Campamento griego

Cuando despertaron a Temístocles para que acudiera al mismo sitio de la noche anterior, se preguntó con cierto desapego si le esperaría otra sesión de sexo tan exigente como la de la víspera. Fuera por el ardor con que Artemisia y él se lo habían tomado o por la dureza del suelo, el caso era que le dolían los huesos de la cadera y tenía agujetas en los brazos y en las nalgas. Con casi treinta y cinco años no se podía fornicar como un adolescente, se dijo, mientras atravesaba el olivar y la barra de arena gruesa que llevaba a la playa.

Esta vez no lo aguardaba Arístides, sino Melobio, el general de su propia tribu. Hasta que amaneciera, la Leóntide estaba de guardia y Melobio al mando de todo el ejército. Lo cual, desde el punto de vista práctico, significaba que era Temístocles quien ejercía el control.

Junto con Melobio había un grupo de seis soldados rodeando a un hombre. Temístocles lo reconoció. Era el criado de Artemisia, el mismo que lo había llevado por la playa hasta el batel donde le esperaba ella. El esclavo venía descalzo, vestía tan sólo una túnica corta y, según le informó Melobio, la única arma que le habían encontrado era un puñal al cinto.

—Dice que es un desertor jonio —añadió el general—. Quiere hablar contigo. Asegura que trae un mensaje importante.

—¿Cuál?

—Lo ignoro. Ya te he dicho que sólo quiere hablar contigo.

Temístocles detectó un dejo de irritación en la voz del general. Le clavó los ojos sin parpadear hasta que Melobio no tuvo más remedio que apartar la vista. Recuerda cuál es tu sitio, le había dicho Temístocles con aquella mirada.

Melobio le debía mucho. Si había sido elegido como general era gracias a las influencias de Temístocles en la tribu Leóntide; en particular en los demos del sur, cerca del distrito minero, que prácticamente comían en su mano. Además, cuando concluyese su generalato, se había comprometido a pagarle a Melobio las deudas de juego: ocho mil trescientas dracmas de pérdidas que había acumulado apostando a los caballos y jugando a los dados en la mitad de los garitos del Pireo.

Temístocles procuraba no abusar de la situación, consciente de que un hombre que debe un favor es un hombre resentido. Delante de todo el mundo se mostraba respetuoso con él, como si de verdad fuese Melobio quien mandara el contingente de la tribu, y tenía la delicadeza de no mencionarle nunca la obligación que los unía.

No hacía falta recordarle a Melobio que si Temístocles le retiraba su protección, sus acreedores volverían a enviarle a los matones del Pireo. La primera vez le habían propinado tal paliza que le hundieron dos costillas, y para despedirse le cortaron los dedos meñique y anular de la mano izquierda, los mismos que Melobio aseguraba haber perdido aserrando un tablón en su casa. «La próxima vez te tiraremos a un horno de carbonero», lo amenazaron cuando lo dejaron tirado en un callejón que daba a los cobertizos de Muniquia.

Lo que ignoraba Melobio, y mejor que siguiera ignorándolo, era que a esos matones los había contratado Temístocles. La amputación de los dos dedos era un exceso que había deplorado y por el que descontó a los sicarios cinco dracmas. Aunque, siendo ecuánimes, tampoco había que rasgarse la túnica por ello. Melobio todavía podía embrazar el escudo con los otros tres dedos y, por otra parte, era un noble rentista que no había trabajado con las manos en su vida.

Temístocles se encaró con el esclavo de Artemisia. Ahora que lo veía más de cerca, comprobó que era joven y bien parecido. Le miraba a los ojos sin agachar la cabeza, con el aplomo de quien sabe o cree que tiene una misión importante que cumplir. No dio muestras de reconocerlo, y él decidió seguirle el juego.

—Yo soy Temístocles, hijo de Neocles, del demo de Frear. ¿Es a mí a quien buscas?

—Sí, señor.

—¿Cuál es esa información que traes y que sólo quieres revelarme a mí?

—Los persas están dividiendo sus fuerzas. Ahora mismo están embarcando ya a la tercera parte de la infantería y a casi toda la caballería.

—¿Qué pretenden con eso?

—Se han enterado de que los espartanos no llegarán al menos hasta dentro de dos o tres días. Por eso, han decidido atacar y destruir Atenas antes de que aparezcan.

Temístocles se acarició la barbilla. Hasta ahora, sobre los persas pendía la amenaza de que los espartanos pudieran llegar en cualquier momento. Probablemente, era esa amenaza la que impedía a Datis tomar ninguna decisión y la que había mantenido la situación estancada durante aquellos cinco días. Pero ahora, si el criado de Artemisia tenía razón, el general persa sabía que podía contar con un par de días de margen sin tener que enfrentarse a los espartanos. En cuanto a cómo había recibido esa información, para Temístocles resultaba obvio.

Esa misma mañana, mientras Arístides y Melobio efectuaban el relevo del mando, alguien había señalado al Agrélico. El sol se acababa de levantar, y en la ladera del monte, casi en su cima, su luz había arrancado un reflejo de algo que parecía metálico. Durante un instante Temístocles pensó que se trataba de un brillo aislado, un relumbre en el yelmo o la punta de la lanza de algún explorador.

Pero el destello se repitió varias veces, y era evidente que seguía un patrón, aunque nadie de los que lo estaban viendo reconoció aquel código. Temístocles ordenó que alguien del batallón subiera al monte a investigar. Sus hombres aún no habían llegado al pie de la ladera cuando la secuencia de reflejos se interrumpió. Tal vez la persona que enviaba las señales había visto a los soldados que trepaban al Agrélico y se había asustado. O más bien, como se temía Temístocles, ya había terminado de transmitir su mensaje.

Como fuere, cincuenta hombres de la Leóntide habían estado media mañana rastreando el monte.

Por fin, Euforión apareció ante Temístocles, jadeante y lleno de arañazos, y le enseñó lo que había encontrado boca abajo y escondido entre unas zarzas. Era un escudo votivo, de menor diámetro y más plano que uno de guerra, y su superficie de bronce, lisa y bruñida, reflejaba las imágenes casi como un espejo.

—Algún hijoputa ha utilizado esta mierda para hacer señales —dijo el Nervios, que con el esfuerzo de recuperar el resuello casi se había olvidado de sus tics.

En aquel momento, Temístocles había sospechado que el mensaje del espía tenía que ver con Esparta, las fiestas carneas y el plenilunio, pues era la única información realmente comprometida que se podía filtrar a los persas. Pero ahora, tras oír al esclavo de Artemisia, ya no sospechaba.

Estaba seguro. Alguien en sus propias filas los había traicionado.

No tenía sentido lamentarse por ello. Lo importante ahora era ponerse bajo la piel de Datis. ¿Qué decisión tomaría él si fuera el general enemigo? Datis ya sabía que durante un par de días sólo tendría que contar con los diez mil atenienses, a los que casi triplicaba en número, sin preocuparse por los espartanos. Aun así, seguiría sin querer atacarlos de frente en la zona de piedemonte, donde los atenienses estaban protegidos por la abatida de pinos y por las irregularidades del terreno. Aunque acabase venciendo, lo más probable era que perdiese muchos efectivos en el empeño.

¿Qué podía hacer para sacar a los atenienses de su guarida? Actuar como un cazador y buscar su verdadera madriguera, el lugar donde se escondían sus crías. Si no tenía que enfrentarse a la vez a atenienses y espartanos, Datis disponía de tropas de sobra para dejar una parte en Maratón y despachar otra con la flota para tomar Atenas.

Si fuéramos los dueños del mar, esto no ocurriría, se repitió una vez más Temístocles, rechinando los dientes. Pero eso era algo que se debería arreglar en el futuro. En ese instante, la cuestión era: ¿qué iban a hacer ellos? Aquella situación superaba claramente a Melobio, y Temístocles no era general ni tenía el grado ni el ascendiente necesario para manejarla con los demás estrategos, así que ordenó a un soldado que fuera a despertar a Milcíades.

—Dile que se reúna con nosotros en el claro del olivar, junto al templete.

Milcíades llegó al claro poco después que ellos, acompañado de su hijo. Cimón se las había arreglado para perfumarse y peinarse sus largas trenzas en un periquete, mientras que Milcíades venía con cara de pocos amigos, el pelo revuelto y bolsas en los ojos. Pero cuando Temístocles le explicó lo que pasaba, el general se espabiló al instante y se encaró con el esclavo.

—¿Quién te envía?

—Los jonios, señor.

—¿Los jonios? Sé un poco más explícito. ¿Quién en particular?

—No puedo decir nada más, señor.

Milcíades se giró de medio lado y luego, sin previo aviso, le soltó un revés. Aunque el esclavo era alto y musculoso, Milcíades tenía tanta fuerza que lo hizo trastabillar y casi lo derribó. El joven se enderezó, se llevó la mano al labio partido y miró con rencor al general, pero no dijo nada.

Temístocles tomó del brazo a Milcíades y le pidió que hiciera un aparte con él.

—Creo que su información es buena —le dijo, mirando de reojo al desertor, que seguía rodeado por los hombres de Melobio. Éste, con buen criterio, se mantenía a cierta distancia para dejar que Temístocles y Milcíades hablaran a solas.

—Preferiría algo más seguro que tu creencia.

—Hay que actuar rápido, Milcíades. Si los persas están enviando un tercio de su ejército y su flota a Atenas, llegarán allí antes del atardecer.

—¿Y por qué mandarían tan sólo una parte?

—Si los enviaran a todos y abandonaran su campamento en Maratón, nosotros volveríamos a marchas forzadas a Atenas. Ellos se encontrarían por delante con una singladura de casi ciento veinte kilómetros, primero navegando hacia el sur y luego hacia el noroeste. Nosotros tendríamos que recorrer cuarenta kilómetros a pie para alcanzar la ciudad antes que ellos e impedir su desembarco. Supongo que podríamos llegar a tiempo. Pero si ellos dejan la mitad de su ejército aquí…

—No podríamos marcharnos alegremente por el camino de Atenas dejando a todos esos persas a nuestra retaguardia —completó Milcíades, y sacudió la cabeza.

—Tenemos que decidir qué hacemos, y rápido —dijo Temístocles.

—Lo primero es que convenzas a tu amigo Melobio de que me ceda a mí el mando. Esto le viene demasiado grande.

Temístocles asintió.

—Cuenta con ello.

—Y lo segundo —prosiguió Milcíades— es comprobar que la información es buena. Si se trata de una trampa para hacernos salir de nuestras posiciones, vamos a estar bien jodidos. Así que voy a averiguar quién ha enviado a ese esclavo aunque tenga que arrancarle las uñas de cuajo.

Temístocles decidió alejarse de allí. Quería comprobar algo en persona y, además, prefería no estar delante cuando torturaran al esclavo. Al hacerlo, Milcíades no dejaba de seguir una costumbre ateniense. En los juicios contra ciudadanos, cuando un esclavo declaraba a favor o en contra de su amo, su testimonio no se aceptaba si no era bajo tormento. La idea era que, siendo los esclavos mendaces por naturaleza, sólo el dolor les podía arrancar la verdad.

Temístocles mismo se había visto en una de esas situaciones el año de su arcontado, cuando un sicofanta lo denunció por irregularidades en las minas de plata que tenía arrendadas en el Laurión.

Grilo, su administrador, había testificado a su favor, pero sólo después de que lo azotaran con un haz de verdascas y le estrujaran los dedos con empulgueras. Por supuesto, Temístocles le había garantizado una sustanciosa recompensa y, un par de años más tarde, cuando el asunto ya estaba casi olvidado, le concedió a Grilo la libertad.

Ahora, mientras volvía al sector donde estaba acantonada su tribu, Temístocles se acordó de nuevo del juicio. En una visita a las minas, para cerciorarse de que las cuentas estaban en regla, fue cuando se produjo el derrumbamiento de aquella galería. Sacaron de entre los escombros quince cadáveres y a un hombre que, milagrosamente, seguía vivo. Sicino.

Desde entonces, Temístocles había liquidado los negocios de la familia en las minas, aun a costa de malvender y perder dinero. No quería más juicios y, sobre todo, no quería sufrir pesadillas pensando en aquellos hombres que trabajaban reptando por las entrañas de la tierra y se arriesgaban a una muerte tan espantosa.

—¡Espera, Temístocles! —le dijo Cimón, corriendo tras él—. ¿Adónde vas?

—Hay otras formas de verificar si la información que ha traído ese desertor es auténtica.

—Te acompaño.

Esta vez Temístocles sí despertó a Sicino, y también ordenó a diez soldados más que los escoltaran; el traidor que había hecho las señales con el escudo podía seguir emboscado entre la espesura. Treparon por la falda del monte. Cuando Temístocles decidió que había llegado a un buen punto de observación, a unos cien metros sobre la llanura, los demás estaban jadeando.

—Estás en buena forma, Temístocles —reconoció Cimón, que a pesar de ser un atleta también resollaba ligeramente.

Temístocles pensó un instante en ello, y se dio cuenta de que no eran sus piernas las que habían subido la ladera, sino su mente. Estaba preocupado, excitado, y a la vez, extrañamente vivo. Es la ambrosía del poder, se dijo. La misma que allí en las cumbres del Olimpo debía degustar el padre Zeus y que deshacía el cansancio de sus miembros.

—La dioptra, Sicino —pidió, extendiendo la mano.

A simple vista era difícil adivinar nada. El campamento persa, a casi cuatro kilómetros de allí, se veía como todas las noches, un enjambre de luces dispersas entre masas de oscuridad. Bajo la luz de la luna, las naves fondeadas eran manchas más oscuras sobre el gris plateado del mar.

Al mirar por la dioptra, sintió el habitual desconcierto por verlo todo cabeza abajo. Después, tras acostumbrarse, enfocó el tubo a los barcos anclados, ya que le había parecido intuir movimiento. Sí, había botes y lanchas maniobrando entre ellos. ¿A oscuras, y a esas horas? Volvió la dioptra hacia la playa. Había una zona de arena más blanca, donde las figuras se perfilaban mejor. Allí también se estaban produciendo movimientos.

En ese momento una nube tapó la luna. Su luz ya era lo bastante tenue como para además prescindir de ella.

—¡Maldita sea!

—Déjame mirar a mí —pidió Cimón.

Normalmente, los demás eran tan reacios a asomar el ojo a aquel artefacto como Temístocles a prestarlo. Aun así, se lo tendió. Ten cuidado, estuvo a punto de decir, pero pensó que era un consejo inútil y que seguramente irritaría al joven eupátrida.

—¡Por Hécate! —exclamó Cimón—. ¡El suelo está arriba y el cielo está abajo!

—Es cuestión de acostumbrarse.

—No. Mejor haré otra cosa.

Cimón le devolvió la dioptra. Luego, para sorpresa de Temístocles y de los demás, se acercó a un pino del que salía casi en ángulo recto una gruesa rama, dio un salto para colgarse de ella con las manos, se izó a pulso, se dio la vuelta en el aire sobre sí mismo, enganchó las corvas en la rama y se quedó colgando cabeza abajo.

—¡Pásame eso! Ahora sí que Temístocles no pudo evitar pedirle que tuviera cuidado. En aquella postura acrobática, Cimón se llevó la dioptra al ojo. Por fortuna, en ese momento, la nube que había velado la luna pasó de largo.

—¡Esto es increíble, Temístocles! —exclamó el joven, en tono entusiasmado—. ¿Quién fabricó esta maravilla, el propio Hefesto?

—Mira a los barcos varados en la orilla y dime qué ves.

—Espera un momento. Qué mareo, esto se mueve muy rápido… ¡Sí, ya los veo! Durante unos segundos, Cimón no dijo nada, mientras los demás miraban la extraña estampa que componía colgado boca abajo y con la túnica vuelta sobre la cintura. El joven no llevaba taparrabo.

Para los griegos, que se desnudaban con tanta naturalidad como se rascaban, era una visión más que habitual. Pero Sicino apartó la mirada, y Temístocles sonrió al verlo. Había dos cosas a las que los bárbaros no se acostumbraban: a la libertad y a la contemplación de sus propios cuerpos.

Cimón le devolvió la dioptra a Temístocles, y después se descolgó girando sobre sus hombros.

—El esclavo está contando la verdad —dijo Cimón tras posarse en el suelo—. Los persas están embarcando los caballos.

—Pues vamos a decírselo a tu padre antes de que despelleje a ese pobre infeliz.

Cuando volvieron al olivar ya era demasiado tarde. Milcíades se había empeñado en averiguar quién estaba detrás del chivatazo, pero el desertor se negaba a confesarlo. Al principio, el general había dejado el interrogatorio en manos de los soldados, pero después se impacientó y golpeó al esclavo mientras sus hombres lo sujetaban. Alguno de sus puñetazos debió de ser tan fuerte que le había reventado una víscera. Ahora, el joven yacía exánime en el suelo, con la cara vuelta sobre un charco de su propia sangre.

Temístocles se preguntó qué tipo de lealtad inspiraba Artemisia en sus sirvientes para que prefiriesen morir a golpes antes que revelar su nombre, y pensó que, en verdad, sería mejor no encontrarse con ella en el campo de batalla.

—¿Quién demonios nos ha informado? —maldecía Milcíades, mientras se frotaba los nudillos doloridos.

Temístocles sopesó un segundo la posibilidad de hablarle de Artemisia. Pero nadie iba a ganar demasiado con esa revelación, mientras que él podía guardarse un dado trucado para el futuro si se lo callaba.

—Puede haber traidores entre ellos, como los hay entre nosotros —respondió—. Lo importante es que el informe de ese desertor era cierto. Los persas están cargando las naves y embarcando a la caballería.

Durante unos segundos, Milcíades paseó arriba y abajo del claro, con las manos entrelazadas a la espalda. Después pareció darse cuenta de algo y, señalando al cadáver, ordenó:

—Sacad eso de aquí. Está contaminando el santuario. —Y dirigiéndose a Temístocles, preguntó—: ¿Y ahora qué hacemos? Para sorpresa de Temístocles, Cimón se le adelantó.

—Está claro, padre. Tenemos que aprovechar para presentar batalla a los persas.

—¿A cuáles? ¿A los que se van o a los que se quedan? ¡Esperad! Lo que he dicho es absurdo.

Por supuesto que a los que se quedan… —Milcíades se mordisqueó el bigote, y luego se volvió hacia Temístocles—. ¿A cuántos hombres nos enfrentaríamos? Temístocles calculó rápidamente.

—Si la información de ese desertor era precisa, a quince o dieciséis mil.

—Aún hay un persa y medio por cada uno de nuestros hoplitas.

—Pero sin caballería. Eso sería una gran ventaja.

—Si es una trampa y salimos a la llanura, nos tendrán bien cogidos.

—Temístocles meneó la cabeza.

—No es ninguna trampa. Creo entender lo que está pensando Datis. Al enviar los barcos contra Atenas, nos está ofreciendo una alternativa diabólica. Él supondrá que acudiremos en auxilio de nuestra ciudad, y usará el resto de sus tropas para atacarnos por la espalda.

—Brrrr —resopló Milcíades, mesándose el cabello—. Un ejército de hoplitas no está preparado para protegerse en columna de marcha, y menos si los enemigos tienen arqueros. Convertirían nuestro regreso en un infierno.

Temístocles asintió. Conocía a algunos supervivientes de la campaña de Sardes. Cuando arrasaron la ciudad, se las prometían muy felices. Pero después, durante la retirada, un ejército persa los persiguió, y sus soldados, más ligeros de impedimenta que los griegos, los estuvieron hostigando con sus flechas y sus emboscadas hasta el mar. Cuando llegaron a Éfeso, los aliados habían perdido en el camino a más de la mitad de sus hombres, muertos o esclavizados.

Un precedente poco halagüeño, sin duda.

—¡Por eso tenemos que atacar primero, padre! —insistió Cimón—. Salir de nuestra posición, embestir de frente a los persas y derrotarlos.

—Y luego, ¿qué? ¿Regresar corriendo a Atenas para llegar allí antes que el resto de los persas?

—Me temo que no nos queda otro remedio —dijo Temístocles.

—Cuarenta kilómetros a marchas forzadas después de una batalla que lo más probable es que perdamos.

—El viejo león sonrió y enseñó sus dientes grandes y cuadrados—. Si lo conseguimos, estoy deseando ver qué cara ponen los espartanos.

Mientras los generales y el polemarca discutían en la tienda, Temístocles esperaba fuera. Por veto expreso de Jantipo, Arístides y otro par de estrategos, los taxiarcas no habían sido admitidos en la reunión.

—No te engañes, amigo, no es por nosotros —le dijo Cinégiro—. Los demás taxiarcas no les importamos. Es por ti. No quieren que estés presente y acabes manejándolos a todos.

—Espero que Milcíades se las arregle solo —dijo Temístocles, preocupado. Lo más probable era que el traidor responsable de las señales luminosas estuviese en esa tienda. Megacles, el Alcmeónida, era para él el candidato obvio. El propio Clístenes le había prevenido contra su clan.

—Puedes estar tranquilo. Si se empeñan en votar en su contra, se liará a puñetazos con todos juntos hasta que le den la razón.

Es muy capaz, pensó Temístocles, recordando el trazo de sangre que había dejado en el suelo el esclavo de Artemisia cuando lo sacaron a rastras del claro.

Las sombras fantasmales de los árboles apuntaban hacia el este. Temístocles levantó la mirada.

La luna empezaba ya a bajar hacia el Agrélico, pero Arturo, que en aquellas fechas salía poco antes que el sol, aún no había asomado. Debían quedar dos horas para el amanecer. Era la hora más fresca de la noche y los perros del campamento aullaban como si intuyeran lo que se avecinaba. En el cielo seguía habiendo nubes que pasaban cada vez más rápidas, oscuras como una jauría de lobos a la caza. Temístocles se imaginó al gélido Bóreas rugiendo en las alturas, por encima de donde vuelan las águilas, esperando a que llegara el invierno y el padre Zeus le diera permiso para bajar a tierra y azotar la llanura.

Sobre la tienda de los generales, el estandarte de lino con la lechuza de Atenea, que durante el día había colgado mustio, ahora empezaba a flamear tímidamente. Cuando Temístocles espiaba el campamento persa, se había fijado en que sobre el pabellón azul de Datis ondeaba una enorme bandera, aunque apenas soplara brisa. Debía ser de seda, aquel tejido tan ligero y sutil como un sueño y tan caro como si estuviera fabricado de hilos de plata.

—Concédenos la batalla y la victoria, ¡oh, Ártemis! —murmuró, mirando a la luna—, y te prometo que mi propia esposa te bordará en seda un estandarte digno de ti.

Al ver que la lechuza seguía formando ondas en el aire, Temístocles se chupó el dedo y lo puso en alto. Como se temía, se había levantado viento del norte, el etesio normal en aquella época del año. Aunque no soplara muy fuerte, ayudaría a que las naves persas llegaran antes al cabo del Sunión. Una vez doblado éste, probablemente se encontrarían con otro viento local de componente sur que los impulsaría hasta Atenas, o que al menos no los frenaría, pues el régimen de brisas y vientos en la parte occidental del Ática era muy peculiar.

Tenían que darse prisa.

—Haremos una cosa, Cinégiro —dijo, volviéndose a su amigo—. Vamos a despertar a los hombres ahora mismo. Que desayunen ligero, y que tengan todas las armas a mano.

—¿Y si los generales deciden no plantar batalla? —objetó otro taxiarca. Pero Cinégiro asintió.

—Haremos lo que dice Temístocles. En el peor de los casos, los soldados se acordarán de nuestras madres por despertarlos aún de noche. Y si todo va bien, estarán preparados a tiempo.

Mientras todo el campamento se despertaba con una mezcla de aprensión, malhumor y excitación, los generales seguían debatiendo. Las voces eran ya tan destempladas que sus palabras se distinguían perfectamente; sobre todo cuando era Milcíades quien las pronunciaba.

—¡Vamos, barbilindo! —exclamó. Debía referirse a Calímaco. El polemarco tenía la barba tan poco poblada que prefería rasurársela con una navaja—. ¡Tienes que decidirte ya! ¡Vota a favor o vota en contra!

—Ésa no es mi función —se oyó la débil protesta de Calímaco—. Yo estoy aquí para asegurar el favor de…

—¡Vota de una puta vez, maldita sea! Algunos taxiarcas se miraron escandalizados, mientras Cinégiro se tapaba la boca con la mano para contener una carcajada. Las voces de los generales volvieron a convertirse en un difuso runrún, y luego se oyó un aullido de alegría.

El inconfundible rugido del león.

La puerta de la tienda se abrió a un lado, y el corpachón de Milcíades apareció en ella. Se fue derecho hacia Temístocles y su hijo y los estrechó a cada uno con un brazo, levantándolos del suelo en un apretón digno de un oso.

—¡Poneos las armas! ¡Vamos a la batalla!