Falero

—Dime, Mitranes. ¿Crees que el informe de ese traidor es veraz? —le preguntó Mardonio.

Se encontraban en Falero, en el pabellón del general. Aparte de varios arshtika, acompañaba a Mardonio un personaje vestido con una túnica púrpura y azafrán aún más lujosa que la suya. A Sicino le resultaba familiar. Luego oyó que se dirigían a él como Aquémenes y recordó de quién se trataba. Lo había visto competir contra Mardonio por ver quién clavaba más flechas en las tres dianas, cuando estaban en Babilonia. Era hermano de Jerjes y sátrapa de Darío. Mientras Mardonio los interrogaba, había escuchado toda la conversación en silencio, aunque cada vez que Euforión meneaba la cabeza, él se mesaba los espesos rizos de la barba.

Sicino comprendía perfectamente que los movimientos de Euforión pusieran nerviosos a sus interlocutores. Por suerte, desde el momento en que se presentaron ante los persas, el ateniense había dejado de escupir palabrotas.

Mientras remaba en el bote que los llevaba a Falero, Sicino no había podido evitar la curiosidad y le preguntó por qué era tan malhablado. Primero se lo dijo en su idioma, pero enseguida pasó al griego, ya que comprobó que Euforión sabía pronunciar en persa la contraseña del puente de Chinvat y poco más. Euforión le explicó que cuando soltaba una palabra malsonante, sobre todo si estaba relacionada con los excrementos, se tranquilizaba mucho. Lo mismo le sucedía con aquellos movimientos tan absurdos que solía hacer. Si se lo proponía, podía tener las manos y los pies quietos. Su problema era que si no se relajaba con una buena palabrota o algún tic ritual, al cabo de unos instantes empezaba a subirle un cosquilleo insoportable por la nuca y se le contraían los músculos del cuello y los hombros. Al final, sin quererlo, se movían por sí solos y empezaba a sufrir unas sacudidas de cabeza tan fuertes que a veces incluso se hacía daño en las vértebras y se mareaba.

—Pero cuando gobierne la puta ciudad de Magnesia, como me ha prometido Mardonio, podré decir y hacer lo que quiera. Y al que se ría, kjjjjj —dijo, pasándose el índice por el cuello en un gesto expresivo.

Sicino podía comprender por qué él estaba remando en aquella barca para revelar al mando persa lo que había escuchado durante la cena. Al fin y al cabo, su verdadero nombre era Mitranes, hijo de Bagabigna, y aunque llevara tantos años sin ponerse el uniforme, era un decurión de la Spada. Pero no entendía que Euforión, siendo amigo de Temístocles, lo traicionara de esa forma.

—¿Traicionarlo yo? ¿Traicionarlo yo?

Tras palmearse las rodillas y tironearse de las orejas, le explicó que Temístocles llevaba utilizándolo desde que eran críos. Como se sentía inferior a ellos, los eupátridas, se había arrimado a Euforión pensando que por sus defectos sería más accesible.

—Desde entonces siempre ha estado soltándome pullas y mirándome por encima de su hombro de mierrrrrda —dijo, regodeándose en su grosería.

A Sicino no le parecía que, aparte de un par de comentarios que se le habían escapado esa misma noche, Temístocles se burlara tan a menudo de su amigo. Pero cuando Euforión se quejó de su costumbre de palmearle la cara, tuvo que reconocer que eso sí lo hacía y que a él también le habría molestado.

—¡Qué se habrá creído! Él, el hijo de un comerciante que ha estado toda la vida comiendo mierda y más que mierda, dándome bofetaditas a mí, ¡un Alcmeónida!

La retahíla contra Temístocles continuó durante un buen rato. Euforión tenía clavadas muchas espinas, pero la peor era la humillación que su amigo le había hecho pasar cuando le propuso a su hermana que se casara con él, y Nicómaca se permitió el lujo de rechazarlo. ¡Estando el propio Euforión delante!

Sicino escuchaba boquiabierto. No podía concebir un odio así, tan solapado, tan venenoso, larvado durante tantos años. Estaba convencido de que ni siquiera Temístocles, que solía ser tan sagaz, se había dado cuenta. Pero luego Euforión siguió despachándose contra otros personajes, primero de su propia familia y luego de otras, hasta que Sicino se dio cuenta de que aquel aborrecimiento no lo sentía sólo por Temístocles, sino también por el resto de los atenienses.

—Siempre me han tomado por un tonto de baba esos engreídos de mierda. Pero ¿qué se creían? Los he engañado a todos.

Euforión le explicó con orgullo cómo llevaba trabajando para los persas desde hacía más de diez años. Sí, era él quien había hecho las señales luminosas desde el Agrélico. Cuando casi lo pillan, se le ocurrió una improvisación genial y le llevó el escudo a Temístocles como si hubiese estado a punto de atrapar al espía.

Normalmente, Euforión informaba a los persas haciendo señales luminosas con reflejos de día y antorchas de noche. Pero los mensajes que se podían transmitir de esa manera eran muy sencillos, como el de Maratón: «Espartanos no llegarán». A veces tenía que recurrir a intermediarios y desertores. Como un mes antes, cuando se las arregló para hacer llegar desde Artemisio un informe sobre el número y la disposición de las tropas que defendían las Termópilas.

—Estás muy orgulloso de lo que haces —le dijo Sicino.

—Lo estoy. Soy muy bueno en el arte del engaño. Mejor que Temístocles, que se cree el hombre más listo del mundo.

—¿Y por qué ahora no has hecho señales luminosas desde Salamina?

—¿Pues no te lo he explicado, joder? —Euforión puso los ojos en blanco, y después los hizo girar varias veces a ambos lados—. Esta información es muy delicada y precisa. Además, no tengo la menor intención de estar en las aguas del estrecho cuando entre la flota persa. El mar se va a convertir en mierda pura. Cuando tus amigos persas se lancen a la puta degollina, a ver quién los convence de que soy uno de sus agentes.

Sicino no había caído en eso. Empezó a temer que no los dejaran llegar ante Mardonio, o que incluso los ajusticiaran pensando que eran espías, pero del bando griego. Sin embargo, en cuanto llegaron a Falero los condujeron ante el general. Euforión se rió de él al ver su cara de sorpresa y le preguntó cuántos hombres creía que había que midieran más de cuatro codos de alto y uno de ancho y tuvieran en la cara una cicatriz morada como la suya. Sicino se sintió un poco tonto, pero hubo de reconocer que el ateniense llevaba razón.

Ya en presencia de Mardonio y Aquémenes, Sicino fue traduciendo al persa las palabras de Euforión. El informe era muy preciso y detallado. Los griegos tenían exactamente trescientos diez trirremes en condiciones de combatir, que fue desglosando por contingentes y ciudades. El principal era el ateniense. Aunque ante sus aliados Temístocles siempre alardeaba de sus doscientas naves, Sicino se sorprendió al saber que sólo les quedaban operativas cinco escuadras de treinta naves y otra de veinte.

—El siguiente contingente en número es el de Corinto, con cuarenta trirremes al mando de Adimanto —tradujo después—. Ésos son los barcos que van a huir esta noche por el canal de Mégara. A esa misma hora Temístocles tiene pensado escapar entre Salamina y Psitalea con una escuadra de treinta barcos.

Mardonio iba asintiendo a todo lo que oía, y cada vez que lo hacía su barba roja y tiesa crepitaba contra su túnica. Cuando Euforión concluyó su informe, el general le dijo a Sicino:

—Mitranes, dile a este griego que ahora hablaremos a solas para considerar su información, pero que si se demuestra veraz, no sólo se le concederá Magnesia, sino también Priene y Colofón.

Cuando se lo tradujo a Euforión, el ateniense se puso tan contento y a la vez tan nervioso que las sacudidas de su cabeza se multiplicaron y, para calmarlas, tuvo que realizar de nuevo su ritual de absurdos movimientos. Mientras salía de la tienda, Mardonio se le quedó mirando con una extraña sonrisa. Sicino pensó que parecía de desprecio. No sería raro, se dijo. A nadie le podía caer bien alguien que vendía así a su propio pueblo, aunque se beneficiara de su perfidia.

Fue entonces cuando Mardonio le hizo la pregunta.

—Dime, Mitranes. ¿Crees que el informe de ese traidor es veraz?

—Sí, señor. Yo mismo he estado presente mientras Temístocles contaba que los corintios iban a huir. Él quiere huir al oeste, y no sé si pretende convertirse en pirata, porque ha dicho que si…

Mardonio levantó la mano y Sicino comprendió que debía callarse y esperar otra pregunta.

—Así que los últimos restos de su Alianza se están desmoronando. ¿Qué más has oído? ¿Delante de ti Temístocles ha comentado algo sobre sus consejos de guerra?

—¡Oh, sí señor! Incluso me ha llevado a ellos.

Sicino le contó el enfrentamiento de esa misma tarde entre Temístocles, Adimanto y el almirante espartano. Mardonio cada vez sonreía más. Tras escuchar a Sicino, se volvió hacia Aquémenes.

—Se me ocurre lo siguiente —le dijo—. Yo voy a consultar con el rey. Pero tú puedes zarpar con tus barcos para cerrar el canal de Mégara. Si partes ahora mismo, puedes estar allí antes de que aparezcan los corintios. ¿Qué opinas?

—Me parece bien —contestó el hermano de Jerjes—. Si el rey decide atacar, habremos ganado tiempo. En caso contrario, tan sólo tendremos que regresar.

Sin esperar más, Aquémenes salió de la tienda. Mardonio agarró la mano de Sicino y se la apretó.

—Has aparecido en un momento oportuno, hijo de Bagabigna. Gracias a tu lealtad, el Gran Rey va a conseguir la más espléndida de sus victorias. ¿Querrás participar en ella?

—¡Por supuesto, señor!

—Descansa un poco, Mitranes. Te lo has merecido. Mañana, cuando saltes sobre los barcos griegos, sembrarás el terror entre los infieles y complacerás al señor Ahuramazda en su corazón.

Sicino sonrió al imaginarse la escena. Luego se preguntó qué pasaría si por azar abordaba el barco de Temístocles, y se le borró la sonrisa.