Salamina

Acababa de empezar la cuarta guardia, la última de la noche. El momento en que los espíritus decaen más, la hora en que más almas abandonan este mundo. Temístocles oteaba el horizonte desde la punta de Cinosura. Había venido a caballo para buscar signos de maniobras enemigas, pero la turbidez del aire y las nubes disminuían tanto la visibilidad que el mar delante de él era un manto negro e informe del que tan sólo destacaban los perfiles aún más negros de Psitalea y, más allá, la costa del Ática.

Los oficiales ya estarían despertando a los hombres, igual que había ocurrido en Maratón. Temístocles sabía que tenían que medir y calcular bien el tiempo de cada movimiento. Si actuaban demasiado pronto, alertarían a los persas y los ahuyentarían de la trampa. Si se retrasaban, perderían la ventaja de la sorpresa y la posición tal como las había diseñado en su estrategia. Pero lo más importante ahora era saber si la flota enemiga estaba actuando como él creía. Parte de ella, sin duda, había zarpado para bloquear el canal de Mégara. Pero con eso no bastaba. Los demás barcos tenían que entrar en el estrecho.

Se volvió hacia el interior de la isla. A su derecha se veían algunas luces en el pueblo de Salamina, y también en la bahía donde las tripulaciones ya empezarían a preparar los trirremes de Esparta, Egina, Mégara y los demás aliados. Pero la luz que buscaba en la casa de Clístenes no la encontró. Aun así, sospechaba que Apolonia y Mnesífilo debían estar despiertos, hablando de los sucesos de aquella extraña noche. Le había pedido a su amigo que no le contara nada a Apolonia. Pero después del mal trago que le había hecho pasar, primero amenazándolo y luego haciendo que lo acompañara a ver a Andrónico, lo más probable era que Mnesífilo estuviera resentido y se desahogara con ella.

Todavía no sabía qué pensar. Ciertamente, Apolonia había decidido venir con Arístides. Pero cuando Temístocles se acercó a hablar con ella, había cruzado los brazos para marcar las distancias.

—Has vuelto.

—Estoy harta de huir.

—¿Y las niñas?

—Se han quedado en Egina, con Nicómaca.

Temístocles aprobó su decisión. Su hermana, que había enviudado recientemente y no tenía hijos, quería mucho a sus sobrinas y cuidaría bien de ellas, igual que estaba cuidando de su madre.

—¿Y bien? —dijo Temístocles.

—Y bien, ¿qué? —contestó ella.

—Has venido. Eso tiene que significar algo.

Apolonia no se descruzó de brazos.

—Te sigo odiando. Me has clavado una puñalada que jamás te perdonaré.

—Pero el caso es que has vuelto.

—Es evidente que estoy aquí, sí.

Mnesífilo, que se había despertado con la llegada de Arístides, se había acercado en ese momento para saludar a Apolonia, y Temístocles aprovechó para mandarlos a ambos a la casa de Clístenes. No se sentía en condiciones de discutir por los tortuosos senderos de una mujer. En otro momento tal vez, pero ahora toda su mente estaba concentrada en lo que iba a ocurrir.

Dirigió de nuevo la mirada a Psitalea. Aquel islote rocoso tenía cierta altura, la suficiente para ocultar las siluetas de varias escuadras tras su masa negra. Si estaba en lo cierto, probablemente ya había barcos persas emboscados detrás. Al fin y al cabo, él tenía pensado hacer lo mismo con Farmacusa. Aunque no fuese tan alta, confiaba en que ocultase sus maniobras a ojos de los enemigos hasta el último momento.

Unos cascos sonaron detrás de él. Se volvió esperando ver a algún mensajero de los que llevaban toda la noche recorriendo la isla buscando indicios de presencia enemiga. Pero era Arístides, a lomos de un caballo blanco que parecía un fantasma entre las sombras. El eupátrida desmontó y se acercó a Temístocles.

—¿Has visto algo?

Cuando Arístides llegó con las imágenes de los Eácidas y la información sobre aquellas escuadras persas, Temístocles le confió su plan. Para su sorpresa, no lo había criticado.

—No. De momento, nada. No es la mejor noche para observar.

—Pero sí una buena noche para maniobrar al amparo de la oscuridad —dijo Arístides—. Eso puede ayudar a que los persas se decidan.

Temístocles no había considerado ese argumento, algo raro en él, y agradeció que Arístides se lo señalara.

—He de reconocer tu mérito, Temístocles —dijo el eupátrida—. Aunque me opuse a ti con todas mis fuerzas, admito que has creado una hermosa flota. La vista de esos barcos en formación es un goce para la vista si eres aliado, y un terror si eres enemigo.

—Gracias, Arístides.

Se quedaron un rato sin decir nada, ambos con las manos cruzadas detrás de la espalda, tratando de escrutar las sombras y escuchando el rumor de las olas que golpeaban las piedras del promontorio. Temístocles estuvo a punto de decir algo por dos veces y, finalmente, a la tercera se decidió.

—¿Sabes una cosa? Yo también quiero reconocer algo. Aunque lo he utilizado para atacarte en público, en verdad te mereces el sobrenombre de Justo. No sé. Tal vez si volviera a nacer me gustaría parecerme a ti.

Arístides soltó una carcajada.

—¡Qué gracioso! A veces yo pienso lo mismo de ti. —Después añadió algo que sorprendió a Temístocles—: ¿Por qué nunca volviste a la escuela de Fénix, Temístocles? Si nos hubiéramos conocido mejor entonces, tal vez habríamos podido ser amigos.

—Estás de guasa. ¿Cómo iba a volver después de sufrir aquella humillación delante de todos los demás?

—¿Humillación? ¡Pero si te convertiste en nuestro héroe!

—No me puedo creer lo que me dices.

—Pues créetelo. Y sobre todo en el mío. No te haces idea de lo harto que estaba de ese viejo lascivo. Le diste su merecido. Todavía me río cuando me acuerdo del rabo de aquel bicho asomando por su boca. Cuando se lo cuento a mis hijos, se ríen tanto que constantemente me dicen: «Padre, cuéntanos otra vez la historia de la lagartija de Temístocles».

Era una salamanquesa, corrigió mentalmente Temístocles.

—Sí, pero también os reíais mientras Fénix me azotaba.

Arístides se encogió de hombros.

—¿Y qué íbamos a hacer? En aquella época siempre nos reíamos cuando castigaban a otro. Los niños son muy crueles y se alegran siempre de esas cosas. Dime una cosa. ¿Tú no te habrías reído si Fénix me hubiera azotado a mí, o a Jantipo, o incluso a tu amigo Euforión?

Temístocles lo pensó unos instantes.

—Supongo que sí.

Qué curioso, pensó. De modo que lo que había impulsado toda su vida era en realidad un falso recuerdo. Aquella terrible humillación ante todos no había sido tal. «¡Pero si te convertiste en nuestro héroe!». ¡Qué poderosa fuerza era la mentira, aunque fuese inconsciente!

Entonces, al notar algo en el aire, volvió al presente y sonrió.

—Jerjes ha picado el anzuelo —dijo.

—¿Cómo lo sabes?

Temístocles señaló hacia el este, en dirección al Pireo.

—De noche, el aire sopla desde el continente, al contrario que durante el día. Por eso el viento nos está trayendo ahora ese olor. ¿No lo notas? Arístides olisqueó un par de veces y luego arrugó la nariz.

—Lo que sea no huele nada bien. ¿Qué es?

—El sudor de miles de remeros hacinados en las sentinas. El olor de nuestro enemigo. La flota de Jerjes está entrando en el estrecho.