Salamina
A medianoche, cuando la tercera guardia relevó a la segunda, Temístocles aún no tenía manera de saber si su plan había empezado a funcionar. Había vigías apostados por toda la isla, sobre todo en la parte oriental, pero nadie había informado de actividad inusual por parte persa. El aire seguía siendo sofocante y hacía tanto calor que los soldados y marineros, que otras noches prácticamente se empujaban y apelotonaban por acercarse al calor de las hogueras, ahora se alejaban de los rescoldos incluso en sueños o se levantaban para apagarlos con agua.
Los generales seguían reunidos, aunque tras la información inicial de Temístocles ya no había un debate general, sino varias conversaciones en corrillos. No habían convocado a todos esta vez, sino tan sólo a los jefes de los principales contingentes, de tal manera que entre ellos y sus asistentes eran menos de veinte personas. Temístocles no estaba dispuesto a que hubiera desertores de última hora que informasen a los persas.
Aunque por deferencia hacia él estaban reunidos en la bahía de Silenia, cerca de la Clitemnestra, Euribíades se mantenía aparte, mientras Temístocles dibujaba en la arena de la playa para explicarle las maniobras a Adimanto y los generales de Egina y Mégara.
—Lo siento, Euribíades —le había dicho antes Temístocles—. Para que el engaño fuera completo, necesitaba que tu enojo contra mí fuera auténtico.
—¿Y por qué Adimanto sí lo sabía? ¡Has burlado mi autoridad!
—Adimanto sabe fingir mejor que Ulises. Recuerda que viene de una ciudad de comerciantes, y el patrón de los mercaderes es el astuto Hermes.
—Cuando vuelva a reunirse la Alianza haré que te juzguen por traicionar a todos los griegos. ¡No escaparás impune a esto!
—No me estropees lo que tengo entre manos, Euribíades. Luego denúnciame ante el tribunal de Zeus Olímpico si quieres. —Temístocles añadió en voz baja—: Pero te advierto que si sigues comportándote de esta forma, no verás los otros tres talentos.
A esto, el almirante espartano no había sabido qué contestar. Ahora estaba sentado sobre una piedra, dando vueltas al bastón en su mano derecha mientras contemplaba la nada con el ceño fruncido. Al mirarlo de reojo, Temístocles casi podía ver el orgullo y la codicia personificados en dos diminutos dáimones alados que tiraban de él en direcciones opuestas.
Se volvió de nuevo a sus colegas de la flota. Cualquiera que los hubiera visto a él y a Adimanto, acuclillados sobre la arena hombro con hombro, no habría podido creer que eran los mismos hombres que habían estado a punto de llegar a las manos unas horas antes.
—Esto es lo que yo creo que pasará —dijo Temístocles, señalando las líneas que representaban el despliegue de la flota persa a lo largo de la costa—. Al menos, es lo que yo haría si estuviera en el lugar de Jerjes y creyera que la información que he recibido es fidedigna.
—Yo, en cambio, si fuera él, no me arriesgaría a entrar en el estrecho —dijo Adimanto—. Me limitaría a esperar fuera como una comadreja y cazar a los ratones uno a uno conforme fueran saliendo de la guarida.
Aunque llevaba un rato poniéndole objeciones a Temístocles, ahora lo hacía en tono razonable, muy lejos del histrionismo con el que había actuado sobre la cubierta de la Clitemnestra.
—Él no es así. Su concepto de la grandeza no le permite actuar como tú dices. En una ocasión afirmó que quería librar la mayor guerra que el mundo hubiese visto para que los valientes demostraran en ella su valía.
—¿Cómo sabes tú todo eso? —preguntó el general de Mégara.
—Fue una información que me costó un precio muy caro —contestó Temístocles.
—De todos modos, aún hay mil cosas que pueden salir mal —dijo Adimanto—. Tu esclavo puede hundirse en la barca antes de llegar a Falero. Los centinelas persas pueden rebanarle el cuello. Los mandos persas pueden no creerlo. O pueden creerlo, pero no hacer nada. O pueden hacer algo, pero no lo que tú crees. ¿Y si se limitan a rodearnos, pero no pasan más allá de Cinosura?
—Sicino llegará, te lo aseguro, y nadie le rebanará el cuello. Ese hombre tiene más vidas que Sísifo. Y tendrán que creerlo. No hay persona con menos doblez en el mundo.
Al pensar en Sicino, volvió la mirada hacia Mnesífilo, que se había tumbado en el suelo y dormía con la cabeza tapada por una esquina de su propio manto. Mientras esperaban a que llegasen los generales convocados a esa junta de urgencia, Temístocles había explicado a su amigo el porqué de su actitud durante la cena.
—Cuando se quiere engañar a una persona, también hay que engañar a todas las que lo rodean. Si yo te hubiera contado con antelación lo que pensaba hacer, tu actuación no habría sido convincente. Eres demasiado honrado.
—No intentes halagarme ahora, después de los sobresaltos que me has dado esta noche. ¿Cómo adivinaste que Sicino y Euforión tomarían ese bote?
—Porque, para empezar, sabía que Sicino llevaba ocultándome algo desde que salimos de Babilonia. Se puede leer en él como en un papiro desplegado.
—Apolonia me dijo algo parecido, que Sicino mentía al asegurar que no podía volver a Persia. Pero ella estaba convencida de que tú te habías tragado su embuste.
—Como ya te he dicho, la mejor manera de que no se descubra un engaño es no contárselo a nadie. Y me convenía tener a mi lado a Sicino para pasar a los persas la información que yo juzgara más oportuna.
—¿Y lo de Euforión?
—¡Ah, qué torpe he sido con él! Cuando Clístenes me insinuó que había traidores en su propio linaje, más cerca de lo que yo sospechaba, no me imaginé que se refería al Nervios. Quizá el viejo me creyó más astuto de lo que soy.
—A veces no es malo dejarse engañar por amistad. No te avergüences de tus buenos sentimientos.
—De lo que me avergüenzo es de mi estupidez. Por culpa de sus taras, todo el mundo piensa que Euforión es un imbécil. Me temo que yo también lo subestimé.
—¿Cómo lo descubriste entonces?
—El caso es que debió sentirse tan impune, o pensar que yo estaba tan ciego y tan sordo, que al final acabó actuando como un imbécil.
Sólo Euforión, que conocía el monto exacto de sus pagos a Euribíades y Adimanto, podía haber propalado el rumor de los treinta talentos con que lo habían sobornado los habitantes de Eubea. Al menos, el muy torpe podía haber sido algo más impreciso con los detalles.
Pero eso no se lo había explicado Temístocles a Mnesífilo. La forma en que había resuelto sus problemas con Andrónico ya era lo bastante sórdida como para hablarle de más cohechos.
Al menos uno de ellos había estado bien empleado, el de Adimanto. Al final había descubierto que apreciaba al corintio. Era un granuja amante de la plata y aún más del oro, y además un consumado actor por el que Frínico y Esquilo se habrían peleado a puñetazos. En cierto modo, se parecía a Temístocles, sólo que sin su grandeza de miras. Mientras pergeñaban el plan, lo había reconocido.
—Mientras me pagues, puedes quedarte tú con la gloria.
Un granuja, sí, pero el tipo de granuja que a Temístocles le gustaba. Un hombre que, una vez aceptado un soborno, se mantendría fiel a su palabra. E igualmente un excelente marinero que ahora, como él, no hacía más que levantar la cabeza y observar el cielo.
—¿Crees que tendremos viento sureste?
La luna llena había alcanzado su cenit. Su faz seguía viéndose borrosa y sólo las estrellas más brillantes titilaban a través de la calima que enturbiaba el aire.
—No lo creo. Lo sé —dijo Temístocles con una seguridad que estaba muy lejos de sentir. Llevaba varios días haciendo sacrificios para propiciarse a Eolo y convencer a sus hijos Noto y Euro de que juntaran sus fuerzas. Confiando en ello, había decidido que los barcos atenienses volverían a llevar tan sólo quince combatientes de cubierta. Sobre las flotas de las demás ciudades no podía decidir.
En ese momento, mientras trataba de escrutar presagios en el cielo, alguien atravesó el perímetro de centinelas que vigilaban para que nadie molestara ni espiara a los generales. Era Arístides, y parecía traer graves noticias. Incluso Euribíades abandonó su mutismo y se incorporó para escucharlas.
—Las imágenes de los Eácidas ya están en su templo —les informó—. Pero mientras regresaba de Egina, han estado a punto de apresarnos.
—Explícate —le dijo Temístocles.
—Ha sido un rato antes de llegar a Cinosura. Era una flota entera que se dirigía hacia el suroeste. Navegaban como fantasmas, sin lámparas y sin hacer apenas ruido. Nos hemos cruzado en su camino, a poco más de dos estadios de su vanguardia. Nos han visto, porque nosotros sí llevábamos luces. Si hubieran querido interceptamos lo habrían conseguido fácilmente. Pero han mantenido su rumbo como si no existiéramos.
—¿Cuántos eran?
—No sabría decírtelo. Navegaban en hilera, con un frente de tres naves, y cuando los dejamos atrás seguían pasando. Podrían ser cien barcos, tal vez más.
—Van a atacar nuestra isla… —dijo Polícrito, el general de Egina.
—No. Cuando lleguen al extremo sur de Salamina cambiarán de rumbo. Se dirigen al estrecho de Mégara. Eso quiere decir que han picado el cebo.
—¿Cebo? ¿De qué estás hablando? —preguntó Arístides.
Pero Temístocles no le respondió. Al parecer, Arístides no sólo había traído en su barco a los Eácidas. Detrás de los guardias había una mujer.
Apolonia.