Salamina, 19 de agosto
No era la primera vez que Sicino acompañaba a Temístocles a una reunión de generales. Estaba convencido de que no se parecían nada a los consejos de guerra del Gran Rey. Aquí todos gritaban y se quitaban la palabra unos a otros, e incluso se insultaban. Delante de Jerjes, tal falta de modales habría acarreado al infractor una buena tanda de latigazos o algo peor. En realidad, Sicino no sabía qué castigo estaba previsto en tales ocasiones, pues la pura idea de quebrantar el protocolo real se le antojaba inconcebible.
Pero los griegos no entendían de protocolo ni de respeto. Sicino había visto cómo un general llegaba al extremo de agarrar de las manos a otro que estaba hablando para así interrumpirlo. Aquella reunión estuvo a punto de acabar a puñetazos.
Por eso Temístocles insistía en que lo escoltara.
—En una de esas discusiones, con la excusa de un arrebato de ira, alguien podría intentar asesinarme —le dijo mientras se dirigían a la bahía de Silenia, donde estaba varada la nave del almirante espartano—. Entre nosotros anidan muchos traidores, más cerca de lo que creemos.
Sicino tragó saliva y miró al suelo. Yo no soy un traidor, se dijo. No le quedaba más remedio que obedecer las órdenes de sus superiores, y las de Mardonio habían sido terminantes: espiar a Temístocles. Pero una machacona vocecilla interior le repetía: Mardonio no manda más que Mitra.
Desde el pequeño seísmo que había sacudido la isla, Sicino llevaba dos noches seguidas soñando con la mina del Laurión. Volvía a trabajar en ella y se arrastraba por un túnel tan angosto que se quedaba atorado sin poder avanzar ni retroceder, mientras el compañero que llevaba la linterna delante de él lo abandonaba dejándolo a oscuras. Después, el suelo temblaba y empezaba a caerle tierra en los ojos y la boca. La arena áspera se le metía entre los dientes y también dentro de la garganta, ahogando sus gritos. Cuando estaba a punto de asfixiarse, el juez Mitra se le aparecía y le recordaba: «Sirve con rectitud a tu nuevo señor, y no mientas más». Sólo entonces Sicino abría los ojos y se incorporaba de golpe en la cubierta de la Artemisia, empapado en sudor y con el corazón desbocado. Le atormentaba la posibilidad de no despertar. ¿Qué ocurriría si se asfixiaba dentro de la mina durante el sueño? ¿Moriría de verdad y se precipitaría en el infierno?
No tenía por qué condenarse. Todavía no se había acercado a él el verdadero agente de Mardonio. Así que, aunque era cierto que Sicino procuraba fijarse en todo lo que hacía y decía su patrón, como no le había entregado esa información a nadie, no podía afirmarse que fuese de verdad un espía ni un traidor.
—Sicino, es para hoy.
Sicino se dio cuenta de que se había vuelto a quedar pensando con la boca abierta, y la cerró.
—Perdona, señor.
Temístocles le palmeó la espalda.
—No te preocupes, no pasa nada —le dijo, mientras ambos caminaban hacia la nave del almirante espartano—. ¿Sabes, Sicino? A veces pienso que vivimos una época tan dura como la edad de hierro que cantaba Hesíodo: El anfitrión no respeta al huésped, ni el amigo al amigo. Los hijos desprecian a sus padres en cuanto se hacen viejos. No hay reconocimiento para el hombre justo ni para el honrado ni para el que cumple su palabra. El malvado intenta dañar al virtuoso con palabras retorcidas y falseando los juramentos. En tiempos así, es reconfortante tener al lado a un sirviente fiel como tú. —Temístocles se detuvo un momento frente a él y le miró a la cara—. No he sido justo al llamarte «sirviente». Pese a que hemos nacido en pueblos destinados por la voluntad de los dioses a ser enemigos, ambos hemos compartido peligros y penurias, y tú has protegido a los míos con lealtad.
—Gracias, señor —balbuceó Sicino, tratando de hurtar la cara. Temístocles le agarró la barbilla y le obligó a mirarlo. Sus ojos eran tan oscuros y grandes como los del propio Mitra. A Sicino se le hizo un nudo en la garganta.
—Pase lo que pase y hagas lo que hagas, Mitranes hijo de Bagabigna, quiero que sepas que no te considero un sirviente, sino un amigo.
Temístocles se dio la vuelta por fin y siguió caminando. Menos mal, pensó Sicino, porque se daba cuenta de que se le había subido la sangre al rostro y debía tener las mejillas de color púrpura.
La reunión se celebró en la cubierta de la nave insignia de Euribíades, la Clitemnestra. Dos pelotones de soldados espartanos formaban un cordón a ambos lados del trirreme. Con todo, era difícil que los curiosos que se arremolinaban por allí cerca no se enteraran de lo que se debatía, puesto que los griegos no tenían precisamente la costumbre de discutir en voz baja. De todos modos, esta vez el almirante espartano parecía decidido a poner orden.
—¡Juro por Cástor y Pólux que al que tome la palabra sin mi permiso le abro la cabeza con mi bastón! —dijo, enarbolando el arma de la amenaza.
Aquella cubierta tan alargada y estrecha no parecía el mejor lugar para celebrar una junta de generales. Sobre todo teniendo en cuenta que eran veintiuno, más un número casi igual de asistentes o guardaespaldas como Sicino. Euribíades presidía desde el sillón de trierarca. Los demás estaban de pie, empezando por Temístocles, a la derecha del espartano. Como había poco sitio, Sicino se había quedado detrás de su patrón, en una plataforma más baja entre el codaste y el puesto del trierarca. Gracias a sus dos metros de estatura, la cabeza le quedaba casi a la altura de la de Temístocles y podía verlo y escucharlo todo.
Pensó que ojalá Apolonia le hubiera permitido acompañarla a Egina. Cuando estaba con ella y con sus hijas todo era mucho más fácil. Se sentía útil protegiendo a las crías, y también a Nesi y a la propia Apolonia. Además, era divertido oír las carcajadas de Italia cuando la encaramaba a sus hombros o la volteaba en el aire —Síbaris aún era demasiado pequeña para esos juegos tan bruscos—. Sobre todo, estaba más relajado porque no tenía que memorizar todo lo que decían. Si algún día aparecía el misterioso agente de Mardonio y le exigía el informe, ¿cómo iba a importarle lo que hicieran una mujer y sus tres hijas?
Se dio cuenta de que llevaba un rato despistado y trató de aguzar el oído. De momento, parecía que los generales respetaban el turno de palabra, lo que le permitía enterarse. Aunque ya llevaba trece años en Grecia, seguía aturullándose cuando hablaban muy rápido o todos a la vez, y también cuando utilizaban juegos de palabras que no captaba. Aunque, si había de ser sincero, en su propio idioma también se le escapaban muchas sutilezas.
Quien tenía la palabra era Temístocles, que insistía en que la flota de la Alianza debía combatir allí mismo y no retirarse. Los griegos estaban muy preocupados porque la víspera habían divisado una polvareda al norte, por la zona de Eleusis, donde se encontraba uno de sus santuarios más importantes. Allí llevaban a cabo unos rituales tan secretos que todo aquel que los divulgase era condenado a muerte. Al parecer, tenían relación con unos daevas femeninos, y también con el infierno. Aunque no fuesen diosas auténticas, a Sicino le infundían bastante respeto aquellos misterios. Nunca dejaba de pensar en lo cerca que había estado de precipitarse desde el puente de Chinvat hacia las tinieblas eternas.
Los vigías apostados en la zona norte de Salamina habían informado de que esa polvareda se debía a que un enorme ejército se estaba desplazando por el camino que corría por la costa norte del golfo de Eleusis, en dirección al Istmo. Temístocles calculaba que debía ser una división, compuesta por veinte hazarabam. Sicino estaba de acuerdo, pues sabía que por caminos tan estrechos veinte mil hombres podían formar una columna de marcha tan larga que parecerían muchísimos más.
Escilias, el buceador de bigotes tiesos que su patrón había traído consigo de la batalla del norte, decía que no tenían que preocuparse tanto, que sólo era una maniobra de distracción, porque ni a Jerjes ni a Mardonio se les ocurriría separar el ejército de la flota. Sicino no estaba tan convencido. La Spada llevaba conquistando países desde los tiempos de Ciro sin ayuda de barcos.
Adimanto, el general de Corinto, de pie a la izquierda de Euribíades, tampoco creía que se tratara de una diversión. Aquel hombre de rostro flaco y ojos rasgados como los de un zorro no le caía bien a Sicino, pero reconocía que sus palabras tenían su lógica.
—Debemos acudir a defender el Istmo cuanto antes. Aquí estamos bloqueados sin hacer nada, mientras nuestros hermanos que defienden la muralla corren peligro. Tenemos que ir a ayudarles y juntar fuerzas con ellos. Por separado somos más débiles.
—¿Nuestros hermanos? —dijo Temístocles—. ¿Me estás pidiendo que acuda corriendo a ayudar a los mismos hombres que no se han molestado en venir a Atenas, que se han negado a salirle al encuentro al bárbaro para impedir que quemara nuestra ciudad?
—Tiene la palabra Adimanto. No le interrumpas —le advirtió Euribíades.
—Gracias —dijo el corintio—. En cuanto a lo que estaba diciendo, todos podéis comprender que aquí no avanzamos nada y que la situación está estancada. Nos encontramos hacinados desde hace más de veinte días en esta isla, donde apenas hay agua potable para todos, sólo porque Temístocles insiste en que este estrecho podría ser el mejor sitio para combatir contra la flota enemiga.
—Lo es. Salta a la vista —dijo Temístocles.
—Guarda silencio —ordenó Euribíades—. No habrá más avisos.
A Sicino le extrañaba la actitud de su patrón. Temístocles siempre se mostraba paciente y comedido con todo el mundo, y más dado a escuchar que a interrumpir a los demás. Pero ahora la voz le temblaba de indignación.
Debe estar así de alterado por lo de Apolonia, pensó. A veces, aunque no fuese muy observador, sabía darse cuenta de esas cosas. Además, comprendía a su patrón, porque a él también le apenaría perder a una mujer como Apolonia.
—No seré yo quien contradiga a mi ilustre colega, aunque él no sepa respetar el turno de palabra de los demás —dijo Adimanto sin dignarse mirar a Temístocles—. Pero precisamente porque salta a la vista que el estrecho de Salamina es un buen sitio para combatir, a los persas no se les ocurrirá entrar en él. Jerjes no tiene la menor intención de combatir aquí. ¡Incluso ha intentado la locura de atacarnos por tierra tendiendo un terraplén desde el continente hasta la isla!
Sicino no pensaba que fuese ninguna locura. Jerjes, que había perforado la península del Atos, habría sido bien capaz de conseguirlo de no ser por los trirremes cargados de arqueros que acosaban a sus zapadores y le obligaron a renunciar a su empeño.
—Por eso quiero que sometamos a votación mi propuesta —prosiguió Adimanto—. Antes de que a los persas se les ocurra cerrarnos el canal que hay entre Salamina y Mégara, debemos zarpar y reagrupamos junto al Istmo, en el puerto de Cencres. Todos, incluso los atenienses.
—¡No pienso consentir que se cometa esa traición!
Adimanto, que seguía sin mirar a Temístocles, gritó incluso más que él. Tenía una voz penetrante y clara, muy difícil de acallar.
—¡Y propongo también que en esa votación no participe este hombre que no deja de interrumpirme! Aquí estamos reunidos representantes de ciudades libres y que aún existen, y por eso tenemos derecho a votar. ¡Temístocles es un apátrida! —Se volvió hacia el mar y señaló al otro lado del estrecho, donde seguían elevándose espirales de humo de las ruinas de Atenas—. ¡Por pura envidia de los que todavía tenemos patria, no descansará hasta que los persas arrasen nuestras ciudades como han hecho con la suya!
—¡Te exijo que retires esas palabras ahora mismo! —exclamó Temístocles, agarrando a Adimanto del brazo para que se volviera hacia él. Euribíades se levantó del asiento e interpuso el bastón entre ambos.
—Toma la palabra cuando te corresponda, Temístocles.
—Hay infamias que deben responderse en el momento.
—¿Sabes lo que les pasa a los que salen antes de tiempo en las carreras?
—Dímelo tú —respondió Temístocles, rechinando los dientes.
—¡Que los jueces los azotan por adelantarse!
—Seguro que los espartanos nunca os adelantáis. Por eso nunca llegáis a tiempo a ningún sitio —contestó Temístocles.
El almirante levantó el bastón para pegarle. Sicino se preguntó si debía defender a su patrón en esa circunstancia. Pero antes de que pudiera intervenir, Temístocles detuvo la muñeca de Euribíades y la apretó con tanta fuerza que las venas de la mano del espartano se hincharon como sogas.
—Golpéame luego si quieres, pero ahora escucha lo que tengo que decir.
Le soltó con brusquedad, y el general espartano se sentó con la boca abierta, sin acertar a decir nada. Temístocles se dirigió a Adimanto, señalándolo con el dedo índice.
—Infeliz, si nosotros hemos abandonado nuestras casas y nuestras murallas es porque creemos que no vale la pena convertirse en esclavos por defender cosas que no tienen vida. Pero, a cambio, poseemos la ciudad más poderosa de Grecia. ¿Sabes cuál es esa ciudad? Los doscientos trirremes con los que vamos a rechazar al invasor. ¡Con vuestra ayuda o sin ella! Ya habéis permitido que Jerjes arrasara nuestra ciudad. Ahora, como por segunda vez os vayáis y nos traicionéis, no tardarán en enterarse todos los demás griegos de que los atenienses poseemos una ciudad libre que no es inferior en nada a la que hemos abandonado. ¡Y mucho menos a la tuya!
Después se dirigió a todos.
—Esto es lo que os digo, hermanos griegos. Si os dejáis llevar por los consejos de Adimanto y las dudas de Euribíades, ocasionaréis la ruina de toda Grecia. Pero no será con nuestra ayuda. Si decidís que la flota se retire al Istmo, no contéis con nosotros. Porque recogeremos enseguida a nuestras mujeres y a nuestros hijos y nos trasladaremos en masa al sur de Italia. Hay un lugar llamado Siris mucho más fértil que cualquier tierra de Grecia, y los oráculos nos han recomendado que fundemos allí una colonia. Luego, cuando todos estéis bajo la bota del Gran Rey, incluidos los espartanos, os acordaréis con nostalgia de nuestros doscientos barcos. ¡Pero entonces será demasiado tarde!
Durante unos segundos nadie contestó. Aprovechando aquel silencio, Temístocles se volvió hacia Sicino y le dijo:
—¡Nos vamos!
—Esto es un desastre. Esta guerra me recuerda cada vez más a la revuelta jonia. Al final, acabaremos como en la batalla de Lade.
Temístocles, Euforión y Mnesífilo estaban recostados en sendos divanes. Sicino había preferido sentarse en un arcón, pues ninguno de los taburetes que había en aquella casa le parecía seguro para su peso. Era una cena temprana. Aún quedaban un par de horas de luz.
Cuando abandonaron la reunión, Temístocles estaba tan furioso que le dijo a Sicino que no quería saber nada de la guerra ni de la flota ni de los condenados griegos. En vez de regresar a Cicrea, la bahía donde estaban varados los barcos atenienses, había tomado el camino que subía al promontorio de Cinosura y llevaba a la casa de Clístenes. Pero antes le encargó a Sicino que buscara a Euforión y Mnesífilo.
—Diles que necesito hablar con mis amigos.
Después, cuando Sicino se disponía a dejar a los tres hombres a solas, Temístocles le dijo:
—He dicho «mis amigos». ¿Es que no recuerdas la conversación que hemos tenido antes? Quiero que cenes con nosotros.
Sicino se quedó, sintiéndose a medias halagado y a medias culpable. Fue una comida sencilla y frugal: queso, pan de cebada, aceitunas y anchoas en salazón. Con más de cien mil personas en la isla, había que economizar provisiones. De momento seguían llegando barcos con víveres de Egina y Trecén. Pero algunos de ellos ya habían sido atacados por los trirremes persas, y mucho se temía Sicino que no tardarían en pasar hambre. Lo cual le preocupaba bastante.
—¿Por qué has dicho lo de Lade? —le preguntó Mnesífilo a Temístocles.
—¿Estuviste en esa batalla? —dijo Euforión—. Creo que fue la mayor mierda de todas las mierdas.
—No, no estuve —respondió Temístocles—. Pero conozco a varios marineros que sí combatieron allí. Los aliados griegos desplegaron más de trescientas naves contra los persas, igual que nosotros. Y también tenían su propio Temístocles: un hombre que entendía de mar, que intentaba convencer a todos de que había que entrenar las maniobras y tomarse la guerra en serio…, y al que nadie hacía caso, como a mí.
—¿No era un focense? —dijo Mnesífilo.
—Dionisio de Focea, sí. Ese hombre se empeñaba en algo inaudito. Quería que sus tripulaciones se adiestraran todas las mañanas. Por las tardes, además, les obligaba a quedarse a bordo de los trirremes hasta que oscurecía por si se producía un ataque enemigo. ¡Disciplina, lo que más nos gusta a los griegos! Casi tanto como la unión.
Sicino se quedó desconcertado un instante por las palabras de su patrón. Luego pensó: Está siendo irónico.
—Todos andaban tan resentidos con él que, cuando llegó la hora del combate, los barcos de Samos y los de Lesbos desertaron. El oro de Darío también tuvo algo que ver, eso seguro. Por supuesto, la batalla acabó en desastre.
Ahora que Sicino lo recordaba, él conocía a soldados de la flota persa que habían estado en aquel enfrentamiento. Pero no le habían dicho que los enemigos hubiesen desertado, tan sólo que había sido otra gloriosa victoria del Gran Rey. Después de aquello, Mileto cayó y la rebelión de los insurrectos jonios quedó aplastada.
—¿Temes que pase lo mismo ahora? —preguntó Mnesífilo.
—No lo temo. Lo sé. Pero esta vez los traidores no van a esperar a que se produzca la batalla para desertar.
—¡Por las boñigas de Pan! ¿Qué quieres decir? —preguntó Euforión. Temístocles bajó la voz tanto que Sicino tuvo que acercarse para oírlo mejor.
—Esta misma noche va a producirse la desbandada. Ya sabéis dónde están los barcos corintios, en la playa que hay más allá de nuestra bahía. Pues bien, durante la cuarta guardia zarparán hacia el norte y se escaparán por el canal de Mégara.
—¿Estás seguro de eso? —preguntó Mnesífilo—. Adimanto es un hombre insolente y soberbio, pero no creo que sea capaz de semejante traición.
—¿A ti qué te parece, Sicino? —preguntó Temístocles, volviéndose hacia él. El persa se quedó sorprendido. No era frecuente que le consultaran su opinión—. ¿Crees que Adimanto es capaz de hacernos esa jugarreta?
Todos los griegos sois traidores por naturaleza, pensó Sicino. Por supuesto, no era el comentario más oportuno, así que contestó:
—No lo sé, señor. No parece que le guste mucho seguir aquí en Salamina. Y es verdad que se le veía muy enfadado contigo.
—¿Lo veis? Sicino se ha dado cuenta.
—No me parece un argumento que… —dijo Mnesífilo.
—No me baso en eso —dijo Temístocles—. No me creas tan necio, mi buen amigo. Sé que hay muchos ojos espiándome, pero yo también tengo mis agentes. Creedme si os digo que esta noche va a producirse mucho movimiento en los estrechos. Si nos descuidamos, cuando amanezca estaremos solos en Salamina. O, en el mejor de los casos, acompañados por los megarenses, que con su ciudad destruida tienen tan poco que perder como nosotros.
—¿Lo sabe Euribíades? —preguntó Mnesífilo.
Temístocles se encogió de hombros.
—No me consta que lo sepa. Pero, sinceramente, no me extrañaría. Los últimos espartanos fieles a nuestra causa murieron en las Termópilas.
—¿Y no nos han dicho nada a nosotros, que tenemos más de la mitad de los barcos de la flota?
—Nosotros no queremos abandonar Salamina ni alejarnos de Atenas. ¿Cómo van a decírnoslo? Pueden pensar que intentaremos impedírselo, tal vez por la fuerza.
—¿Y es que no vamos a intentarlo? ¿Es que no vas a intentarlo tú? Todos juntos apenas somos rival para la flota persa, pero por separado estamos perdidos.
—Yo no voy a intentar nada, mi querido Mnesífilo. Me rindo.
—¿Qué? ¿Cómo has dicho?
Mnesífilo se incorporó en el diván, al igual que Euforión. Pero Temístocles siguió recostado, con gesto indolente.
—Has oído bien. He dicho que me rindo. Se acabó. Estoy harto de malgastar mi vida y arruinar mi hacienda por el bien de todos los griegos. No merece la pena.
Temístocles agachó la cabeza. Sicino no se esperaba algo así de su patrón, que nunca había cedido al desánimo. Tal vez le estaba entrando por fin algo de sensatez en la mollera. Al fin y al cabo, era una persona inteligente y tenía que comprender que era imposible enfrentarse al Gran Rey con esperanzas de victoria.
—¿Es que te vas a entregar a los persas? —preguntó Mnesífilo.
—Reconozco que lo he estado sopesando —respondió Temístocles.
A Sicino se le iluminó el semblante. Sí, efectivamente Temístocles estaba entrando en razón. Sin duda el Gran Rey aceptaría el vasallaje de un hombre tan capacitado y Sicino no tendría que sufrir dividiendo sus lealtades. Sin embargo, su alegría duró poco.
—Pero la respuesta es no, Mnesífilo. He jurado muchas veces que jamás me arrodillaría ante Jerjes. —Durante un segundo se quedó mirándose los dedos. El único que comprendía la razón era Sicino—. Nunca violo mis juramentos. Haré como Dionisio de Focea, que se instaló en Italia.
—Y se convirtió en pirata, por lo que tengo entendido.
—Yo no soy eupátrida. Lo que cada uno haga para ganarse la vida me es indiferente. —Temístocles dio un sorbo de vino y prosiguió—: Si Corinto y otras ciudades van a desertar esta noche, es el mejor momento para que huyamos. De lo contrario, mañana podríamos encontrarnos encerrados en el estrecho. Cuando Jerjes se entere de que Adimanto ha escapado por el canal de Mégara, seguramente enviará varias escuadras para bloquearlo e impedir que nadie más pueda salir por allí.
—Hasta ahora no ha querido dividir su flota —dijo Mnesífilo.
—Para mantener su superioridad numérica, por si nos decidíamos a salir del estrecho y presentarle batalla. Pero en cuanto sepa que nuestros aliados nos han abandonado, ya no tendrá esa preocupación y podrá cerrar la tenaza por los dos lados de la isla.
—Joder, si tenemos que huir de Salamina antes de ahogarnos en nuestra propia mierda, ¿qué estamos haciendo aquí tan tranquilos? —preguntó Euforión, sacudiendo la cabeza como un perro recién salido del agua.
Temístocles soltó una carcajada.
—Lo de «tranquilos» no lo dirás por ti, ¿verdad?
—Euforión tiene razón —dijo Mnesífilo—. Si ése es tu plan, tendrías que hablar con los demás generales para organizar ya la evacuación.
—No habrá ninguna evacuación.
—¿Qué quieres decir?
—Es imposible que toda la flota ateniense escape en secreto. Mi intención es comunicar mis planes tan sólo a los hombres de mi escuadra, y salir a la vez que los corintios. Es el momento más apropiado: cuando quedan un par de horas para el amanecer, la vigilancia siempre se relaja.
—Mierda, joder, pero ¿cómo vas a sacar treinta barcos sin que se enteren los demás? —dijo Euforión.
—Los que se enteren que nos sigan. Pero nosotros zarparemos los primeros, antes de que el enemigo tenga tiempo de reaccionar. —Temístocles se incorporó por fin en el diván—. Pasaremos entre Cinosura y Psitalea. Nada de flautas marcando el ritmo de la boga: lo haremos con piedras, muy despacio para que los remos no chapoteen. Para cuando amanezca, ya estaremos camino de Egina.
—Si quieres que tu escuadra salga la primera, me parece bien —dijo Mnesífilo—. Pero debes decírselo a los demás generales para que todo el mundo tenga la oportunidad de escapar.
Temístocles dio un puñetazo en la mesa. Unas cuantas aceitunas saltaron fuera del plato y cayeron rodando al suelo.
—¡Que se jodan los demás generales! Siempre han estado buscándome las cosquillas, pero desde que estamos en Salamina me han hecho la vida imposible. Arístides debe estar a punto de llegar con los Eácidas. ¡Que los salve él!
Sicino se quedó desconcertado. ¿Quiénes eran esos Eácidas que, en vez de huir, se atrevían a venir a Salamina para enfrentarse al Gran Rey? Luego recordó que, después del breve terremoto, los atenienses habían hecho un sacrificio a su dios del mar, al que atribuían tales fenómenos. También habían decidido que, por alguna razón que a él se le escapaba, el temblor significaba que debían impetrar la ayuda de unos héroes locales. Ésos debían de ser los Eácidas. Por eso habían enviado a Arístides a Egina para que trajera sus estatuas.
—¿No habías hecho las paces con Arístides? —preguntó Mnesífilo.
—No seas ingenuo. Esa farsa no significaba nada. Él y yo somos como el agua y el aceite.
Pero si habían hecho un juramento, pensó Sicino.
—Si no se lo dices tú a los generales, tendré que hacerlo yo —dijo Mnesífilo.
Hay hombres que entrecierran los párpados cuando quieren intimidar a otros. En cambio, Temístocles abría los ojos aún más de lo habitual, dejaba de pestañear y bajaba la voz. Sicino lo encontraba más amenazante.
—Está claro que he cometido un error compartiendo mi información contigo, Mnesífilo.
—Esto no es información. ¡Pretendes que me convierta en un traidor!
Temístocles se volvió hacia Euforión, que parecía tenso como una cuerda de arco y no paraba de golpearse los hombros y recorrer con el dedo el borde de su copa a toda velocidad.
—Veo que no cuento con todos mis amigos. ¿Tú estás conmigo, Nervios?
Sicino no sabía por qué Temístocles actuaba así. Era él quien le había dicho mucho tiempo atrás: «Aunque cuando hablamos entre nosotros de Euforión lo llamamos el Nervios, no se te ocurra soltárselo a la cara. Le molesta mucho». Utilizar su mote no parecía la mejor forma de ganarlo para su causa.
Euforión entrecerró los párpados un instante en un gesto que casi parecía de odio. Después apartó la mirada de Temístocles y respondió:
—Esto es la gran madre de todas las mierdas. Pero tienes razón. Si se entera todo el mundo y salen trescientos barcos a la vez, los cabrones de los persas nos pillarán en aguas abiertas.
—Recuerda que tienes a un persa al lado. No los insultes.
—No importa —dijo Sicino. Hacía tantos años que conocía a Euforión que prácticamente ya no oía sus palabrotas. Lo que seguía sacándolo de quicio era que no pudiese estar quieto, pero tampoco tenía remedio.
—¿Tengo tu palabra de que no te irás de la lengua?
—¡Que Pan me convierta en cagarruta de cabra si digo algo!
—Muy bien. Entonces quiero que tú y Sicino vayáis a la Artemisia y me esperéis allí. Habla con Heráclides y dile que prepare la nave. Que tense bien los cables maestros, y que los demás trirremes de nuestra escuadra hagan lo mismo. No quiero que los persas nos oigan por culpa de los crujidos de los cascos.
—¿Tú no vienes?
Temístocles miró a Mnesífilo, que se había incorporado en el diván y no apartaba los ojos de él. A Sicino le dio la impresión de que estaba más asustado que indignado. ¿Será capaz de matarlo?, se preguntó. Por eso se alegró de que Temístocles lo mandara fuera de allí. Si pretendía hacer daño a Mnesífilo, prefería que no se lo encargase a él. El viejo era buena persona y lo había alojado unos días en su casa, aunque fuese en el patio.
—Yo me quedo. Tengo cosas que arreglar con Mnesífilo —dijo Temístocles, desenvainando su espada—. Vamos, poneos en marcha. Pronto se hará de noche.
Euforión se apresuró a salir, sin mirar atrás, y Sicino lo siguió.
Desde la puerta de la casa se veía todo el alargado espolón de Cinosura, y a la izquierda la bahía de Silenia. En la playa, junto a los barcos, los hombres empezaban a encender fuegos para preparar la cena, y los trirremes que patrullaban la entrada del estrecho regresaban ya al puerto. Más allá, la costa del Ática se veía algo borrosa, teñida de un sucio color cárdeno. El día había amanecido seco y con una visibilidad excelente, como en las jornadas anteriores, pero conforme pasaban las horas cada vez se notaba más bochorno. El sudor no llegaba a evaporarse de la piel y se quedaba pegado a ella en diminutas y pegajosas perlas hasta que acababa resbalando. A Sicino le sacaba de quicio aquella sensación, sobre todo cuando un reguero le goteaba por la espalda. Pensó que tal vez aquel tiempo enervante tenía la culpa de que los generales se hubiesen mostrado tan irritables en la reunión y del extraño comportamiento de Temístocles.
Sicino se dispuso a tomar el sendero de la izquierda, que conducía al pueblo de Salamina y de ahí a la bahía de Cicrea. Pero Euforión lo agarró del brazo y le dijo:
—Espera. Tengo que decirte una cosa.
A Sicino le sorprendió que, incluso en una frase tan breve, no se le escapara ninguna palabrota. Pero aún se quedó más estupefacto cuando Euforión añadió en persa:
—Ha llegado la hora de caminar por el puente de Chinvat.
Mnesífilo se quedó mirando a Temístocles, mientras la punta de la espada apretaba su nuez.
—Siempre he pensado que te conocía mejor que nadie, Temístocles, y que no me podías engañar. Te tenía por un embaucador y un tunante, pero con grandeza de miras. Ahora descubro que eres un miserable.
—¿De veras? —dijo Temístocles, sonriendo. De pronto parecía encontrarse de un humor excelente.
—No pienso ser cómplice de tu última bellaquería. Voy a delatar tus planes a los generales.
—No, no lo harás. —La sonrisa de Temístocles era cada vez más amplia.
—Entonces tendrás que matarme —dijo Mnesífilo, con menos aplomo en la voz del que hubiese querido. Desde que tenía cincuenta años había comprobado con desagrado cómo los testículos le colgaban cada vez más bajos. Ahora los tenía tan pegados al cuerpo que casi habría podido pasar por un eunuco, y sus intestinos amenazaban con vaciarse sobre el diván.
—La verdad es que, con el dilema que me planteas, no me quedaría otro remedio. ¿Estarías dispuesto a morir por tus principios?
Mnesífilo intentó responder «Sí», pero más bien le salió un débil cacareo. Tragó saliva y, con algo más de dignidad, probó de nuevo.
—Sí. Hazlo ya.
Temístocles apartó la espada de su cuello y volvió a guardarla en la vaina. Después le agarró de la mano y tiró de él para levantarlo del diván.
—Me has hecho el hombre más feliz del mundo, mi viejo amigo. En verdad acabo de comprobar que en momentos sublimes se puede alcanzar la perfección.
Cuando se puso de pie, Mnesífilo se apretó el vientre con ambas manos, como si quisiera devolver las tripas a su sitio. Ahora que había enfundado la espada, Temístocles le daba casi más miedo que antes. Sin comprender nada, lo siguió hasta el jardín. Temístocles se asomó por encima de la tapia que lo rodeaba y volvió a sonreír.
—¡Bien! Por allí van los dos. Excelentes noticias.
Mnesífilo se asomó también. El gigante persa y el Nervios bajaban casi a trompicones hacia una cala donde los aguardaba un bote de remos.
—Pero ¿no los habías mandado en dirección contraria?
—Exacto, mi querido Mnesífilo. Quienes vamos a ir ahora mismo a Cicrea somos tú y yo.
—¿Puedo saber qué está pasando?
—No es necesario que lo entiendas todo aún.
—¡Pero es que no entiendo nada!
Tomaron el sendero que descendía hacia el pueblo. En vez de entrar y atravesar el Ágora, Temístocles lo llevó por calles menos concurridas. Aun así, no dejaron de encontrarse con conocidos que le preguntaban por lo sucedido en el consejo de generales. Algunos lo felicitaban por haberse enfrentado a Euribíades y decirle unas cuantas verdades a Adimanto. Temístocles contestaba con monosílabos, sin dejar de andar. Caminaba a zancadas, espoleado por algún demonio interior. Mnesífilo, al que todavía le temblaban las rodillas del susto, apenas podía seguirlo. Por fin, se detuvo y se dobló sobre sí mismo para recuperar el aliento.
—¿Por qué te paras? ¡Tenemos mucho que hacer!
—Si… si no me dejas descansar un momento —jadeó Mnesífilo—, me vas a matar de verdad.
Temístocles le esperó, aunque con visibles gestos de impaciencia. Cuando el pinchazo en el costado remitió, Mnesífilo se puso en marcha de nuevo. Por más que intentaba que su amigo le ofreciera alguna explicación, no lo consiguió.
—Vamos a ir por partes —fue todo lo que le dijo—. Primero tengo que solventar una deuda y cumplir un juramento. Luego nos ocuparemos de los asuntos bélicos.
Tras dejar atrás el pueblo, llegaron al campamento ateniense. Mientras pasaban entre los corros de soldados y marineros que se preparaban la cena junto a las fogatas, Temístocles agarró con fuerza el brazo de Mnesífilo y masculló entre dientes:
—Ni una palabra, ¿está claro?
—Al menos compénsame explicándome algo.
—Lo sabrás todo en su momento, te lo prometo.
Los hombres se apartaban, porque era evidente por su gesto grave y la determinación de su paso que el general llevaba mucha prisa. Llegaron por fin junto a la Artemisia. Tras una breve conversación en voz baja con el piloto, Temístocles subió por la escalerilla y dijo a Mnesífilo que lo siguiera. Recorrieron la pasarela central hasta la proa y una vez allí bajaron a la bodega. En el espacio que mediaba entre los primeros remos y el espolón, Temístocles había hecho levantar un tabique de madera con una puerta cerrada por un candado. Ahora la abrió y sacó de dentro un hatillo de ropa. Eran dos capotes militares provistos de capucha.
—Ponte uno.
—¿Con el calor que hace? Definitivamente, tú has decidido acabar conmigo.
Ahora que estaban a solas en el interior del barco, Temístocles volvía a sonreír. Después de tanto tiempo cargando con las preocupaciones de toda Grecia, aquel gesto casi travieso lo rejuvenecía. Pero a Mnesífilo, superado el susto inicial, le estaba sacando de quicio.
—Ya has visto que en una isla atestada de gente es complicado mantener el anonimato. No quiero que nos anden parando a cada momento para preguntarme por lo que ha pasado con Euribíades.
—Te advierto que me niego a tener nada que ver con tus manejos si es para… Un momento. ¿Eso qué es?
Temístocles estaba sacando de la cabina un escudo que debía pesar bastante a juzgar por cómo lo manejaba. Mnesífilo recordaba haberlo visto en la casa de Clístenes. Ahora, cuando su amigo lo apoyó sobre un banco de remero y le retiró la funda de piel, pudo verlo mejor.
—¡Por los perros de Hécate! Pero si es…
—La Gorgona que adornaba la estatua grande de Atenea. En efecto.
El monstruo fundido en oro contemplaba a Mnesífilo con sus enormes ojos de esmeralda, abriendo la boca en un gesto sanguinario. La luz temblorosa de la lámpara proyectaba sombras huidizas que daban la impresión de que las serpientes que tenía por cabellos se movían con vida propia. Mnesífilo no se consideraba una persona supersticiosa, pero al sentir sobre sí la petrificante mirada de la Gorgona hizo un gesto apotropaico con los dedos para ahuyentar el mal.
—Pero si todos los tesoros de la Acrópolis están a buen recaudo en el templo de Áyax… —dijo.
—Es sólo un préstamo. La cogí cuando me llevé la serpiente del santuario de Erecteo. Pero lo he hecho con la connivencia de los sacerdotes. Aún no me he vuelto un ladrón sacrílego. En realidad —dijo, mientras guardaba la Gorgona en la funda de piel de un escudo—, me va a servir precisamente para evitar un sacrilegio.
Encapuchados y cargando con la Gorgona, desanduvieron el camino que llevaba al pueblo de Salamina. Se había hecho de noche. Sin embargo, lejos de refrescar, cada vez hacía más calor. O así se lo parecía a Mnesífilo, porque el bochorno era aún peor bajo aquellos capotes untados de grasa impermeable. Pero, aunque sudaba copiosamente y le dolían las piernas de la caminata, no estaba dispuesto a quedarse atrás. Quería averiguar qué tramaba Temístocles.
—Eolo nos sonríe. Va a cambiar el viento —dijo Temístocles, levantando la mirada hacia el cielo. Se había hecho de noche. Era el segundo día de luna llena, pero su disco se veía sucio y amarillento por la calima que flotaba en el aire y que borraba las estrellas.
—Mejor nos vendría el etesio para huir hacia Egina, ¿no crees? —dijo Mnesífilo. Aunque no entendía demasiado de navegación, era evidente que lo mejor para viajar hacia el sur era un viento del norte.
—En eso tienes razón —contestó Temístocles, con una sonrisa indefinible.
—Está claro que no me quieres contar nada.
—Sólo te diré una cosa por ahora. Siento haberte asustado antes, pero tenía mis razones. Jamás te haría daño.
Mnesífilo no estaba tan seguro de ello. En aquel momento, creía a Temístocles capaz de cualquier cosa.
Llegaron ante una casa en la parte oeste del pueblo. Las ventanas eran pequeñas y estaban cerradas, pero se oía música de flautas y voces alegres en el interior. Temístocles llamó a la puerta. Al cabo de un rato, el postigo se abrió y tras él apareció un rostro alumbrado por una vela cuya llama temblona no contribuía a embellecer sus rasgos brutales.
—¿Qué queréis?
—Buscamos al general Andrónico. Nos han dicho que se aloja aquí con su amigo Sófanes.
—Andrónico no quiere que lo molesten.
Temístocles se levantó la capucha.
—Dile quién soy.
El esclavo abrió la puerta sin preguntar más.
—Esperad aquí —les dijo tras dejarlos en una estancia de paredes desnudas.
Allí dentro los ruidos de la fiesta sonaban mucho más fuertes. Mnesífilo contó dos voces de varón y tal vez tres o cuatro de mujer. Ellas parecían muy jóvenes, y algo le hizo sospechar que debían andar ligeras de ropa.
Se sentía cada vez más intrigado. Imaginaba que se trataba de un soborno, pero no alcanzaba a relacionarlo con la conversación que habían sostenido durante la cena. Siempre se había jactado de conocer a Temístocles como si lo hubiera criado a sus pechos, pero esta noche lo tenía desconcertado.
No pasó mucho rato hasta que apareció Andrónico. El general, tocado con una corona de pámpanos, venía colocándose los pliegues de la túnica y anudándose el cinturón.
—¡Vaya, vaya! ¡Cuánto bueno por aquí! Mi amigo Temístocles y el ilustre Mnesífilo. Me preguntaba ya si cumplirías tu palabra o tendría que recordártelo.
—Hoy es el segundo día de luna llena. Por tanto, no he sobrepasado el plazo.
El esclavo se quedó en la estancia, cubriendo la espalda a su amo. Aunque era algo más bajo que Andrónico, Mnesífilo observó que sus hombros se veían a más altura. Aquella tosca cabeza modelada a fuerza de puñetazos parecía brotar directamente del tronco sin la mediación de un cuello.
—¿Has traído lo mío? —preguntó Andrónico.
Temístocles, con visible alivio, apoyó en el suelo la carga que traía, desató el lazo de la funda de cuero y la dejó resbalar. Al ver los rasgos de la Gorgona, al general se le congeló la sonrisa.
—¿Qué significa esto? ¿Has despojado a la estatua de Atenea para pagarme? ¿Es que pretendes burlarte de mí?
—¿Quién te impide fundirla en lingotes? Yo mismo he pesado esta Gorgona. Son casi cincuenta minas de oro macizo. ¿Estás de acuerdo en que equivale a los ocho talentos de plata que convinimos?
—Sí, pero…
—Será a mí a quien culpen por la falta de la Gorgona, no a ti. Fui yo quien firmó el recibo al sacerdote cuando la retiramos del templo. No tienes por qué preocuparte. Te he traído la suma convenida y en el plazo convenido. ¿Estás de acuerdo con eso?
Al observar que, por detrás de Andrónico, el esclavo se desataba el cordel que le ceñía la túnica, Mnesífilo empezó a preguntarse si saldrían vivos de la habitación. Aunque Temístocles tenía una espada, no apostaría su dinero por él en una pelea contra aquel matón con las manos desnudas.
—Te he preguntado si estás de acuerdo.
Andrónico se rascó la cabeza, ladeando la corona de hojas al hacerlo. Por el color de sus mejillas y sus orejas, debía llevar bebiendo desde media tarde.
—Está bien. Pero después no quiero tener problemas. Si alguna vez me…
—Por tanto, he cumplido mi juramento —le interrumpió Temístocles, y volvió a cubrir la Gorgona con la funda de piel—. Eso es lo que quería oír.
—¿Qué quieres de…?
El esclavo, que había terminado de quitarse el cíngulo, rodeó con él el cuello de Andrónico y apretó. La pregunta del general se convirtió en un gorgoteo. Mnesífilo pensó que debería hacer algo, no sabía muy bien qué, pero su cuerpo se negaba a reaccionar. Miró a Temístocles y descubrió en su rostro una sonrisa de crueldad, un gesto nuevo que nunca había visto en él y que le provocó un escalofrío. Mientras, en el comedor seguían sonando las flautas y las risas. Sófanes debía estar disfrutando como un sátiro con aquellas chicas.
—Alguien que ama tanto el dinero como tú, Andrónico, debería haber aprendido algunas reglas —dijo Temístocles—. Se puede ser corrupto y venal, como tú. Se puede ser incluso codicioso.
El esclavo se había inclinado hacia atrás para cargar a Andrónico sobre su pecho, de tal manera que los pies del general pataleaban inútiles en el aire, mientras sus dedos se esforzaban por introducirse entre el improvisado dogal y su cuello. Su rostro pasó del violáceo al cárdeno, algo oscuro cayó entre sus piernas y chapoteó en el suelo, y un olor fétido llenó la habitación.
—Pero nunca —prosiguió Temístocles, con un gesto de asco—, nunca se puede ser tacaño. Si tienes al mejor guardaespaldas de Atenas no le puedes pagar con racanería, como si fuera un vulgar porteador. Porque siempre llega alguien que mejora tu oferta.
Pasado un rato que a Mnesífilo se le hizo eterno, Andrónico dejó de moverse y sus brazos cayeron a los costados como tallos marchitos. A pesar de ello, su esclavo siguió apretando hasta que se convenció por fin de que el general estaba muerto, y sólo entonces lo dejó caer al suelo.
—Una imagen apropiada —dijo Temístocles al ver tendido a Andrónico sobre su propio excremento—. Bien, Telo, has cumplido tu pacto. La barca te espera en la cala de Cranión.
El asesino se quedó mirando a la Gorgona tapada con la funda. Lo que le estaba pasando por la cabeza casi se podía leer grabado en su frente. Mnesífilo retrocedió un par de pasos, pero Temístocles se quedó en el sitio.
—Sé lo que estás pensando, Telo, pero no es buena idea —dijo, desenvainando la espada y dirigiendo su punta hacia el esclavo—. Expoliar a los dioses sólo acarrea infortunios. Disfruta de lo que ya tienes y aguarda mis instrucciones. Aún te daré a ganar mucho más dinero.
El aplomo de Temístocles impresionó a Mnesífilo, y también debió dar que pensar a Telo. El esclavo soltó el cíngulo homicida sobre el cadáver de Andrónico y abandonó la habitación. Temístocles volvió a colgarse la pesada Gorgona a la espalda y dijo:
—En esta fiesta ya estamos de más. Nos vamos.
Mientras salían de la casa, las risas de la orgía se convirtieron en gritos de terror y el trino de las flautas se calló, sustituido por golpes y carreras. Mnesífilo miró a Temístocles, interrogante.
—Parece que Telo no quiere dejar testigos. Lo siento por Sófanes y esas pobres flautistas. Ahora, volvemos a la Artemisia a dejar esto. No tengo edad ya como para cargar el resto de la noche con un escudo de oro macizo.
Por el camino, Temístocles le explicó que Andrónico había estado extorsionándolo desde su viaje a Delfos.
—Como todos los chantajistas, se había vuelto insaciable. Pero no contaba con que su esclavo podía tener sus propias ambiciones.
—¿Qué le ofreciste?
—Los dos talentos y las tres mil dracmas que le había pagado ya a Andrónico, y medio talento más en la barca que lo espera para llevarlo a Epidauro.
Mnesífilo no sabía ya si sentirse atónito o escandalizado por todo lo que estaba escuchando y presenciando aquella noche. Pero Temístocles todavía le reservaba sorpresas.
—Si Telo demuestra que es capaz de vencer él solo a diez hombres armados, se habrá ganado de sobra esos tres talentos —dijo.
—¿Qué quieres decir?
—No creerás que voy a dejar que se marche impunemente con mi dinero para que dentro de un tiempo imite el ejemplo de su amo y se dedique a chantajearme. En esa cala lo esperan diez sicarios de mi plena confianza.
—¿Y si son ellos los que te roban?
—No lo harán. A diferencia de Andrónico, yo sí pago bien a mis hombres. Y, por supuesto, no hay ninguna barca.
Mnesífilo sacudió la cabeza.
—No sé cómo puedes dedicarte a tus turbios negocios en un momento como éste.
—Me gusta afrontar los problemas de uno en uno. Eso es algo que me enseñó mi madre. Procura resolver siempre lo que está en tu mano, empezando por lo más urgente, y no te preocupes por lo que no tiene remedio.
Temístocles alzó la mirada hacia la luna y añadió:
—La noche aún es joven, pero creo que ahora sí ha llegado el momento de convocar al consejo de generales.