El Pireo, mayo

Al contemplar la bahía de Falero y, tras ella, la silueta de la ciudad de Atenas, Temístocles se sintió como debió de sentirse Ulises al avistar las costas de Ítaca.

Aunque una mente tan organizada como la suya no podía dejar de reparar en las diferencias entre ambos. A Ulises lo habían traído los marineros feacios de noche, dormido, mientras que él llegaba en un espléndido día de primavera. No habían transcurrido diez años desde que abandonara su hogar. A decir verdad, había sido menos de un año de ausencia. Pero, sin duda, en ese tiempo había recorrido aún más distancia y había visto más pueblos que el astuto rey de Ítaca: lidios, misios, frigios, capadocios, carducos, asirios, babilonios, judíos, nabateos, sirios, fenicios, chipriotas, cilicios, pisidios. Y, por supuesto, persas.

Ulises había dejado a dos diosas en el camino, Circe y Calipso, para volver con su fiel Penélope. Temístocles había dejado atrás a alguien que, tras compartir el lecho imperial, podía considerarse también una deidad, Artemisia, la madre de un hijo al que no había llegado a conocer. Ahora regresaba junto a sus dos esposas, la legal y la extraoficial. ¿Qué panorama le aguardaría en sus dos hogares?

Como Ulises, Temístocles volvía ligero de equipaje y se había dejado cosas por el camino. El destructor de Troya había ido perdiendo a sus compañeros, unos devorados por los caníbales lestrigones, otros por el cruel Polifemo o la salvaje Escila, los últimos fulminados por el rayo de Zeus. Pero al menos había llegado físicamente intacto a Ítaca.

Temístocles se miró los dedos, apoyados sobre la borda. Las uñas le habían empezado a crecer, aunque lo hacían con curvas y estrías extrañas. Dos de ellas se le habían encarnado y un médico de Chipre había tenido que sajarle para curarle los uñeros, renovando con su lanceta la tortura. Todavía le dolían los dedos cada vez que apoyaba las yemas sobre una superficie dura o apretaba algo. Tenía que cogerlo todo con sumo cuidado, no había podido remar como habría sido su deseo para mantenerse en forma y se preguntaba si alguna vez recobraría toda la habilidad de sus manos.

Pero el dolor físico no era nada comparado con las pesadillas. Para alguien que se despertaba cuatro y cinco veces por noche y recordaba todos sus sueños, era un tormento aún más cruel regresar en sus visiones a esa celda y sufrir, una y otra vez, cómo aquel espantoso verdugo sin orejas ni nariz le sonreía mientras con las tenazas le arrancaba las uñas. Y Temístocles, que siempre había conseguido mantener cierto control de sus sueños e interrumpirlos cuando le convenía, no se despertaba ahora hasta que el verdugo le desgajaba la última uña. «Y ésta por vender a los eretrios», le decía.

Todo por culpa de su insaciable curiosidad. La curiosidad perdió a Pandora, se dijo. Y, de paso, a toda la humanidad. Pero Temístocles esperaba que la suya le reportara algún beneficio a Atenas.

Sicino y él no habían regresado al Mediterráneo por el Camino Real, sino que habían tomado la ruta de las caravanas, atravesando el oasis de Palmira y los pedregales de Siria hasta llegar a la ciudad fenicia de Biblos, de donde embarcaron hasta Chipre en un trirreme gracias al salvoconducto imperial. De ahí siguieron al oeste costeando la anfractuosa costa del sur de Asia Menor. Ese litoral siempre había sido un nido de piratas, pues estaba quebrado por promontorios y acantilados que ocultaban mil ensenadas y calas secretas. Pero ahora la flota a las órdenes del rey estaba limpiando el mar, como podían atestiguar los pecios que encontraron durante la travesía.

Eso hizo pensar a Temístocles en lo que había visto, en las ventajas, los refinamientos y la civilización del imperio. «La paz Aqueménida», la había llamado Jerjes. Tenía que reconocer que era un concepto grandioso, admirable. Lástima que para alcanzar esa meta los griegos tuvieran que sacrificar su libertad.

—¡No! ¡Eso no pasará! —exclamó Temístocles, clavando los dedos de la mano derecha en la borda. El dolor que le subió hasta el hombro y la nuca fue tan intenso que le recordó lo que nunca debía olvidar. Lo que él era. Eléutheros. Libre. En nada inferior a nadie, salvo a los dioses. Así era como ciudadano ateniense, y así debía seguir siendo.

El barco viró hacia el norte, dejando a babor Salamina para entrar al puerto del Cántaro. El día era muy claro. Debía haber llovido hacía poco y quedaban en el cielo unas nubes blancas y esponjosas, pero el agua había lavado el aire, y los perfiles y colores del paisaje se dibujaban con la nitidez de un fresco recién pintado. Desde allí se alcanzaba a distinguir el camino que subía a Atenas y la silueta de las murallas y los edificios. De haber tenido su dioptra, la habría enfocado para ver más de cerca la ciudad. Pero, cuando lo detuvieron, los hombres de la Spada habían requisado sus posesiones, y aunque otras se las habían devuelto, ésa debía haber ido a parar a manos de Mardonio o del propio Jerjes.

Yo tengo su sable, se dijo, pero aquello no lo consoló. No le hacía falta la dioptra para distinguir la mole gris de la Acrópolis. Allí, tras derribar el Hecatompedón, estaban erigiendo un Partenón, un nuevo templo en mármol del Pentélico, una ofrenda para Atenea en agradecimiento por la victoria de Maratón. ¡Cuánto mejor no honrarían a la diosa construyendo una flota que se enfrentara a la del Gran Rey! Temístocles seguía pensando que Atenas podía equipar hasta doscientos trirremes, tal vez más si incorporaba a los extranjeros que vivían en la ciudad y en el Pireo, y también a los esclavos.

Y aun así, seguiría siendo una cifra ridícula para enfrentarse a Jerjes. ¿Cómo convencer a los atenienses de la amenaza, cómo describirles la magnitud del poder que había conocido sin que lo tildaran de embustero? ¿Qué decirles del ejército que había visto entrar desfilando en Babilonia? Cincuenta mil hombres de infantería, el doble que en Maratón, y diez mil de caballería. Y Jerjes seguía haciendo levas.

No se trataba sólo del número, sino de una organización que los griegos no podían comprender. Lo único que hacían unidos era participar en las Olimpiadas, y eso cada cuatro años, atravesando senderos de cabras para cruzar el Peloponeso. En cambio, gracias al Camino Real y las demás calzadas de la red imperial, el poder Aqueménida extendía sus tentáculos con facilidad a través de miles de kilómetros. Esas extensiones eran inconcebibles para sus compatriotas; la mayoría no se habían alejado en su vida a más de un día de camino del lugar donde habían nacido.

Volvió a pensar en la cantidad de barcos que se estaban construyendo para la campaña contra Grecia. En Biblos los había visto de lejos, pues los fenicios eran muy celosos de sus secretos, pero calculó que había por lo menos treinta navíos a punto de ser botados en los arsenales. ¿Cuántos no se estarían fabricando en las atarazanas de Tiro y Sidón, que eran más grandes todavía? Tampoco descansaban los astilleros de Chipre, y era de suponer que lo mismo pasaba con los de Egipto, pues los daricos del Gran Rey estaban inundando de oro toda la costa este del Mediterráneo.

Mientras su barco sobrepasaba el malecón que cerraba el puerto, la mente de Temístocles seguía haciendo planes y números. Si Jerjes se decidía a enviar dos flotas imperiales, cada una con trescientos barcos de guerra, los griegos deberían oponerle otros seiscientos trirremes para luchar en igualdad de condiciones. Pero eso suponía equiparlos con más de ciento veinte mil hombres entre remeros, tripulantes y hoplitas de cubierta. Conocía al resto de los griegos. Jamás lo conseguirían. Como mucho, reunirían la mitad, y eso contando con ciudades como Corinto, Calcis o Mégara. Los espartanos le tenían más alergia al mar que los persas y sería difícil contar con ellos.

Ya había llegado la primera primavera. Jerjes había dicho que en tres más estaría en Atenas. Parecía un largo plazo, pero Temístocles, que acababa de cumplir los cuarenta años, sabía lo rápido que vuela el tiempo cuando uno lo quiere detener. Por eso no dejaba de cavilar sobre la guerra que se avecinaba. Seiscientos barcos eran imposibles, tenía que renunciar a esa idea. Pero si al menos contara con trescientos… En ese caso tendría que atraer a Jerjes a alguna trampa, buscar aguas estrechas donde la superioridad numérica no contase. Siempre hay que proteger los flancos, se dijo, recordando Maratón.

¿Qué sentido tenía pensar en todo eso? No había dinero. Atenas poseía ahora poco más de setenta naves, pero la mitad de ellas llevaban tantos años navegando que muchas piezas tenían holgura y otras estaban podridas y perforadas por la broma. No había forma de que los cascos se secaran del todo, y muchos barcos de guerra se estaban volviendo lentos como gabarras. Para construir doscientos trirremes más, necesitaría un presupuesto de otros tantos talentos. Eso suponía más de cinco toneladas de plata. Las minas del Laurión no producirían tanto ni en quince años.

Con lo fácil que era para Jerjes disponer de dinero. Qué diferencia entre las riquezas que había visto en el Imperio Persa y la modestia de Atenas, donde una simple copa de plata era un objeto que se pasaba de padres a hijos con veneración. Y además estaba la cuestión de la autoridad, de esa voluntad única que lo movía todo y agitaba los hilos. Cuando Jerjes levantaba un dedo en Susa, sus hombres se ponían a trabajar en Sardes, en Tiro o en Menfis sin rechistar.

No caigas en la trampa. Eso es tiranía. Clístenes no te nombró heredero de su legado para que lo echaras a perder. Tendrás que hacer el milagro de convencer a los atenienses.

Un milagro. Eso era lo que hacía falta si su ciudad tenía que sobrevivir al sueño megalómano de Jerjes.

Al desembarcar, lo primero que hicieron él y Sicino fue visitar la mesa donde Jenocles seguía ejerciendo de cambista. El judío le dio un abrazo y le dijo que se alegraba mucho de verlo de vuelta. Temístocles estudió sus gestos y el tono de su voz con atención. Sus efusiones parecían sinceras. Tal vez fuese inocente de la traición que le habían preparado entre su primo Izacar y Esquines. Al fin y al cabo, con la muerte de Temístocles podría haber ganado algún dinero, pero no habría heredado su negocio. Tenía más dinero a nombre de Grilo que de Jenocles, y tesoros consagrados en otros lugares, como Delfos, a los que sólo podían acceder miembros de su familia.

Descartó la idea. Jenocles no lo había traicionado. El judío parecía de un humor excelente.

—Tenemos buenas noticias. ¡Qué digo buenas! ¡Magníficas! Poco después de irte tú, se descubrió una nueva veta de plata en las minas de Maronea. Ya ha dado más de cincuenta talentos, y aún saldrá mucho más.

No era extraño que el banquero estuviese contento, pues precisamente tenía un contrato de arrendatario en Maronea, uno de los distritos del Laurión. Temístocles también podría haber ganado una buena suma, pero había vendido sus participaciones tras el derrumbamiento del que sólo se salvó Sicino.

—Pasado mañana la asamblea se va a reunir para aprobar un decreto de Epicides —continuó Jenocles.

—¿Qué se le ha ocurrido? —preguntó Temístocles, enarcando una ceja. Epicides era uno de sus títeres en la asamblea, un batanero que había progresado en política gracias a que seguía sus dictados. Al parecer, ahora pretendía tener iniciativa propia. Cuando el amo no está, los esclavos bailan, se dijo Temístocles.

—Va a proponer que todos los ciudadanos se repartan el dinero que corresponde al erario público, a razón de diez dracmas por cabeza al año. —Eso es una miseria.

—Para ti puede serlo, Temístocles. Pero para muchos ciudadanos de la cuarta clase, equivale al salario de quince o veinte días. Así que imagínate lo contentos que se van a poner.

—Sigue siendo una miseria. Hace falta tener las miras cortas para proponer algo así. Ya le diré yo cuatro palabras a Epicides.

De repente, el ábaco de la cabeza de Temístocles empezó a funcionar. Aquello era una señal de los dioses, el milagro que estaba pidiendo un momento antes, cuando el barco entraba al Pireo. Allí, en esas nuevas vetas del Laurión, estaba su flota. Pero ¿cómo persuadir a los atenienses, ciudadanos humildes que sólo probaban la carne cuando había sacrificios, que comían más pan negro que blanco y estrenaban un manto nuevo cada cinco años, para que renunciaran a esas monedas de plata contante y sonante? Y aún más, para que lo hicieran ante la amenaza de un rey al que creían derrotado y que moraba a más de tres meses de viaje de Atenas.

Haz libres a todos los atenienses y los harás invencibles, le había dicho Clistenes antes de morir.

Pero si quería hacerlos libres y evitar que cayeran en la esclavitud del Gran Rey, antes tendría que manipularlos. Por suerte, él no era seguidor de Ahuramazda como Sicino, porque iba a tener que mentir bastante.