El Pireo, noche del 29 de julio

Habían terminado de cenar y estaban conversando con Mnesífilo mientras picaban dulces y frutos secos, cuando el portero pidió permiso para entrar al comedor e informó a Temístocles de que por la cuesta que subía del puerto se acercaba gente con antorchas. Apolonia se sobresaltó.

Desde la caída de Eretria, de la que pronto se cumplirían diez años, cualquier visita o aparición por la noche hacía que el corazón le diera un vuelco en el pecho, como si los persas estuvieran de nuevo a las puertas. La casa se hallaba bien defendida, pero todo el mundo sabía que guardaban en ella mucho dinero y objetos valiosos. Y si bien los enemigos políticos de Temístocles estaban cada vez más acobardados, no había que descartar que intentaran algo contra él.

—Voy a ver quién es —dijo Temístocles.

—Te acompaño.

Temístocles le dijo que no hacía falta, pero Apolonia se empeñó. Subieron al terrado que Temístocles había construido al estilo de las casas orientales, porque le gustaba contemplar el puerto desde allí y ver cómo avanzaban los trabajos. Sus trabajos, se corrigió Apolonia. Según él, los últimos cincuenta trirremes que estaban terminando de construir con las maderas traídas de Italia e incluso de la lejana y selvática Córcega serían los más rápidos del mundo, más veloces incluso que las naves fenicias. A veces, Apolonia pensaba que Temístocles quería más a aquellos barcos que a sus propios hijos.

No, eso no, se dijo. Estaba siendo injusta con él. Tan sólo hacía año y medio que Neocles, el mayor, había muerto por la infección que le había provocado en un brazo la mordedura de un caballo. Temístocles no había tenido más remedio que sobreponerse a su infortunio, pues los asuntos de la ciudad así lo reclamaban, y ni siquiera pudo guardar luto por él. Pero siempre que subía a la ciudad presentaba ofrendas ante la estela de su hijo y Apolonia lo había sorprendido llorando más de una vez cuando creía que nadie lo miraba. Aunque era un hombre cerebral y menos efusivo de lo que ella a veces habría deseado, quería a todos sus hijos.

Y a sus hijas. Lo cual era más importante para Apolonia, pues todas habían nacido de su vientre.

Desde el terrado vieron que por la calle subían varios hombres con una mula y un caballo, alumbrados por gruesas antorchas.

—Es Cimón —dijo Temístocles—. ¿Qué querrá a estas horas? No era raro que el hijo de Milcíades se reuniese con Temístocles, tanto en la casa del asty, la ciudad alta, como aquí en la del puerto. Pero normalmente aparecía de día, a no ser que estuviese invitado a cenar.

A Apolonia no le extrañó demasiado aquella visita intempestiva. Seguro que no era de cortesía. Desde que habían nombrado a Temístocles general autocrátor, casi todos los asuntos relativos al gobierno de Atenas pasaban por sus manos. Y corrían tiempos difíciles para la ciudad, con la amenaza de los persas de nuevo en el horizonte. Según Temístocles, que en materia de números nunca exageraba —a no ser que fuera con fines manipuladores, claro—, Jerjes traía con él un ejército cinco veces más numeroso que el que destruyó Eretria, acompañado por una flota de seiscientos barcos de guerra y otros tantos transportes.

Y esta vez Apolonia no tenía una sola hija por la que temer, sino tres.

Bajaron de nuevo al patio, y Temístocles le dijo que volviera al comedor y atendiera a Mnesífilo mientras él averiguaba qué recado traía Cimón. Pero Apolonia se quedó esperando en un rincón para comprobar si pasaba algo grave. Se decía que los persas aún estaban muy lejos, más allá del monte Olimpo. Pero ella les tenía un miedo sobrenatural, y cada mañana, cuando se asomaba al terrado y veía el mar, temía encontrarse con el horizonte entero ocupado por sus barcos.

La puerta que daba a la calle, una hoja de sólido roble reforzada con planchas de bronce, se abrió entre chirridos de pestillos y goznes. Cimón entró y abrazó a Temístocles; un abrazo que a Apolonia le pareció algo frío. Después, reparó en que ella estaba allí, en segundo plano, y la saludó de lejos inclinando la barbilla, a lo que Apolonia contestó con un gesto de la mano.

No habían empezado con muy buen pie cuando se conocieron en aquella playa de Eubea. Desde entonces, se habían visto a menudo, pues Temístocles no era de los que obligaban a sus mujeres a esconderse en el último rincón de la casa cada vez que venía un hombre. El hijo de Milcíades siempre le echaba miraditas a medias entre la seducción y la superioridad, como si le dijera: «Sí, ya sé que soy Adonis resucitado de los infiernos, pero no me tocarás». Cuando lo último que se le habría ocurrido a Apolonia sería acostarse con él.

Dos esclavos de Cimón pasaron al patio cargando entre ambos con un gran baúl y resoplando por el esfuerzo. Sicino salió para descargar un cofre más pequeño de lomos del caballo; por la forma en que el hercúleo esclavo lo cogió, no debía ser ligero.

No es un esclavo, se recordó Apolonia una vez más, que no se acostumbraba a que Sicino se había convertido en un meteco, un extranjero libre. Temístocles no era ya su amo, sino su patrono, al menos mientras el persa siguiera en Atenas. Cuando llegaron de su largo viaje por Asia, Temístocles había cumplido con su palabra de manumitirlo, y además le entregó tanto los ahorros de su peculio como una generosa suma para que volviese a su hogar. Pero Sicino se abrazó a sus rodillas y, con los ojos llenos de lágrimas, le suplicó que no lo arrojase de su lado. Era la primera y única vez que Apolonia lo había visto mostrando una actitud tan servil.

—¡Si vuelvo a Persia me matarán, señor!

—¿Por qué? —se había extrañado Temístocles.

—El general Mardonio me desterró, señor. Dijo que yo era un traidor a los míos por haberte servido a ti y por haberte acompañado para espiar al Gran Rey, y que si volvía a pisar territorio persa durante el resto de mi vida haría que me arrancaran la piel.

Todo eso lo había pronunciado de corrido y casi sin respirar, como un discurso ensayado. Y no había levantado la vista del suelo, aunque era un hombre orgulloso que solía mirar a los ojos.

—Está mintiendo —le había dicho Apolonia a Temístocles a solas, más tarde.

—¿Por qué iba a mentir? ¿Qué beneficio obtendría con ello? Temístocles siempre lo veía todo de forma racional, sopesando pros y contras, algo que a veces desesperaba a Apolonia. Si en su mente lógica no encontraba una razón convincente para que Sicino mintiera, su conclusión era que no podía estar mintiendo, y no había más que argumentar.

Pero ella, que veía las cosas de otro modo, había hablado con el persa a solas.

—Me alegra mucho que te quedes con nosotros, Sicino. Para mí eres como un hermano. Pero también me apena que no puedas regresar a tu hogar. Yo te comprendo mejor que nadie, porque soy una exiliada —añadió, tomándole la mano con gesto compungido—. ¿De verdad te han amenazado con una muerte tan espantosa si vuelves a Persia?

—Sí, señora.

Ella le estaba mirando a los ojos, de modo que él no podía girar la cabeza sin delatarse. Pero las pupilas se le movieron a un lado y retiró la mano como si el contacto de Apolonia le quemara.

Estuvo a punto de taparse la boca con los dedos, pero se contuvo y se rascó la comisura de los labios. Apolonia, que estaba acostumbrada a detectar las mentirijillas de sus hijas y sabía que Sicino en el fondo era un niño grande —exageradamente grande—, se terminó de convencer de que les estaba ocultando algo.

Pero Temístocles se había negado a escucharla.

—Respeto tus opiniones, Apolonia. Pero si hay algo de lo que me precio es de conocer a mis hombres. Sicino no puede mentir porque si lo hiciera atentaría contra el mandato más sagrado de su dios.

Sus hombres. ¡Ah, qué petulancia! Cuando se ponía tan pretencioso, Apolonia lo odiaba.

Ahora, Temístocles le hizo un gesto para que volviera junto a Mnesífilo, mientras él entraba en su despacho con Cimón. Apolonia suspiró y pasó de nuevo al comedor.

Una esclava sentada en un rincón tocaba un suave arpegio con la lira. Era una mujer joven, más bien huesuda y feúcha, aunque tenía unos dedos blancos y finos y la música que tocaba era muy dulce. Sin duda, Temístocles no la tenía allí para que alegrara la vista ni el cuerpo, sino el espíritu.

Apolonia se sentó en un taburete frente a Mnesífilo. Este, por deferencia a ella, también se enderezó sobre el diván, y los pies le quedaron colgando sobre el suelo. El amigo de Temístocles ya había pasado de largo los sesenta años. Pero desde que Apolonia lo conocía no había cambiado demasiado —cuando Temístocles se lo presentó ya tenía la oreja rajada por la herida de Maratón—. Tal vez las mejillas se veían algo más hundidas; pero los ojos seguían siendo igual de vivos.

Mnesífilo decía que el secreto estaba en ser moderado con el vino y aún más con la comida. De hecho, cuando entró Apolonia, las bandejas de dulces seguían tan llenas como antes.

—Pensé que al menos tendríamos una cena tranquila —se disculpó Apolonia—. Pero me equivoqué.

—No te preocupes, Apolonia. Corren tiempos difíciles. Y más para un hombre que quiere abarcar toda la ciudad en su cabeza.

—Si sólo fuera toda la ciudad… A veces pienso que lo que quiere es abarcar todo el mundo.

—Dime una cosa. ¿Sigue durmiendo menos que un gallo?

Viniendo de otro hombre, habría considerado una desfachatez esa pregunta de alcoba. Pero Apolonia tenía mucha confianza con Mnesífilo, que, a falta de progenie propia, la trataba casi como a una hija. Además, a diferencia de lo que pasaba con otros hombres, no había la menor pizca de deseo sexual que enturbiara su relación. Era bien sabido que a Mnesífilo le gustaban los efebos; y a su edad ya se conformaba sólo con verlos en la palestra. Al menos, eso aseguraba él.

—Menos que nunca. Cuando nos acostamos en el mismo lecho, la última imagen que tengo de él antes de dormirme es ésta. —Apolonia cruzó las manos sobre el pecho, abrió los ojos como un búho y se quedó mirando a la nada durante unos segundos. Mnesífilo soltó una carcajada—. Y cuando me despierto, siempre se ha levantado ya.

—Ah, él cree que tiene que velar por todos. Pero una sola persona no puede cargar con el peso del mundo.

—Y para colmo, cuando por fin se duerme, sufre pesadillas. No sé qué le pasa en ellas, pero a veces empieza a gemir en sueños. Cuando le miro está sudando y aprieta los dientes como si tuviera fiebre. Me cuesta mucho despertarlo, y eso que tiene el sueño ligero. Es como si las pesadillas se apoderaran de él y no lo soltaran.

—¿Qué pesadillas son? Una vieja sacerdotisa me enseñó a interpretar sueños. A lo mejor puedo ayudarte.

—Nunca me las quiere contar. Yo sospecho que tiene que ver con lo que le pasó en su viaje. —Sólo podían hablar de ese asunto cuando Temístocles no estaba presente—. ¿Te acuerdas de cómo traía los dedos? Una infección, nos dijo.

—Desde luego, no conozco ninguna infección que haga perder sólo las uñas de las manos —reconoció Mnesífilo—. Aunque un marinero me contó que en la India existe una enfermedad que hace que a la gente se le caigan los dedos a trozos y luego el resto de las manos.

Apolonia negó con la cabeza.

—No fue ninguna enfermedad. Estoy convencida de que lo torturaron.

El mismo Mnesífilo le rellenó la copa con una jarra que tenían a mano, porque Temístocles había despedido un rato antes al camarero.

—Hablemos de cosas más agradables. Cuando la sombra de la guerra se acerca, es el mejor momento para disfrutar de la vida. ¡Muchacha! —exclamó, dirigiéndose a la citarista—. Toca algo más alegre.

La joven interpretó un canto convival de Simónides, el anciano poeta jonio que de vez en cuando venía a visitarlos. Mientras cantaba, les llegó el sonido de la discusión desde el despacho. Para evitar parecer indiscreto, Mnesífilo carraspeó, subió el volumen de la voz y preguntó a Apolonia por la madre de Temístocles.

—Se durmió antes de que llegaras —contestó Apolonia—. Lleva unos horarios muy raros. Es posible que dentro de un rato se despierte creyendo que es de día y pida a las esclavas el desayuno.

Hacía dos años que Euterpe vivía con ellos. La pobre mujer había empezado a dar síntomas de demencia senil poco después del regreso de Temístocles. Lo confundía con su padre Neocles, se olvidaba de los nombres de sus nietos, que bajaban a menudo a verla desde la ciudad, y también se equivocaba con sus nietas Italia y Síbaris, o simplemente no las reconocía.

Tenían que mantenerla vigilada, porque si se descuidaban se escapaba y se ponía a deambular por las calles vestida tan sólo con una túnica de estar en casa y los blancos cabellos sueltos hasta la cintura. Si alguien le preguntaba, le contaba una historia sobre su hermano Sangodo, pues se creía que volvía a ser una joven doncella y estaba en Halicarnaso de nuevo. Arquipa había aprovechado la decadencia de Euterpe para vengarse de ella, y no perdonaba ocasión de demostrarle que chocheaba. Además, cuando Temístocles no estaba en casa, daba orden a las esclavas de que no la peinaran ni la lavaran, y de que la dejaran siempre con la misma ropa. Hasta que Apolonia se hartó y le dijo a Temístocles que se trajera a su madre al Pireo, que ella la cuidaría.

Por suerte, Nesi, que ya había cumplido doce años y era una mujercita, ayudaba mucho a Apolonia. Aunque Euterpe no fuese su abuela carnal, era ella quien más la atendía, y se pasaba largos ratos cantándole mientras le cepillaba el pelo. A cambio, obtenía su recompensa: curiosamente, Euterpe siempre reconocía a Nesi, y no sólo eso, sino que la llamaba por su nombre completo, Mnesiptólema, sin ahorrarse una sola consonante.

—Es duro el olvido —comentó Mnesífilo, sacudiendo la cabeza. Después preguntó—: ¿Puedo ser indiscreto, Apolonia?

—Siempre que quieras —respondió ella. Recibía pocas visitas femeninas con las que sincerarse de verdad, así que agradecía las conversaciones con Mnesífilo.

—Le he dicho más de una vez a Temístocles que por qué no se divorcia de Arquipa y se casa contigo. Pero siempre contesta que la situación de la ciudad es muy complicada, los persas por un lado, los espartanos por otro, los eupátridas a todas horas, y que ya arreglará lo vuestro algún día. ¿Qué piensas tú? ¿Estás contenta con la situación?

—¿Es que eso tiene alguna importancia?

—Para mí sí. Y te aseguro que para él también. Otra cosa es que lo demuestre.

Apolonia tomó la copa y dio un breve sorbo. Después se quedó con los labios apoyados en el borde del cáliz, pensativa. ¿Estaba contenta? La verdad, y pese a los tiempos sombríos que corrían, es que no era tan infeliz. Si lo fuese no tendría tanto miedo de perderlo todo otra vez. En realidad, aunque ahora no era la esposa legal de nadie, tenía mucho más que perder que cuando vivía en Eretria.

De vez en cuando presionaba a Temístocles, fingía celos a costa de Arquipa y le pedía más atención. Pero cuando él se volvía más solícito, Apolonia procuraba distanciarse un poco, y a menudo le decía: «¿crees que va siendo hora de que pases unos días con tus hijos en la ciudad?».

Había comprobado que ésa era la mejor manera de manejarlo. Estaba enamorada de él, y lo había estado desde que lo conoció en aquel barco, el mismo día en que, ¡que la perdonaran los dioses!, murió su marido. Pero, aunque a veces le apetecía decirle a todas horas cuánto lo amaba, se guardaba mucho de hacerlo. Cuando se trataba de los asuntos de Afrodita, Temístocles era como un ciervo asustadizo que se asoma fuera del bosque y al que no hay que mirar directamente si uno quiere atraerlo para que acabe comiendo en su mano.

En cuanto al matrimonio, ni ella misma sabía qué opinar. Había comprobado que, siendo eretria y concubina en lugar de ateniense y esposa legal, obtenía menos respeto de los demás, empezando por personas como Cimón, que la miraban como si en cualquier momento pudiera estar disponible para ellos. Pero, a cambio, gozaba de más libertad. Cuando le apetecía salía a comprar con las esclavas, o simplemente a pasear por el puerto, o se llevaba a las niñas a la playa de Falero, siempre con la protección de Sicino. Nunca le había pedido permiso a Temístocles para nada de eso.

¿Continuaría todo igual si se casaban? ¿Podría quedarse sentada con un amigo de Temístocles en el comedor sin que él estuviera presente, como ahora? ¿Seguirían compartiendo el lecho con la misma sensación emocionante y furtiva de aquella primera noche en que Temístocles se coló en su alcoba? Mientras pensaba eso, se oyeron voces en el patio de nuevo. Al parecer, Temístocles y Cimón ya habían terminado de discutir lo que tuvieran que tratar. Apolonia estaba deseando salir del comedor, y por las miradas que dirigía a la puerta, Mnesífilo también. Pero se limitaron a escuchar cómo Cimón y Temístocles se despedían.

Oyeron cómo se cerraba la puerta de la calle y Temístocles daba permiso a Sicino para retirarse.

Poco después entró en el comedor. Pero en lugar de recostarse en el diván al lado de su amigo, acercó otro taburete y se sentó en él, con las piernas algo separadas y las manos apoyadas en las rodillas.

—Esto no me lo esperaba.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Mnesífilo.

—Cimón me ha devuelto de golpe todo el dinero que me debía.

—Eso siempre es buena noticia. ¿Cuánto?

—Diez talentos.

—¡Eso es aún mejor noticia! ¿Por qué estás tan serio? Si te molestan tanto esos talentos, dámelos a mí.

—Me ha dicho antes de irse: «Con esto, nuestra deuda queda saldada. Ya no te debo nada».

—Y bien, ¿acaso es mentira?

—Tú no has oído su tono. Le he preguntado si le había hecho algún mal, si alguna vez le había echado en cara ese dinero. ¿Tú sabías que se lo había prestado, Mnesífilo?

—Tenía alguna sospecha, pero…

—¿Te lo había comentado yo alguna vez?

—No, es cierto.

—¡Nunca he hecho ostentación de ello! Se lo presté en secreto, y así lo he mantenido siempre, para que no tuviera que avergonzarse. —Apolonia extendió el brazo para agarrar la mano de Temístocles. Él se dejó hacer, distraído. Sabía disimular sus emociones, pero ahora estaba dolido de veras—. Le ha faltado poco para arrojármelo en la cara.

—¿Ni siquiera te ha dado las gracias? —dijo Apolonia.

—Sí de palabra, pero no de corazón. —Temístocles meneó la cabeza y, como sin darse cuenta, se soltó de la mano de Apolonia. Ella no se molestó. Ya lo conocía—. No lo entiendo. ¡No puedo entenderlo! Desde que murió Milcíades, casi he sido un padre para él.

—Un padre que él no había elegido. Ese hombre es muy orgulloso —dijo Apolonia—. En el momento en que te convertiste en su acreedor, también pasaste a ser su enemigo.

—Eso es verdad —dijo Mnesífilo—. Los Milcíades y los Cimones no aceptan estar en deuda con nadie.

—¡Decidme ahora que obré mal! ¿Qué iba a hacer, dejar que le confiscaran todo y lo desahuciaran como a un perro? ¡Ésta es la recompensa que obtengo por mi desinterés!

Apolonia pensó que Temístocles se estaba comportando como una cortesana ofendida porque alguien pusiera en duda su doncellez. Ella, que sí conocía la existencia y las condiciones de ese préstamo, sabía que, por supuesto, no había obrado de forma desinteresada ni altruista al salir como fiador de Cimón; lo que quería era que el hijo del gran Milcíades tuviese una deuda moral para mantener su tutela sobre él y evitar que llegara a convertirse en un nuevo Arístides. Otra cosa era su generosidad al no cobrarle intereses. Pero Temístocles cambiaba gustoso dinero por poder.

—Estás enfadado y no piensas con claridad —dijo Mnesífilo—. Usa tu inteligencia para averiguar qué ha pasado. ¿Cómo ha podido devolverte diez talentos de golpe? Temístocles se quedó pensando unos instantes. De pronto, sus pupilas se dilataron, la indignación que sentía por el injusto trato de Cimón pareció desvanecerse de golpe, y cuando volvió a hablar, lo hizo en su tono habitual, grave y sereno.

—Se los ha prestado Calias.

—Si se los ha prestado, sigue estando en deuda con alguien.

—Pues entonces es que se los ha regalado. Pero no sin más. No son tan amigos. Calias no es un despilfarrador. Algo le ha pedido. —Temístocles se levantó de golpe—. Tengo que preparar un buen discurso para mañana si quiero convencer a la asamblea. Mnesífilo, tu habitación está lista, como siempre, pero no tengas prisa por retirarte si no te apetece. Hasta mañana.

Sin más, salió del comedor. Si hubieran estado solos, le habría dado un beso a Apolonia, pero sentía pudor de hacerlo delante de otra gente. A ella no le importó demasiado; estaba más desconcertada que molesta.

—Algo no he captado, Mnesífilo, pero no sé qué es.

—A veces se le olvida explicar a los demás los pasos que da su mente cuando piensa. Él cree que Calias le ha entregado ese dinero a Cimón a cambio de que mañana hable contra él en la asamblea.

—¿Tan grave es que lo haga? Mnesífilo asintió.

—Temístocles es ahora el amo de la ciudad. Ha barrido del camino a sus rivales más importantes. Pero la gente se aburre de todo, y también ha empezado a aburrirse de él. Cimón es joven, nunca ha hablado en público y todos quieren saber qué puede decir el hijo de Milcíades y qué puede aportar para llevar adelante esta guerra. Sobre todo los que tienen su edad o son incluso más jóvenes. Ésos no hablan en la asamblea, Apolonia, pero sí levantan la mano para votar.

—Entonces es como para que Temístocles esté preocupado.

—Supongo que sí. —Mnesífilo bebió de su copa, pensativo—. Aunque no sé exactamente en qué puede oponerse Cimón a él. El cachorro del león les tiene tantas ganas a los persas como el propio Temístocles, y es muy belicoso. No creo que de pronto empiece a defender que Atenas negocie la paz con Jerjes. ¿Qué otra cosa puede hacer para molestar a Temístocles?

—Yo lo sé —dijo Apolonia—. Quitarle el poder.