Istmo de Corinto, 12 días antes
(17 de julio)

Macedonia: 6.000 hoplitas y 1.500 de caballería

Tesalia: 4.000 hoplitas y 3.000 de caballería

Corcira: 1.000 hoplitas y 60 barcos

Sicilia: 20.000 hoplitas y 200 barcos

Argos: 6.000 hoplitas y 10 barcos

Creta: 3.000 arqueros y 40 barcos

Tebas: 7.000 hoplitas

Temístocles volvió a mirar con tristeza los nombres que había tachado de aquella lista que amenazaba con reducirse cada vez más, la de los estados griegos que habían jurado defender su libertad contra el invasor.

Dos años antes había llegado a Grecia la noticia de que los ingenieros de Jerjes estaban excavando la península del monte Atos para atravesarla con su flota sin tener que afrontar sus tormentas y sus traicioneras corrientes. Un canal de más de dos kilómetros de longitud y treinta metros de anchura por el que podrían pasar dos y hasta tres trirremes a la vez. Se trataba de una obra de tal audacia y magnitud que hasta los más escépticos se convencieron por fin de que el Gran Rey, pese al fracaso anterior de su padre, estaba decidido a invadir Grecia con todos sus recursos.

El miedo a los persas había surtido efecto. Gracias sobre todo a las gestiones del propio Temístocles y del rey Leónidas, se había pactado una tregua general entre todas las ciudades griegas y constituido la Alianza Helénica.

En aquel momento, Temístocles enumeró una lista con todos los estados griegos que podrían participar en la Alianza. Al principio llegó a sentirse optimista, porque las fuerzas que muchos de ellos prometían eran sustanciales. Pero el rey Alejandro de Macedonia fue el primero en borrarse de su catálogo. Su embajador se había reunido con Temístocles y, hecho un mar de lágrimas, le dijo:

—Debes comprendernos. Tenemos a los persas prácticamente en nuestras fronteras. El nuestro es el primer país que arrasarán si no cedemos.

Temístocles no se sintió demasiado decepcionado, porque se lo esperaba. Alejandro, si bien resultaba un hombre culto y un anfitrión encantador y se llamaba a sí mismo «filoateniense», era también un intrigante y un ventajista que tenía muy claro cuál era el caballo favorito en aquella carrera. Y, aunque ante los griegos lo negaba, llevaba años siendo prácticamente un vasallo de Darío, primero, y luego de su hijo Jerjes.

La siguiente en hacer defección de la causa común había sido la vasta región de Tesalia, cuna de caballos. Unos meses antes, al principio de la primavera, la Alianza había decidido enviar una expedición a la frontera entre Tesalia y Macedonia para comprobar si se podía frenar el avance de Jerjes en el valle del Tempe, un estrecho paso entre el mar y el Olimpo donde una fuerza reducida podría detener a otra muy superior. Pero los tesalios también les habían fallado, el pequeño ejército de avanzada se había tenido que retirar y el prestigio de Temístocles había sufrido cierto menoscabo. Lo que era peor, había tenido que tachar de su lista a los tres mil jinetes tesalios, la única caballería digna de tal nombre que existía en Grecia y que probablemente se uniría a las fuerzas del invasor.

Y ahora, viendo los gestos culpables de algunos embajadores, mucho se temía que iba a tachar más nombres y cifras de su lista.

Se habían reunido a pocos kilómetros de Corinto, junto al templo de Poseidón. Al fundar la Alianza, se había decidido que aquél era el lugar más apropiado para celebrar los consejos. Se trataba de un santuario panhelénico en el que atletas de toda Grecia se reunían cada dos años para competir en los Juegos Ístmicos, y además estaba bien situado, en el cruce entre el Peloponeso y la Grecia central. Allí, en un edificio circular aledaño al gran templo, se encontraban ahora los representantes de las ciudades que se habían juramentado para no rendirse ante los persas.

Aparte de Atenas y los remisos tebanos, la mayoría de los miembros de la Alianza eran ciudades del Peloponeso, al sur del Istmo. Eso explicaba que fueran reacios a alejarse de su tierra para enfrentarse a los persas en el norte de Grecia. Precisamente la táctica que Temístocles había sugerido desde el principio para mantener a los persas lo más apartados posibles de Atenas y salvar su ciudad.

Ahora que la opción de Tesalia había fracasado, sólo se le ocurría otra que ya había debatido en privado con Leónidas. Sin embargo, aún no era momento de discutir de estrategia con los consejeros de la Alianza. Primero debían saber si todos los que estaban allí seguían siendo fieles a ella o si sus ánimos flaqueaban. El Gran Rey ya estaba en Europa, acercándose a Macedonia, si es que no había entrado en ella. Su presencia se cernía sobre la Hélade como una enorme nube, un ominoso yunque negro que flotaba sobre el horizonte norte, y el Espanto y el Terror, los hijos del dios de la guerra, eran los heraldos de su llegada. Un terror que encogía los corazones y hacía temblar las piernas y soltar los escudos.

Muchos pesimistas recordaban el destino de Mileto, la ciudad más próspera de Jonia, la ciudad del gran sabio Tales y su discípulo Anaximandro, que había sido arrasada y esclavizada. Lo mismo que le había sucedido a Eretria, como podía atestiguar su representante en la Alianza. Los escasos supervivientes se habían refugiado en las montañas para reinstalarse después entre las ruinas, y ahora tan sólo podían aportar a la Alianza un puñado de barcos destartalados y poco más de doscientos hoplitas.

Otros traían a colación la drástica decisión que habían tomado los habitantes de la ciudad jonia de Focea cuando los persas iban a conquistarla. Antes de que asaltaran su muralla, tomaron a sus mujeres y a sus hijos, cargaron en sus naves todos los bienes que podían transportar, evacuaron la ciudad y se dirigieron al oeste. Tras un épico viaje de miles de kilómetros, se habían instalado en la boscosa isla de Córcega. «Los focenses fueron sabios», decían esos agoreros. «No hay victoria posible contra el Rey de Reyes».

Tal vez no había que olvidar el ejemplo de Focea, pensó Temístocles. Si la situación se torcía mucho, quizá la gran flota que se estaba terminando de construir en los arsenales del Pireo acabase siendo no de combate, sino de evacuación. Él mismo conocía buenos lugares en Italia y sus islas donde los atenienses podrían sembrar colonias.

No, se dijo cerrando los puños y clavándose en las palmas las mismas uñas que los persas le habían arrancado. Le había dicho a Jerjes a la cara que iba a detenerlo. Ni la rendición ni la huida eran opciones posibles. Él, el hijo de Neocles, no iba a consentir que los persas incendiaran Atenas como habían hecho con Eretria.

Mientras se hacía el propósito de no dar un paso atrás, el enviado de los cretenses tomó la palabra.

—El oráculo de Delfos nos ha dicho que no debemos participar dijo. La primera rata en abandonar la sentina, pensó Temístocles.

La reunión la presidía Leónidas. En los diez años que habían pasado desde Maratón no había cambiado demasiado. Tal vez tenía los hombros algo más caídos, aunque no menos macizos, y se veían más hebras blancas en su cabello y en su barba. Si había alguien, aparte de Temístocles, que había dejado bien claro que jamás se rendiría a los persas ni se arrodillaría ante Jerjes, ése era Leónidas.

El problema era que en Esparta había otro rey, y un colegio de cinco éforos que los controlaba a ambos. Aunque llevase corona, Leónidas no tenía el poder de decisión de Jerjes.

—¿Puedo preguntarte la razón? —preguntó Leónidas al cretense, levantándose de la grada donde estaba sentado y acercándose a él.

El embajador retrocedió un paso, pero no se dejó intimidar.

—El oráculo se nos ha otorgado sólo a nosotros, pero, a pesar de todo, te diré el motivo que nos ha dado el dios. Ya os apoyamos en el pasado, cuando vuestro rey Menelao nos pidió que le ayudáramos a recuperar a su esposa Helena, y ¿qué provecho sacamos nosotros de la guerra contra Troya? ¡Ninguno! Así que Apolo nos recomienda que nos metamos en los asuntos de nuestra isla y nos abstengamos de participar en más campañas con los demás griegos. Os deseo buena suerte en vuestra guerra —añadió dirigiéndose a todos—. Pero, si seguís mi consejo, entregad el agua y la tierra. El yugo persa puede ser duro, pero es preferible a la muerte.

El cretense se marchó sin esperar respuesta. Tal vez a él mismo le resultaba tan poco convincente el argumento de una guerra librada setecientos años antes, que le daba vergüenza defenderlo.

Temístocles tachó con pena los cuarenta barcos y los tres mil arqueros. Éstos, los más afamados de Grecia, habrían sido muy útiles para contrarrestar a los persas. Pero el miedo era libre, y los cretenses no hacían más que seguir el dictado de una cancioncilla que corría por todas las ciudades griegas y que atribuían a Teognis: Bebamos y propiciemos a los dioses con nuestras libaciones, hagamos chistes y no pensemos en la guerra de los persas. Es mejor vivir en el placer, con corazón alegre y sin temor a las funestas Keres.

—Antes de seguir —dijo Leónidas, poniendo los brazos en jarras—, quiero saber si alguien más va a echarse atrás.

Nadie contestó todavía.

Había allí cerca de cien personas entre embajadores, magistrados diversos, asistentes y escribas que debían tomar nota de las decisiones adoptadas. Aquel aledaño del templo era pequeño y de techo bajo, y aunque acababa de amanecer y tenían las puertas abiertas ya empezaba a hacer calor ahí dentro. Temístocles, sentado en primera fila, apoyó las palmas de las manos en las rodillas y procuró no moverse para no romper a sudar.

A su izquierda estaba Cimón, invitado por ser el hijo de Milcíades, a quien todo el mundo consideraba oficialmente el vencedor de Maratón. A su derecha se sentaban otros dos generales, Leócrates y Andrónico. Se había acordado que no intervinieran: ya que Atenas contaba con un solo voto en el consejo de la Alianza, debía hablar también con una sola voz. Por ese motivo, la asamblea del pueblo había aprobado un decreto extraordinario mediante el cual se nombraba a Temístocles general autocrátor durante lo que quedaba de año. Eso le daba derecho a presidir la junta de generales, a tomar la palabra el primero ante la asamblea y el consejo, y a hablar y negociar en nombre de Atenas ante la Alianza Helénica.

Por supuesto, Temístocles no había cometido la torpeza de presentar él mismo la moción. En su lugar lo había hecho Arifrón, el joven eupátrida que se había acobardado antes de la batalla de Maratón y luego, durante ella, se había comportado con extraordinaria bravura. Desde entonces, era un ferviente partidario de Temístocles, y bastó una sugerencia de éste para que presentara el decreto como si fuera iniciativa suya. Eso le había ganado a Temístocles unos cuantos votos más entre los nobles, lo que, sumado a los que de por sí tenía entre el pueblo, lo había convertido, no sólo de hecho, sino también por ley, en el primer ciudadano. Su voz era ahora la voz de Atenas, y en su mano estaba su voto.

Leónidas se volvió hacia el enviado de Siracusa, la ciudad más importante de Sicilia. Como para demostrar a los demás que la reputación de prosperidad de la isla no era inmerecida, el embajador traía una túnica de finísimo lino, un manto de la mejor lana con ribetes de púrpura, gruesas ajorcas y collares de oro, y anillos con gemas de colores en todos sus dedos.

—¿Qué nos dicen los siracusanos? —dijo Leónidas—. ¿Vosotros también nos traéis malas noticias?

—No tienen por qué serlas si eres razonable, rey Leónidas —contestó el embajador, en un dialecto dorio muy similar al del espartano—. La oferta de mi señor el rey Gelón sigue en pie.

—El tirano Gelón —susurró Cimón.

—Fingiremos creer que es un rey legítimo —respondió Temístocles. Mientras, Leónidas estaba respondiendo al siciliano.

—La Alianza no le va a entregar el mando de las operaciones a Gelón, si es a lo que te refieres.

Aquí no hemos venido a hacer cambalaches, sino a deliberar la mejor forma de vencer a Jerjes.

—Teniendo en cuenta que mi rey os enviaría tantas naves como Atenas asegura tener y el doble de hoplitas que tiene vuestra ciudad, es justo que…

Esparta jamás le dará el mando a Gelón. ¿Está lo bastante claro así?

En privado, Leónidas podía ser un hombre amistoso y paciente. Pero cuando le salía la vena lacedemonia podía mostrarse cortante y tosco como un machete, y si alguien lo sacaba de quicio con argumentos enrevesados acababa citando el refrán espartano: ¿Para qué vamos a discutirlo cuando lo podemos arreglar a puñetazos?

Temístocles suspiró. Él tampoco tenía ningún interés en estar a las órdenes del tirano siciliano.

Según lo que contaban de Gelón, era un personaje no mucho menos megalómano que Jerjes. Pero tachar de su lista doscientos barcos y veinte mil hoplitas no resultaba demasiado alentador.

Entre los demás asistentes debían pensar lo mismo que él, a juzgar por las miradas preocupadas que cruzaron entre ellos. Pero la mayoría representaban a pueblos del Peloponeso que, voluntariamente o por la fuerza, estaban aliados con Esparta desde hacía generaciones y no se atrevían a contradecirla.

Sólo había una ciudad en el Peloponeso que mantenía su independencia de Esparta, y era fácil apreciarlo comprobando la actitud de su embajador. El representante de Argos estaba cruzado de brazos, con la barbilla levantada y el labio superior casi enterrado bajo el inferior. Tras escuchar las palabras de Leónidas, se levantó y abrió los brazos y la boca, pero no por ello bajó la barbilla.

—El orgullo de Esparta os perderá a todos —dijo—. Su empeño en mandar ellos y sólo ellos sobre las tropas de la Alianza es absurdo. Es mucho mejor para todos que haya un mando compartido.

Hubo algunas voces, tímidas y escasas, de apoyo al embajador argivo.

—En la guerra debe haber una sola cabeza. Es mejor el error de uno solo que el posible acierto de muchos —respondió Leónidas—. Los espartanos lo sabemos bien, y por eso mi colega Latíquidas se ha quedado en la ciudad dejando en mis manos el gobierno de esta guerra.

Si luego respaldara las decisiones que tomes aquí, estaría bien, pensó Temístocles. Pero no confiaba en ello. Por lo poco que conocía a Latíquidas, estaba claro que tenía más experiencia en los tejemanejes políticos que Leónidas. Seguro que ahora mismo estaba llevando a cabo sus propias maniobras en Esparta. Sólo había que pensar en cómo había intrigado para que el oráculo de Delfos dictaminase que su antecesor en el cargo, Damarato, era hijo ilegítimo y, por tanto, no podía seguir siendo rey. Ahora Damarato, como tantos otros desterrados y resentidos, formaba parte de la corte de Jerjes. El escándalo se había descubierto un tiempo después y la Pitia implicada había sido expulsada del santuario de Delfos.

Pero el caso era que Latíquidas se había convertido en rey. Cosa que a Temístocles no le hacía la menor gracia. Por su amigo Pausanias, sabía que Latíquidas había dicho durante un banquete: «En el fondo, la guerra contra Persia nos viene bien. Lo mejor que nos puede pasar es que Jerjes destruya Atenas, que es un cáncer para toda Grecia. Seguro que después se aburre y vuelve a su país. ¿Para qué le interesa el Peloponeso?».

—Ya que a Leónidas le gusta hablar claro, yo también lo haré —dijo el embajador argivo—. Si queréis la ayuda del poderoso ejército de Argos, tendréis que concedernos la mitad del mando del ejército de tierra.

El representante de Corinto, Adimanto, un hombre calvo, de mejillas chupadas, mirada de zorro y lengua de víbora, soltó una carcajada.

—¡El poderoso ejército de Argos! ¿Cómo podéis pedir el mando cuando aún no os habéis recuperado de la paliza que os dieron los espartanos hace doce años? Dad gracias de que os hayamos pedido que participéis en esta empresa con los demás. ¡El poderoso ejército de Argos! ¡Ja!

—¡No consentiré que se ofenda a la legítima soberana de todo el Peloponeso! —exclamó el argivo, señalando a Adimanto con un gesto tan brusco que se le resbaló el manto al suelo.

—Los tiempos de Agamenón han pasado, amigo —respondió el corintio—. ¡Ya no asustáis ni a las cabras que os tiráis en el campo! Algunos reprocharon a Adimanto su grosería, pero fueron más los que soltaron la carcajada.

Rojo de furia, el embajador de Argos recogió su manto con un floreo, lanzó una maldición con el pulgar contra el corintio y se retiró, seguido de sus dos acompañantes. El representante de Sicilia aprovechó ese momento para marcharse también.

El siguiente tachón de su lista fue Corcira. La isla, situada frente a las costas de Italia, había prometido contribuir con una flota de sesenta trirremes, un contingente nada despreciable. Pero ahora Leónidas informó a la Alianza de lo que les había revelado un mensajero:

—La flota de Corcira está anclada al sur del Peloponeso y no tiene la menor intención de pasar de allí.

—¿A qué están esperando, si puede saberse? —preguntó Adimanto, con voz llena de rencor.

Corcira era una colonia de Corinto que había crecido mucho y se negaba a aceptar las órdenes de su antigua metrópolis.

—Según ellos, a que amainen los etesios —respondió Leónidas, refiriéndose a los vientos que soplaban del norte durante casi todo el verano.

—¡Valiente excusa! Ni que habláramos del Bóreas. ¿Es que sus naves no tienen remos para navegar contra esa brizna de aire?

—De todas formas, daría igual —dijo Leónidas, encogiéndose de hombros—. Por lo que informó ese mensajero, allí no había sesenta naves ancladas, sino diez como mucho. No —añadió, volviéndose a Temístocles—. Estamos prácticamente solos en esto. Atenas y nosotros, la Liga del Peloponeso.

—¿Es que nosotros no contamos? —preguntó el representante de Tebas, un anciano de largos cabellos blancos.

—Perdóname, ilustre Eurímaco.

—Leónidas agachó la barbilla pidiendo disculpas, pero fue un gesto de apenas medio segundo.

Temístocles repasó mentalmente su lista. Ya eran trescientos veinte barcos y cuarenta mil hoplitas menos de los que había previsto en sus cálculos más optimistas. Sospechaba, además, que no tardarían en producirse nuevas defecciones conforme el ejército de Jerjes se acercase a la Grecia central. Sí, ahora el embajador de Tebas estaba allí haciendo el papel de virgen ofendida, pero todos se temían que los oligarcas que dominaban su ciudad se pasarían al otro bando en cuanto vieran asomar por el horizonte la primera mitra persa.

Si se descuida, pensó Temístocles, Jerjes va a ganar esta guerra sin tener que librar una sola batalla. En todo ello sospechaba más la mano de Mardonio, un militar realista que prefería recurrir a la diplomacia y al dinero cuando era posible, que del propio Jerjes. Agentes más o menos encubiertos recorrían Grecia desde hacía años, sembrando a la vez el temor y la esperanza. Lo primero lo conseguían gracias a truculentas historias sobre torturas orientales —que el propio Temístocles habría podido atestiguar— y a las informaciones sobre la magnitud de un ejército que secaba ríos y agostaba campos a su paso. En cuanto a la esperanza, tal vez más insidiosa, la propagaban diciendo que aquellos que se sometían a Jerjes no vivían tan mal; que, por las buenas, los persas eran unos amos tolerantes; que su gobierno traería más beneficios que perjuicios y que gracias a él Grecia estaría por fin unida, aunque fuera bajo el estandarte alado del Gran Rey.

—Qué decepción se llevaría Jerjes si viera esto —susurró.

—¿Por qué lo dices? —le preguntó Cimón.

—Por nada.

Temístocles se arrepintió de haber hablado. Nadie aparte de Sicino sabía que había estado en presencia del Gran Rey, y prefería que siguiera siendo así. El joven puso gesto ofendido, como hacía siempre que no conseguía una respuesta suya, y se calló. Aún no es tiempo de que lo sepas todo, cachorro de león, pensó Temístocles. El día en que sepas tanto como yo me querrás jubilar.

Una vez que aquellos que ya no creían en la Alianza la abandonaron, había llegado el momento de renovar el pacto. Tras sacrificar un cabrito negro y verter su sangre en el suelo, todos los presentes juraron por los poderes del cielo, la tierra y las aguas y derramaron unas gotas de vino en el suelo.

—¡No rendiremos jamás nuestra libertad a Jerjes! —rugió Leónidas.

—¡Jamás! —contestaron los demás.

—¡Le haremos pagar con sangre cada palmo de tierra que conquiste!

—¡Con sangre!

—¡Todos aquellos pueblos que se han rendido a los persas serán nuestros enemigos, y cuando los derrotemos consagraremos al dios de Delfos la décima parte de todos sus bienes!

—¡Así lo juramos! Después de tan recias palabras, los miembros de la Alianza apuraron el vino de sus cálices.

Temístocles pensó que todo aquello no dejaba de ser una baladronada. Él se conformaba con derrotar a los persas, y a cambio de eso, les perdonaría gustoso aquel diezmo a los entreguistas.

Pero cuando uno se enfrentaba a un enemigo tan superior, hacían falta baladronadas como aquéllas para encender la sangre.

Dejando aparte que le parecía una promesa demasiado generosa para el oráculo de Delfos, que no hacía más que desmoralizar a todas las ciudades de Grecia con sus agoreras predicciones. En ese mismo momento, los enviados atenienses debían estar de regreso con la respuesta del oráculo, y Temístocles no esperaba que fuese demasiado optimista.

Después de tratar ciertos asuntos organizativos, Leónidas anunció un breve descanso. Temístocles salió aliviado del edificio y respiró el aire del exterior. Hacía calor y ya empezaba a sonar el metálico canto de la chicharra, pero, al menos, soplaba la brisa del mar. El templo de Poseidón se hallaba en la parte oriental del Istmo, la que se asomaba al Egeo, a poco más de un kilómetro de la explanada del santuario. Había amanecido un día calinoso, y el horizonte del mar se fundía con el cielo en una vaga y sucia línea blanquecina en la que no se llegaba a distinguir la lejana silueta de la isla de Egina.

—No estés tan preocupado, amigo.

Temístocles se volvió. Era Leónidas.

—¿Por qué dices eso?

—He visto cómo sacabas esa tablilla de cera donde llevas tu lista y te dedicabas a borrar.

—Cada vez somos menos, Leónidas. Y no son tropas ni barcos lo que nos sobra.

—Yo prefiero tener a los enemigos enfrente que a mi espalda. Por lo menos, por delante tengo mi escudo.

Temístocles observó que Cimón se había acercado unos pasos a ellos, con gesto encontradizo.

Decidió hacerle un favor y le indicó con un gesto que se aproximara.

—Leónidas, te presento a Cimón, hijo de Milcíades.

El rey de Esparta sonrió al ver las trenzas y la barba de Cimón. Después le apretó el bíceps, y el joven lo contrajo por reflejo. Podía lucir un brazo más que respetable, con músculos más torneados que los de su padre, aunque Temístocles dudaba que tuviera tanta fuerza como él.

—Serías un buen espartano, Cimón. No sólo las aguas del Eurotas abrevan buenos guerreros, por lo que veo.

—Agradezco tus palabras, Leónidas, pero no creo merecerlas.

—No conocí a tu padre, pero sé que era un gran hombre. Ahora estás con otro —añadió, apretando el hombro de Temístocles—. Aprovecha y procura aprender de él.

Cimón agachó la cabeza con modestia, como habría hecho un joven espartano, y no dijo nada.

—Hay algo más que debo decirte, Temístocles —añadió Leónidas.

Cimón hizo ademán de irse, pero Temístocles lo retuvo agarrándolo del brazo. Pensó que con ese gesto hacía una apuesta para el futuro, ignorando los quebraderos de cabeza que le iba a traer en el presente más inmediato.

—Cimón es de confianza, Leónidas. Puedes hablar delante de él. El rey de Esparta carraspeó.

—Como verás, se ha discutido mucho sobre el mando supremo, y eso nos ha costado dos posibles aliados. Aunque yo jamás habría contado con Argos. —El odio entre Esparta y Argos venía de siglos, así que era comprensible. Temístocles asintió y animó a Leónidas a seguir—. ¿Ves a ese hombre de ahí, el que está al lado de los dos éforos? Temístocles siguió la dirección que le marcaba la barbilla del rey. Los magistrados espartanos estaban conversando con un hombre alto y delgado al que le faltaba la mano izquierda, pero que gesticulaba de forma muy expresiva con el muñón. Debía tener cincuenta años, tal vez más.

—Es Euribíades, un primo de Latíquidas. De una de las familias más ilustres de Esparta. Sus ancestros se remontan a Jasón, y dice que lleva la sal del mar en la sangre.

—Sigue —dijo Temístocles, que empezaba a sospechar.

—Por eso el consejo de ancianos de Esparta ha decidido que es el más adecuado para mandar la flota de la Alianza.

Temístocles enarcó una ceja.

—¿Cuántos barcos pone Esparta?

—Diez. Lo sabes mejor que yo.

—Diez trirremes, mi querido Leónidas. Por cada barco vuestro, nosotros tenemos veinte. ¿No te parece que la pretensión de vuestro consejo es poco razonable, aunque sólo sea por aritmética?

—Lo sé, lo sé. —Leónidas hizo un gesto apaciguador con ambas manos—. Sólo quería avisarte.

Lo mejor es obviar de momento el asunto de quién debe gobernar la flota. Sólo se hablará del mando supremo de Esparta, sin especificar más.

—Eso me parece bien —dijo Temístocles, volviéndose un momento hacia Cimón. La cara del joven era una esfinge.

—Lo que importa ahora es convencer a los aliados de nuestra estrategia —prosiguió Leónidas—. Luego, cuando tú partas al norte con la flota y yo con la infantería, Euribíades tendrá pocos apoyos y aún menos argumentos para disputarte el mando. Pero procura no sacar a colación el asunto ahora.

—De acuerdo.

—Y otra cosa —añadió Leónidas, apretando el hombro de Temístocles—. Es mejor que me dejes a mí el protagonismo, amigo. Cuanto menos llames la atención sobre ti, menos se acordarán mis compatriotas de la cuestión del mando.

Con estas palabras, el rey dio por terminada la conversación y se dirigió al santuario para reanudar la sesión. Temístocles soltó una carcajada y se volvió hacia Cimón.

—¡Y yo que pensaba que Leónidas era poco político! ¿Qué te ha parecido, Cimón?

—Un hombre interesante. —Cimón se quedó unos segundos pensativo. Después sonrió, un gesto que le rejuvenecía mucho—. No te ofendas, Temístocles, pero me encantaría acompañarlo a la guerra en vez de ir con la flota.

—Es posible que puedas hacerlo. Necesitaré un hombre de enlace entre los dos escenarios. Tal vez veas a tus amados espartanos en acción. Venga —añadió, rodeando los hombros de Cimón—. La reunión no ha terminado.

Quedaba hablar de estrategia. Temístocles tenía previsto exponer los planes, pero después de la conversación con Leónidas prefirió limitarse a presentar los hechos y cederle luego la palabra. Sicino, de quien nadie allí salvo Cimón sabía su verdadero origen, entró al santuario cargado con una especie de escudo gigante, tan grande que incluso a él le costaba abarcarlo con ambos brazos. El persa lo depositó en el suelo con un sonoro gong y lo apoyó en una pilastra de modo que todos pudieran verlo. Después retiró el lienzo que lo cubría y salió del recinto.

Para Temístocles estaba claro lo que representaban las sinuosas líneas grabadas en aquel gran disco de bronce. Pero muchos de los asistentes se adelantaron en sus asientos para ver mejor, con gestos de no entender lo que tenían ante sus ojos. Se trataba de un períodos, un contorno de las costas de Grecia y Asia Menor. Era copia de un original en papiro de Hecateo de Mileto, el mismo geógrafo que había dibujado muchos años antes un mapa de toda la tierra. Temístocles poseía otra copia de éste, pero no se le habría ocurrido traerlo a la reunión, pues en ese mapa universal resultaba lastimosamente evidente la pequeñez de Grecia comparada con el Imperio Persa.

—Esta línea quebrada es la costa —explicó ahora Temístocles, señalando con el dedo el litoral de Tesalia—. Lo que está a la izquierda es Grecia, y lo que está a la derecha, el mar —añadió, aunque había ordenado al broncista que grabara peces y delfines en aquella zona para dejar claro que se trataba de agua.

Hubo murmullos de asentimiento, aunque los más ancianos, fuera por la edad o por miopía, no parecían tan convencidos. Temístocles señaló ahora el estrecho de los Dardanelos, entre Asia y Europa.

—Aquí, entre Sesto y Abido, es donde Jerjes hizo tender el puente de barcos. Según informes que parecen veraces, lo atravesó ya hace un mes.

—¿Es verdad que sus tropas estuvieron cruzándolo siete días? —preguntó el representante de Epidauro.

—Me temo que sí.

Ahora el rumor fue de consternación. Temístocles dejó que los consejeros hicieran sus cálculos.

Por supuesto, los demás estaban presuponiendo que el ejército de Jerjes había estado cruzando el puente esos siete días con sus noches, como un interminable río humano. Pero eso era imposible.

Aunque no había vuelto a visitarla desde hacía muchos años, Temístocles conocía bien aquella zona. Dada la escasez de agua potable y la estrechez de los caminos, era imposible que toda la Spada marchase a la vez. Por lo que le habían contado los mercaderes de trigo que viajaban a Egina y a los que habían permitido pasar bajo las secciones desmontables del puente, Jerjes había dividido su ejército en siete cuerpos. Cada uno de ellos había cruzado el puente por separado, en turnos de ocho horas al día, para dejar agua y espacio material al siguiente grupo. Esos siete cuerpos, calculaba Temístocles, formaban en marcha una inmensa serpiente de ciento cincuenta kilómetros de longitud, pero con grandes huecos entre sus secciones. El dato de los siete días y las siete columnas de marcha corroboraba sus cálculos: Jerjes traía entre ciento veinte y ciento cuarenta mil soldados, más todo el séquito de acompañantes. Y la flota aparte, claro.

Era una cifra como para poner los pelos de punta, pero los consejeros de la Alianza ya estaban hablando de millones. Al fin y al cabo, pensó Temístocles, los griegos no acostumbraban a manejar grandes cifras, y no era casualidad que para ellos myrioi, el número diez mil, significara también «innumerables».

No se molestó en sacarlos de su error. Cuanto más invencible creyeran que era el ejército de Jerjes, más fácil sería que se decantaran por una estrategia de contención en tierra y ofensiva en el mar.

—Ahora —dijo—, le cedo la palabra a Leónidas, nuestro jefe supremo.

Se retiró tras saludar con una inclinación de cabeza al rey espartano y volvió a sentarse junto a Cimón. En una reunión anterior, Temístocles había dibujado una versión en miniatura de ese mapa sobre una tabla de arcilla para enseñársela a Leónidas, así que esperaba que ahora se las arreglase.

El rey, en efecto, señaló directamente el triángulo que representaba el monte Olimpo.

—La primera idea fue contener a los persas aquí, entre la montaña y el mar. Pero no era un buen lugar por razones políticas y porque no ofrecía un buen campo de batalla para nuestra flota.

—¡Qué obsesión con la flota! ¡Somos hoplitas! —exclamó el representante de Tegea.

Temístocles pensó que probablemente no había visto el mar en su vida, o al menos hasta esa reunión. Hubo varios representantes de ciudades del interior que jalearon sus palabras, pero Leónidas los acalló levantando la mano.

—Jerjes ha decidido una invasión por tierra y por mar. Nuestra defensa también debe ser anfibia. Si detenemos a los persas al pie del Olimpo, pero ellos desembarcan cincuenta mil hombres más al sur y nos atacan por la espalda, no nos servirá de nada —argumentó Leónidas, señalando todas las maniobras en el mapa.

Nuevos murmullos de asentimiento.

—Ha sido buena idea traer el escudo de bronce —dijo Cimón al oído de Temístocles—. Así todos lo entienden mejor.

—¿Qué te creías, que alguna vez doy puntada sin hilo?

Al ver un gesto fugaz de desagrado en el rostro de Cimón, Temístocles se arrepintió al momento de sus palabras. Jactancia, vanidad. ¿Por qué?

Tú lo sabes de sobra, se dijo. Estás resentido porque te gustaría estar ahí, explicando a todos los griegos la estrategia que has diseñado. Pero no tienes más remedio que permitir que lo haga otro y dejar que te vuelvan a robar el mérito, como en Maratón.

—Por eso —continuó Leónidas—, después de mucho pensar hemos decidido proponeros esto.

Su dedo señaló el extremo noroeste de la isla de Eubea, que parecía clavarse como un espolón en el continente. Allí, en el recodo del golfo de Malea, había un nombre grabado. Thermopylai, las Puertas Calientes.

—Para quienes no habéis estado ahí nunca, como es mi propio caso, os diré lo que me explicó el general Evéneto. Las Termópilas son un paso muy estrecho, con quince metros en su punto más angosto, y, además, están guarnecidos por un viejo muro. A la derecha está el mar y a la izquierda se levanta una montaña de mil metros. Es un cuello de jarrón en el que a los persas no les servirá de nada su número y se quedarán atrancados contra nuestros escudos. —Ahora su dedo señaló un poco más a la derecha, en la propia costa de Eubea, donde un aspa marcaba la posición del cabo Artemisio—. La flota de la Alianza anclará aquí. De ese modo, interceptarán a las naves persas. Da igual que quieran dirigirse al oeste y reunirse con su ejército de tierra como que se les ocurra rodear la isla de Eubea por el este. No pasarán.

Lo segundo era poco recomendable, pensó Temístocles. La costa oriental de Eubea era muy escarpada, sin apenas puertos naturales, y se veía azotada por un viento constante que empujaba a los barcos contra los acantilados. Sin duda quien mandara la flota de Jerjes preferiría evitarla y virar hacia el oeste para seguir en contacto con las tropas de tierra. Además, a esas alturas, los persas se encontrarían ya en territorio enemigo. Por ahora, podían confiar en los depósitos de víveres que habían instalado meses antes en Tracia y en Macedonia. Pero al entrar en Grecia tendrían que vivir del terreno, y para un ejército tan numeroso eso no sería suficiente. Necesitarían los barcos de transporte de la flota como convoy permanente para traerles provisiones desde el norte.

Mientras Leónidas seguía dando razones y contestando preguntas, Temístocles albergaba cada vez más dudas, aunque el plan lo había concebido él.

Sí, las Termópilas eran una gran posición defensiva. Él mismo había pasado por allí dos veces, al ir a Tesalia y al volver, y las alturas del Calídromo le habían parecido una posición inexpugnable para defender el ala izquierda. Seguramente existían otros pasos por la montaña que harían posible flanquear al ejército defensor y aparecer por su retaguardia, pero, por lo que le habían contado los naturales del lugar, era posible defenderlos con contingentes relativamente pequeños. Un ejército de entre quince y veinte mil hombres podía hacerse fuerte allí durante mucho tiempo, y Jerjes empezaría pronto a tener problemas si su flota no podía llevarle suministros.

El problema estaba en Artemisio, donde tenían que detener a esa flota. A Temístocles no le salían las cuentas. Si conseguían terminar a tiempo los cincuenta trirremes que había en los astilleros del Pireo, podrían enfrentarse a los persas con unas trescientas cincuenta naves. Pero según los informes, el Gran Rey tenía al menos seiscientos trirremes de primera, naves fenicias, egipcias, chipriotas y jonias con tripulaciones veteranas. Con toda seguridad, mejor adiestradas que las suyas. ¿Cómo iban a detener a una flota que gozaba de superioridad numérica y técnica, cuando, además, en Artemisio había cerca de catorce kilómetros de mar abierto? Ah, cuánto hubiera dado por tener allí al norte unos estrechos como los de Salamina, que conocía como la palma de su mano. El problema era que el ejército y la flota de Jerjes eran tan numerosos que si dejaban pasar tan sólo a uno de ellos, podía rodearlos y atacarlos desde el sur. Tenían que detenerlos a la vez. La única zona donde coincidían cerca dos cuellos de jarrón, como los había llamado Leónidas, era Termópilas y Artemisio.

Y allí tendrían que combatir, pues ésa fue la decisión de la Alianza. Temístocles estudió los rostros que lo rodeaban. La mayoría de los representantes del Peloponeso habían manifestado desde hacía tiempo que preferían fortificar el Istmo, donde se hallaban reunidos en aquel momento, y aguardar a los persas allí con la esperanza de que Jerjes se contentara con arrasar Atenas. Pero cuando Leónidas les pidió el voto, levantaron las manos obedeciendo a Esparta, aunque fuese de mala gana.

—Hemos logrado salvar Atenas —dijo Cimón.

—De momento —respondió Temístocles.

Habían decidido dónde establecer su posición defensiva. Pero si ésta caía, ¿adónde se retirarían? Temístocles sabía que necesitaban un segundo plan por si fallaba el primero. El problema era que casi ni se atrevía a pensarlo. Recurrir a un segundo plan significaría que Jerjes tenía libre el camino hasta Atenas, y la destrucción de la ciudad.