Maratón, 10 de septiembre
Campamento Persa

Por una vez, Artemisia se levantó aquella mañana después que su marido. Al despertar, se estiró como un gato y se dio cuenta de que, sin saber por qué, estaba sonriendo. Luego recordó que unas horas antes había hecho el amor con Temístocles bajo la luna llena, y se volvió a tumbar en el lecho y a arrebujarse bajo la sábana para recapitular los recuerdos de la noche y tratar de grabar en su piel las sensaciones que había experimentado.

Había sido como esperaba, y a la vez diferente. Pleno y frustrante, como si hubiese tenido al alcance de sus dedos un éxtasis más perfecto y se le hubiese escapado. Pero Artemisia supuso que siempre debía ser así, incluso en los mejores momentos; que el sexo en cierto modo era como el suplicio que sufría Tántalo en el Hades, condenado a ver cómo el viento le arrebataba de las manos los frutos ansiados justo cuando ya rozaban sus labios.

Cerró los ojos y, mientras se cosquilleaba con la yema de los dedos su propio vientre y se frotaba un tobillo contra otro, trató de recordar cómo era el tacto del cuerpo de Temístocles. No tenía los músculos de Zósimo, que hacía ejercicio a diario para satisfacer a sus amos —Artemisia sabía que Sangodo también usaba de cuando en cuando a su esclavo—. Por supuesto, tampoco era flácido y pellejudo como el de su esposo. Era suave y a la vez de líneas austeras. ¿Cómo decirlo? Era un cuerpo abarcable para ella. Manejable.

Se le escapó una risita. Seguro que manejable era el adjetivo que peor cuadraba con la personalidad de Temístocles. Pero ahora prefería seguir evocando su cuerpo. Su belleza no era como la de esos dos espléndidos griegos que había visto en la reunión con Datis, el polemarca Calímaco y el general Arístides. A ambos los habría podido usar como modelo cualquier escultor, y seguro que en el gimnasio habían tenido muchos más admiradores que Temístocles. Pero Artemisia estaba convencida, con su instinto femenino, de que aunque la belleza de su primo no sedujera tanto a los hombres, gustaba más a las mujeres. Porque su gesto aparentemente frío ocultaba misterios, porque bajo su voz controlada se adivinaba una pasión contenida que podía incendiarse en cualquier momento. Y, sobre todo, porque cuando la miraba con aquellos ojos oscuros la hacía sentirse mujer.

Artemisia se lavaba a diario, bien fuera en un baño o pasándose una esponja por el cuerpo. Pero aquel día decidió no hacerlo. Si se pegaba la nariz a los brazos descubría que aún conservaba en ellos el olor de Temístocles, una mezcla de azafrán y mirra flotando sobre un fondo salado, como el mar que se intuye detrás de una montaña. Ya no eres una niña, se regañó a sí misma. No podía seguir enamorada de él.

Luego, conforme pasaron las horas y la luz del día disipó las fantasías brumosas de la noche, Artemisia se fue enojando cada vez más. Sí, había conseguido darse un revolcón junto a la playa con Temístocles, y cuando lo recordaba el vientre todavía se le estremecía. Pero él no había querido cambiar de bando, pese a que podía decirse que era tan halicarnasio como ateniense, y a que Halicarnaso llevaba mucho tiempo siendo leal súbdita del Gran Rey.

Mientras los remeros de la falúa bogaban en silencio para llevarla a su encuentro furtivo, Artemisia había fantaseado con la posibilidad de que su primo volviese con ella al campamento persa, y de ahí a Halicarnaso. No sólo por capricho ni enamoramiento, sino porque, desgraciadamente, necesitaba un hombre a su lado. Cuando murió su padre, ella, hija única, habría debido convertirse en heredera del tirano. Pero no, los hombres no podían admitir que una mujer los gobernara —cuánta razón tenía en eso su abuela—, y por eso había tenido que casarse con su propio tío. Del que, por desgracia, no había forma de engendrar un hijo. Si, al menos, pariera un maldito crío, Sangodo ya podría beber hasta reventar de una vez, que a ella le daría igual. Con un hijo varón, Artemisia podría gobernar en su nombre hasta que fuese mayor de edad.

Por eso había soñado con llevarse a Temístocles de vuelta a casa. Era alguien que llevaba su sangre, la sangre de su padre Ligdamis y de su tío Sangodo, y que por tanto podría preñarla con un hijo que se pareciese a la familia y no levantase habladurías.

¿Y casarse con él luego, cuando por fin enviudase? No, mejor no, decidió. Mejor tenerlo como amante. Si se casaba con Temístocles, éste querría ser el tirano de Halicarnaso, manejar la política de la ciudad y encerrarla a ella en el telar.

Pero ¿qué tonterías estaba pensando, si él se había vuelto al campamento ateniense y se hallaba fuera de su alcance? A no ser que se librara por fin la batalla. No todos los hombres de un ejército derrotado morían. Había prisioneros, y ella podría reclamar a Temístocles como deudo suyo.

Todavía tenía sus opciones.

Durante buena parte del día, estuvo tan distraída con los recuerdos de la noche anterior y las cavilaciones sobre su futuro que apenas escuchó la conversación de Sangodo. Sólo a media tarde, cuando los sirvientes empezaron a guardar cosas en los arcones y a descolgar los visillos y cortinas que separaban la tienda en compartimentos, le preguntó a su esposo:

—¿Es que nos vamos? Él sonrió, se acercó a ella y le acarició la barbilla. Ya estaba bebido, por supuesto; le bastaba la primera copa del día para recuperar su pastosa ebriedad habitual. Pero nunca dejaba de ser considerado con ella.

—Eso es lo que te he estado diciendo todo el rato.

—Pero… ¿todos? ¿Levantamos el campamento? ¿Tanto miedo le ha dado a Datis oír que vienen los espartanos? Sangodo se encogió de hombros.

—Sé que nosotros, al menos, nos vamos. Ignoro qué órdenes habrán recibido los demás.

—¿De vuelta a casa? ¿Es que hemos cruzado el mar para no hacer nada? —murmuró Artemisia, frustrada. Sus hombres no habían llegado a participar en los combates al pie de la muralla de Eretria.

—A casa no, Artemisia. Justo antes de que amanezca, cuando la luna esté baja, zarparemos para Atenas.

—¡Atenas! ¿Es que acaso van a abrirnos las puertas de la ciudad? Sangodo volvió a encogerse de hombros.

—¿Desde cuándo los persas nos cuentan por qué toman o dejan de tomar sus decisiones? Yo me limito a hacer lo que me dicen.

Artemisia salió de la tienda. Estaban acampados casi en el extremo oeste del campamento, y desde allí se podía ver la espalda de las tropas persas, formadas a poco más de trescientos metros, ofreciendo batalla como todos los días. Batalla que los atenienses, con atinado criterio, siempre rechazaban.

Pero aunque el frente estuviera desplegado, en el campamento se advertía una actividad más nerviosa que otros días. Había mensajeros que corrían de un sector a otro; esclavos acarreando bultos hacia los barcos; sirvientes barriendo los faldones de las tiendas, como se hacía siempre antes de recogerlas. Artemisia habló con Diógenes, el piloto de su nave capitana, y con Fidón, jefe de las tropas. Ambos eran hombres de su confianza, pues desde hacía ya algún tiempo comprendían que si querían que las cosas se hicieran bien y salieran adelante, era mejor consultar directamente con ella que acudir a su esposo.

—Por lo que sé —le dijo Fidón—, hay más jonios que han recibido la orden de recoger. Es posible que a los persas les hayan dicho lo mismo, no lo sé. Pero se nos ha dicho que lo hagamos «con discreción». No podemos desmontar las tiendas hasta que sea de noche. —Fidón miró a ambos lados y bajó la voz—. Hay algo más, señora.

—Cuéntame.

—Yo no lo he visto, pero dicen que esta mañana, no mucho después de salir el sol, se divisaron luces allí —dijo, señalando al suroeste, en dirección al monte que se levantaba sobre el campamento ateniense.

—¿Luces? ¿Por la mañana? ¿Te refieres a reflejos?

—Sí, señora. Al parecer, alguien del enemigo ha utilizado un escudo de señales para comunicarse con nosotros.

—¿Y qué se supone que nos ha comunicado?

—Lo ignoro, señora. Pero puede que tenga que ver con esta decisión tan precipitada.

Artemisia asintió, pensativa. Pidió a Fidón una pequeña escolta, y con ella recorrió el campamento. En torno al pabellón de Datis se había formado un círculo de lanceros que no dejaban pasar a nadie, así que decidió visitar a Hipias.

El antiguo tirano la recibió con amabilidad, como siempre. La invitó a una copa de vino y a comer unos pastelillos de miel, e incluso tocó la lira mientras ella cantaba una oda convival de Anacreonte. Pero cuando intentó sonsacarle sobre lo que estaba pasando, el viejo zorro sonrió, enseñando la mella del diente que había perdido en la playa, y le acarició el muslo. A Artemisia no le ofendió. Lo hacía sin atisbo de lujuria, como un escultor que palpa admirativo la obra de bronce de un colega.

—No sé nada de ninguna señal luminosa, mi hermosa Artemisia. Pero te digo esto: pronto me acompañarás a la Acrópolis. Será lo único que no arda de la ciudad, Datis me lo ha prometido.

Después haré que la reconstruyan más bella que nunca, como habría deseado mi padre.

—Has dicho pronto. ¿Tan pronto como mañana?

—Tal vez.

Hipias se encogió de hombros. Artemisia sospechaba que sabía más. Pero el ex tirano no era hombre al que se pudiera manipular, así que renunció y, tras conversar unos minutos con él, se despidió.

Ya de noche, cubierta con un fino manto verde y cruzada de brazos, Artemisia observaba cómo los sirvientes desmontaban la tienda de campaña. Ya habían arrancado del suelo los grandes clavos de bronce y los estaban guardando en bolsas junto con los vientos, mientras otros enrollaban la lona y recogían los palos. Sangodo se había despertado para supervisar el trabajo, pero al cabo de un rato se había puesto de mal humor y había pedido vino para atemperarlo. En ese momento, como era de esperar, roncaba sobre una estera de palma, tapado con una manta, y era Artemisia quien daba las instrucciones para que se llevaran los arcones y los fardos a las naves.

La luna se había levantado sobre el mar horas antes, pero su luz quedaba velada de rato en rato por nubes altas que pasaban por delante de ella como jirones negros. Cuando eso ocurría se oían maldiciones, porque les habían prohibido encender fuegos. Era evidente que Datis no quería que los atenienses se enteraran de que estaban levantando el campamento.

Si es que lo estaban levantando de verdad, se dijo Artemisia. Porque si miraba más allá, hacia el gran pantano, en la parte que alcanzaba a ver del sector saca y persa no se advertían señales de actividad. ¿Cuáles eran las intenciones del general? ¿Enviar lejos a sus súbditos jonios, por si en algún momento se les ocurría pasarse al bando de los atenienses o simplemente desertar? Pero no:

Hipias le había dicho con toda claridad que pronto estarían juntos en la Acrópolis de Atenas.

Ahora que se fijaba mejor, alguien venía andando desde la zona donde estaban acantonados los persas, cruzando el descampado que habían dejado las tiendas ya levantadas. Nadie le prestó mucha atención. Tanto los soldados de Artemisia como los de las otras ciudades jonias estaban muy atareados. El hombre siguió acercándose. Artemisia comprendió que venía a buscarlos a ellos y se preguntó si merecería la pena despertar a Sangodo.

El desconocido habló con dos soldados, y luego con Fidón, que tras escucharlo un rato lo dejó a cargo de sus hombres y se acercó a Artemisia.

—Señora, ese tipo dice que quiere darte un recado personalmente.

—¿Quién es?

—No lo conozco. Dice llamarse Córax.

Cuervo, se dijo ella. ¿Qué augurio traería aquel pajarraco? ¿Sería bueno o malo?

—Le he dicho que no te moleste, señora, pero él ha insistido —prosiguió Fidón—. Trae un mensaje sobre no sé qué puente que hay que cruzar.

El puente. El mensaje de Patikara. A Artemisia se le encogió el estómago, y pensó que lo mejor que podía hacer era ordenar a Fidón que echara de allí a ese tal Córax y olvidarse de la furtiva conversación con el enmascarado. Estaba a punto de pisar un terreno más resbaladizo que el pantano que se extendía al norte del campamento.

Pero si la curiosidad perdió a Pandora, ella no iba a ser menos.

—Dile que se acerque.

—Señora, no sé si…

—Tranquilo, Fidón. Sé defenderme —dijo ella, rozándose el moño con la mano derecha.

Fidón asintió. Artemisia se preguntó qué estaría pensando. El militar, un mercenario nacido de madre espartana, era un hombre tan hermético como correspondía a su ascendencia laconia. La noche previa había acompañado a Artemisia en la falúa, y aunque no había dicho nada cuando ella volvió de entre los pinos sacándose agujas del pelo, era evidente que sospechaba a qué se había dedicado. Pero el veterano capitán la conocía desde niña. Él mismo había enseñado a Artemisia a disparar el arco y a manejar la lanza y era lo bastante inteligente para saber que no le convenía juzgarla ni oponerse a su voluntad.

Fidón fue a buscar al tal Córax y lo trajo de nuevo. Era un hombre más bajo que Artemisia y de rasgos ahusados. No infundía demasiada confianza, tal vez porque su rostro recordaba demasiado al de una comadreja.

—Ha llegado la hora de caminar por el puente de Chinvat —dijo. Por su acento, se notaba que el persa no era su lengua materna. Pero no cabía equívoco posible en el mensaje.

—¿Entiendes mi lengua? —le preguntó Artemisia.

El hombre respondió que sí. Su griego era fluido, aunque con un deje semita, tal vez babilonio.

Artemisia le indicó que la siguiera y se apartó de las tiendas, hacia la playa. Fidón amagó con ir detrás de ellos, pero Artemisia le ordenó que se quedara allí. No parecía que aquel hombre tan menudo pudiera suponer una amenaza, y no quería que nadie, ni siquiera sus hombres de confianza, captara un solo retazo de su conversación.

Dejaron atrás las naves de la pequeña flota de Halicarnaso, cinco barcos de guerra y dos de transporte, que eran los últimos de la línea persa. Siguieron andando un trecho más, hasta llegar a unas pequeñas dunas sembradas de matas. Allí se detuvo Artemisia, y al volverse vio que, pese a sus instrucciones, Fidón y un par de hombres la habían seguido de lejos, y ahora se habían parado a unos cien metros de ellos.

Allí es imposible que oigan nada, pensó. El viento soplaba hacia el mar, arrastrando los turbios olores del pantano.

—Habla ahora.

—Creo que le dijiste a alguien que harías algo por él, señora —dijo Córax, con ínfulas de misterio—. Ahora ha llegado ese momento.

—Lo sospechaba. Sigue hablando —dijo Artemisia, en un tono cortante y autoritario que intentaba disimular sus propios nervios.

—Mi señor dice que cuando tu esposo muera, algo que no tiene por qué demorarse mucho tiempo, no estarás obligada a casarte con nadie si no es tu deseo. Tú misma serás la tirana de Halicarnaso y de las islas que gobierna tu marido, y podrás llamarte reina si quieres.

A Artemisia se le arreboló el rostro. No había nada que más deseara en el mundo que ser llamada «reina» por sí misma.

—¿Qué debo hacer a cambio? —preguntó.

El hombrecillo de cara de mustela se acercó más a ella, y prácticamente cuchicheó en su oído una serie de instrucciones. Artemisia escuchó atenta, sintiendo el cosquilleo de su aliento. Según iba oyendo, su corazón se aceleraba cada vez más.

Traición. Lo que le pedía Patikara por boca de aquel medianero era una simple y llana traición al Gran Rey. Sugerida por un persa a una griega, y mujer además. Qué fácil le sería al enmascarado, si algo iba mal, culpar de todo a Artemisia aduciendo la naturaleza falaz de los griegos y la traicionera de las hembras. ¿Qué harían con ella si la pillaban? ¿Torturaban también a las mujeres? ¿La empalaría Datis, la despellejaría colgándola de un árbol, mutilaría su rostro? Si Patikara le podía garantizar el título de reina, sin duda era un hombre poderoso, muy poderoso. Pero le había dejado claro a Artemisia que, en caso de que la descubrieran, no saldría a defenderla.

«No quedará prueba alguna de que tú y yo hayamos tenido el menor trato».

Al recordar la advertencia de Patikara, comprendió lo que tenía que hacer, y a quién debería recurrir para cumplir aquella misión. Alguien incondicional, atado a ella no sólo por la lealtad del sirviente sino también por el vínculo de la carne. Zósimo.

El corazón le palpitaba tan rápido que estaba casi segura de que Córax podía oírlo. Ya no estaba jugando, como había hecho hasta ahora durante toda su vida. No se trataba de vestirse de soldado para sustituir a su marido o de ir de cacería con otros hombres al coto del sátrapa. No, ahora tenía que tomar una decisión irrevocable que cambiaría su futuro. Debía actuar de verdad y hacerlo ella sola.

Y, además, rápido.

Córax la estaba mirando a los ojos, esperando algo. Sino también por el vínculo de la carne, se repitió Artemisia. El sexo no sólo era una buena manera de conseguir lealtades. También podía servir como maniobra de distracción.

—Has actuado bien. Tu señor me dijo que yo misma debería recompensarte.

—Así es, señora.

Artemisia dejó caer el manto. Córax abrió los ojos en un cómico gesto de incredulidad, y no parpadeó mientras la joven se soltaba un par de broches del hombro izquierdo, lo justo para abrirse la túnica y desnudar un seno. Debido al fresco de la noche, o tal vez a la excitación del miedo, el pezón se le endureció tanto que casi le dolía.

—La reina Artemisia sabe ser generosa en sus recompensas —dijo, y ella misma agarró la nuca de Córax con la mano izquierda y lo estrechó contra su pecho.

El babilonio se quedó un instante sin saber qué hacer. Pero luego debió captar los desbocados latidos de Artemisia y malinterpretarlos como deseo, porque empezó a besuquearle el seno y lamerle el pezón como si le hubieran ofrecido un dulce de miel. Artemisia respiró hondo y se dejó hacer. La lengua del hombre era de lija, su saliva pegajosa y tibia, su aliento olía a vino barato y a caries, y ahora se había emocionado y con ambas manos se dedicaba a magrear los glúteos de la joven como si amasara un pan.

Bien, se dijo Artemisia. Ya sentía suficiente asco para hacer lo que tenía que hacer. Mientras con la mano izquierda seguía apretando la cabeza de Córax contra su pecho, con la derecha se sacó el pasador del cabello. Muy despacio, lo acercó a la oreja del hombre, y cuando calculó que la aguzada punta estaba en el orificio, respiró hondo una vez más. Luego empujó con todas sus fuerzas. Una breve resistencia, un empujón más y, con un seco crujido, el punzón penetró hasta la bola de marfil que lo remataba.

El muy cabrón, con el cerebro taladrado y todo, aún le dio un bocado antes de morir. Artemisia lo apartó de sí con asco y lo tiró al suelo. Se tocó el pezón y comprobó que no le había hecho sangre, aunque le dolía mucho el pecho. Levantó los brazos para llamar a Fidón. Al hacerlo el dolor fue tan intenso que se mareó. Se dobló sobre sí misma y, sin previo aviso, vomitó sobre la arena.

Cuando Fidón llegó con sus hombres, la ayudó a incorporarse.

—¿Estás bien, señora? Artemisia se limpió la boca con el borde del manto. Sólo entonces se dio cuenta de que no se había cerrado los broches y le estaba enseñando un pecho desnudo al militar. No pasa nada, se dijo mientras se lo tapaba. Así mi historia será más creíble.

—Enterrad a este bastardo en la arena. Ha intentado violarme.

Fidón la miró con una muda pregunta en los ojos. Artemisia sabía que nunca la formularía en voz alta. Después, mientras sus soldados se llevaban a rastras el cadáver, pensó que era la primera vez que mataba a alguien. Aquel pobre desgraciado era su primera víctima, el primer enemigo muerto por Artemisia, la amazona, la futura reina guerrera. Al pensarlo, sacudió la cabeza, disgustada. No era una proeza tan heroica como para presumir de ella en el futuro, pero no había tenido más remedio.

Ahora, para terminar lo que había empezado, necesitaba a Zósimo.

Y a Temístocles, claro.