Mar Egeo, 13 de septiembre

Acodado en la borda del navío fenicio que lo llevaba de vuelta a las costas de Asia, Patikara pensaba en volver a Grecia no con el doble de guerreros, sino con cinco o seis veces más.

El ambiente que reinaba en la flota era sombrío. Aunque en privado muchos oficiales persas se alegraban de que Datis no hubiera alcanzado sus propósitos, y culpaban del fracaso a su soberbia y su crueldad, la moral de las tropas había sufrido una profunda herida. Hasta ahora los soldados de la Spada, el ejército del Gran Rey, se consideraban invencibles. En sus enfrentamientos con los hoplitas griegos siempre habían conseguido mantenerlos a distancia, los habían hostigado a lomos de sus caballos y los habían abatido con sus flechas, igual que presas ojeadas en una cacería. Pero, esta vez, los cazadores habían dejado que el jabalí se acercara demasiado a ellos y los destrozara con sus colmillos.

Para defenderse de las críticas, Datis alegaba que había logrado casi todos los objetivos de la expedición. Había sometido las Cíclades, obtenido botín y destruido Eretria, y además traía a sus habitantes hacinados en las bodegas de sus naves para ofrecérselos a Darío. Pero la presa principal había escapado indemne. Y no sólo eso, sino que, de un solo bocado, el enemigo les había arrebatado más de seis mil hombres. Cuando se echaran las cuentas de lo que había costado la expedición, quedaría claro que se trataba de un fracaso sin paliativos. La carrera de Datis estaba acabada. Ya no volvería a hacer sombra a Mardonio.

Su amistad personal con Mardonio era tan sólo una de las razones menores para lo que había hecho Patikara. Alguien como él, nacido entre púrpura, valoraba la dignidad por encima de todo.

Seguramente los atenienses se sentían orgullosos de haber derrotado a Datis en inferioridad numérica valiéndose de una táctica inteligente. Para Patikara eso no significaba nada. En su opinión, igual que un anfitrión real tiene que apabullar y superar a sus huéspedes con el valor y la cantidad de sus regalos, así el Imperio Persa debía asombrar al mundo movilizando ejércitos tan numerosos y excelentes que rindieran a sus enemigos por puro pavor y los arrojaran a sus pies. Las tácticas demuestran astucia, y la astucia es el recurso de los débiles. En cambio, el número es la expresión de poder, y Patikara quería que todos comprendieran que en las siete regiones del mundo no había otro poder como el del trono Aqueménida.

Por eso había utilizado a Artemisia para revelar a los atenienses la táctica de Datis. El medo había decidido dividir sus fuerzas para apoderarse del nido indefenso de los atenienses, como una zorra que entra en un gallinero sin perro que lo vigile. Eso era robar la victoria, y los persas no debían actuar como ladrones en la noche.

Gracias a la información, los griegos habían decidido plantar batalla. Patikara les reconocía su coraje, y lo había premiado participando en la refriega con cincuenta hombres, la mitad de su satabam de caballería, cuando ya estaba a punto de embarcarse y a sabiendas de que corría peligro.

Precisamente, una de las razones por las que se había ocultado tras una máscara y había acudido a aquella campaña era que nunca había tomado parte en una batalla de verdad. Quería ver una con sus propios ojos y palparla con sus propias manos. Él, gran jinete, bueno con la lanza y mejor aún con el arco, se había tenido que conformar con simulacros por culpa de su padre, que no le permitía ir a la guerra. ¡A sus treinta años! Y ésa, más que la amistad con Mardonio o el desprecio por Datis, era la verdadera razón de lo que había hecho Patikara. Ciro era llamado el Grande porque había fundado un imperio y convertido a unos nómadas en señores del mundo. Su hijo Cambises había añadido a sus conquistas las ricas tierras de Egipto. El tercer monarca, Darío, había sujetado con puño de hierro el imperio cuando estaba a punto de desmoronarse, lo había convertido en un mecanismo perfecto, alimentado por sus tributos y engrasado por sus caminos reales, y además había sometido la Tracia.

¿Qué quedaba para los demás? ¿Qué iba a dejar Darío a sus sucesores? Las regiones al norte del Cáucaso y del Caspio eran tierra de nadie que bastaba con vigilar para evitar las correrías de las tribus nómadas. Más allá de Egipto sólo había vastas y yermas extensiones de dunas, capaces de tragarse ejércitos enteros. De la India, con su clima insalubre, bastaba con que siguiera enviando elefantes y oro en polvo. Pero Grecia…

Grecia significaba cerrar el Egeo y todo el Mediterráneo Oriental bajo la tenaza persa, y la puerta a las riquezas del oeste. Italia, Sicilia, y luego la soberbia Cartago.

Por eso Patikara se había esforzado en hacer fracasar esta expedición. Cuando Darío muriera, su sucesor volvería a Grecia en persona, con un ejército digno de un rey Aqueménida. Unciría el mar con su yugo, abriría la tierra con su espada si era necesario, para que las generaciones venideras recordaran por siempre la gloria del Gran Rey.

Poniendo a Ahuramazda por testigo, así lo juró bajo su máscara Patikara. Así lo juró Jerjes, hijo de Darío y príncipe coronado del Imperio Persa.