Maratón, 5 de septiembre
Tierra de nadie entre las líneas griegas y persas
Mitranes, al que Temístocles había impuesto el nombre cario de Sicino para disimular su ascendencia persa, colocó un puñado de hojas y cardos secos sobre el pebetero que siempre llevaba en la bolsa de piel que colgaba de su cinturón. Después se agachó y acercó al quemador un pequeño tesoro que le había regalado su señor para que pudiera cumplir con sus obligaciones en cualquier lugar: un hyalon, un cristal de roca, tan redondo, pulido y transparente que parecía una gruesa gota de agua solidificada. Era media mañana y, aunque el verano se acercaba a su fin, el sol todavía apretaba con fuerza. Sus rayos atravesaron la piedra, se juntaron en un haz, obligados por la magia encerrada en el cristal, y se concentraron en un punto muy brillante y caliente del que enseguida brotó humo.
La yesca empezó a arder. Aunque diminuto, era un fuego, y a Sicino le servía. Sacó una bola de incienso, pulverizó apenas una pizca entre el pulgar y el índice y lo echó sobre las llamas. Ya que su señor era tan generoso de ofrecerle un perfume tan caro para que rindiera culto al único dios en la forma debida, Sicino procuraba economizarlo lo más posible.
Tras aspirar el aroma del incienso, Sicino se puso en pie delante del quemador y se desató el kusti, el cordel que le ceñía la túnica. Odiaba llevar ese quitón sin mangas y, sobre todo, no poderse tapar las piernas con pantalones como todo hombre que se preciara debía hacer. Pero su señor insistía en que vistiera lo más parecido posible a un griego, pues no corrían buenos tiempos para los persas en Atenas. Al menos, Sicino se dejaba caer la túnica por debajo de las rodillas y, por supuesto, se ponía un taparrabos de tela que se ceñía a conciencia. Había muchos griegos que no llevaban nada bajo la túnica, y se la recogían tanto en la cintura que cuando se sentaban o soplaba una racha de viento enseñaban con toda naturalidad los genitales, como si fueran un hermoso espectáculo que los demás tuviesen la obligación de disfrutar.
Una vez desatado el cordel, Sicino miró a las llamas y suplicó a Ahuramazda, el único dios, el señor de la sabiduría, que lo ayudara a mantenerse lo más puro posible y que lo perdonara si alguna vez cometía algún descuido. Pues no tenía más remedio que vivir entre los yauna, infieles de sucias costumbres, seguidores de la mentira que constantemente profanaban la tierra, el agua y el fuego, los sagrados elementos. Después volvió a enrollar el cordel a la cintura, cuidando bien de darle tres vueltas y practicar los nudos rituales.
No siempre había cumplido con tanto fervor. En su lejana patria, cuando aún lo conocían por Mitranes, su padre Bagabigna lo había instruido en las enseñanzas del profeta Zaratustra. Pero él era joven y despreocupado, y se tomaba esas cosas con tibieza, porque le importaba más disfrutar de los placeres de la vida. Cuando tenía dieciocho años…
La voz de su señor evitó que desovillara una vez más el hilo de sus recuerdos.
—¡Ven aquí, Sicino! Quiero qué me expliques qué estamos viendo.
Tras comprobar que su gigantesco esclavo se acercaba, Temístocles volvió de nuevo la vista hacia la llanura. Llevado por su habitual curiosidad, había dejado el campamento ateniense, se había arriesgado a salir a campo abierto y luego había torcido hacia la izquierda y trepado a la ladera del monte Crotón para gozar de mejor visión del enemigo. Ahora estaba sentado en una gran piedra desde la que se dominaba toda la bahía. Frente a él, a unos dos kilómetros, el mar lamía mansamente la larga playa de Maratón.
A su derecha, en la zona de piedemonte entre el llano y el monte Agrélico, que cerraba la llanura por la parte occidental, el ejército ateniense llevaba desplegado desde poco después del amanecer, mirando hacia el este y soportando la molestia del sol en los ojos. Su flanco más cercano, el izquierdo, que estaba a unos quinientos metros de Temístocles, quedaba protegido por las faldas del propio Crotón. Por delante del frente, en la zona de prados y sembrados que se extendía ante sus líneas, habían improvisado una empalizada. Para ello, los esclavos y ciudadanos pobres que acompañaban a los hoplitas habían talado pinos jóvenes de la ladera del monte, que luego habían repartido por el suelo con las copas apuntando hacia el frente formando una abatida. Si los jinetes persas intentaban atacar por ahí, sus monturas se encontrarían con una tupida barrera de ramas erizadas de agujas.
Más lejos, al final de la línea formada por los batallones de las diez tribus, el ala derecha ateniense lindaba con el bosque de Heracles, el olivar sagrado donde habían establecido la base, ya muy cerca del mar. En opinión de Temístocles, era una posición fuerte, siempre que no salieran de ella. El campamento griego cerraba el camino de Atenas, que pasaba entre la playa y el propio bosquecillo, giraba casi en ángulo recto y se dirigía hacia el sur, bajo el monte Agrélico. Por allí habían venido a marchas forzadas los nueve mil cuatrocientos hoplitas atenienses, acompañados por un número algo menor de asistentes entre esclavos y ciudadanos de la cuarta clase. Toda la flor del Ática estaba allí, a más de cuarenta kilómetros de la capital, mientras que los más bisoños y los veteranos habían quedado atrás para guarnecer la débil muralla.
Por supuesto, aquél no era el único sendero para llegar a Atenas. Los persas también podían internarse por el camino que pasaba entre ambos montes, el Agrélico y el Crotón, no muy lejos de donde ahora se encontraba Temístocles. Pero era una ruta agreste, impracticable para la caballería y expuesta a emboscadas.
Trató de ponerse en la piel del general enemigo. Estaba seguro de que Datis ni siquiera intentaría forzar la ruta alternativa. Sin duda, lo que había pretendido con aquel desembarco era atraer al ejército ateniense al terreno que juzgaba mejor para derrotarlo en una batalla decisiva. Pues entre las líneas griegas y las persas se extendía la llanura de Maratón, cuyo suelo aluvial era de los más fértiles del Ática. La mayor parte se dedicaba a prados para el ganado, y en cuanto a los plantíos de trigo y cebada, estaban segados, pero no habían recibido ni el arado ni el abono. Todo ello dejaba despejado un amplio campo de maniobra por el que la caballería persa podría evolucionar a sus anchas si los griegos cometían la imprudencia de salir al llano. Los refugiados eretrios ya habían contado a los atenienses lo que podían esperar si caían en el error de enfrentarse a la combinación de las andanadas de los arqueros y la carga de las tropas montadas: ser aniquilados.
Los persas estaban a la izquierda de Temístocles, más allá de la tierra de nadie y a unos dos kilómetros de las líneas griegas. Pese al calor, también tenían desplegada a la mayoría de sus tropas, formando un amplio frente que iba prácticamente hasta la playa y dibujaba una línea recta y paralela a la del ejército ateniense. Por detrás de ellos se extendía su campamento, que llegaba hasta el gran pantano que cerraba el extremo oriental de la llanura. Su flota se hallaba repartida por toda la línea de costa, en la alargada playa de Esquenia. Los persas habían traído tantos barcos que resultaba imposible vararlos todos a la vez en la arena y habían tenido que fondear más de la mitad en la bahía. Para desgracia de los griegos, las naves enemigas no corrían peligro, pues del otro extremo de la llanura salía la península de la Cola de Perro, que cerraba la gran rada como un espolón y protegía de los vientos sus aguas ya de por sí someras.
—Han elegido el lugar perfecto para desembarcar —comentó Cinégiro, como si le hubiera leído el pensamiento—. Parece mentira que hayan podido planearlo con tanta precisión desde Persia.
Cinégiro, que era taxiarca de la tribu Ayántide y hermano del poeta Esquilo, había decidido por su cuenta y riesgo acompañar a su amigo Temístocles en aquella pequeña exploración, y se había traído a un esclavo con él. También se había unido a ellos Euforión el Nervios, quien, después de unos cuantos tics, contestó a Cinégiro:
—No lo creas. Éste es un sitio de mierda. Para ellos habría sido mejor Falero. Ahora ya tendríamos a esos hijoputas dentro de Atenas.
—En Falero habríamos llegado antes de que desembarcaran —respondió Cinégiro—. Créeme, mi querido Euforión, para un montón de gente apiñada en la cubierta de un barco estrecho no es tan fácil poner el pie en una playa cuando les espera un comité de recepción. Con la mitad de hombres de los que tenemos ahí abajo se lo podríamos haber impedido.
—Si han elegido tan bien el lugar, no es casualidad —dijo Temístocles—. Alguien les ha informado.
Mientras Euforión, poseído por la coprolalia de su daimon, recitaba unos cuantos sinónimos para la palabra «mierda», Cinégiro pronunció el nombre en el que estaban pensando:
—Hipias.
Temístocles asintió. Corrían rumores de que los persas venían acompañados por el tirano al que los atenienses habían expulsado de su patria veinte años antes. Cuando era mucho más joven, Hipias había desembarcado en esa misma playa con Pisístrato, su padre. Desde allí cabalgaron hasta Atenas reclutando tantos partidarios por el camino que al final consiguieron tomar la capital sin verse obligados a combatir.
—Quizá ha aconsejado a Datis elegir Maratón con la esperanza de repetir el éxito de su padre —dijo Temístocles.
—Pues si ha pensado que puede llegar hasta Atenas sin pelear, va listo —dijo Cinégiro—. Los tiempos han cambiado. A la gente le rechinan los dientes sólo con oír la palabra «tiranía». Los persas no encontrarán entre nosotros partidarios de Hipias.
Pero sí traidores que les abran las puertas como en Eretria, pensó Temístocles, y miró de reojo al Nervios. Entre los parientes de Euforión, los mismos Alcmeónidas que lo despreciaban por la debilidad que aquejaba su espíritu, había varios que llevaban manteniendo una actitud más bien turbia desde el principio del conflicto contra Persia. Por suerte, la mayoría de esos Alcmeónidas estaban allí abajo, mezclados con el resto del ejército, donde podían hacer mucho menos daño que emboscados tras la muralla de Atenas.
Los viejos que han quedado atrás no podrán empuñar una lanza, le advirtió otra vocecilla, pero aún tienen fuerzas para levantar el pasador de una puerta y abrírsela a los persas.
Desechó aquel pensamiento. No tenía sentido preocuparse por lo que no estaba en su mano solucionar. Ahora lo que importaba era evitar que los persas llegaran a la capital.
—Por favor, Sicino —dijo, volviéndose hacia su esclavo—, dame la dioptra.
El persa, que llevaba un rato callado tras ellos, abrió la bolsa de piel que llevaba a la cintura y sacó de ella un curioso artefacto que consistía en una larga caña hueca de silfio con un cristal de cuarzo tallado embutido en cada extremo. La dioptra poseía la maravillosa virtud de aproximar los objetos como si estuvieran diez o quince veces más cerca, pero a cambio ofrecía otra característica más fastidiosa: al mirar por ella, todo aparecía cabeza abajo, como si el mundo se hubiera vuelto del revés. Temístocles había observado que otras personas se mareaban al asomarse al tubo. Él, con mucha disciplina, se había acostumbrado a invertir en su mente la imagen para analizar lo que veía.
—¿De dónde has sacado eso? —le preguntó Cinégiro—. ¿Alguno de tus exóticos viajes al este? El hermano de Esquilo sentía una peculiar fascinación por todo lo oriental, y más aún por lo persa. Era una actitud frecuente en muchos atenienses, que admiraban, temían y despreciaban a los persas, todo a la vez. En los banquetes que celebraba en su casa, el propio Cinégiro se adornaba a menudo al estilo asiático, se rizaba la barba y se ponía una túnica de vivos colores confeccionada en algodón traído de la lejana India.
Pero no corrían ya tiempos propicios para tales modas, y el quitón que llevaba Cinégiro ahora era de lana sencilla y sin estampados. Una prenda inequívocamente griega.
—Justo al contrario —respondió Temístocles—. Me lo vendió un capitán fenicio durante un viaje a Italia.
Cinégiro sonrió de medio lado.
—¿Que un fenicio te vendió eso? Vamos, como si los fenicios soltaran de buen grado esas cosas.
—¿Cuánto dinero te sacó, si puede saberse?
—Le pagué quinientas cincuenta dracmas —contestó Temístocles, sin vacilar.
Por el brillo burlón de sus ojos, se dio cuenta de que Cinégiro sospechaba. Pero, aunque tenía una buena amistad con él, prefería no confesarle la verdad. Cuatro años antes, al este de Sicilia, se había topado con un barco que regresaba a las ciudades fenicias del este, probablemente a Tiro.
Tenía las velas rotas y parecía evidente que alguna tormenta lo había apartado del resto de su flota.
Temístocles, en cambio, viajaba en un pequeño convoy de tres transportes y una nave de guerra, y con tal superioridad numérica la tentación de saquear el mercante fenicio era demasiado jugosa para resistirse. Al fin y al cabo, los fenicios hacían lo mismo cuando la situación era la contraria.
En las bodegas de la nave encontraron más de una tonelada de lingotes de estaño, que luego vendieron a buen precio, amén de gruesas pieles de oso y castor, piezas de ámbar en bruto y un par de tinajas llenas de un aceite grisáceo, espeso y maloliente. Pero lo que de verdad codiciaba Temístocles se le había escapado. El capitán del mercante, al ver que lo abordaban, prendió fuego al cofre en el que guardaba sus documentos y se arrojó al agua atado por los pies a su propia anda.
Temístocles estaba convencido de que ese baúl escondía mapas y periplos de las costas de allende las Columnas de Heracles, tal vez la ruta a las remotas Casitérides o incluso la mítica Tule. Pero al menos había caído en sus manos aquella dioptra con la que ahora estudiaba el campamento enemigo y por la que habría pagado hasta diez veces lo que acababa de decirle a Cinégiro.
—Ten cuidado y no apuntes esa mierda al sol —le advirtió Euforión, estirando los dedos para toquetear la lente exterior. Temístocles, aunque solía ser tolerante con los jeribeques de su amigo, le apartó la dioptra, temiendo que le rompiera o manchara el cristal. Euforión, frustrado en su gesto, sacudió dos veces el cuello a la izquierda, volvió a mascullar «mierda» y añadió—: Te puede abrasar los ojos.
—Gracias por tu consejo no solicitado, Euforión —respondió Temístocles.
Acercó el ojo derecho al tubo y lo enfocó primero a la playa. Como sospechaba, los barcos embarrancados en la arena, que en la dioptra parecían colgar de ella, eran los trirremes. Puesto que el arma principal de aquellas naves era la maniobrabilidad, sus tripulantes, siempre que era posible, las sacaban a la orilla para que la madera de abeto o, en el caso de los barcos fenicios, de cedro se secara lo más posible y pesara menos. Temístocles calculó que en la playa debía de haber cerca de doscientos trirremes, y el doble de barcos de transporte anclados en la bahía. Seiscientos barcos en total. No tantos como los mil que habían llevado los aqueos para invadir Troya.
La diferencia estaba en que Homero hablaba de hechos remotos que podía exagerar todo lo que quisiera, mientras que aquellos seiscientos barcos estaban allí, delante de sus ojos. Y Temístocles, que había viajado más que la mayoría de los atenienses, tenía que reconocer que nunca había visto tantas naves juntas.
Se volvió hacia Sicino. El gigante había caído prisionero en la expedición fallida que el general Mardonio había dirigido contra el norte de Grecia tres años antes. Temístocles no ignoraba que su esclavo seguía siendo fiel al Gran Rey. Pero también sabía que, convencido y orgulloso de la abrumadora superioridad del ejército de Darío, no sentía ningún empacho en revelar información sobre él.
—¿Dónde han traído los caballos, Sicino? El joven persa le respondió en su griego plagado de silbantes.
—Cuando viajé con Mardonio, lo que hicimos fue adaptar trirremes desmontando las dos filas inferiores de remeros para hacer hueco.
—¿Cuántos caballos se pueden cargar así? —preguntó Cinégiro—. ¿Quince, veinte?
—Treinta, señor —contestó Sicino.
Lo que me había imaginado, pensó Temístocles. Era difícil calcular de cuánta caballería disponía Datis, pues sus unidades se movían constantemente entre las de infantería, y algunas se adelantaban cabalgando por la tierra de nadie para acercarse a las posiciones de los hoplitas griegos y provocarlos con sus gritos. Pero Temístocles llevaba un par de horas siguiendo a los diversos escuadrones y ya los tenía localizados. Por lo que le había contado Sicino, los persas eran muy puntillosos y organizaban su ejército en múltiplos de diez, de cien y de mil. Apostaba a que ahora habían traído dos hazarabam de caballería.
—Dos mil caballos —tradujo en voz alta. Una fuerza como ésa no la poseía nadie en Grecia, ni siquiera los tesalios, tan afamados por sus caballos.
—Mierdamierda, estamos jodidos —murmuró Euforión, y llevó a cabo tres veces seguidas el consabido ritual de golpearse ambos hombros, el esternón y la frente.
Temístocles sabía que su amigo no tenía miedo. Para ser precisos, no más miedo que los demás.
Si estuvieran hablando de mujeres, habría soltado los mismos tacos y sufrido los mismos visajes. O peores, pues el pobre Euforión poseía más razones para temer a las mujeres que a los guerreros enemigos. Temístocles había intentado casarlo con su hermana Nicómaca, pero ésta le contestó algo así como: «Por muy tutor legal mío que seas, a mí no me casas con ese tarado». Nicómaca había heredado la mitad del carácter de su madre, lo cual ya era mucho, así que no hubo más que hablar.
—Bah, caballos, caballos —dijo Cinégiro—. ¿Qué son dos mil burros grandes contra los mejores hoplitas de Grecia?
—Nunca hemos sido los mejores hoplitas de Grecia —dijo Euforión. Señaló a la llanura con la mano (no pudo evitar llevársela antes a la oreja un par de veces) y añadió—: Y te olvidas de su infantería con la mierda de sus arcos. Estamos jodidos enmerdados sodomizados.
Temístocles volvió a apuntar la dioptra hacia la izquierda, pero esta vez la fijó en las filas de a pie que formaban en el llano. En el ala más cercana a ellos se veían tropas más abigarradas: jonios, carios, panfilios y otros súbditos del Gran Rey. Pero el grueso del ejército estaba formado por iranios uniformados con vivos colores. En la primera fila había soldados provistos de unos enormes escudos, casi tan altos como un hombre y que debían tener puntales por detrás, pues aunque algunos de los persas los habían soltado seguían manteniéndose en pie. Tras esa muralla de escudos formaba una gran masa de arqueros, vestidos de rojo y repartidos en diez o doce filas de profundidad. No llevaban escudo ni lanza, tan sólo sus arcos compuestos y, por lo que parecía desde allí, espadas y cuchillos largos para el combate cuerpo a cuerpo.
Cuando Temístocles le describió a Sicino el armamento de aquellos hombres, su esclavo le explicó:
—Los que protegen a los arqueros son sparabara. —El joven vaciló y aventuró en griego—:
—¿Lleva escudos? ¿Portaescudos?
—Algo así —respondió Temístocles.
Siguió recorriendo las filas persas con la dioptra. Las unidades estaban nítidamente separadas por amplios pasillos que servían a los escuadrones de caballería para moverse entre ellos. Gracias a esos huecos resultaba fácil contarlas. Cuando llegó al centro, Temístocles verificó que allí había cinco batallones uniformados de otra guisa. En la primera fila también se veían sparabara con sus grandes y vistosos escudos de colores, pero por detrás de ellos formaban lanceros tocados con caftanes y mitras azules y provistos de lanzas y escudos más ligeros.
Además de las lanzas, aquellos hombres también llevaban arcos y aljabas. Su viejo maestro Fénix no había exagerado cuando decía que lo primero que aprendían los persas era el manejo del arco. Temístocles se imaginó a todos aquellos guerreros disparando a la vez decenas de miles de flechas. El pensamiento hizo que se le erizara el vello de la nuca, y no precisamente de emoción.
—¿Quiénes son esos lanceros?
—Son los arshtika —respondió Sicino, y añadió con orgullo—: Yo era un arshtika.
Temístocles se imaginó a aquel gigante armado de lanza y escudo y tocado con la mitra, y pensó que ni el coloso Áyax bajo las murallas de Troya habría causado tanto pánico. Tal como estaba ahora, vestido con una simple túnica y con las manos desnudas, Sicino ya infundía temor. Sus rasgos eran correctos, e incluso se habría podido decir de él que era guapo. Pero el derrumbamiento de la mina le había roto el tabique de la nariz y la caída del rayo le había dejado en el lado derecho de la cara una siniestra marca violácea que le cruzaba desde la sien a la barbilla. Por si fuera poco, de su otro accidente, el del mar, también conservaba una fea mordedura en forma de media luna que adornaba su pantorrilla izquierda.
—Éramos las segundas mejores tropas del Gran Rey —prosiguió Sicino, contento de recordar su época de soldado—. Después de los anushiya.
—¿Anusha? ¿Quiénes son esos tipos? —preguntó Cinégiro.
—La guardia personal del Gran Rey —contestó Sicino—. Todos pertenecen a buenas familias y son grandes guerreros con la lanza y con el arco. —Se quedó pensando y añadió—: Y son diez mil.
Euforión silbó entre dientes y realizó su ritual. Clavículas, esternón y frente. Después estiró el brazo como para tocar los nudos del ceñidor de Sicino, pero Temístocles le dio un manotazo.
—Joderjoderjoder —masculló el daimon de Euforión—. Darío tiene más soldados como guardaespaldas que toda la mierda de infantería que hemos traído.
—¿Diez mil has dicho? ¿No habrás querido decir sólo mil? —preguntó Cinégiro.
—Diez mil, señor, ni uno menos. Cuando hay una baja la rellenan con alguien que está esperando en una lista, para que siempre sean diez hazarabam. Yo estaba en esa lista, y tenía el número dos mil cuatrocientos tres cuando salí de Babilonia.
Temístocles, que llevaba ya un tiempo aprendiendo persa con su esclavo, repitió para sí el nombre de la guardia personal de Darío. Pero sin darse cuenta, en vez de llamarlos «Compañeros reales» o anushiya, tal como había dicho Sicino, se dejó llevar por el error de pronunciación de Cinégiro y murmuró anausha, «Inmortales». Le gustó la metáfora: un gran regimiento cuyas partes individuales podían morir, pero que como conjunto era imperecedero.
—¿Habrá hombres de ese cuerpo ahí abajo, Sicino? —preguntó a su esclavo.
—No, señor. Ellos sólo van a la guerra acompañando al Gran Rey.
—Me alegro de oírlo —dijo Cinégiro.
Temístocles volvió a mirar por la dioptra. Ahora, en la parte norte de la llanura, una tropa de caballería de treinta o cuarenta jinetes se había destacado por delante de la pared de escudos. Los estudió con atención y se los describió a Sicino. Su esclavo le dijo que debían de ser guerreros sacas, un pueblo que moraba al norte de los persas, a orillas del Caspio. Hablaban una lengua emparentada con el propio persa y tenían costumbres parecidas.
—Pero son unos bárbaros y no siguen los preceptos de Ahuramazda.
¿Por qué será que siempre los vecinos que tenemos más cerca nos parecen los más bárbaros?, se preguntó Temístocles, sin dejar de mirar. Algunos de esos jinetes portaban pequeños escudos; otros no, pero el sol arrancaba destellos metálicos de su ropa, así que debían ir protegidos por algún tipo de armadura.
Uno de los jinetes señaló hacia él con un dedo amenazante y empezó a dirigirse a sus compañeros entre aspavientos. Temístocles se sobresaltó y apartó a un lado la dioptra. Como por arte de magia, los sacas volvieron a estar cabeza arriba y a una distancia más tranquilizadora. Pero siguieron trotando hacia el Crotón, apartándose más de las líneas de su infantería. Temístocles pensó que tal vez el sol se había reflejado en el cristal de la dioptra y había delatado su presencia.
—Puede que no nos hayan visto —deseó en voz alta.
—Yo los estoy viendo —respondió Cinégiro—. ¿Qué te hace pensar que ellos no nos ven a nosotros?
—La madre de todas las mierdas —masculló Euforión—. ¿Por qué no volvemos ahora mismo?
—Creo que es una gran idea —dijo Temístocles.
Bajaron la ladera dando traspiés y resbalones entre las piedras y el cascajo suelto. Aún estaban a una buena distancia de aquel destacamento, y para llegar a la abatida de pinos no podían faltar mucho más de quinientos metros. Pero era evidente que los sacas los habían descubierto, pues arrearon a sus caballos y se dirigieron hacia ellos a galope tendido, atravesando una zona de pastizal.
—¡Corred! —gritó Cinégiro. Una orden innecesaria: los cinco hombres huían ya con toda la velocidad que podían imprimir a sus piernas.
A su espalda se oían ya los gritos de los jinetes y el golpeteo de los cascos sobre el suelo.
Temístocles pensó que bastaban cuarenta animales al galope para producir un retumbar que ponía los pelos de punta, y se preguntó qué pasaría cuando embistiera contra ellos toda la caballería persa.
Sería como si Poseidón clavara su tridente en el suelo y desatara a la vez un terremoto y la furia de un tornado.
Algo silbó junto a su oído, y Temístocles notó como si le hubiera picado una avispa. Durante un absurdo instante pensó que eso era lo que había pasado, pero enseguida vio una flecha que rebotaba en el suelo unos metros más allá. Se llevó la mano a la sien y al hacerlo se la manchó de sangre; al menos, la oreja seguía estando allí. Sin dejar de correr, se volvió para mirar. A menos de cincuenta metros había un grupito de jinetes, cinco o seis, que se habían destacado del resto.
—Mierdamierdamierda —recitaba Euforión, que aunque no se callaba se las arreglaba para ir el primero del grupo sin perder el aliento.
Los sacas sabían cabalgar y disparar a la vez con una facilidad diabólica. Las flechas pasaban sobre sus cabezas zumbando como moscardones gigantes. Temístocles volvió a mirar de reojo y vio que uno de sus perseguidores se había adelantado tanto que ya estaba casi encima de ellos.
—¡Cuidado! —gritó.
Una flecha se clavó en el muslo del asistente de Cinégiro, que profirió un grito de dolor, dio dos o tres zancadas más y cayó al suelo. Al ver que Cinégiro retrocedía para auxiliar a su esclavo, Temístocles ordenó a Sicino que le ayudara. El persa se detuvo un instante, levantó en vilo al herido, se lo echó al hombro y siguió adelante como un pastor cargado con un cordero descarriado.
Corrían en zigzag para esquivar las flechas. La abatida se encontraba ya a menos de cien metros, pero a Temístocles le rechinaban los dientes, convencido de que en cualquier momento iba a notar una punzada gélida en la espalda. Los pulmones le silbaban y la boca le sabía a sangre. Aunque era un buen corredor, jamás en su vida había exigido tanto esfuerzo a sus piernas; estaba seguro de que con la velocidad que llevaba se habría superado a sí mismo en la carrera del estadio por más de veinte metros.
A su derecha oyó cascos de caballo aún más cercanos. Torció el cuello y vio que el jinete que se había adelantado a los demás se encontraba ya a su altura. Su caballo era más bien pequeño y tenía las patas cortas, pero las movía a una velocidad tan endiablada que apenas se le veían. El jinete se giró sobre la gualdrapa, apretando las rodillas para refrenar un poco el paso de su montura, y le apuntó con el arco medio tendido y una sonrisa burlona. Estaba tan cerca que Temístocles podía verle los dientes. Era evidente que el saca estaba jugando con él, como si le dijera: «¿Ves? Puedo matarte en cualquier momento».
Temístocles no podía dejar de mirarlo. Cuando vea la flecha venir me tiraré al suelo, se dijo, a sabiendas de que a tan poca distancia no conseguiría reaccionar lo bastante rápido.
El saca gritó algo en su idioma y tensó la cuerda del arco hasta llevarla a su oreja. Cuando parecía que iba a soltarla, su sonrisa se congeló, y una saeta apareció en el lugar equivocado, traspasando su cuello de parte a parte. Temístocles, desconcertado, creyó durante un instante que se trataba de un disparo marrado por sus propios perseguidores, pero la pluma de la flecha apuntaba hacia el campamento ateniense. Los brazos del saca cayeron lacios y soltaron el arco. El jinete resbaló sobre la silla y se desplomó por el otro lado del caballo con los pies para arriba.
Temístocles, por fin, consiguió apartar los ojos del bárbaro y mirar adelante. Los suyos habían acudido a ayudarlos, trepando sobre los árboles derribados que formaban la abatida. Había más de cien hombres, entre peltastas de infantería ligera que arrojaban piedras y venablos y algunos hoplitas que enarbolaban sobre sus cabezas largas lanzas de fresno para amenazar con ellas a los sacas. Un hombre alto y corpulento con barbas de oso estaba encaramado al tronco de un pino, haciendo equilibrios para no caer mientras empulgaba otra flecha en su arco y chapurreaba insultos en persa. Era él quien le había salvado la vida.
Milcíades.
Ya se cobrará el favor, pensó Temístocles, que conocía bien al general.
Aunque el pecho le ardía y la boca le sabía a sangre, consiguió arrancar a sus piernas un último acelerón y llegó a la enramada unos pasos por detrás de Euforión. Se arañó las piernas con las agujas y el ramaje, pero no se detuvo y saltó por entre los huecos hasta poner una distancia prudencial. Sólo entonces se dio la vuelta, y vio que Cinégiro le pisaba los talones. Sicino, entorpecido por el peso del otro esclavo, se había quedado rezagado. Pero los sacas ya se habían detenido, y tras dedicar unos cuantos insultos a los defensores de la abatida volvieron grupas y se retiraron.
Cuando Sicino llegó al resguardo de la empalizada, comprobaron que el hombre al que había ayudado estaba muerto. Con su muerte, sin quererlo, había salvado la vida al persa. Sicino se lo había cargado al hombro de tal manera que el cuerpo del esclavo le cubría la espalda y le servía de escudo humano. El infortunado tenía tres saetas clavadas en el tronco y una en la cabeza.
Mientras Cinégiro se agachaba sobre el cadáver de su asistente y le arrancaba las flechas, Temístocles se encorvó con las manos apoyadas en las rodillas y trató de recuperar el resuello. El costado izquierdo le dolía como si le hubieran pegado una coz y parecía que le hubieran pasado una lija por la oreja. Pero estaba vivo, y de pronto sintió que le invadía una extraña euforia y empezó a reírse a carcajadas. Cinégiro le miró un instante con gesto grave. Enseguida debió comprender, al igual que Temístocles, que habían escapado de la muerte por los pelos, y se sentó en el suelo y se desternilló de risa con su amigo. Euforión los miró como si ambos se hubieran vuelto locos y desató sus nervios en un frenesí de tics.
—¿Cómo coño podéis reíros así? Esto es muy serio. Esos persas de mierda han estado a punto de matarnos a todos con sus flechas de mierda.
—¿Qué tiene de serio la muerte? —le preguntó Cinégiro—. ¿No has visto cómo todas las calaveras se ríen? A pesar de sus propias palabras, Cinégiro se calmó y dejó de reír. Después pidió a otros esclavos que se encargaran del cuerpo de su asistente y les dio unas monedas para los ritos funerarios.
Milcíades se acercó a ellos. Al verlo, Temístocles se enderezó.
—Gracias, Milcíades. No sabía que tuvieras tanta puntería con el arco.
—He estado muchos años cazando con esos cabrones en sus parques —contestó el general—. Es más difícil acertarle a una perdiz que a un persa. —Y añadió en tono hosco—: Te estaba buscando.
¿Dónde andabas? ¿Fornicando con una cabra detrás de un olivo?
Estaba subido a ese monte de ahí para contar soldados persas. Recuerda que tengo mentalidad de contable y no de ganadero. Lo de fornicar con las cabras y las ovejas os lo dejo a los nobles.
La réplica pasó entera por la mente de Temístocles, palabra por palabra, pero pensó que no ganaba nada con el sarcasmo y no la llegó a pronunciar.
Sin esperar respuesta, Milcíades ya había arrancado a caminar a grandes zancadas. Temístocles lo siguió como pudo mientras se enjugaba la sangre con una hoja. Milcíades, que se teñía la barba y el pelo para aparentar menos edad, tenía ya cerca de sesenta años y una panza considerable que contrastaba con sus piernas largas y flacas, pero eso no le impedía andar tan rápido como un mozo.
Los hombres que vigilaban la abatida se apartaban a su paso como si fuera el espolón broncíneo de un trirreme. Milcíades, que llevaba toda su vida acostumbrado a recibir obediencia ciega de sus subordinados, tenía la costumbre de pasar por encima de la gente y apabullarla. Ahora, en esta nueva Atenas, se veía obligado a dulcificar sus modales para hablar ante la asamblea. Lo hacía con tanto agrado como quien se purga todas las mañanas con una dosis de ricino, pues despreciaba al pueblo, al que en privado se refería siempre como ókhlos, «chusma».
Aunque el pueblo tampoco amaba a Milcíades, lo había elegido estratego dos años seguidos. No había otro en Atenas que conociera tan bien a los persas, pues no en vano había sido súbdito del Gran Rey.
Muchos años antes, en la primera campaña de los persas en Europa, Darío había construido un gran puente de barcas para cruzar con su ejército el Danubio. El puente había quedado bajo la custodia de sus súbditos jonios, entre ellos el propio Milcíades. Cuando se supo que Darío estaba en dificultades, Milcíades propuso a los otros jefes griegos cortar los gruesos cables de lino que mantenían juntas las barcas y dejar a los persas aislados en territorio enemigo. Así, aseguraba él, librarían a los griegos de muchos problemas en el futuro. Pero los demás se negaron a hacerlo, y Darío pudo volver a salvo.
Ésa era, al menos, la historia que había contado el propio Milcíades para defenderse de las imputaciones. Pues, entre otras cosas, se le achacaba ser partidario de los persas o medizante, con un término que había acuñado su acusador Jantipo. Aunque no había nadie para apoyar o contradecir la historia del puente —su hijo Cimón ni siquiera había nacido cuando ocurrió—, Milcíades la contó con tal vehemencia y tanta precisión en los detalles que los jueces lo creyeron.
—¿Y bien? —insistió ahora Milcíades—. ¿Dónde coño estabas?
Temístocles siguió la máxima que le había enseñado su madre —Nunca digas lo que piensas hasta repetírtelo tres veces en tu propia cabeza— y se mordió la lengua por segunda vez. No tenía miedo de discutir con Milcíades, pero sabía que era imposible convencerlo de nada y que si le contradecía sólo conseguiría ponerlo de peor humor. Así que fue directo al grano.
—Los persas tienen veinticinco mil hombres de infantería y dos mil de caballería.
Milcíades le miró por fin a la cara, entrecerrando los ojos.
—¿Estás seguro?
—Puedes fiarte de él —intervino Cinégiro, que no se había despegado de ellos—. Es de los que sabe cuántos cominos entran en un puñado.
—Son el triple que nosotros —añadió Temístocles.
—En realidad, no. Tenemos cerca de ocho mil hombres auxiliares que nos…
—Tenemos chusma —completó Temístocles. No le gustaba usar esa palabra, pero sabía que así el elitista Milcíades le daría la razón. El general resopló como un caballo.
—Es cierto.
La infantería ligera que había acudido a Maratón con ellos no contaba, y los dos lo sabían. Las escaramuzas libradas durante el primer día lo habían demostrado. Los arcos persas tenían mucho más alcance que las jabalinas o las piedras de los griegos. Antes de que los peltastas pudieran acercarse a ellos lo suficiente como para pensar en disparar sus proyectiles, los persas los acribillaron con sus saetas, abatieron a muchos de ellos y pusieron en fuga a los demás.
Sólo las tropas blindadas podían enfrentarse a esa lluvia de flechas, y aun así, habría que ver cuántos hoplitas llegarían vivos al choque contra la pared de escudos de los sparabara. Teniendo en cuenta eso, el resumen era que había tres soldados enemigos por cada hoplita ateniense. Lo cual era peor que malo. Los griegos nunca habían derrotado en campo abierto a las tropas imperiales persas, y ahora, para colmo, tenían que enfrentarse a una superioridad numérica apabullante.
Cinégiro resumió la situación con unos viejos versos de Arquíloco:
Vinieron mil damascenos
y nos tundieron a palos,
porque Zeus va con los malos
cuando son más que los buenos.
Estaban llegando ya al olivar de Heracles cuando se les unió Cimón. Al verlo junto a Milcíades, con los mismos ojos grises, tan alto y con los hombros tan anchos como él, nadie podría negar que era su hijo. Pero los rasgos de Cimón eran más delicados, y sus piernas musculosas le daban unas proporciones más armónicas.
Al oír el informe de Temístocles, Cimón se encogió de hombros y dijo:
—No temas, padre. Cuando lleguen los espartanos, las tornas se igualarán.
El joven era un ferviente admirador de Esparta. Llevaba el cabello largo y recogido en trenzas, la barba corta y afilada y el bigote afeitado, todo al estilo lacedemonio. A Temístocles le constaba que incluso había comprado un cocinero de Laconia para que le preparara caldo negro, el repugnante guisote de sangre y vinagre que solían comer los espartanos.
—Son los mejores soldados que han existido nunca —dijo el joven—. Cuando vengan seremos casi veinte mil hombres, y ya veremos qué cara se les pone entonces a los persas.
—Pues mientras llegan, tenemos una reunión con el enemigo —dijo Milcíades, y mirando a Temístocles añadió—: Por eso te estaba buscando. Quiero que me acompañes y te fijes bien en todo lo que veas.
—¿Han enviado heraldos?
Milcíades asintió.
—Vamos a encontrarnos con ellos ahora mismo, en terreno neutral. Su jefe va a ofrecernos las condiciones para nuestra rendición.
—Entonces no deberíamos reunirnos con ellos, padre —dijo Cimón—. Se puede interpretar como traición.
—Nos reuniremos con ellos y, si hace falta, les haremos creer que nos lo estamos pensando —respondió Milcíades en tono impaciente—. Tú mismo lo has dicho. Estamos esperando a los espartanos. Mientras llegan esos cabrones de pelo largo —añadió, tirando de una de las trenzas de su hijo—, ganaremos tiempo aunque sea negociando con los perros de Hécate.
Temístocles asintió, sin decir nada. Si Datis quería parlamentar, era porque, pese a su superioridad, no debía de hacerle mucha gracia la idea de atacar la posición de los atenienses. Con un poco de suerte, lo entretendrían hoy, y mañana o, a más tardar, pasado mañana, llegarían los espartanos. Y entonces la balanza estaría más nivelada.
Por supuesto, Temístocles no podía saber que Fidípides había llegado esa misma mañana a Atenas, donde se había detenido apenas una hora para informar a los miembros de guardia del consejo, ni que ahora sus incansables piernas lo llevaban a Maratón para dar las malas noticias.
Aún quedaban cuatro días para la luna llena. Y sólo entonces partirían los espartanos.