El verano en que Temístocles cumplió nueve años, una pareja de amantes asesinó al tirano Hiparco. Ese crimen fue el primero de una serie de hechos que revolucionaron la política de Atenas. Aunque aún no podía sospecharlo, el propio Temístocles, hijo de un mercader, sería uno de los protagonistas en la larga cadena de acontecimientos que arrebatarían el monopolio del poder a los nobles atenienses.

Pero, por muchos años que pasaran, para Temístocles el recuerdo más vívido de aquel verano no fue el tiranicidio cometido al pie de la Acrópolis, sino el de la humillación que él había sufrido delante de sus compañeros.

Fénix el gramatista, su maestro de letras, les repetía todos los días que la verdad era la piedra angular de la virtud. Aquella mañana, en vísperas de las fiestas Panateneas, no fue la excepción.

—Fijaos si es importante evitar la mentira que incluso los bárbaros persas sólo enseñan dos cosas a sus hijos: a disparar el arco y a decir la verdad.

El gramatista hizo una pausa y se apretó la rodilla derecha con la mano. El aseguraba que le dolía por una herida recibida en combate contra los tebanos, pero los niños sospechaban que debía tratarse de un achaque de la edad. Si Fénix hubiera poseído patrimonio suficiente para mantener las costosas armas de un hoplita y formar en las filas de la falange, no habría tenido que ganarse la vida recibiendo dinero de otros ciudadanos a cambio de enseñar a sus hijos los rudimentos de la lectura.

Y todo el mundo sabía que el muchacho que molía la tinta para Fénix, enceraba su sillón de madera y barría el polvo y la hojarasca del suelo de la escuela era su propio nieto, porque con las clases no ganaba bastante para comprarse un esclavo.

—Cazar con el arco es un arte noble patrocinado por Artemis —prosiguió Fénix—. Pero usarlo en la guerra es de cobardes. Una horda de arqueros persas podrá derrotar a una falange griega, mas nunca podrá parangonarse en gallardía y valor a nuestros hoplitas.

Temístocles era por entonces un niño moreno y más bien flacucho, con unos ojos grandes y oscuros que lo absorbían todo sin apenas parpadear. Al escuchar a Fénix, se inclinó hacia su amigo Euforión, sentado en el taburete de su derecha, y le susurró:

—¿De qué sirven tanta nobleza y tanto valor si te derrotan? Euforión se retorció los dedos nervioso, sin saber qué contestar. Pero a su espalda otra voz dijo:

—Prefiero una derrota con honor que una victoria con vergüenza.

Temístocles volvió el cuello para mirar de reojo. El chico que había hablado era su antítesis. Lo aventajaba en más de un palmo, aunque era bien cierto que le llevaba dos años. Tenía la piel muy clara y enrojecida por el sol, los ojos azul zafiro y el pelo tan rubio que su cabeza destacaba entre las demás como una espiga de trigo solitaria en un campo de rastrojos quemados. Los demás niños lo seguían como las ovejas al perro y lo elegían de cabecilla en sus juegos, de juez en sus tribunales, de general en las batallas contra los chicos de otras escuelas y de corifeo en las danzas y cantos de los festivales. Temístocles lo aborrecía. Era Arístides, hijo de Lisímaco. Un eupátrida, un noble ateniense de los pies a la cabeza que cuando miraba a Temístocles siempre lo hacía levantando la barbilla y entornando los ojos.

Todo porque el padre de Temístocles era un nuevo rico. Hasta su nombre, Neocles, «el de la fama reciente», lo delataba. En lugar de poseer tierras que le trabajaran los aparceros, como hacían los eupátridas desde tiempos inmemoriales, Neocles cometía el nefando pecado de fletar barcos que cruzaban el mar para comerciar con las islas del Egeo y las ciudades de la costa de Asia Menor.

Además, tenía arrendadas varias minas de plata en el Laurión, en la costa sudeste del Ática, y no se conformaba con cobrar sus rentas, sino que las administraba en persona.

No es que los nobles fuesen reacios a atesorar dinero, pero les desagradaba hablar de ello.

Preferían que la plata entrara en sus arcas por sí sola, con la misma magia alada con que los males del mundo habían huido volando de la jarra de Pandora.

—La sinceridad es la mayor virtud de un hombre —insistió Fénix, ajeno a los cuchicheos de sus alumnos—. Ni los dioses escapan a la obligación de decir la verdad. Hasta ellos deben respetar la palabra dada cuando juran por las aguas de la laguna Estigia. ¿Qué pasa si un inmortal comete perjurio? Aunque era una pregunta retórica, Temístocles levantó la mano. Fénix fingió no verlo, pero el niño mantuvo el brazo erguido como el mástil de un trirreme, y al final, el gramatista no tuvo más remedio que concederle la palabra señalándolo con su báculo. Temístocles se levantó del taburete, respiró hondo y recitó con su vocecilla aún no formada:

—Si uno de los inmortales que habitan las cimas del nevado Olimpo comete perjurio al verter las aguas de la Estigia, ha de yacer exánime durante un año entero. Tampoco puede probar ni la ambrosía ni el néctar ni la comida, sino que debe tenderse mudo y sin respiración sobre lechos preparados, envuelto por un espantoso sopor.

Al terminar, el corazón le latía como un timbal. Era la primera vez que tomaba la palabra delante de tantas personas, pues había allí más de veinte alumnos. Pero sabía que había recitado bien. Pese a que el dialecto era muy diferente del griego ático que todos ellos empleaban y a que algunas palabras, de tan antiguas, apenas tenían sentido para él, había marcado todas las pausas en su sitio y no se había equivocado al escandir ni una sola sílaba.

Sin embargo, Fénix puso cara de estar oliendo vinagre.

—Eso no es de Homero.

A Temístocles, que no se esperaba esa objeción, se le cayó la mandíbula.

—Lo sé, maestro. Es de Hesíodo.

—¿Qué estáis aprendiendo conmigo? —preguntó Fénix dirigiéndose a los demás.

Jantipo, al que los demás llamaban Pepino porque tenía la cabeza en forma ahuevada, se apresuró a responder:

—Los poemas de Homero, maestro. —Y añadió con venenoso retintín, mirando a Temístocles—: Aún no nos toca saber quién es Hesíodo.

Pues a Jantipo ya desde entonces le gustaba ver en aprietos a los demás.

Fénix se volvió hacia Temístocles.

—¿Dónde has aprendido a Hesíodo, hijo de Neocles? —Nunca lo llamaba por su nombre—. ¿Tan mal maestro te parezco que tu padre te paga otro más caro por las tardes? Entre los demás niños hubo codazos y risitas sofocadas. Temístocles notó que se le subía la sangre a la cara. Por suerte, era tan moreno que no se le notaba el rubor.

—No, maestro —respondió con aplomo—. Se lo oí recitar a un rapsoda en el Ágora.

—¿Ah, sí? ¿Se lo oíste recitar?

—Sí —contestó Temístocles. Luego se acordó y añadió—: Maestro.

—¿Cuántas veces se lo oíste para que entrara en esa cabeza de chorlito? —Una, maestro.

—Qué trolero —murmuró Jantipo. El gramatista asintió a aquel comentario.

—¡Menuda tontería! Siéntate ahora mismo y no vuelvas a interrumpirme.

Fénix prosiguió con la clase. Aquellos días estaban aprendiendo de carrerilla los versos que narraban cómo Polifemo iba devorando uno por uno a los compañeros de Ulises, hasta que éste lo emborrachaba con vino puro y aprovechaba que el cíclope dormía la cogorza para dejarlo ciego.

Temístocles ya se sabía aquella historia, y de propina había memorizado las aventuras de Circe, Escila y Caribdis, las Sirenas y las vacas del Sol. Le gustaban mucho más los viajes y correrías de la Odisea que los combates de la Ilíada. Ya desde niño soñaba con recorrer el vasto mar, arribar a países desconocidos y escuchar las mil y una lenguas que se hablaban por el mundo. Y también admiraba más la astucia de Ulises que la ira ciega y brutal de Aquiles.

En un descanso del recitado, Fénix, sin levantarse de su cátedra, señaló a Arístides con el bastón.

—A ver, Arístides, ¿por qué crees que Ulises ciega a Polifemo?

—Pues… porque Ulises le clava una estaca en el ojo —titubeó Arístides. De pronto pareció darse cuenta de un detalle y añadió con una sonrisa de aplomo—: Y como los cíclopes sólo tienen un ojo, se queda ciego.

—Muy buena conclusión, pero no me refería exactamente a eso. Quiero decir, ¿tú crees que Polifemo se merece lo que le ocurre? Arístides volvió a vacilar.

—Pues sí.

—¿Por haberse saltado los preceptos de la hospitalidad, por no respetar las leyes sagradas de Zeus Xenio, por su soberbia y su crueldad? ¿Por su hybris, en suma? Arístides se quedó un rato pensativo y, por fin, contestó:

—Pues sí.

El maestro abrió los brazos para dirigirse a todos los niños de la clase.

—¿Veis? He aquí cómo debéis aprender los versos del divino Homero. No basta con recitarlos de memoria y sin alma, como canta el gallo —Fénix señaló a Temístocles con un gesto elocuente—, sino que debéis comprender las enseñanzas que encierran para insuflarles nueva vida cada vez que los recitéis. Tomad ejemplo de vuestro compañero Arístides, que no se limita a memorizar sin más, sino que trata de sacar provecho de lo que lee.

Temístocles se mordió el labio, indignado por aquel favoritismo. Pero un mes antes, poco después de las fiestas Arreforias, había presenciado otro ejemplo aún más palmario de la predilección del maestro por Arístides.

Ese día hacía mucho calor, el cielo estaba tan bajo que difuminaba los perfiles de las sombras y en el aire flotaba una humedad pegajosa que presagiaba tormenta. Las moscas zumbaban rabiosas y asaeteaban a picotazos a los muchachos, tan inquietos como ellas. Mientras rascaban los trazos de las letras en sus dípticos de cera y trataban de aventar a las moscas, Fénix leía en voz baja los versos que tenía apuntados en un rollo de lienzo y que sus estudiantes iban a memorizar después. Al hacerlo, se acomodó a un lado, seguramente para descansar su rodilla mala. Aunque Arístides era de los alumnos más disciplinados, la ocasión de ver al maestro levantar una nalga debió parecerle irresistible, así que se llevó el dorso de la mano a la boca y soltó una sonora pedorreta, tan perfectamente sincronizada con el movimiento de Fénix que tal parecía que éste hubiera ladeado la cadera para aliviar los gases.

El propio Temístocles se había reído con los demás, pues lo cierto era que la broma de Arístides tuvo su gracia. No se lo pareció así al maestro, que se levantó de su asiento rojo de ira y vergüenza y aporreó el suelo con la contera del bastón para imponer silencio.

—¿Quién de vosotros ha sido? Sin dudarlo, Arístides se levantó. Por su gesto de estupor, era evidente que ni él mismo sabía qué espíritu o daimon maligno lo había impulsado a cometer aquella fechoría.

—He sido yo, maestro —dijo con voz firme.

Temístocles recordaba perfectamente cómo en el rostro de Fénix habían luchado la ira, el miedo y otra sensación que aún era joven para interpretar. El maestro había levantado el puño sobre la cabeza de Arístides; pero cuando parecía que iba a aporrearlo, abrió los dedos, los clavó entre los rizos dorados y le acarició la cabeza.

No tardaría mucho en enterarse Temístocles de que el maestro estaba enamorado de Arístides.

Pese a lo magro de sus ingresos, incluso le regalaba de vez en cuando un gallo con la vana esperanza de conseguir sus favores. Pero, por el momento, no sabía nada de aquello.

—Has dicho la verdad —dijo por fin Fénix, en tono suave—. Sí, has dicho la verdad a sabiendas de que podías recibir un castigo por tu trastada. Y lo has hecho porque sabes que la sinceridad es la mayor virtud, ¿cierto? Arístides había asentido, sin levantar la mirada.

—Por esta vez te perdono. Que os sirva de lección a todos —había añadido Fénix, dirigiéndose a los demás y apuntándoles con el bastón—. Un hombre de verdad, un caballero, un kalos kagathós debe reconocer sus errores y mantener su palabra. La verdad sólo os traerá bienes. Ningún mal os vendrá si sois sinceros.

Fue entonces cuando Fénix mencionó por primera vez el juramento de la Estigia. Temístocles, que quería ganarse también el favor del maestro, le pidió a su madre el medio óbolo con el que pagó al rapsoda del Ágora para que le recitara los versos de Hesíodo. Con oírlos una vez le bastó para aprenderlos de memoria, pero no había tenido ocasión de repetirlos hasta hoy. Y ahora, un mes después, comprobaba para su desesperación que había desperdiciado su tiempo y su dinero.

Pensó que, ya que la Teogonía no le había servido de nada, debía tomar medidas más drásticas para conquistar la estimación que merecía. ¿No le gustaban al gramatista los hombres que decían la verdad? Pues él le iba a demostrar que a sincero no lo ganaba ni Arístides ni ningún eupátrida. Y, de paso, iba a conquistar a los demás compañeros con su audacia.

Los niños almorzaban en la propia escuela y se turnaban entre ellos para llevarle al maestro comida de casa. Aquel día le tocaba a Euforión, que había traído un énkhytos, un suculento pastel frito de queso y sémola.

—No se lo des todavía —le dijo Temístocles a su amigo.

Mientras los demás abrían sus alforjas para sacar la comida, Temístocles salió corriendo al patio.

No tardó en localizar a la salamanquesa que solía ponerse en la pared norte y la golpeó con una rama, cuidando de darle de plano con las hojas para sólo aturdirla. Cuando cayó al suelo, la cogió entre ambas manos sin apretarla y, riéndose entre dientes de su propia ocurrencia, volvió a entrar en la escuela.

—Ahora se lo puedes dar —le dijo a Euforión.

—¿Qué vas a hacer? Ten cuidado, que te la puedes cargar.

—¿Qué te apuestas a que no? Euforión se rascó la sien y sacudió la cabeza a la izquierda un par de veces. Ya entonces había empezado a sufrir los tics que lo atormentarían de adulto y por los que se ganaría el mote de Nervios.

—No me apuesto nada —dijo—. Pero si te pillan, que conste que yo no sabía nada.

A regañadientes, Euforión se acercó al gramatista para llevarle su alforja. Cuando Fénix vio el énkhytos, se relamió y le brillaron los ojos, y más aún cuando Euforión le dio un cuenco con miel para que la echara por encima del pastel. Mientras el maestro colocaba su almuerzo sobre el taburete que le había traído su nieto a modo de mesa, Temístocles pasó de puntillas por detrás de él.

En un trípode de cobre, junto a la cátedra, Fénix tenía un pequeño cántaro de vino aguado del que bebía directamente. Aunque siempre le ponía una tapa para evitar que se colaran las moscas, el niño actuó con rapidez, la levantó y soltó la salamanquesa. Algunos lo vieron y se dieron codazos, disimulando las risas. Temístocles se sintió por un instante un pequeño caudillo y miró a Arístides con gesto desafiante.

Fénix tardó poco en zamparse el pastel. Después se chupeteó la miel de los dedos, se los terminó de limpiar en el borde de la túnica y se volvió a la derecha para tomar el cántaro. Un silencio como el que precede a la tormenta cayó sobre la clase.

La broma salió mejor de lo previsto. La miel debía haberle dejado áspera la garganta a Fénix, que destapó el cántaro, lo empinó y dio un largo trago. De pronto, su nuez se detuvo a medio camino entre la subida y la bajada y, con un grito de espanto, tiró al suelo el ánfora, que se hizo añicos sobre las losas. Durante un instante, la cola de la salamanquesa asomó por la boca del gramatista sacudiéndose como un minúsculo látigo. Después, Fénix escupió al reptil junto con un chorro de vino y tuvo que llevarse las manos al estómago para contener las arcadas.

Mientras los alumnos se desternillaban y el bichejo escapaba a puertos más seguros, Fénix, con el rostro púrpura, preguntó:

—¿Quién ha sido?

Temístocles carraspeó y dio un paso al frente. Pero en el mismo momento en que con tono orgulloso respondía: «Yo, maestro», una lamparita se encendió en su mente y comprendió de pronto que su recompensa no iba a ser un discurso sobre el valor de la verdad.

Para su mortificación, Fénix utilizó como ayudantes del castigo a sus peores enemigos: Arístides le agarró las manos mientras Jantipo el Pepino le levantaba la túnica. Estar allí con el trasero al aire era más humillante que si el maestro le hubiera ordenado desnudarse del todo. Fénix se desahogó a placer con una verdasca de olivo. Pero lo que más le dolió a Temístocles, mucho más aún que los golpes, fueron las carcajadas de sus compañeros, incluido el leal Euforión. Ni entonces ni nunca se le ocurrió pensar que, de haber estado en su lugar, él también se habría reído de la desgracia ajena.

Sólo supo ver que ellos, los eupátridas, se estaban burlando de él, el hijo de Neocles el mercader, y pensó que con sus risas le decían: «Eres un vulgar demotes. Nunca serás de los nuestros».

Cuando Temístocles llegó a casa, Euterpe, su madre, que sabía interpretar hasta el menor de sus silencios, le preguntó qué le pasaba. El niño, que hasta entonces se había aguantado las lágrimas, rompió a llorar mientras se lo contaba. Su madre le soltó un bofetón, y con la turquesa engastada en el anillo le abrió una herida en el labio. Temístocles empalideció y contuvo el aliento.

—Nunca vuelvas a llorar por una desgracia —le dijo su madre con voz fría—. Puedes llorar de emoción al oír una oda, o de alegría por el bien de los tuyos. Pero jamás llores porque algo malo te ocurra.

—¿Por qué, madre?

—Porque para eso eres hijo mío —repuso ella, levantando la barbilla con gesto principesco. Euterpe, que tenía sangre caria, era prima carnal de Ligdamis, el tirano de Halicarnaso, y llevaba muy mal que su ilustre prosapia no le sirviera de nada en Atenas—. Ahora, cuéntame lo que ha pasado. Sin llorar.

Temístocles pensó que si la diosa Justicia existía, desde luego para él era ciega e incluso sorda.

Pero se tragó las lágrimas y le explicó todo a su madre. Euterpe amagó con levantar la comisura de la boca cuando escuchó lo del rabo de la salamanquesa, pero no llegó a sonreír, y al terminar el relato le dio de propina a su hijo otros dos guantazos: uno por la trastada y otro por ser tan estúpido de pensar que por confesar su delito se iba a salvar de las consecuencias.

Aquella noche, en su pequeña alcoba, Temístocles se quedó con los ojos abiertos mirando al techo, y entre las sombras de sus vigas volvió a ver las miradas burlonas de sus compañeros, sus rostros deformados por unas carcajadas casi demoníacas. Fue la primera vez que sufrió el insomnio que ya no lo perdonaría el resto de su vida. Y en las largas horas de aquella noche se juró a sí mismo que iba a demostrarles a los hijos de los eupátridas quién era él, Temístocles el hijo del mercader. Algún día, todos volverían a señalarlo con el dedo, pero esta vez sería con admiración.

Haré grandes cosas, se prometió. Y, sin saber por qué, sus pensamientos volvieron a los persas y a las palabras de Fénix. Conque esos bárbaros tan sólo enseñaban a sus hijos a decir la verdad. Pues si era así, les enseñaban algo muy poco útil. El ya había comprobado en sus posaderas y en su rostro cuáles eran las consecuencias de decir la verdad, y había tomado nota para el futuro.

Los persas, se repitió. Los persas… Cuando por fin se durmió, soñó con vastas llanuras y montañas nevadas, y vio ciudades de paredes jaspeadas y techos dorados que se extendían junto a la morada del Sol.

Y precisamente en aquel momento, mientras Temístocles soñaba con ellos, los persas clavaban sus ojos en Occidente. Por primera vez, las tropas de Darío, el Rey de Reyes, cruzaron el mar y plantaron en Europa sus lujosas tiendas y los alados estandartes de Ahuramazda para luchar contra los bárbaros tracios. Sin que los griegos lo sospecharan, la negra nube de una guerra como jamás habían concebido se cernía sobre ellos.