Nave Artemisa
Terminada la arenga, los remeros corrieron a ocupar sus puestos a lo largo de toda la playa. En ese momento, alguien chistó a Temístocles desde tierra. Bajó la mirada y vio junto a su popa a Epicides. Aunque podría haberse pagado las armas de hoplita, fiel a sus ideas antiaristocráticas llevaba tan sólo un taparrabos, correas en los dedos para evitar que resbalara el remo y un cojín de piel de cordero.
—¡Enhorabuena por tu discurso! —le dijo.
Temístocles pensó que si a Epicides le había gustado tanto su arenga, en caso de salir vivo de la batalla, iba a tener problemas con los eupátridas. Pero el batanero lo tranquilizó enseguida, demostrándole que aún se podía ser más revolucionario.
—¡Hubiera sido mucho mejor si los hubieras incitado a tirar al mar a todos esos hoplitas! ¡Ellos son nuestros auténticos enemigos, no los persas!
—Ve a tu barco, Epicides. Si no, tendrás que ir nadando —lo despidió Temístocles.
Los remeros subieron a la carrera por ambas escalerillas. Temístocles ocupó el puesto del timonel y extendió ambos brazos para que todos pudieran rozarle la mano al pasar. Según pasaban en aquella maniobra que habían ensayado más de mil veces, los fue saludando por sus nombres, mientras ellos le respondían con la consigna convenida para la batalla, Atenea Justiciera.
Después de los remeros embarcaron los marineros que todavía no se encontraban a bordo, y por último los hoplitas y los arqueros. Fidípides ocupó su puesto detrás de Temístocles y le dedicó una fiera sonrisa. Le faltaba uno de los incisivos, lo que no contribuía demasiado a embellecer aquel rostro tan flaco.
—¿Quién te ha hecho eso? —le preguntó, sospechando que se había metido en alguna pelea.
—Pregunta mejor cuántos dientes ha perdido el otro.
Aunque Fidípides no tenía físico de campeón de pugilato, Temístocles lo dejó estar. Cuando creía que la tripulación ya estaba completa e iba a ordenar que retiraran las escalerillas, Escilias subió corriendo. El buceador traía una soga enrollada y lastrada con plomos.
—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó Temístocles—. ¿No tuviste bastante batalla con Artemisio?
El buceador palmeó el rollo de cuerda.
—No pensarás que voy a dejar que te hundas en el fondo del mar sin más, con todo lo que tenemos en común tú y yo.
Temístocles sonrió. Escilias sabía de sobra que, aunque él muriera, había dispuesto que Grilo debía entregar al buceador los dos talentos de plata que aún le debía. En cualquier caso, después de ver cómo había rescatado a Sofrón, se sentía más seguro teniéndolo a bordo.
La Artemisia zarpó por fin. Al principio avanzaron con lentitud en aquella bahía atestada de barcos. Pero enseguida los remeros acompasaron sus paladas, las naves fueron adquiriendo impulso y los timoneles las llevaron a sus puestos dentro de la formación.
Se habían desplegado como en Artemisio, en unidades de quince trirremes de frente y dos de fondo. Tres de aquellas escuadras pasaron a la izquierda de Farmacusa, y las otras tres, a la derecha de la isla. La Erictonia, la escuadra de Temístocles, navegaba en el extremo derecho de la formación y conforme avanzaba se iba desplazando a estribor para dejar sitio a las demás.
Temístocles no captaba el olor de la flota enemiga, porque el que emanaba de su propia sentina le saturaba la nariz. Pero ya no era necesario. En cuanto dejaron a babor Farmacusa, la armada persa apareció ante sus ojos. Las bordas de los trirremes, aun siendo más altas que las de los barcos griegos, eran tan bajas que costaba distinguirlas entre el agua y la línea de la costa, pero los curvos codastes y los pabellones que ondeaban sobre ellos se perfilaban con claridad.
Eran muchos barcos, centenares desfilando a lo largo de toda la costa que se extendía ante sus ojos. Se encontraban donde él quería y colocados como él quería, ofreciendo sus costados de babor a los espolones de las naves griegas.
Temístocles alzó los ojos hacia el cielo. Sobre el Himeto, cuyas cimas se habían teñido de un lustre tan dorado como su célebre miel, empezaba a despuntar el sol. Se puso de pie y giró en derredor, tratando de fijar aquel momento en su mente. A popa, en la playa que se extendía entre ambas bahías, se habían congregado los hoplitas de reserva, animando a los compañeros con sus gritos, y tras ellos, las mujeres, los ancianos y los niños. Se preguntó si Apolonia estaría allí, con Mnesífilo. Estaba casi seguro de que sí. Era persona de temple que no escondería los ojos a la batalla por miedo al destino.
Se volvió a estribor. A veinte metros de la Artemisia avanzaba la escuadra de Mégara, y más allá se veían los pabellones rojos con la lambda de Euribíades y sus espartanos. Algo más lejos, en el puesto de honor de la formación, se hallaban los trirremes de Egina, que Temístocles no alcanzaba a ver.
Después miró a babor. A su izquierda estaban la Areté de Aminias y la Dínamis de Cimón, seguidas por muchas más, hasta formar un frente de ochenta y cinco espolones que apuntaban al enemigo. Mucho más lejos, a unos tres kilómetros, se divisaban las velas blancas de las naves de Adimanto.
Por fin, volvió la mirada a proa. Por la forma de sus codastes y por sus estandartes, supo que los trirremes que avanzaban en vanguardia eran fenicios, los mismos que habían demostrado su superioridad en Artemisio. Pero hoy os habéis atrevido a entrar en las puertas de nuestra casa, pensó.
Las innumerables tropas de Jerjes se disponían a contemplar la batalla, pintando aquella escarpada costa de abigarrados colores. Sin duda la mancha púrpura que se veía por encima de la Farmacusa Menor debía de ser el toldo que cubría el trono de Jerjes. Se decía que sus ejércitos combatían con redoblada bravura cuando sentían encima la mirada del Gran Rey. Pronto sabrían si era verdad.
El escenario está preparado, pensó Temístocles. Era hora de empezar la representación.
Se detuvo un instante antes de dar la orden. En el mismo momento en que el sol terminaba de salir sobre el Himeto, un soplo de aire rozó su mejilla derecha. Se notaba tibio y sofocante, pero Temístocles lo bendijo. Era el detalle que le faltaba a su decorado, la bendición que llevaba días rogándole a Eolo. Sabía que ese viento había venido desde la lejana Libia, arrastrando el calor de sus desiertos y recogiendo por el camino la humedad del mar. La experiencia le decía que si él lo sentía así en su posición, al socaire de la larga cola de Cinosura, los barcos que navegaban pegados a la costa del Ática recibirían su soplo con mucha más fuerza. Y, en efecto, las aguas de aquella zona ya empezaban a rizarse con cabrillas blancas.
Heráclides se volvió hacia Temístocles. También había reparado en aquello.
—Oh, oh —le dijo—. Vamos a tener problemas.
—Más problemas tendrán ellos, que tienen la borda más alta y llevan la cubierta atestada.
Se hallaban a poco más de quinientos metros de la flota persa. Había llegado el momento.
—¡Socles! —gritó Temístocles. Uno de los hoplitas que servía en cubierta se volvió. Aparte de sus armas, llevaba una trompeta sobre las rodillas—. ¡Ahora!
El joven, que iba sentado como los demás, se levantó, tomó aire y tocó las vibrantes notas de la Epitropé, la llamada para cargar.
Las piezas estaban dispuestas. Ahora los dioses decidirían. Él poco más podía hacer.