debajo llevaba una túnica blanca cerrada por una larga hilera de botones de oro. El eunuco los fue desabrochando con rapidez, pero sin dar sensación de apresuramiento. Lo que más asustaba y fascinaba a Artemisia era que Jerjes apenas se movía.

Mientras el segundo eunuco desnudaba el torso del rey, el primero soltaba los broches que cerraban el quitón de Artemisia. Cuando la túnica resbaló al suelo y sintió su suave roce desde los hombros hasta los tobillos, Artemisia encogió el estómago. Quería taparse los pechos, darse la vuelta, hacer algo, pero no se atrevía casi ni a respirar.

El eunuco empezó a desatarle el perizoma. Al hacerlo, tuvo que introducir sus dedos entre la tela y la carne, y le rozó las caderas y las nalgas. Era un contacto suave, casi femenino, discreto pero no tímido. A Artemisia se le erizó la piel de los brazos y la espalda. Aunque no se atrevía a mirarse a sí misma, porque tenía los ojos clavados en Jerjes, notó cómo los pezones se le endurecían. El criado le retiró por fin el perizoma y ella quedó desnuda en el mismo momento en que los pantalones de Jerjes caían al suelo. Sólo entonces el monarca se movió, levantando primero un pie y luego el otro, y salió de su propia ropa como si brotara del mar. Jerjes, Rey de Reyes, estaba ante ella tal como había venido al mundo, cuando Artemisia había oído que los persas no se desnudaban nunca delante de otras personas, ni siquiera en el lecho.

Jerjes era majestuoso incluso sin ropa. Su cuerpo estaba depilado, salvo en el pubis, y no se advertía en él cicatriz alguna. Tenía los músculos de una estatua, separados por nítidas líneas rectas, y unos hombros cuadrados en los que se marcaban las anchas clavículas.

El Gran Rey dio un paso hacia Artemisia, y luego otro. Al verlo avanzar, a ella se le antojó un kouros, una de esas grandes esculturas de piedra que representaban a jóvenes semidioses desnudos con los brazos pegados a los costados. Pero la leve sonrisa que iluminaba los rostros de los kouroi estaba ausente del rostro de Jerjes. Sus movimientos eran rígidos y a la vez naturales, y Artemisia pensó que si las montañas caminaran, lo harían así.

Jerjes se detuvo junto al lecho, a poco más de dos pasos de Artemisia. Era tan alto que los ojos de ella le quedaban a la altura de los pectorales. El silencio era cada vez más espeso e innatural.

Jamás en su vida se había sentido tan desnuda.

El primer eunuco apartó el visillo del lecho y tomó de la mano a Artemisia para llevarla a él. El joven la hizo sentarse y luego, con delicadeza, le levantó las piernas para ponerlas en la cama, le giró el cuerpo y, casi sin ejercer fuerza, la tumbó y le entreabrió los muslos. Después se retiró junto al otro eunuco. Ambos se quedaron junto a la puerta, mientras Artemisia se sentía como una oveja tendida en el altar y esperando el hacha del sacerdote.

Jerjes subió a la cama y se puso sobre Artemisia sin tocarla, sosteniéndose a pulso sobre las manos. Ella comprobó con un estremecimiento que el Gran Rey ya estaba preparado, y se preguntó si pensaba penetrarla así, sin más preámbulos. Aquel cuerpo descendió sobre ella, grande y broncíneo, como Urano debió bajar al principio de los tiempos para cubrir a su esposa Gea.

Artemisia vio los brazos del rey a ambos lados de su cabeza, sus músculos palpitando ligeramente al cargar su peso. ¿Acaso no pensaba tocarla? Le llegó el perfume del rey. Él sí olía a sal, y también a un aceite impregnado de un aroma frutal que a Artemisia le resultó extrañamente infantil. Pero lo que se acercaba a sus muslos no era nada infantil. Apretó los dientes, preparándose para el dolor.

Por culpa del miedo, no se había dado cuenta de que su cuerpo ya había respondido por ella.

Estaba húmeda, mucho más de lo que se imaginaba, y cuando el Gran Rey entró en su cuerpo, su miembro se deslizó con la facilidad con que el espolón de la Calisto hendía las olas.

Fue un acto extraño, preñado de raras sensaciones que Artemisia nunca había experimentado.

Por encima de los hombros del rey veía el dosel y los visillos, las luces que se reflejaban bailando en la pedrería de las paredes como espíritus juguetones, y también los rostros de los eunucos, que seguían junto a la puerta sin perder ripio de lo que pasaba en la cama. Artemisia seguía inmóvil, con los brazos pegados a los costados y los muslos abiertos mientras ese cuerpo de roca se movía sobre el suyo. No se atrevía a tocarlo, por temor a profanar algo. ¿Y si le caía un rayo del cielo, como le ocurrió a la infortunada Sémele cuando yació con Zeus? Su cuerpo se rozaba con el de Jerjes sólo donde el movimiento lo hacía inevitable, de tal modo que todas sus sensaciones se concentraban en el vientre. En cierto modo, no había tenido un amante peor ni más desatento en su vida. Y, sin embargo, de pronto le subió un intenso calor por dentro y comprendió lo que le iba a pasar. Quiso detenerlo, pero era inevitable. Su vientre y sus glúteos se contrajeron a la vez, y luego su estómago, en oleadas de placer que eran casi dolorosas. Al aguantar la respiración para no emitir ningún ruido se le aceleraron aún más los latidos del corazón, se sintió asfixiar y, al final, no pudo evitar que se le escapara un gemido ahogado. Pensó que había quebrantado algún protocolo y que la iban a matar por ello; pero no debía ser así, porque los dos eunucos sonrieron mientras cuchicheaban entre ellos.

En el mismo momento en que Artemisia se esforzaba por no gritar, Temístocles intentaba también reprimir sus gritos con menos fortuna.

La noche anterior lo habían traído al palacio de Nabucodonosor, aunque entraron por una poterna lateral que desembocaba en el primer patio. Le habían hecho bajar a las bodegas del edificio, y después descendieron por otras escaleras más angostas y resbaladizas hasta llegar a unas mazmorras excavadas ya en la roca viva. Lo encerraron en una celda a solas, mientras que a Sicino se lo llevaban a otra. Era una estancia fría, de paredes y suelo desnudos, sin tan siquiera una estera de esparto para tumbarse. Había un agujero hediondo en un rincón que hacía las veces de letrina, y nada más.

Allí pasó toda esa noche y también el día siguiente, aunque como no había luz alguna que le sirviera de referencia, pues la puerta ni siquiera tenía una rejilla y no le trajeron alimento ni bebida, perdió la noción del tiempo. Cuando vinieron a buscarlo de nuevo, acababa de anochecer, pero él lo ignoraba y creía que era, como mucho, mediodía.

Sin salir de las mazmorras, lo llevaron a otra sala alumbrada con hachones, más grande y alargada que el calabozo donde lo habían tenido encerrado. Gracias a las llamas no hacía tanto frío, aunque el olor a humedad rancia y a sangre de res destazada le dio mala espina. Había tres mesas de madera. Dos de ellas tenían grilletes y abrazaderas remachadas sobre las tablas, y en la tercera se veían diversas herramientas de bronce y de hierro: leznas, tenazas, mazos, clavos y hierros retorcidos. Junto a una de las paredes montaban guardia cuatro lanceros. En el centro de la sala había dos esclavos babilonios vestidos con faldas de esparto que les llegaban hasta los pies y dejaban al descubierto sus torsos mantecosos. A uno de ellos le faltaban la nariz y las orejas y tenía el cráneo y la barba afeitados, lo que hacía parecer su cabeza una siniestra y gordezuela calavera.

Sicino estaba allí también, sentado en un taburete y cargado de cadenas. Era evidente que el tamaño y la corpulencia de su esclavo amedrentaban a sus captores. Con Temístocles no se habían molestado en tomar tantas precauciones.

Poco después entró un hombre que vestía un caftán turquesa y llevaba un sable atravesado en el fajín amarillo. Temístocles lo había visto desfilar al frente de mil jinetes el día en que las tropas de Jerjes entraron en Babilonia. El esclavo de Izacar le había dicho que se trataba de Mardonio, el primero entre los generales de Jerjes. Debía tener unos treinta y cinco años, era un hombre corpulento y de mediana estatura, y llevaba el cráneo rasurado, bien fuera porque se le caía el pelo o por capricho personal. Tenía la barba rizada y teñida de rojo. Debía habérsela untado con algún tipo de grasa que la mantenía tan rígida como si estuviera esculpida en piedra.

Por un lado, le preocupó que hubiera acudido a interrogarle un personaje tan elevado como Mardonio. Por otro, le tranquilizaba algo comprobar que los persas le concedían cierta importancia.

El mayor temor que lo había atormentado durante su encierro en la celda era pensar que se olvidaran de él y lo dejaran morir allí de hambre y sed, o que le taparan la cabeza con una capucha, lo estrangularan con un dogal y después lo enterraran en una zanja o lo arrojaran al río. No le daba miedo morir, pero sí hacerlo de forma anónima y desaparecer del mundo a oscuras, sin dejar huella, como si nunca hubiera existido.

—¿Quién eres? —le preguntó Mardonio por medio del intérprete que lo acompañaba.

—Entiendo el griego, pero no es mi idioma —respondió Temístocles en arameo—. Me llamo Pisindalis y soy de Caria, señor.

—Me han dicho que ése no es tu nombre —dijo Mardonio, recurriendo él también al arameo. Lo hablaba con un acento muy fuerte y omitía la mitad de los ásperos sonidos laringales propios de esa lengua—. Me han dicho que te llamas Temístocles y que eres ateniense.

—No sé quién te ha podido contar eso, señor, pero está confundido. Mi nombre es Pisindalis, y nunca he estado en Atenas. —Temístocles quebró la voz para parecer aún más asustado de lo que estaba—. Soy un humilde vinatero que ha venido a Babilonia a vender unas ánforas de vino de Lesbos.

Mardonio le escuchó sin decir nada, con las manos entrelazadas tras la espalda. Después se apartó de él, se acercó a Sicino y le tiró de la barbilla hacia abajo para verle mejor la cara a la luz de un hachón.

—Yo te conozco —dijo Mardonio, ahora en persa—. Recuerdo esa cicatriz. Fue… Fue en la campaña de Tracia, hace mucho tiempo. ¿Cómo te llamas?

Sicino miró un instante a Temístocles, como diciendo: No tengo más remedio.

—Mitranes, hijo de Bagabigna, señor.

—Recuerdo que te había caído un rayo, y fuiste el único que se salvó de tu pelotón. Después te destiné a la flota. Pensaba que habías muerto con los demás.

—Estuve a punto de ahogarme, señor —dijo Sicino, y añadió de forma más bien superflua—: Pero no me ahogué.

—¿Qué haces acompañando a ese hombre, Mitranes? ¿Por qué ya no vistes como un persa? La nuez de Sicino se movió arriba y abajo, tragando saliva. Se acabó, pensó Temístocles.

Mientras pensaran que era cario y que se trataba de un malentendido, todavía albergaba esperanzas de salir vivo de aquel lugar. Pero en cuanto Sicino abriera la boca y revelara su identidad, estaba perdido.

—He jurado por Ahuramazda no decirlo, señor. No puedo faltar a la palabra que le di a Mitra si no quiero sufrir la perdición eterna.

Mardonio se quedó mirando el cordel que ceñía la túnica de Sicino con tres vueltas, y tocó sus nudos con los dedos.

—Veo que llevas el kusti. ¿Eres un verdadero Mazdayasna?

—Intento serlo, señor. Cuando llegue al puente de Chinvat, no quiero caer al infierno por culpa de las mentiras.

Mardonio se volvió hacia los lanceros.

—Llevaos a este hombre de aquí y quitadle las cadenas. Es hijo de un persa valiente y noble y un fiel seguidor del Sabio Señor. Éste no es lugar para él. Ya iré a verlo luego.

Dos de los soldados escoltaron a Sicino fuera de la sala. El esclavo, antes de irse, dirigió una última mirada a Temístocles. Tenía los ojos empañados.

—Suerte, señor —le dijo.

Cree que no va a volver a verme. Y puede que no le falte razón.

Pensó con tristeza en cómo mudaban las costumbres y situaciones según el país. Muchos años atrás, cuando denunciaron a Temístocles por el asunto de las minas, los verdugos habían torturado a su esclavo Grilo y no a él para arrancarle la verdad, puesto que como ciudadano ateniense no se le podía someter a tormento. Pero aquí, en el corazón del imperio, era su siervo Sicino quien tenía privilegios de ciudadano, mientras que la vida y la persona de Temístocles no valían nada.

—Bien, Temístocles —dijo Mardonio, volviendo al arameo—. Quiero que me digas ahora el verdadero motivo por el que has venido a Babilonia.

—Ojalá pudiera decírtelo, gran señor. Nada me gustaría más que complacerte. Pero no sé quién es ese hombre del que me hablas. ¡Ni siquiera sé pronunciar su nombre!

—Como tú quieras.

Los dos babilonios rasgaron la túnica de Temístocles por los hombros y se la arremangaron sobre la cintura. Al menos, pensó, el puritanismo persa le evitaba la humillación de que lo azotaran en las nalgas como en la escuela de Fénix.

En lugar de una sola vara, aquellos verdugos utilizaban varias, anudadas en un manojo muy prieto, y pegaban con mucha más saña y contundencia que el viejo maestro. El dolor fue molesto en el primer azote, terrible en el segundo e insoportable a partir del quinto. Temístocles apretaba los dientes y gruñía cada vez que recibía un golpe, pero consiguió no gritar. Mientras lo fustigaban, Mardonio se sentó delante de él, estudiando sus gestos sin alterar él mismo el ademán. No daba la impresión de que le molestase ver cómo martirizaban a otro hombre, pero tampoco que le causara placer. Pasado un rato, levantó la mano y los esclavos dejaron de golpear.

—¿A qué has venido aquí, ateniense? —volvió a preguntar.

—No soy ateniense, señor, ya te lo he dicho —contestó Temístocles. La espalda le ardía, y cada vez le costaba menos fingir un hilo de voz—. Me llamo Pisindalis.

Mardonio hizo un gesto con la barbilla y los verdugos volvieron a aplicarse. Los golpes en los hombros y la espalda eran muy dolorosos, pero aún resultaba peor cuando los haces de varas flagelaban sus riñones. Le dieron una tanda de veinte azotes, que Temístocles contó uno a uno con roncos gruñidos. Después, Mardonio insistió.

—Si pretendieras algo en nombre de tu ciudad, habríais enviado una petición de embajada. No creo que trames nada honrado en Babilonia, ateniense. ¿De qué se trata?

—Te digo que no soy ateniense, señor. Soy de Halicarnaso. ¡Tienes que creerme! ¿Por qué dios quieres que te lo jure?

—El juramento de un griego me vale tanto como una copa de vino mezclada con meados de burra.

Mardonio hizo una señal al desnarigado y le susurró algo al oído. El verdugo asintió. Entre él y su compañero sentaron a Temístocles en una silla y le aherrojaron ambos brazos a los grilletes que había en la mesa. El desnarigado cogió unas tenazas mientras el otro agarraba la mano de Temístocles, estrujándola con fuerza para que no pudiera moverla. Al ver que las tenazas se acercaban a su dedo corazón, Temístocles miró a la cara del desnarigado, pensando que si clavaba los ojos en él tal vez le haría más difícil su trabajo. Pero el verdugo le sonrió y dijo algo que sonó como el gorgoteo de una alcantarilla, y Temístocles se dio cuenta de que tampoco tenía lengua.

Después, cerró las tenazas sobre su uña, dio un tirón salvaje y la arrancó de cuajo.

Fue entonces cuando Temístocles empezó a gritar de verdad.

—Halicarnaso es tuya, Artemisia. El sátrapa de Jonia ha recibido órdenes. Cuando llegues a tu ciudad, los nobles que disputaban contigo ya no te molestarán más.

Artemisia comprendió que, para cuando ella regresara, esos nobles ya no estarían vivos. Pensó que ésa era una de las ventajas de compartir el lecho con un dios.

—Gracias, mi señor.

Jerjes estaba sentado en la cama, apoyado en dos gruesos almohadones, con las piernas estiradas y tapado hasta la cintura con el cobertor. Ella se mantenía un poco apartada, con las rodillas encogidas y abrazada a un cojín. El rey hizo un gesto a los eunucos y señaló hacia la mesita. Uno de ellos, el que había desnudado a Artemisia, sirvió vino en las dos copas de oro. Pero antes de entregárselo al rey, él mismo probó un buen trago. Los reyes Aqueménidas eran muy cautelosos con todo lo que bebían. Cuando Artemisia visitó a Amestris en el palacio de Susa, en el patio le habían enseñado una gran piedra plana cubierta de manchas de sangre. El criado que la guiaba le explicó que cuando alguien cometía un envenenamiento en la corte o se sospechaba que lo había intentado, le hacían colocar la cabeza allí, apoyaban encima otra gran losa y sobre ésta iban cargando piedras más pequeñas hasta que los huesos del cráneo no podían resistir más el peso y la cabeza reventaba como un melón maduro.

El eunuco le tendió la copa a Jerjes. Luego le ofreció otra a Artemisia, un precioso ritón de oro que representaba un grifo de corvo pico y ojos de rubí, pegado a un vaso en forma de campana. Tras admirar la pieza, Artemisia probó el vino. Era muy dulce, casi arrope, y olía un poco a canela, pero le gustó.

Jerjes hizo otro gesto a los eunucos, que abandonaron la alcoba. A Artemisia le sorprendió. Al parecer, resultaba indiscreto que los criados escucharan la conversación, pero no que contemplaran las nalgas desnudas de su rey mientras éste las apretaba para empujar entre los muslos de una mujer. Aquel pensamiento casi la hizo soltar una carcajada, pero se contuvo. Según la habían instruido, una de las cosas prohibidas por el protocolo áulico era reír delante del Gran Rey, así como estornudar.

—Ese vino lo reservo para mis amigos —dijo Jerjes cuando se quedaron a solas.

Había usado el término persa bandaka, que indicaba un lazo de amistad y vasallaje a la vez.

Artemisia comprendió lo que sus palabras implicaban.

—Es un honor para mí, majestad —dijo—. Te serviré con mi brazo y con mi corazón.

—Pronto cruzaré el mar para someter Grecia. Los templos de Atenas arderán y las afrentas quedarán vengadas. Cuando llegue el momento, vendrás conmigo. ¿Harás lo que te pida? Artemisia se quedó tan turbada al oír estas palabras que tuvo que llevarse la copa a la boca para ocultar sus labios y su mirada. Habían pasado más de seis años, pero recordó unas palabras casi iguales pronunciadas detrás de una máscara de oro.

«Cuando llegue el momento, harás algo por mí. Correrás peligro, pero la recompensa será grande, Artemisia. Muy grande. ¿Harás lo que te pida?».

Sí, la voz era la misma, aunque ahora no sonara amortiguada por la máscara. La estatura y el porte se correspondían, y también el tono inconfundible de quien había nacido en el seno de una familia infinitamente más poderosa que la de Artemisia y estaba acostumbrado a que, sin necesidad de dar órdenes, cada una de sus frases se convirtiera en un hecho cumplido.

¿Habría repetido a propósito aquellas palabras para revelar a Artemisia quién era, o se le habían escapado accidentalmente? ¿Quería Jerjes que ella conociera la identidad de Patikara, o no? Artemisia intuyó que jamás hablarían de ello, y que si se lo mencionaba a alguien, su vida valdría menos que cualquiera de las borlas púrpura que festoneaban los almohadones del lecho.

—Lo haré, señor —dijo, apartando la copa y mirando al rey.

Él vació su ritón de un trago y lo dejó caer al lado de la cama, sobre la alfombra. Artemisia comprendió que debía hacer lo mismo. Luego, Jerjes apartó la sábana de seda y tiró de Artemisia hasta sentarla encima de su regazo. Su miembro volvía a estar rampante. O tal vez no había dejado de estarlo. El rey se había apartado sin derramar su simiente, como si de momento se hubiese conformado con el orgasmo de Artemisia.

Pero ya no parecía bastarle. Cuando ella quiso darse cuenta, ya lo tenía dentro otra vez. Ahora estaban de frente, con los rostros algo separados, pero Jerjes tenía los brazos tan largos que sin necesidad de pegarse más a ella podía aferrarla por los glúteos. Empezó a moverla en un suave vaivén y, para su sorpresa, le preguntó:

—¿Son veloces tus barcos, Artemisia? Ella no acostumbraba hablar en tales circunstancias, pero todo lo que le estaba sucediendo aquella noche era tan extravagante y onírico como una alucinación contemplada a través de las brumas de la isla de los sueños. Ya nada la sorprendía.

—Oh, sí, mi señor. Sobre todo mi nave capitana. La Calisto es un trirreme con más… —Artemisia titubeó, buscando en su memoria la palabra persa para «eslora», y al no encontrarla decidió simplificar—. Es más larga que otras naves griegas, y tiene doscientos veinte remeros.

—Soy un ario y un Aqueménida, un hombre del altiplano más acostumbrado a cabalgar por la estepa que a surcar las olas. Háblame de la guerra en el mar.

Artemisia hizo lo que pudo por explicarse. O bien ella ignoraba los términos iranios para la mayoría de los objetos y tácticas relacionados con los barcos, o simplemente no existían. Lo segundo no la habría extrañado puesto que, como acababa de reconocer Jerjes, los persas eran hombres de tierra adentro. Tuvo que utilizar muchas palabras griegas, aunque comprobó que él conocía mejor esa lengua de lo que aparentaba.

Le habló de la maniobra del periplous, en la que una flota más numerosa flanqueaba a la otra como si se tratara de un ejército de infantería y usaba su superioridad para derrotarla. También del diekplous, una especialidad de los fenicios, que se lanzaban en columna contra la escuadra enemiga para atravesarla, sembrar el desorden en ella y luego atacarla a la vez por popa y por proa. También le dijo que había dos formas básicas de combatir en el mar. Una, la más tradicional, consistía en acercarse al barco enemigo, arrojarle garfios, abarloarse a él y luego saltar al abordaje y luchar sobre su cubierta como si se tratara de una batalla campal. La otra, que exigía más habilidad marinera, se basaba en embestir de frente contra el costado o la popa del adversario, clavarle el espolón de bronce de proa para abrir en su casco una vía de agua y luego remar hacia atrás para retirarse. De ese modo, el trirreme enemigo quedaba inutilizado y, aunque no llegaba a hundirse, porque normalmente estaba construido en maderas ligeras de abeto o de cedro, sus bodegas se inundaban y los tripulantes y remeros que no se ahogaban quedaban flotando agarrados al pecio y a merced de las lanzas y flechas de los atacantes.

Mientras Artemisia le explicaba todo eso, Jerjes seguía moviéndola sobre sus muslos. Sus dedos le recorrían la espalda, los hombros y las nalgas, a veces acariciándola y a veces clavándose en sus músculos con fuerza y provocando un dolor que resultaba al mismo tiempo placentero. De nuevo volvió a pensar en Zeus, y se le antojó que el rey de los dioses había descendido del Olimpo para darle placer a ella, una simple mujer. Eso a los mortales nunca les salía gratis. ¿Qué revés le depararía el destino? Pero era difícil pensar en ello ahora.

Artemisia sentía curiosidad por algo, pero sabía que a una persona tan entronizada como Jerjes no se le podían hacer preguntas directas. En un momento en que él no la miraba porque le estaba besando los pechos —era la primera vez que sus labios tocaban la piel de Artemisia, y su barba le hacía cosquillas en la tripa—, aprovechó para pensar en la forma de abordar la cuestión.

—Mi señor, hay algo que tu bandaka debería saber para servirte mejor en tu gloriosa campaña —le dijo por fin.

Él apartó la boca de sus pezones.

—Habla.

—Mi señor. Grecia es un país pobre desde que tenemos recuerdo. Es tan mísero que sus hijos han tenido que abandonar el país cada pocas generaciones e instalarse en otras tierras, como hicieron los dorios que fundaron Halicarnaso. Y la tierra ateniense es la más áspera y seca de todas.

Lo único que se puede sacar de allí que merezca la pena es su aceite de oliva.

Jerjes dobló un poco las rodillas. Al hacerlo, el cuerpo de Artemisia subió, y la penetración fue aún más profunda. Ella gimió a medias de dolor y a medias de placer, esta vez sin contenerse, y apretó los pétreos hombros del rey. Que los dioses la perdonaran por el sacrilegio de tocar al soberano del mundo, pero tenía que hacerlo.

—No pretendo las riquezas de Grecia —contestó Jerjes, mirando a un lado como si buscara entre las sombras de los rincones sus verdaderos motivos—. Sé que es pobre, salvo ese oráculo que tienen en las montañas. Recuérdame su nombre, Artemisia.

—Delfos, mi señor.

—En Delfos hay tesoros que el rey Creso envió al oráculo antes de entrar en guerra contra mi abuelo Ciro. Esas riquezas pertenecen a Lidia, y Lidia me pertenece a mí, así que las recuperaré.

Pero no es eso lo que busco.

Jerjes había hecho una pausa, y Artemisia comprendió que ahora sí le estaba permitido preguntar, aunque sólo fuera para puntear el ritmo de las palabras del rey como una citarista.

—¿Y qué es lo que buscas, mi señor?

—Los griegos derrotaron a Datis, y Datis llevaba con él excelentes tropas. Son buenos enemigos.

Mejores que los sacas de allende el Danubio. Ellos huían ante mi padre, quemaban la tierra y se negaban a presentar combate de forma honorable. En cambio los griegos aceptan librar batallas decisivas en campo abierto. Por eso, darán lustre a mi imperio cuando grabe mis propios relieves en la roca de Bagastana, la morada de los dioses, al lado de los de Darío.

La mirada de Jerjes se había enturbiado, soñadora. Artemisia comprendió cuán importante era para aquel hombre todavía joven, pero que empezaba a acercarse a los cuarenta años, superar los logros de los reyes anteriores.

—En esa roca —prosiguió— tallaré a los caudillos de los griegos, desfilando ante mí atados del cuello por una larga soga. El rey de los espartanos, que presume de ser el primero entre ellos, estará tumbado en el suelo. Yo usaré su pecho como escabel para mis pies, mientras el alado Ahuramazda me ofrecerá el anillo del mundo.

Los espartanos no tienen un rey, sino dos, pensó Artemisia. Pero, por supuesto, se cuidó mucho de decirlo.

La visión de aquellos relieves que pensaba esculpir en su propio honor debió excitar más a Jerjes, que hasta ahora se había contenido, porque apretó el trasero y los muslos de Artemisia y la empezó a mover sobre sus ijares con más brío. Ella era una mujer fuerte, capaz de derribar a muchos hombres en la arena de la palestra, pero entre los brazos del rey se sentía ligera y débil como una pluma.

De alguna manera, se revolvieron y él volvió a terminar encima de ella. Ambos sudaban pese a que no hacía calor, y esta vez Artemisia se dio cuenta de que el rey sí había llegado hasta el final.

Ahora que el cuerpo de Jerjes estaba relajado, casi desmadejado, su peso empezaba a agobiar a Artemisia. Pero no se atrevió a moverse.

—Mi señor…

Artemisia torció el cuello y miró hacia arriba. El eunuco de Jerjes había vuelto a entrar en la alcoba, ignoraba cuándo.

—Dime, Mitradates —dijo Jerjes, sin que pareciera incomodarle la intromisión de su sirviente.

El eunuco escondió las manos en las mangas y agachó la cabeza. Jerjes se separó por fin de Artemisia y se sentó en la cama. Mitradates tomó una copa nueva de la bandeja, la llenó esta vez de una jarra de plata que contenía agua y, tras probarla, se la ofreció. Mientras Jerjes saciaba su sed, el eunuco le cuchicheó algo al oído. Estuvo un rato hablándole, en voz tan baja que la única palabra que captó Artemisia fue Mardoniya. A mitad del recado, el rey empezó a mirar fijamente a Artemisia. Ella volvió a cubrirse con un cojín, sintiéndose indefensa. ¿Qué había hecho sin saberlo? Por fin, Jerjes asintió. Mitradates se enderezó y, volviéndose hacia Artemisia, preguntó:

—¿Conoces a Temístocles el ateniense? No cabía decir más que la verdad.

—Sí, lo conozco. ¿Por qué…?

—No eres tú quien debe hacer preguntas, mujer —la interrumpió el eunuco.

—Ella es mi bandaka, Mitradates.

Jerjes no había levantado la voz, pero su criado agachó la cabeza como si le hubieran dado un pescozón, cerró los ojos y guardó silencio. Pasado un rato, Mitradates volvió a levantar la barbilla y dijo:

—Noble Artemisia, te ruego que me acompañes.

Temístocles estaba en un zaguán anejo al patio de los jardines. Lo habían traído prácticamente a rastras y se sostenía en pie tan sólo porque dos soldados lo agarraban por las axilas. Tenía los ojos cerrados, el semblante gris y la barba pegajosa por la sangre que le había goteado de sus propios labios. Por las huellas que se veían en ellos, se los había mordido él mismo. Pero lo peor eran sus manos. Sus dedos, los mismos que habían acariciado a Artemisia bajo la luna de Maratón, colgaban lacios como títeres abandonados por su dueño. Las uñas se veían negras como si se las hubiera pintado con carbón. Luego se dio cuenta de que no era pintura, sino el color de la sangre sobre la carne viva. No tenía uñas. Se las habían arrancado todas de raíz. Artemisia se tapó la boca y sofocó un gemido de horror.

—Este hombre es un espía —le dijo Mardonio. Artemisia lo conocía desde hacía años, pues había pasado por Halicarnaso con la flota que pretendía invadir el norte de Grecia—. Según nos han informado, se trata de Temístocles, un hombre poderoso en Atenas. Pero él insiste en que es cario y se llama Pisindalis, y nos ha dicho que tú podías testificar a su favor. ¿Dice la verdad o miente? De pronto, Artemisia dudó. Se acercó al prisionero y le levantó el mentón. Llevaba la barba más larga y espesa, igual que el pelo, y el dolor le había deformado los rasgos. Pero cuando abrió los párpados y le sonrió débilmente, ya no le cupo duda alguna. Eran los ojos de Temístocles.

Artemisia se apresuró a inventar su propia mentira, una que no la comprometiera demasiado y a la vez pudiera ayudar a Temístocles.

—No os ha engañado.

—¿No?

—Mardonio enarcó una ceja, escéptico.

—No del todo, al menos. Tú tienes razón en lo que dices, noble Mardonio. Este hombre es Temístocles, hijo de Neocles el ateniense. Pero también es hijo de mi tía Euterpe, y por tanto cario de Halicarnaso.

—¿Y el nombre que dice tener?

—En mi familia muchos hombres reciben dos nombres, uno griego y otro cario. Pisindalis es un nombre muy típico entre los míos. De hecho —añadió, mirando fijamente a los ojos a Temístocles—, mi hijo, que tiene cinco años y medio, se llama así.

A pesar del dolor, las pupilas de Temístocles bailaron un instante calculando fechas, y enarcó las cejas en un gesto de interrogación. Artemisia asintió con la barbilla de forma casi imperceptible.

—¿Quién es este hombre entonces? Artemisia se volvió, sobresaltada. Jerjes había aparecido detrás de ella, acompañado por los dos eunucos y por cuatro guardias que no se sabía de dónde habían salido. El rey volvía a vestir su caftán y sus pantalones púrpura, y llevaba la cabeza cubierta por una mitra azul.

Los guardias que sujetaban a Temístocles lo obligaron a arrodillarse, y uno de ellos le agarró del pelo y le hizo besar el suelo delante de los pies de Jerjes. En el estado en que se hallaba no debía haber supuesto un gran esfuerzo doblegarlo. Me dijiste que jamás te arrodillarías ante nadie, y te contesté que hay cosas que nunca se pueden asegurar. ¿Ves cómo yo tenía razón, primo?, pensó Artemisia con tristeza.

—Temístocles el ateniense, mi señor —contestó Mardonio—. En su ciudad es un hombre importante que dirige tropas e incita a la chusma contra tu legítima soberanía.

Jerjes indicó con un gesto que lo enderezaran. Pero Temístocles todavía encontró algo de fuerzas en su cuerpo para levantar primero una pierna y luego la otra e incorporarse por sí solo. Artemisia se dijo que había dado por derrotado al ateniense antes de tiempo. Tal vez no había que medir a un hombre por cómo se arrodillaba, sin por cómo se levantaba después.

—¿Es verdad eso? —dijo Jerjes—. Tradúcele la pregunta, Artemisia.

—No es necesario, mi señor —contestó ella—. Sospecho que sabe persa.

—Pues responde tú mismo, ateniense. ¿Es verdad eso? Temístocles le aguantó la mirada y dijo con voz ronca:

—Sí. Soy Temístocles, hijo de Neocles el ateniense y Euterpe la caria.

—¿Qué hace alguien como tú espiando en vez de enviar a sus criados? Eso no es propio de un noble. ¿O es que también te lavas y planchas la ropa tú mismo? Mardonio y los soldados se rieron. Al parecer encontraban muy gracioso el comentario de su rey.

Pero Temístocles contestó:

—El blasón de mi escudo es un dragón negro con alas.

Artemisia no comprendió aquella absurda respuesta y la atribuyó a un delirio causado por el dolor. Pero los ojos de Jerjes se abrieron un instante, lo que para quien controlaba tanto su voz y sus ademanes equivalía casi a un gesto de estupor. Algo le había sorprendido en las palabras del ateniense.

Artemisia lo comprendió de pronto. Temístocles había necesitado aún menos que ella para descubrir que Jerjes era el guerrero de la máscara de oro. Los dos hombres se conocían. ¿Qué contacto podía haber existido entre ambos, aparte de la entrevista entre las legaciones persa y ateniense antes de la batalla? En aquella breve reunión, ninguno de los dos había pronunciado palabra.

Otra cosa era lo que pudiese haber ocurrido entre ellos en el campo de batalla.

Artemisia pensó que Temístocles se acababa de condenar a sí mismo al insinuar al rey que conocía su secreto. Pero Jerjes la sorprendió.

—Mardonio —dijo el rey—, no es éste un hombre al que se deba torturar como a un vulgar esclavo. Me desagrada ver lo que han hecho con sus manos.

El general agachó la cabeza, y su barba roja y tiesa se dobló sobre el pecho de su casaca con un crujido.

—Mi señor, lamento mi error. —Era evidente que no lo lamentaba en absoluto, pero acataba la reconvención de Jerjes por disciplina—. Se hará todo lo posible para que este hombre se restablezca.

—No es necesario torturar a los espías, mi buen Mardonio. Eso lo hace quien tiene algo que esconder, no nosotros. Lo que queremos no es ocultar nuestro poder, sino que todos lo pregonen por las siete regiones para que comprendan que no tienen más remedio que someterse a él.

—Sí, mi señor.

Los soldados habían soltado a Temístocles. Artemisia temió que se desplomara, pero su primo consiguió aguantar en pie, con los brazos caídos y las manos pegadas a los muslos. No quería ni pensar en qué dolor debía estar sufriendo. De imaginárselo, le daban ganas de gritar y morderse sus propios dedos.

—Mírame y escucha, ateniense —dijo Jerjes.

—Sí —contestó él, y tras vacilar unos segundos añadió—: Mi señor.

—Cuando mis médicos te curen las manos, te daré una escolta para que regreses a tu ciudad. Allí podrás hablar con los atenienses y decirles que deben estar preparados. Cuando llegue esta primavera, contad tres años más. Entonces, cuando la golondrina anuncie la cuarta primavera, disponeos a ver a Jerjes en Atenas acompañado de los hijos de los persas.

—En ese caso, señor, permíteme que vuelva cuanto antes a Atenas, aunque mis manos no hayan sanado, para que podamos hacer unos preparativos dignos de tu grandeza.

Dicho de otra manera podría haber parecido jactancia o insolencia, pero Temístocles imitaba muy bien el acento enfático del rey. El persa, con su potente sonoridad, sus sílabas abiertas y sembradas de aes y rotundas emes, era aún más apropiado que el griego para el tono solemne ya épico-ateniense. Jerjes asintió, aparentemente complacido con las palabras.

—Cuando llegue el momento, mis enviados volverán a Grecia para pediros el agua y la tierra. Esta vez no osaréis cometer ninguna impiedad.

—No, mi señor.

—Pero Ahuramazda hará que vuestro corazón se endurezca y rechazaréis someteros a mi autoridad.

¿Estaba sugiriendo lo que quería o simplemente describiendo lo que iba a pasar? Artemisia no salía de su asombro. Era como si escuchase al oráculo de Dídima hablar por la boca de Jerjes.

—Ocurrirá como tú dices, mi señor —dijo Temístocles, que al contestar así estaba obedeciendo la voluntad de Jerjes y al mismo tiempo oponiéndose a ella.

—Debe haber un solo señor bajo el sol de Ahuramazda. Debe reinar la armonía en las siete regiones hasta que llegue el día de la Separación. Pero antes de que se alcance la paz Aqueménida, ha de librarse una gran guerra, la mayor que el mundo haya visto, para que los valientes prueben en ella su valía.

La mayor guerra que el mundo haya visto.

Artemisia comprendía ahora lo que había hecho Patikara en Maratón, y también lo que pretendía hacer en Grecia. Aquel hombre alto y fuerte y de luenga barba no era más que un niño en cuyas manos había recaído un gran poder. Un crío grande que, como su hijo Pisindalis, jugaba con innumerables soldaditos de madera y los sacrificaba en una partida que en realidad no libraba contra los griegos, sino contra la sombra gigantesca de su padre.

Un niño, pero también un dios. Poderoso, noble y caprichoso a la vez, como Zeus.

—Llevaos al ateniense de aquí y atendedlo bien. No le privéis de nada de lo que quiera saber.

—Cuanto más conozcan nuestros enemigos de nosotros, más nos temerán —dijo Jerjes, y escondió las manos en las mangas de su caftán indicando que daba por terminada aquella improvisada audiencia.

Los soldados volvieron a agarrar por los codos a Temístocles, que hizo un rictus y se mordió los labios. Artemisia pensó que debía bastar con que le tocaran cualquier parte de los brazos para que el dolor de las uñas arrancadas le subiera hasta la nuca y le hiciera chillar. Los ojos de Temístocles estaban secos, pero los de Artemisia se llenaron de lágrimas por él.

Antes de que se lo llevaran, su primo hizo un último esfuerzo.

—Mi señor, te prometo que Atenas estará preparada para ofrecerte la guerra que tú quieres y mereces. Yo mismo me encargaré de ello…, y volveré a detenerte.

—¡Insolente! —exclamó Mardonio—. Nadie ha detenido nunca a mi señor.

Jerjes hizo un ademán para que se llevaran al ateniense de una vez, como si no diera importancia a sus palabras. Pero Artemisia se dio cuenta, por un leve gesto de sus ojos, de que lo que había dicho Temístocles significaba para él algo muy concreto y personal. Cada vez estaba más convencida de que algo había ocurrido entre ellos durante la batalla de Maratón, pero sospechaba que nunca llegaría a saberlo.

Cuando los soldados arrastraron a Temístocles fuera de aquel atrio, Artemisia vio que tenía la espalda surcada de profundos verdugones rojos y le sorprendió todavía más que no se hubiera derrumbado ante Jerjes. Pensó que acababa de yacer con un dios entre los mortales, un guerrero de imponente figura, un rey que gobernaba las vidas de millones de súbditos. Pero de los dos hombres que se habían enfrentado allí esa noche, no tenía dudas de cuál era el más grande.