Eretria, noche del 29 de agosto

Apolonia abrió los ojos y vio junto a su cama a la diosa, empuñando una lanza cuya punta de bronce rozaba las vigas de madera del techo. En la alcoba sólo ardía una lamparilla de aceite, pero la deidad resplandecía como una jarra de vidrio de Sidón alumbrada por una llama interior.

—Apolonia —le dijo—, toma a tu hija y a tus criados contigo. Huye de esta ciudad condenada si no quieres acabar tus días como esclava del persa en una villa remota junto a los pozos de betún.

Pues mis hijos, a los que esperabais, ya no vendrán a salvaros.

Apolonia intentó levantarse, pero su cuerpo estaba paralizado bajo la fina manta. Los enormes ojos almendrados de la diosa la miraron con tristeza.

—Mucho antes de que cante el gallo, unos traidores abrirán las puertas de Eretria al persa. Busca el barco de Temístocles, el ateniense, cruza el estrecho y acógete a la protección de mi ciudad.

Ahora, despierta, Apolonia.

La diosa levantó la lanza y luego golpeó en el suelo con fuerza. La contera arrancó un fogonazo de los tablones encerados, y la visión se esfumó.

Apolonia, liberada del marasmo del sueño, se incorporó en el lecho con un respingo. Toma a tu hija contigo. Al mirar a la izquierda y ver que la cuna no estaba allí, el corazón le dio un vuelco.

Luego recordó que ella misma había enviado a la pequeña Mnesiptólema a la habitación del aya, pues quería yacer con su marido.

Durante unos instantes permaneció así, jadeando y con el pecho dolorido, en la penumbra apenas iluminada por la minúscula llama de aceite. Después se dio cuenta de que los pezones se le habían endurecido como canicas y se tapó los senos con la manta. Corría el último mes del verano y las noches empezaban a ser más largas y frescas. O tal vez era el frío que emanaba de la diosa, una gelidez que había erizado la piel de Apolonia y había penetrado hasta su vientre. La visión había sido tan real que incluso había dejado en el aire el olor punzante que anuncia la tormenta.

Mis hijos ya no vendrán a salvaros. La diosa virgen no tenía hijos. Sólo podía referirse al ejército ateniense que la ciudad de Eretria llevaba seis días aguardando, la última esperanza que conservaban los defensores para rechazar el asedio de los persas.

Apolonia se volvió a su derecha para hablar con su marido, pero ya no estaba allí. La joven se levantó de la cama, y al hacerlo notó la simiente de Jasón removiéndose en su interior. La presencia de la diosa se había desvanecido del aire o de su recuerdo. En su lugar, en la habitación pequeña y sin ventilar sólo quedaban el olor untuoso del aceite quemado y el aroma almizclado del sexo.

Mala época para engendrar un hijo, pensó, si la misma noche de su concepción ese hijo tiene que convertirse en un apátrida por orden de la diosa. Apolonia rezó para que aquella semilla no fructificara.

Era raro que Jasón hubiera abandonado el lecho. Cuando compartía la alcoba con su mujer, casi siempre se dormía después de copular y amanecía en la misma postura en que hubiera caído. Pero esta vez, en lugar de amodorrarse, se había quedado mirando al techo con los ojos abiertos. Ésa era la última visión que Apolonia había tenido de él antes de hundirse a su vez en las tibias aguas del sueño.

Su esposo, que siempre había roncado a pierna suelta, llevaba un tiempo sin dormir bien. Desde que se supo que la gran expedición persa venía contra Eretria, Jasón andaba inquieto, saltaba en el asiento al menor ruido, había empezado a perder peso y se desvelaba con facilidad. Apolonia trataba de tranquilizarlo, pero sabía que tenía razones para sentir angustia por el futuro. Jasón pertenecía al grupo de oradores que tomaban la palabra en la asamblea para defender al partido del pueblo contra los aristócratas y los oligarcas. Desde el principio había apoyado la rebelión de las ciudades jonias contra el rey Darío, así que si los invasores persas acababan expugnando la ciudad, su vida sería de las primeras que correrían peligro.

Deberías habértelo pensado antes de votar con tanta alegría la ayuda a la revuelta jonia, pensaba Apolonia cuando lo veía tan angustiado. No se le habría ocurrido hacerle un reproche directo a su esposo, pero eso no le impedía formarse sus propias opiniones. Aunque como mujer no podía asistir a los consejos ni asambleas, sabía observar y escuchar, y desde niña se las había ingeniado para informarse bien de lo que sucedía dentro y fuera de la ciudad. Por eso recordaba bien de dónde venían todos aquellos males.

Su origen se remontaba a ocho años atrás, cuando Apolonia tenía tan sólo catorce, y su padre y Jasón acababan de acordar los esponsales. Fue en aquel verano cuando los súbditos jonios de Darío se sublevaron contra él a lo largo de toda la costa de Asia Menor y pidieron ayuda a sus parientes griegos del otro lado del Egeo. Los espartanos, más timoratos o, como se comprobó luego, más prudentes, habían declinado participar en la guerra. Pero los atenienses y los eretrios habían contestado que sí a los jonios y les habían enviado soldados y barcos para una expedición conjunta contra la satrapía de Lidia. Cuando se supo que la alianza griega había tomado e incendiado nada menos que la capital del Gran Rey, en las calles de Eretria cundió el regocijo. Después de todo, se dijeron, los persas no eran tan poderosos ni invencibles como los pintaban. Apolonia no entendía la razón de tanto entusiasmo. ¿Qué se les había perdido a los eretrios allende el mar? Cuando oía hablar a su padre con tanto entusiasmo de la revuelta contra los persas le daba la impresión de que era él quien se había convertido en un adolescente y ella quien veía las cosas con algo de madurez.

Pero, aunque estaba convencida de que aquella aventura sólo podía traerles problemas en el futuro, le habían imbuido desde niña que aquéllos no eran asuntos de mujeres, así que se mordía la lengua y no decía nada.

El alborozo de los eretrios se enfrió enseguida cuando los más informados y viajados de la asamblea, como el propio Jasón, explicaron a los demás que Sardes, la ciudad quemada por los aliados, era tan sólo una capital provincial. La verdadera sede del poder de Darío se hallaba mucho más al este, en las ciudades de Susa y Babilonia, a tres meses de viaje tierra adentro. A Apolonia aquella distancia se le antojaba inconcebible, y le despertaba imágenes de un país remoto donde el sol debía abrasar los palacios del Gran Rey cuando se levantaba sobre el horizonte.

Para irritar más al emperador persa, la participación de los eretrios no se había reducido a la campaña de Sardes. Casi al mismo tiempo en que los atenienses y los demás jonios realizaban su incursión, una poderosa flota eretria se enfrentaba por mar contra una armada chipriota y fenicia dirigida por generales persas. La victoria fue para los eretrios, que se jactaban desde hacía muchos años de ostentar la talasocracia. Pero las pérdidas en barcos y hombres fueron tan cuantiosas que desde entonces la ciudad no había recobrado el dominio del mar. Y las peores consecuencias de su intromisión en los asuntos del Gran Rey aún estaban por llegar.

La venganza persa era como un rodillo gigante, lenta pero inexorable. Lo primero que hizo el Gran Rey fue aplastar a los rebeldes, arrasar la ciudad de Mileto, que había acaudillado la sublevación, y esclavizar a todos sus habitantes. Sólo entonces, ocho años después del estallido de la revuelta, cuando tuvo atados todos los cabos en su imperio y los eretrios ya confiaban en que escaparían impunes del picotazo que habían dado en la piel del paquidermo persa, se decidió Darío a volver la mirada al otro lado del Egeo.

A principios del mes de agosto, los mercantes que arribaban del este trajeron noticias preocupantes. Una flota enorme había zarpado de las costas de Cilicia, al sur de Asia Menor, y recorría el Egeo sometiendo islas, conquistando ciudades y quemando templos. Sólo el santuario de Apolo en Delos se había salvado de las llamas.

No cabían dudas sobre las intenciones de los persas, ya que su comandante, el medo Datis, se había encargado de proclamarlas. Iban a vengar la ayuda que Eretria y Atenas habían prestado a los jonios y, sobre todo, a hacerles pagar por el incendio de Sardes. Las órdenes de Darío eran reducir a cenizas y escombros ambas ciudades.

Durante muchos días, los eretrios imploraron a los dioses para que los persas decidieran atacar primero Atenas. Al fin y al cabo, los atenienses, aunque no poseían una gran flota, podían desplegar en el campo de batalla el triple de hoplitas que ellos. Pero, pese a sus plegarias y sacrificios, los eretrios no tardaron en saber que habían sido elegidos como la primera presa. A mediados de agosto, los persas desembarcaron al sur de la isla de Eubea, y desde allí recorrieron la costa occidental saqueándolo todo a su paso. Para impedir que llegaran a la ciudad, los restos de la flota eretria, que entre trirremes y penteconteras no alcanzaban a treinta naves de guerra, zarparon a su encuentro.

No se habían recibido más noticias de esa flota.

Un par de días después había aparecido en la alargada playa de Egilia una nube de barcos, una armada tan numerosa como los eretrios jamás habrían podido concebir. Quinientas, seiscientas naves, tal vez mil.

Apolonia las había visto desde la torre de madera adosada a la fachada este de su casa. Esas atalayas eran más típicas de las casas de campo, construidas a modo de pequeñas fortalezas para protegerlas de ladrones y saqueadores. Pero Jasón se había empeñado en levantar la torre, aunque fuese en plena ciudad, porque le gustaba otear las naves que llegaban al puerto para acudir cuanto antes a recibir a sus barcos. Aquel día la atalaya les sirvió a ambos para contemplar cómo esa inmensa flota que parecía cubrir todo el estrecho varaba en la playa. Diminutos e incontables como una plaga de insectos, los persas habían desembarcado al este de la ciudad, y en cuestión de unas horas habían levantado en la llanura un campamento tan extenso que llegaba hasta los insalubres pantanos de Ptecas.

—¿Qué va a pasar ahora? —le había preguntado Apolonia a su esposo—. ¿Qué vamos a hacer?

—No lo sé —reconoció él, con el rostro gris como la ceniza.

Cuando los griegos no querían presentar batalla campal a un enemigo, por verse en inferioridad numérica o por alguna otra razón, aplicaban el truco del erizo de Arquíloco, se encerraban tras sus murallas y esperaban a que escampara la tormenta. Si los adversarios eran otros griegos, o bien se marchaban, o bien se plantaban alrededor de la muralla y esperaban a que los asediados se rindieran por hambre —contingencia que no solía darse— o a que algunos traidores del interior les abrieran las puertas al amparo de la noche. Y traidores nunca faltaban, pues basta con que se junten tres griegos para que formen al menos dos facciones y la una trame asechanzas contra la otra.

Pero los persas actuaban de una forma más metódica e implacable. El primer día del asedio cavaron un foso para proteger su campamento. Después empezaron a nivelar el terreno que miraba hacia la muralla oriental de Eretria y levantaron rampas de tierra apisonada. Los defensores les lanzaban proyectiles, pero sus arcos no tenían tanto alcance como los persas. Los eretrios los disparaban a la manera griega, tensando la cuerda hasta el pecho, mientras que los asiáticos llevaban la pluma de la saeta hasta la oreja y, entre su superior pericia y la mayor tensión de sus arcos compuestos de madera y cuerno, les ganaban más de treinta metros de distancia. Además, disparaban en masa, protegidos por soldados que los flanqueaban portando escudos casi tan altos como un hombre, y sus flechas caían como una granizada constante sobre la muralla.

Al atardecer del tercer día de asedio, los eretrios intentaron una salida para desbaratar las filas de arqueros que no dejaban de hostigar a los defensores del adarve. Apolonia había presenciado esa batalla con sus propios ojos, ya que ese día había subido al pequeño santuario de Ártemis Olimpia, en la Acrópolis, para preparar las Tesmoforias del mes siguiente.

Estaba depositando sobre el altar los gruesos trozos de carne roja que se cocinarían al sol y se enterrarían durante un mes para ofrecérselos después a la diosa. Trataba de concentrarse en su labor para no ofender a Ártemis, pero los ojos se le iban sin querer al este, donde se libraba la refriega. La propia sacerdotisa que supervisaba sus actos también estaba distraída, y no era para menos, pues el griterío que provenía de allí abajo era como el mugido del mar en una galerna. Más de quinientos jinetes eretrios, la caballería de la que tanto se enorgullecía la nobleza de la ciudad, habían salido por la puerta oriental para cargar contra los persas. Al principio, su bizarra acometida consiguió espantar a los arqueros y a los portadores de los escudos, y los defensores de la muralla los jalearon con gritos de alegría. Pero al abrirse las filas enemigas, por detrás de ellas apareció una multitud de jinetes persas, el doble o el triple que los griegos. Su formación de dientes de sierra embistió contra los eretrios y desbarató su ofensiva como quien espanta una mosca.

Desde la Acrópolis todo parecía una marea confusa de hombres y caballos. El clangor del metal contra el metal y los relinchos de las bestias eran tan estridentes que acallaban incluso los gritos de los que morían. Más tarde, Apolonia supo que sólo doscientos hombres habían conseguido regresar al amparo de la muralla antes de que los defensores cerraran las puertas. Los demás habían desaparecido engullidos por la carga persa.

Al atardecer, cuatro de esos jinetes volvieron a la ciudad, portadores de una orden de rendición de Datis, el jefe persa. La traían grabada a punzón en la espalda. Pero no era aquel mensaje escrito en sangre lo que más impresionó a los defensores. Los bárbaros habían castrado a los cuatro hombres y les habían cortado la nariz, las orejas, la lengua y los labios, de modo que todo lo que podían emitir por la boca eran gorgoteos ininteligibles y salpicados de sangre.

«Si no abrís las puertas ahora y entregáis las armas, todos los varones de esta ciudad sufriréis el mismo destino», rezaban las letras jónicas.

Tras comprobar el resultado del primer combate y lo que les había pasado a los prisioneros, los eretrios no habían vuelto a intentar más salidas. Ante su mirada impotente, los persas habían proseguido la construcción de las rampas, acercándose cada vez más al muro. Los defensores observaban con el corazón encogido, preguntándose qué vehículos pretenderían acercar por esos taludes.

—Los atenienses llegarán —insistía Jasón en los escasos ratos en que abandonaba la muralla para pasar por casa y recuperarse—. No nos pueden dejar solos.

—¿Estás seguro? ¿Por qué van a arriesgarse por nosotros? —le preguntaba Apolonia.

—Si no lo hacen, cuando los persas acaben con Eretria irán a por ellos. Los atenienses saben que es mejor que unamos nuestras fuerzas en vez de luchar por separado.

A unos diez kilómetros al noroeste de la ciudad, ocupando las tierras que hasta hacía poco habían pertenecido a la ciudad de Calcis, eterna rival de Eretria, vivían mil clerucos, colonos de Atenas que se habían instalado en aquellos terrenos con sus familias. Deberían haber sido los primeros en acudir como vanguardia de los demás atenienses; pero, por más que los eretrios escudriñaban el horizonte a poniente, por allí no aparecía nadie.

Por fin, en la sexta jornada de sitio, la víspera de la visión de Apolonia, los persas habían dado por terminados los preparativos y habían lanzado un asalto en masa contra la muralla. Primero arrimaron al muro ocho artefactos a modo de arietes. Pero aquellas máquinas eran mucho más refinadas que las que construían los griegos. En lugar de estar rematadas con bolas de bronce o hierro, los constructores las habían armado con hojas de metal, a modo de grandes espátulas que aplicaban contra los sillares de la muralla haciendo palanca para arrancarlos. De esta manera derruían poco a poco la capa exterior de piedra y se acercaban al corazón de tierra de la muralla.

Los arietes eran casi invulnerables, pues venían transportados sobre grandes armazones con ruedas y protegidos por gruesas chapas de madera y planchas de cuero hervido, de manera que los soldados que los empujaban quedaban escudados de los proyectiles que les lanzaban desde el adarve. Carmo, el general que mandaba las tropas eretrias, ordenó aplicar estopa y brea a las flechas de los defensores para incendiar las máquinas; pero también fue en vano, pues en cada ariete había servidores parapetados tras la tabla frontal que apagaban las llamas vertiendo agua sobre ellas con enormes cucharones de cobre.

Mientras los arietes batían el muro con la tenacidad de bataneros pisando el paño, cuatro torres de madera se acercaron bamboleándose y traqueteando sobre sus enormes ruedas. La muralla de Eretria, con sus siete metros de altura, era un orgullo para sus habitantes; pero aquellas atalayas móviles medían diez metros, y los arqueros y honderos instalados en ellas podían disparar a placer contra los defensores desde sus ventanas y aspilleras.

Jasón había combatido durante toda la tarde frente a uno de esos monstruos ciclópeos.

Agazapado tras el parapeto, se asomaba cuando podía y disparaba apresuradamente alguna flecha, pues si se quedaba al descubierto más de un segundo, tres o cuatro proyectiles venían contra él, tanto desde las torres como desde las líneas de arqueros que disparaban en parábola desde el suelo.

Después de ver lo que le había ocurrido al hombre que combatía a su lado en al adarve, Jasón se andaba con mucho cuidado. Para un hoplita acorazado, las flechas no eran demasiado peligrosas si sus trayectorias eran curvas o les alcanzaban de lado; pero su vecino de puesto había tenido la mala suerte de que una saeta persa lo alcanzara de frente. Con un seco crujido, la punta piramidal había atravesado el peto de capas de lino y se le había clavado en el corazón. La coraza de Jasón, formada por dos piezas de bronce que encajaban como una campana, era más dura, pero después de aquella jornada su superficie pulida quedó afeada por un sinfín de abollones y raspaduras.

Mientras los arietes y las bastidas atacaban la muralla, la infantería persa tendía escalas de madera y lanzaba ataques simultáneos por más de diez puntos. Dos grupos lograron poner el pie sobre el adarve a la altura de la puerta de Caristo, pero los defensores, tras encarnizados combates cuerpo a cuerpo, consiguieron rechazarlos y derribar las escalas.

Por fin, al caer el sol, las trompas persas tocaron la orden de retirada. Un suspiro de cansancio y dolor recorrió la muralla. El general Carmo dio licencia a la mayor parte de los defensores para que regresaran a sus casas a pasar la noche, pues temía que si no les daba descanso, no aguantarían los ataques del día siguiente. Mientras, equipos de esclavos de ambos sexos se dedicaron a apuntalar la muralla allí donde las cabezas de los arietes habían abierto grietas. Pero sólo podían reforzar la parte interior, pues en el exterior montaban guardia retenes de arqueros persas que disparaban a bulto contra todo lo que se movía.

Gracias al permiso concedido por Carmo, Jasón había podido cenar con su esposa y narrarle los horrores de aquel día reclinado en el diván. Ella, sentada en un taburete como exigía el recato, le escuchaba y de vez en cuando hacía una seña a la joven esclava File para que les sirviera vino en ambas copas.

—Son como la marea —repitió Jasón—. Por más que los rechaces, siempre vienen más y más de refresco. Y traen unas máquinas diabólicas que nadie había visto nunca.

El mercader tenía la mirada perdida a lo lejos, como si en vez del rostro de su esposa contemplase aún las filas interminables de persas que se abatían en oleadas sobre la muralla. Estaba tan cansado que apenas probaba bocado, aunque ya había vaciado cuatro veces la copa de vino.

—No creo que resistamos otro día. No podemos con ellos. Nosotros somos ciudadanos que se enfundan una armadura de verano en verano para entrenar unos días, y de vez en cuando luchamos contra otros hoplitas tan aficionados como nosotros. Ellos son soldados profesionales. Nos van a barrer. Nuestra única esperanza es que los atenienses lleguen a tiempo.

—¿Por qué lo dices? —Tras oír el relato de su marido y ver sus ojeras negras y sus mejillas descolgadas, Apolonia tenía la impresión de que ninguna ciudad griega, ni sola ni en coalición con otras, podía derrotar a aquellos diablos venidos de Asia—. ¿Es que los atenienses tienen soldados profesionales, o es que son más numerosos que los persas? Jasón meneó la cabeza.

—No, no lo son. Ni por asomo podrían vencerlos en una batalla campal. Pero si se unen a nosotros, podríamos defender todo el perímetro de la muralla y aguantar más tiempo. Tal vez los persas se queden sin provisiones y decidan levantar el cerco…

Ni siquiera él, que siempre había hablado maravillas de Atenas, parecía convencido de sus palabras. Apolonia había pensado por vez primera en la posibilidad de huir de Eretria, en abandonar su casa. Pero ¿adónde irían? No hay nada más triste en este mundo que ser una desterrada y vagar lejos de las tumbas de tus antepasados y los héroes de tu ciudad. Fue entonces cuando, para apartar aquel lúgubre pensamiento, le quitó la copa de la mano a Jasón y le dijo:

—¿Por qué no duermes conmigo? Es de noche. Estas horas le pertenecen a Afrodita, no al cruel Ares.

Y ambos subieron a la alcoba e hicieron el amor. Y luego apareció la diosa de ojos glaucos a traer su advertencia.

Ahora, Apolonia tomó la túnica que había dejado plegada sobre la tapa del arcón y se la echó por encima. Normalmente la ayudaba a vestirse File, pero Apolonia no quería despertar a nadie antes de hablar con Jasón, así que ella misma se abrochó los botones de plata que le sostenían el quitón sobre los hombros. Sin entretenerse en ponerse un manto o hacerse un moño, ya que era de noche todavía y tan sólo iba a verla su esposo, salió de la alcoba y recorrió el pasillo descalza, caminando de puntillas para que los crujidos de los peldaños no despertaran a Mnesiptólema.

Cuando bajó las escaleras y llegó al patio, se dio cuenta de que Jasón estaba hablando con alguien. Su primer impulso fue darse la vuelta y subir corriendo para que no la viera otro hombre.

Pero después se dijo que el mensaje de la diosa era más importante que cualquier norma de conducta dictada por el decoro, y se acercó con paso cauteloso.

Ambos hombres conversaban a la luz de un candelabro, pues la noche era muy oscura.

Enfrascados en su conversación, no repararon en la presencia de Apolonia, que permaneció a unos pasos de ellos, oculta entre las sombras.

El visitante era Esquines, amigo de su marido y, como él, orador en la asamblea. Apolonia lo conocía porque cuando murió su padre, había asistido al funeral y le había dado el pésame en la calle. Esquines era un hombre alto y apuesto, pero había algo en él que repelía a Apolonia.

—No esperes que los atenienses vengan —estaba diciendo—. Ellos mismos me lo han confirmado. Se van de la isla.

—¡Eso es imposible! —respondió Jasón—. Prometieron ayudarnos. Temístocles en persona me dio su palabra.

Apolonia recordó que la diosa le había dicho: «Busca el barco de Temístocles». Aunque no lo conocía en persona, había oído hablar de aquel hombre. Era próxeno de su esposo, lo que significaba que cuando Jasón visitaba Atenas, se alojaba en casa de Temístocles, y cuando éste venía a Eretria —circunstancia que aún no se había dado desde la boda de Apolonia—, se hospedaba con Jasón.

Al parecer, Temístocles, como el propio Jasón, se dedicaba a comerciar con ciudades e islas de todo el Egeo y más allá, y sus naves habían llegado hasta Italia y Sicilia. Pero, por los comentarios de su propio marido, Apolonia sospechaba que el ateniense era mucho más activo y ambicioso en política que él.

—Es Temístocles quien se está encargando de la evacuación de los colonos al continente —respondió Esquines—. Lo he visto con mis propios ojos.

—¡No puede ser! Él me aseguró que acudirían en nuestra ayuda si los persas venían primero contra nosotros.

—Olvídalo. No hay solución. No podemos resistir solos a los persas —dijo Esquines.

Aunque Jasón había dicho eso mismo durante la cena, ahora sacudió la cabeza, negándose a resignarse.

—Piénsalo, Jasón —insistió Esquines—. Con esas máquinas los persas acabarán tomando la muralla. Y cuando lo hagan, entrarán furiosos, en pleno ardor del combate, y se dedicarán a asesinar a los hombres y a violar a las mujeres. Pero si un comité de eretrios distinguidos pacta con ellos la entrega voluntaria de la ciudad, lo más probable es que nos perdonen.

—Ya. Después de cortarnos las narices y las orejas.

Apolonia se estremeció entre las sombras. Aunque no había visto a los desdichados que habían traído el mensaje persa, la imagen que tenía de ellos era tan cruda y real que había soñado una noche con sus rostros mutilados. Alguien le había contado que dos de ellos ya se habían cortado las venas.

—Eso lo hacen para sembrar el miedo y conseguir que nos rindamos —argumentó Esquines—. Los persas no son tan crueles como crees. Por mucho que se quejen, las ciudades griegas de la costa de Asia Menor viven muy bien bajo el dominio de Darío.

—¡No puedo creer que tú me estés diciendo eso! ¿Cómo van a vivir bien bajo esa tiranía?

—El gobierno persa no es ninguna tiranía, Jasón. Es verdad que esas ciudades tienen que pagar más de cuatrocientos talentos de tributo al Gran Rey. Pero, a cambio, la paz de Darío les permite prosperar y comerciar con mil lugares remotos. Así que los mismos jonios que no dejan de protestar del yugo persa se enriquecen tanto que sus ingresos compensan de sobra lo que pierden en tributos.

—Esos argumentos ya los he oído antes en la asamblea —respondió Jasón—. Pero nunca imaginé que saldrían de tu boca.

Esquines se encogió de hombros.

—Hay que resignarse, Jasón. Ante el gigante persa no somos más que un puñado de hormigas.

Tenemos que cambiar de actitud si no queremos que nos aplaste.

—¿Y qué actitud quieres que tomemos? Ya es demasiado tarde. Todo el mundo sabe en qué bando estamos.

—¡No, no es tarde en absoluto! He hablado con algunas personas del partido oligárquico, y van a reunirse conmigo en mi casa antes de amanecer. Me han propuesto un pacto.

—¿Qué tipo de pacto? —preguntó Jasón.

—Saben que eres un hombre moderado, y que tienes ascendiente sobre los mercaderes y los artesanos. Si los apoyamos en la asamblea cuando propongan la entrega, ellos nos garantizarán inmunidad ante los persas. —Esquines apoyó una mano en el hombro de Jasón, al que casi sacaba la cabeza—. Ven conmigo a mi casa y ellos terminarán de convencerte.

—¡No! —exclamó Apolonia, saliendo a la luz.

Ambos se volvieron hacia ella. En el gesto de Jasón había sorpresa. En el de Esquines, algo más.

De repente, Apolonia se dio cuenta de que, con el relente de la noche, los pezones se le habían vuelto a endurecer. Bajo la fina túnica de lino, que sin duda se transparentaba a la luz del candelabro, se sintió más desnuda que si no llevara nada de ropa. Para colmo, el cabello suelto le caía sobre los hombros; sabía que su negra melena atraía a los hombres tanto como su talle de junco, sus anchas caderas y sus dientes blancos y rectos. Esquines, aprovechando que estaba un paso por detrás de Jasón y que éste no podía saber dónde ponía los ojos, se la comió con la vista, demorándose en sus pechos. Después la miró al rostro y le sonrió con descaro.

Apolonia debería haber vuelto corriendo al gineceo. Pero no lo hizo. De pronto había visto en un destello todo lo que sucedería si no hacía nada. Jasón acompañando a Esquines a su casa. Jasón asesinado por los oligarcas. Los persas entrando en la ciudad a sangre y fuego. Esquines ocupando el lugar de Jasón en su lecho, quizá como esposo o, simplemente, como dueño y señor de su cuerpo.

No, eso no pasaría si estaba en su mano evitarlo.

—¿Qué haces levantada, Apolonia? —preguntó Jasón—. ¿Te han despertado nuestras voces? Ella negó con la cabeza. No quería hablar de la visión delante de Esquines.

—¿Qué pasa entonces? —insistió su marido con un dejo de impaciencia en la voz.

—No quiero que salgas de casa —respondió Apolonia. Luego añadió, en tono más meloso—:

Esta noche no.

—¿Dejas que tu esposa te diga lo que debes hacer? No sabía que la tenías tan consentida —intervino Esquines.

Jasón se volvió y le miró de soslayo. Ha cometido un error, comprendió Apolonia. El tono de Esquines había sonado demasiado venenoso.

—En esta casa, ella tiene más derecho a decírmelo que tú —respondió Jasón, y Apolonia sintió una oleada de gratitud que, en parte, alivió el frío de sus entrañas—. Vete a reunirte con esos hombres si quieres. Yo necesito pensar.

—Pues no te lo pienses demasiado. No disponemos de mucho tiempo.

Esquines dirigió una última mirada a Apolonia, que se cruzó los brazos sobre los senos para cubrirlos de su vista. Después salió sin despedirse. Jasón se sentó en un banco de piedra del patio, o más bien se desplomó sobre él. Qué cansado parece, pensó Apolonia con ternura, olvidando por unos segundos la urgencia del aviso de la diosa.

Jasón, que se había casado muy tarde, casi la doblaba en edad; pero ahora los veinte años que le sacaba a Apolonia parecían haberse convertido en treinta. La joven le quería, pero al meterse en la cama con él nunca había llegado a sentir esa calidez líquida en el vientre ni ese temblor en las pantorrillas del que hablaban los epitalamios. El mercader era apenas un dedo más alto que ella, tenía las piernas flacas y peludas, la barbilla blanda y huidiza y la coronilla en barbecho. Por más que se lavara y se perfumara con menta las axilas, su sudor ya olía a rancio cuando brotaba de su piel. Pero era un buen padre y un marido amable, y cuando organizaba banquetes en casa tenía la decencia de no invitar a flautistas ni prostitutas. Lo que hiciera en los simposios a los que le invitaban otros amigos, Apolonia prefería no saberlo.

La joven tomó aliento y dijo:

—He tenido una visión.

Jasón levantó la mirada y entrecerró los ojos. Apolonia se apresuró a contarle el sueño y las palabras de Atenea sin apenas dejar pausa entre las frases para que él no tuviera tiempo de poner objeciones.

—¿Crees que es un sueño veraz? —preguntó su marido al final.

Ella asintió. Al despertar, las imágenes de los sueños tienden a disiparse como lo hace la niebla matinal conforme se levanta el sol. Pero la visión de Atenea y sus armas seguía siendo tan vívida como la que ahora tenía de su esposo, o incluso más. Si cerraba los ojos, casi podía contar los pliegues del fino drapeado de su peplo.

—Creo que el sueño ha salido por la puerta de cuerno —respondió—. La propia diosa ha venido a avisarnos. Debemos huir de aquí.

Jasón se quedó unos segundos cabizbajo. Apolonia casi pudo leer sus pensamientos. Huir de la ciudad suponía desertar de su puesto en la muralla. Pero ella le había dado una razón honorable para abandonar: nada menos que un mensaje de los dioses. Y ahora, sin tan siquiera la esperanza de los refuerzos atenienses, ya no les quedaba la menor posibilidad de victoria.

Jasón se apoyó las manos en los muslos y se levantó del banco con un gruñido de dolor. Al enderezarse le chascaron las rodillas.

—Despierta a los criados —le dijo a Apolonia—. Recoge todo lo que tengamos de valor y podamos llevar encima. Yo voy a avisar a alguna gente. ¡Arges! ¡Arges, espabila! El esclavo tuerto subió de la bodega, donde se había quedado dormido después de reparar los desperfectos de la coraza y el escudo de su señor y sustituir el astil de tejo de la lanza por otro nuevo. Jasón le ordenó que acudiera a casa de su amigo Amonio, y le dio también los nombres de otras personas. Apolonia no sabía exactamente para qué quería su esposo a Amonio, pero lo sospechaba: el broncista vivía a pocos pasos de la muralla occidental, y el oeste era la única dirección posible para huir.

Mientras Jasón preparaba su panoplia y reunía provisiones, Apolonia subió al piso de arriba, despertó a las esclavas y les ordenó que guardaran las mejores ropas en el baúl de cedro.

Todo lo que tengamos de valor, se dijo. ¿Cómo se medía eso? ¿Qué valor tenía la tosca cuna de Mnesiptólema, que Jasón había fabricado con sus propias manos? ¿Y Nendia, la muñeca de terracota pintada que le había regalado el padre de Apolonia, o Pegaso, el caballo de madera articulado con el que ella había jugado de niña y que ahora le servía a su hija?

Tengo que ser práctica, pensó. Oro y plata, sobre todo. Con ellos podría comprarle a su hija decenas de muñecas y caballitos. Ella misma se puso encima todas las joyas que pudo, y además guardó en una arqueta montones de dracmas de plata de Corinto y de Eretria, amén de estateras e incluso daricos, monedas persas de oro que habían llegado a manos de Jasón en sus mercadeos con el este. Después ordenó a las criadas que cargaran con un tercer baúl, más pesado que los otros dos, en el que guardaba las vajillas y los candelabros de plata y de electro. Era mucho peso para huir en la noche, pero esa riqueza les garantizaría empezar una nueva vida en Atenas con un mínimo de dignidad.

Las voces, los crujidos de los pasos y el tintineo de la plata despertaron a Mnesiptólema, que empezó a llamar a su madre.

—Yo la atiendo, déspoina —dijo Hedia.

—No, déjame a mí.

Apolonia entró en la habitación del aya y levantó a su hija de la cuna. De repente sentía la urgencia de apretar ese cuerpecillo que conservaba el calor del sueño, como un panecillo recién sacado del horno, y enterrar la nariz en sus rizos rubios. Apolonia sospechaba que con el tiempo el cabello de la niña se volvería castaño como el de su padre, pero de momento disfrutaba acariciando aquellos bucles de miel y aspirando su aroma de mejorana.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó la niña con su media lengua.

—Nada, Nesi. —Todos la llamaban así, porque su nombre, elegido en honor de su difunta abuela, era demasiado sonoro y rimbombante para una niña tan pequeña—. Vamos a salir de paseo todos juntos. Ya verás qué divertido es. A lo mejor hasta montamos en barco.

—Tengo mucho sueño —lloriqueó Nesi.

—Pues duérmete otro poco —dijo Apolonia, mientras se la pasaba a Hedia. Con gusto se habría quedado con la niña en brazos, pero era ella quien sabía dónde se guardaban todas las cosas y mejor podía organizar a las criadas.

Cuando cerraban el último baúl, Apolonia creyó oír un grito lejano y ordenó a las esclavas que guardaran silencio. Unos segundos después, les llegó el tañido de una campana, y las cuatro mujeres se miraron alarmadas.

La noche estaba muy avanzada, pero aún no había quebrado el alba. «Mucho antes de que cante el gallo, unos traidores abrirán las puertas de Eretria al persa». ¿Se había cumplido ya la advertencia de la diosa? Apolonia se apresuró hacia la escalera y subió a la torre desde la que había presenciado el desembarco de los persas. Incluso antes de llegar arriba percibió el olor a quemado; y, una vez asomada a la pequeña atalaya, observó que en la parte noroeste de la ciudad, junto a la puerta de Caristo, habían aparecido llamas que empezaban a propagarse de tejado en tejado. El corazón se le paró durante unos segundos. El fuego estaba a menos de mil metros de su casa.

Y a menos de mil metros de su hija.

Bajó corriendo al patio. Allí estaban ya Hedia con la niña, y File y Lampo, que habían bajado los baúles con la ayuda del portero y el ecónomo.

—¡Tenemos que irnos ya! —exclamó Apolonia.

Jasón asintió. Él también debía de haber oído la campana. En ese momento regresó Arges, y entre él y el propio Jasón cargaron con las armas de hoplita. Apolonia cogió en brazos a Nesi, mientras los demás esclavos acarreaban los cestos de provisiones y los tres baúles. Alumbrados por las antorchas que llevaban Arges, el portero y Jasón, salieron por la puerta. Apolonia dirigió una última mirada atrás. Aunque no era el hogar donde había nacido, la joven había llegado a encariñarse con aquella casa que su esposo había dejado prácticamente en sus manos y que ella había organizado a su gusto.

Antes de una hora, sería pasto de las llamas. Se imaginó a Pegaso ardiendo entre una pila de muebles rotos, y se preguntó cómo podría contárselo a su hija cuando le preguntara por él, cómo podría explicarle que había hombres tan crueles que querían quemarle su caballito de madera. De pronto, aquélla le pareció la mayor de las maldades, un crimen mucho peor que la destrucción de la ciudad, tal vez porque ésta le resultaba inconcebible. Los ojos se le arrasaron de lágrimas. Tienes que ser práctica, se repitió, y se las secó para que Mnesiptólema no las viera. Lo único importante ahora era salvar a su pequeña.

Cruzaron un angosto callejón y salieron a la avenida de los Caldereros. Por las puertas empezaban a asomar vecinos que le preguntaban a Jasón qué pasaba. Él, sin dejar de caminar, les decía que los persas habían entrado en la ciudad. Algunos le gritaron que se diera la vuelta, que había que acudir a defender las murallas, y Jasón les respondió:

—¡No seáis necios! Huid mientras podáis. ¡La ciudad está condenada! Pronto llegaron a la mansión de Amonio, que era mayor que la suya. Apolonia conocía la casa porque había ido a visitar a la esposa del broncista un par de veces por el nacimiento de su último hijo. El propio Amonio les salió a recibir a la puerta y les hizo señas para que pasaran.

—¿Por qué entramos en su casa? —preguntó Apolonia a Jasón—. Tenemos que salir de la ciudad.

—Descuida, mujer —contestó Jasón. Había tensión en su voz, como una cuerda de lira a punto de romperse, pero seguía siendo cortés con ella—. Ya teníamos preparado esto desde que nos enteramos de que venían los persas. Siempre hemos sabido que podía haber traidores entre nosotros.

—Pues esos traidores ya están ocupando el puente de la puerta oeste —intervino Amonio—. Pero a nosotros no nos verán.

En el patio ya se había congregado una pequeña multitud, entre hombres cargados con sus pesadas panoplias y mujeres, niños y esclavos que llevaban a cuestas los enseres que habían podido reunir con tanta precipitación. Las campanas habían dejado de sonar, pero el aire de la noche traía una confusa marea de voces y lamentos que cada vez sonaban más altos y cercanos. Apolonia tuvo una visión de vigías degollados y de guerreros gigantescos aplicando antorchas a las casas, y meneó la cabeza para tratar de apartar aquella imagen. No había tiempo para pensar en eso.

El aroma de la resina de pino que ardía en las teas apenas disimulaba el hedor acre del miedo.

Los hombres susurraban con gesto grave, los niños más pequeños lloriqueaban y algunas mujeres se mesaban el pelo y se arañaban el rostro, lamentando todo lo que habían dejado atrás en sus casas.

Apolonia abrazó aún más fuerte a Mnesiptólema y se dijo que lo que más le importaba iba con ella.

El olor a humo era cada vez más intenso, y había ya pavesas flotando sobre el patio. Amonio y Jasón cruzaron unas breves palabras, y después el broncista ordenó a todos que lo siguieran.

Guiados por sus sirvientes, los fugitivos descendieron en fila de a dos por una escalera que bajaba a una bodega. Al fondo, en una pared de roca viva, había una puerta abierta que daba paso a un túnel.

Allí, un esclavo con una antorcha indicó a Jasón y a su familia que lo siguieran.

—Este pasadizo sale a más de dos estadios de la muralla —le explicó Jasón a Apolonia—. Lo excavaron hace mucho tiempo, cuando llevaron a cabo las obras para drenar la llanura y canalizar el río.

El túnel era tan angosto que tenían que caminar de uno en uno, pero al menos no había que agachar la cabeza, y las paredes estaban más secas de lo que Apolonia se había esperado. Lo recorrieron en espectral procesión, iluminados por antorchas y lamparillas, como si acudieran a celebrar un ritual secreto en honor de Perséfone en las entrañas de la tierra. Caminaron un buen rato entre el sonido sordo de las pisadas sobre el suelo compacto, el entrechocar metálico de las armas, el frufrú de las largas túnicas de las mujeres y los jadeos de los sirvientes que cargaban con arcones y fardos. De vez en cuando se oía un sollozo, una maldición o el retazo de una conversación en susurros.

Apolonia había reconocido muchas caras en el patio, y sabía que todas esas personas eran como ella y su marido, miembros de la clase media de Eretria que habitaba el barrio noroeste de la ciudad.

No había allí hipobotas, los terratenientes que remontaban sus ancestros a los dioses y que se enorgullecían de competir con sus caballos y sus carros en los juegos de Nemea y de Olimpia; los mismos que, sospechaba Apolonia, habían abierto las puertas de la ciudad al persa. No, en el túnel sólo había artesanos y comerciantes que técnicamente pertenecían al demos, pero que habían prosperado lo suficiente y habían podido adquirir las caras panoplias necesarias para servir como hoplitas y combatir en las filas de la infantería pesada.

Apolonia se preguntó qué estaría pasando cerca del puerto, en la parte sur de la ciudad, donde vivían los vecinos más humildes, asalariados, libertos y jornaleros. También estarían intentando huir; pero por mar era imposible, pues la inmensa flota persa tenía bloqueada la bocana del puerto.

Muerte, mutilación, esclavitud: ése era el destino que esperaba a aquellos infelices.

—¿Dónde están los atenienses? —se lamentó una mujer, unos pasos detrás de Apolonia—. Esos cobardes nos han abandonado.

—Cállate, mujer. Ya me lo has dicho mil veces —le espetó su marido.

Apolonia los conocía a ambos. Eran Terámenes, un tratante de perfumes que había defendido el apoyo a la revuelta jonia y el envío de barcos en alianza con Atenas, y su esposa Zósima. Llevaban treinta años casados y no habían dejado de discutir ni uno solo de ellos.

—¡Y mil veces más te lo diré! Otra mujer estaba preguntando si era verdad lo que había oído sobre el empalamiento, y un hombre, su marido o tal vez un esclavo, se extendió en truculentos detalles. Al parecer, los persas desnudaban a sus prisioneros, los levantaban en vilo y los colocaban sobre estacas largas y aguzadas que, por su propio peso, se les iban introduciendo poco a poco por el ano y desgarrándoles las entrañas en una agonía que podía durar más de cinco días. Apolonia se estremeció y tapó las orejas de Mnesiptólema, aunque la niña iba dormida y era dudoso que entendiera de qué hablaban los mayores.

—¡Callad de una vez! —ordenó Amonio el broncista, con su vozarrón de oso.

Durante unos segundos se hizo el silencio. Después, File le preguntó a Hedia si creía que los persas las violarían a todas, y el aya le dijo que cerrara la boca. Apolonia se estremeció. Poco antes de casarse, había soñado varias noches seguidas que un hombre muy apuesto, tal vez un dios, se presentaba en su alcoba, le desgarraba la túnica y la tomaba a la fuerza. Cuando eso pasaba, la joven se despertaba con un extraño calor en el vientre, y durante el resto del día esperaba, con una mezcla de temor e impaciencia morbosa, a que llegara la noche, anticipando el contacto de aquellos dedos poderosos y el seco rasgar de la tela. Pero ahora que esa turbia fantasía podía convertirse en realidad, ya no sentía ninguna calidez, sino sólo un miedo frío y resbaladizo como la tripa de un sapo.

Si algún persa la intentaba violar, se dijo, ella misma se clavaría el cuchillo que llevaba bajo la túnica, y con la mano izquierda se palpó debajo del esternón, calculando por dónde entraría la fría hoja de hierro. Y entonces otra voz interior le dijo: ¿Y qué pasará entonces con tu hija? Por fin salieron del túnel. Allí se reagruparon todos bajo las órdenes de Amonio y Jasón.

Mientras lo hacían, Apolonia volvió la vista atrás. El estrecho gajo de la luna creciente no saldría hasta después del amanecer, y el cielo seguía oscuro y cuajado de estrellas. Al norte se recortaba una sombra aún más negra, el monte Olimpo que dominaba la ciudad, hermano pequeño del otro Olimpo que se levantaba en el continente y de cuyas cumbres nevadas le había hablado su esposo.

Apolonia respiró hondo. Flotaba un olor untuoso en el aire, tal vez de alguna almazara cercana; mezclado con él, aunque el viento venía del monte y no de la ciudad, captó el del humo y la madera quemada.

—¡En marcha! —ordenó Amonio—. ¡Hacia el oeste!

—¿Por qué no subimos al monte? —preguntó Terámenes el perfumista—. Allí la caballería persa no nos perseguirá, y cuando se vayan de la isla podremos regresar a la ciudad.

—No —respondió Jasón—. Atenea se me ha aparecido en sueños y me ha dicho que debemos buscar el barco de Temístocles y cruzar el estrecho.

—¿Quién nos dice que ese sueño es veraz?

—Ha sido ese sueño el que nos ha avisado a tiempo de que los persas iban a entrar en la ciudad —repuso Amonio—. Así que callad de una vez y seguid andando.

A Apolonia le dolió que su marido se apropiara de su visión, pero comprendió con tristeza que los hombres se la habrían tomado menos en serio de saber que Atenea no se había dirigido a él, sino a su esposa.

Emprendieron el camino, ahora en una columna irregular de tres o cuatro personas. Apolonia, que iba cerca de la vanguardia, se volvió y calculó que podía haber unos doscientos en el grupo, aunque no era fácil precisarlo a la luz de las antorchas. Sobre sus cabezas, en la oscura masa de la Acrópolis, habían aparecido unas luces que primero titilaron tímidas como luciérnagas bailando en el aire y después se unieron en inconfundibles lenguas de fuego.

Apolonia se imaginó el templo de Ártemis Olimpia ardiendo, y pensó: Jamás volveré a Eretria.

Mientras sus sandalias crujían sobre los secos terrones del viñedo que atravesaban, se dio cuenta de que era la primera vez que sus pies pisaban fuera de la muralla. Su padre poseía un taller donde fabricaba talabartería, corazas y yelmos de cuero, y nunca había tenido intereses en el campo. Y en cuanto a Jasón, lo más lejos que la había llevado había sido hasta el puerto para ver zarpar alguno de sus barcos.

Esa muralla que dejaba atrás era la misma que desde ese momento la separaba de su vida anterior. A partir de ahora, bien fuera a sobrevivir o a morir en las próximas horas, nada volvería a ser lo mismo.

—Tengo frío, mamá —se quejó Nesi, medio en sueños.

Apolonia la arrebujó más en un pliegue de su manto y la apretó con fuerza.

Tras atravesar más viñedos y un higueral, llegaron a unos campos de cebada y trigo que esperaban la siembra del mes siguiente. Las alquerías estaban desiertas, y no había en los campos ni ovejas ni cabras ni vacas, pues los eretrios se habían llevado todo el ganado a la ciudad o a las montañas, y sólo el olor del estiércol revelaba que unos días antes sus rebaños habían pastado en aquel llano.

El cielo empezó a grisear, y contra su fondo frío Apolonia pudo distinguir una estribación del Olimpo que descendía hacia el oeste. Jasón le explicó que por allí, entre esa ladera y el mar, entrarían en la llanura Lelantina, la fértil tierra que antes pertenecía a Calcis y que ahora estaba en poder de los colonos atenienses. Si todo iba bien y las palabras de la diosa se cumplían, encontrarían algún barco que los llevara al otro lado del estrecho.

—Allí estaremos a salvo —dijo Jasón.

Por un tiempo, pensó Apolonia. Los persas han quemado Eretria, pero aún les queda vengarse de Atenas. Pero su esposo tenía el rostro tan demacrado que no quiso desanimarlo más.

Un niño o una niña gritaron con voz aguda en la cola de la comitiva. Apolonia se volvió, como los demás. Sobre la ciudad se divisaban negras humaredas, entre las que se adivinaba alguna lengua de fuego. Pero por delante de ellas, flotando encima de los árboles, se levantaba otra columna más clara, casi blanca. Apolonia tardó unos instantes en comprender que no era humo, sino polvo. Arges se tumbó y pegó la oreja al suelo. No tardó en levantarse y decirle a Jasón con gesto grave:

—Caballería.

Antes de caer prisionero de guerra y ser vendido como esclavo, Arges había servido de mercenario y explorador en Tracia, así que sabía de lo que hablaba. La voz corrió entre los fugitivos. Los hombres urgieron a las mujeres y a los niños a apretar el paso. Algunas que no estaban acostumbradas a salir de su casa ni para ir al Ágora a comprar se quejaban amargamente de sus pies doloridos. A la propia Apolonia le había salido una ampolla en el pie derecho, en la planta del izquierdo notaba algo húmedo y tibio que debía ser sangre, y tenía los brazos entumecidos de cargar con el peso de la niña; pero no dijo nada y trató de aligerar la marcha.

—¿Nos están persiguiendo? —preguntó alguien. Amonio miró hacia atrás y trató de tranquilizarlos.

—Los persas no pueden saber que estamos aquí. Debe ser una partida que está barriendo los alrededores de la ciudad por si hay otros fugitivos.

Pero mientras los perfiles del monte se teñían de una fría pátina morada, se hizo evidente que la columna de polvo estaba cada vez más cerca. Apolonia pensó en Esquines, de quien estaba cada vez más segura que les había abierto la puerta a los persas. ¿Habría cometido Jasón la imprudencia de hablarle del túnel que salía de casa de Amonio? Conociendo a su marido, seguro que la respuesta era afirmativa.

Apolonia creyó escuchar la aguda llamada de un pájaro, pero al prestar más atención se dio cuenta de que eran relinchos. De pronto vio la imagen de un persa arrancándole la ropa, y hasta creyó oír el seco chasquido de la tela rasgada por unos dedos manchados de sangre. Instintivamente apretó a Nesi, más por cubrirse los pechos que por proteger a la propia niña.

—¡Vienen a por nosotros, Amonio! —exclamó Terámenes.

—Hay que apretar el paso —animó el broncista, haciendo aspavientos para que todos aceleraran la marcha. Pero Jasón le agarró por el hombro y le dijo:

—Es inútil. No podemos escapar de la caballería. Aunque no fuéramos con los niños y las mujeres, nos alcanzarían.

—¿Y qué hacemos entonces?

—Tú sabes lo que tenemos que hacer —respondió Jasón, y luego miró de reojo a Apolonia. La joven vio en su mirada un pozo negro y recordó las palabras de la diosa.

«Toma a tu hija y a tus criados contigo».

Sólo entonces reparó en que Atenea no le había dicho nada de su esposo.

Las mujeres y los niños se habían ido ya, junto con los esclavos más ancianos. Sólo quedaban los ciudadanos y sus sirvientes de confianza. Jasón se protegió las espinillas con las grebas de bronce, y después levantó los brazos para que Arges le asegurara los cierres laterales de la coraza campaniforme. Siempre le había costado ajustársela, pues su padre, de quien la había heredado, estaba más delgado que él. Pero en los últimos días Jasón había perdido tanta tripa que ahora el peto casi le quedaba holgado.

—Ya puedes irte, Arges —le dijo al esclavo mientras él mismo se calaba la cofia de fieltro hasta las orejas.

—No voy a ninguna parte, Jasón. Me quedo contigo.

Arges, que nunca había destacado por ser demasiado respetuoso, raras veces lo llamaba déspota o kyrie. Pero le había sido fiel durante más de diez años, y ahora sabía disimular el miedo mejor que el propio Jasón.

—No hay nada que hacer. Lo único que podemos conseguir es ganar tiempo. Vete —insistió Jasón.

—Lo sé —respondió Arges—. Por eso, cuantos más hombres seamos, más tiempo ganaremos.

Jasón le puso una mano en el hombro y le apretó con fuerza.

—Escúchame, Arges. Si de verdad quieres servirme, corre como si te persiguieran las Furias y alcanza a mi esposa y a mi hija. Ahora que no tienen ciudad, necesitarán a alguien que las proteja.

No me fío de los otros criados. Tú eres el único que puede hacerlo.

Arges agachó la cabeza y se quedó pensando unos segundos. Cuando levantó de nuevo la mirada, su gesto era casi de alivio. Su amo le había brindado una excusa honrosa para la retirada.

—Hazlo —insistió Jasón.

Arges asintió y se dio la vuelta. Pero antes de arrancar a correr se le ocurrió algo.

—Si sólo es caballería, aguantad en formación —le dijo, girando a medias el cuerpo hacia él—. No os dejéis llevar por Fobo, pues si os posee el pánico y rompéis las filas estaréis perdidos.

—Dale instrucciones a quien te las pida, esclavo —respondió Antíoco, un marmolista al que le había correspondido formar a la derecha de Jasón—. Nosotros sabemos luchar como ciudadanos libres.

Arges le miró con desprecio, pero no dijo nada y se alejó trotando. Jasón comprendió que se había quedado solo, y que ahora él era el único bastión entre los persas y los miembros de su casa.

Salva a los míos, portadora de la égida, le suplicó a Atenea.

Jasón miró en derredor, estudiando la posición. Estaban en el punto más estrecho que separaba los terrenos de Eretria de la llanura de Lelanto. A unos treinta o cuarenta pasos de ellos, a su izquierda, empezaba una cuesta pedregosa y sembrada de pinos y brezos que subía poco a poco hacia las estribaciones del monte Olimpo. A la derecha se extendía una playa de arena gruesa y oscura. Para cubrir todo el espacio que se abría entre el agua y el monte bajo habrían necesitado diez veces más hombres.

Amonio debió leer en su mente las dudas, porque le dijo:

—No te preocupes, Jasón. Los persas no pasarán de largo para perseguir a las mujeres. Nosotros y nuestras armas somos una presa más honorable. Lucharán.

—Sí. Lucharán —repitió Jasón, tragando saliva, y miró a su derecha.

El sol, que por fin había salido sobre el Olimpo, arrancaba a las olas reflejos blancos, pero todavía no calentaba. El viento terral de la noche se había retirado para dejar su lugar a la brisa del mar. Jasón respiró hondo; la nariz se le llenó de olor a sal, y los ojos de lágrimas. Como buen marino y viajero, siempre había dicho que quería morir al lado del mar y no dentro de sus aguas.

Ahora, pensó con amargura, su deseo se iba a cumplir.

Algunos esclavos se habían quedado con sus señores, pero ahora se apartaron hacia los brezos, armados de venablos y piedras. Una vez solos los ciudadanos libres, Jasón pudo contar cuántos eran. Cuarenta hoplitas. Sin necesidad de deliberar quién de ellos sería el jefe, Amonio dio las órdenes desde el principio. Siendo tan pocos, formar con ocho hombres de profundidad como en una falange convencional era ridículo. Para cubrir más terreno, el broncista los organizó en dos filas de veinte. En la primera emplazó a quienes tenían corazas de campana, como Jasón, o al menos de lino reforzado con escamas de bronce; y en la segunda formaron los que tenían las corazas de lino más finas o simples petos de cuero hervido.

En una batalla formal, el general habría hecho un sacrificio a los dioses. Pero allí no tenían víctimas que degollar, así que Amonio se limitó a levantar las palmas de las manos al cielo y a pronunciar una plegaria pidiendo ayuda a Zeus, a Eníalo y a Ártemis. Después se volvió hacia los demás. Aunque era un hombre con influencias, nunca había destacado en la asamblea por su oratoria, y su arenga fue breve.

—Esos cabrones no van a tocar ni a nuestros hijos ni a nuestras mujeres. ¡Vamos a joderlos bien! Los perseguidores ya estaban a la vista, a menos de dos estadios. Venían cabalgando por la playa en columna, de modo que resultaba difícil calcular cuántos eran. Pero al ver a los eretrios en posición, refrenaron el paso de sus monturas. Uno de los jinetes, montado en un caballo negro y seguido por un portaestandarte, desfiló ante los demás para distribuirlos o acaso arengarlos antes del combate. Tras unos instantes, los persas se abrieron en un frente mucho más amplio que la exigua falange que habían organizado los eretrios. Después empezaron a avanzar al paso. Jasón tragó saliva. Ahora que se habían desplegado, resultaba evidente que los enemigos eran muchos, quizá el doble que ellos.

En el centro del escuadrón, rodeando al jefe, venían siete u ocho corceles enormes que se adelantaron a los demás. Aquellas bestias iban protegidas con petrales y testeras de metal que brillaban como electro bajo el sol naciente, y sus jinetes también cabalgaban blindados de pies a cabeza. Al oír los relinchos de los caballos y el chasquido metálico de las escamas de hierro y bronce, en la pequeña falange griega se escucharon gemidos de consternación apenas disimulados.

A Jasón le llegó un olor acre, y comprendió que alguien se había defecado encima. Nadie hizo comentario alguno; todos habían servido en la muralla el tiempo suficiente para saber que esas reacciones no se podían controlar. El propio Jasón contuvo a duras penas un terrible retortijón; era como si sus tripas estuvieran pobladas de ratas de sentina que quisieran huir del inminente naufragio.

—¡No os amilanéis! —gritó Amonio, desfilando por última vez ante su reducida formación—. ¡Los caballos no cargan contra un muro de lanzas! ¡Recordad el dicho del erizo y embrazad bien los escudos! Jasón recitó en voz baja los versos de Arquíloco: Muchas cosas sabe la zorra. El erizo sólo una, ¡pero qué buena es! Enseguida iban a comprobar si el poeta de Paros tenía razón.

Amonio se colocó en el extremo derecho, el lugar de honor de la falange, y también el más peligroso, donde nadie más podía resguardarle el costado indefenso que manejaba la lanza. A su señal, los que aún no se habían cubierto la cabeza lo hicieron. Al ponerse el casco, Jasón volvió a experimentar aquella sensación ya conocida, como si hubiera metido los oídos en sendas caracolas.

Los ruidos del exterior quedaban amortiguados tras un cojín de fieltro y bronce, y los latidos de su propio corazón sonaban tan fuertes y frenéticos como los tambores de una procesión en honor de Dioniso. Aunque aquél era el palpitar del miedo, le tranquilizó un poco, pues bajo el casco se creaba una curiosa burbuja, una sensación de aislamiento e invulnerabilidad que él mismo sabía engañosa.

Jasón levantó el escudo, acomodó el hombro izquierdo bajo su concavidad y después enarboló la lanza sobre el borde del broquel. Las articulaciones de sus brazos protestaron, pero apretó los dientes y aguantó mientras maniobraba el escudo para encajarlo mejor con los de Antíoco, el hoplita que tenía a su derecha, y Terámenes, que formaba a su izquierda.

En ese momento, los caballeros acorazados que iban en cabeza se detuvieron, a unos cien metros de la falange, y el hombre del corcel negro levantó la mano y ladró una orden seca. A ambos lados, los escuadrones de caballería que los flanqueaban se lanzaron al trote y después al galope, convergiendo hacia los hoplitas. Jasón tenía el campo de visión muy limitado por el estrecho visor de su yelmo corintio, pero calculó que embestían contra ellos no menos de sesenta enemigos. Sus caballos no estaban blindados, y si los jinetes llevaban armadura debía ser debajo de los pantalones y los caftanes de vivos colores.

Amonio empezó el peán, y los demás eretrios entonaron el canto guerrero con él para darse valor. Pero el ululato de los asiáticos, el retumbar de los cascos y el relincho de los caballos ahogaron sus voces, y se callaron antes de llegar al último verso.

—¡Aguantad! —rugió Amonio, acostumbrado a hacerse oír en el estrépito de la herrería—. ¡No abandonéis la formación! ¡Ya os he dicho que los caballos no cargan contra una pared! Jasón apretó los dientes y clavó los pies en tierra. Ya podía ver los rostros de los enemigos, y hasta distinguir los ollares dilatados de los caballos. Pero los persas, como había predicho Amonio, no cargaron de frente contra la formación griega. Cuando estaban a menos de treinta pasos, todos los caballos giraron hacia la izquierda perfectamente coordinados mientras sus jinetes torcían la cintura para seguir mirando a los eretrios. Jasón vio cómo los persas empulgaban sus arcos y tragó saliva, imaginándose el crujiente lamento de la madera y del cuero al tensarse al límite. Aquí no había un parapeto de piedra tras el cual guarecerse; sólo su escudo, tres palmos de madera de roble y chapa de bronce.

—¡Mantened la formación! —insistió Amonio.

Mientras los jinetes enemigos desfilaban veloces ante ellos, lejos del alcance de sus lanzas, la primera andanada de flechas voló por los aires. Jasón, sin aguardar a ver por dónde venían los proyectiles, se encogió y agachó la cabeza bajo el escudo, y los hombres que tenía a ambos lados lo imitaron. Se oyó el diáfano repiqueteo de metal contra metal, acompañado por maldiciones entre dientes. En la primera ráfaga Jasón no sintió ningún impacto. Al mirar a ambos lados de reojo le pareció que nadie había caído, aunque los cuerpos de Antíoco y Terámenes le obstaculizaban la visión.

—¿Os dais cuenta? —gritó Amonio—. ¡Sus flechas no pueden penetrar nuestros escudos! ¡Aguantad! Tras la primera descarga conjunta, los enemigos se dedicaron a disparar a discreción sin dejar de cabalgar. Aquellos demonios asiáticos manejaban los arcos con tal destreza que nunca había menos de veinte flechas surcando el aire. Jasón sintió un impacto en el escudo, pero el dardo rebotó y cayó inofensivo delante de él, y durante un instante pensó que realmente tenían posibilidades de resistir, de ser tan impenetrables como el erizo de Arquíloco.

Mas, por desgracia, todos juntos formaban un erizo muy pequeño. En el mismo momento en que el último arquero de la formación enemiga pasaba por delante de Jasón, éste oyó un grito de alarma de Eudemo, el hombre que tenía detrás. Giró el cuello y vio que los jinetes persas ya estaban allí, disparándoles por la retaguardia. Habían rebasado sin problemas el flanco izquierdo de su reducida falange y ahora se dedicaban a cabalgar en círculo alrededor de ellos sin dejar de disparar. Al igual que los demás hoplitas de la primera fila, Jasón trató de darse la vuelta para protegerse de las flechas que ahora le venían por la espalda; su escudo se quedó enganchado con el de Antíoco y ambos estuvieron a punto de caer al suelo.

—¡No hagáis eso! —gritó Amonio—. ¡Los de la primera fila, escudos hacia delante! ¡Los de la segunda, escudos a retaguardia! ¡Confiad en vuestros compañeros! Pero pedir a aquellos caldereros, mercaderes, alfareros, perfumistas y taberneros que formaran una falange de dos frentes era esperar demasiado. Algunos hombres obedecían las órdenes de Amonio, otros se volvían contra la nueva amenaza y algunos, como el propio Jasón, trataban de mantener un precario equilibrio entre ambas acciones, girando nerviosos de un lado a otro. Los persas seguían galopando en círculo, tan cerca de ellos que algunas de sus flechas atravesaban la chapa de los escudos e incluso las corazas más débiles. Entre los silbidos de las saetas, los insultos y maldiciones en griego, las toses por la polvareda que levantaban los caballos y los rugidos de Amonio, empezaban a oírse ya gritos de dolor y estertores de agonía. Los proyectiles llegaban de todas partes, y muchos hoplitas se habían arrodillado ya en el suelo para acurrucarse detrás de sus escudos. Cuando Terámenes el perfumista hizo lo propio, Jasón miró a su izquierda y comprobó que la ordenada fila de veinte se había convertido en un caos y que ya había varios hombres tendidos en el suelo.

Jasón oyó una maldición a su lado, y algo caliente le salpicó el cuello. Al mirar a la derecha, vio que una certera saeta se había colado en el visor de Antíoco. El marmolista dejó caer ambos brazos y se desplomó de bruces como un guiñapo, tronchando el astil de la flecha con su peso. Ya no podría grabar las lápidas de los demás.

Un jinete persa se apartó del círculo de atacantes, se acercó a menos de diez metros de los hoplitas y apuntó su arco hacia Jasón. Éste vio venir la flecha hacia su cara y apartó la cabeza por reflejo. El proyectil rozó su yelmo con un desagradable rechinar metálico. «¡Cabrón!», masculló el mercader, y para su placer vio que el caballo tropezaba y caía. Terámenes, que seguía arrodillado, se puso en pie y corrió hacia el persa blandiendo la lanza sobre la cabeza. Varios hombres más lo siguieron.

—¡No! —gritó Amonio—. ¡No abandonéis la formación! Pero su orden fue en vano. Era más fácil combatir el miedo moviéndose que aguantando en el sitio, y el propio Jasón comprobó que sus piernas lo llevaban por sí solas hacia el enemigo caído.

Cuando parecía que los eretrios iban a cobrarse su primera víctima, el caballo se levantó de golpe y el jinete saltó sobre su grupa. Tras esquivar la lanza de Terámenes por menos de dos palmos, el persa se alejó entre carcajadas. El perfumista se quedó un momento maldiciéndolo, y al levantar el brazo derecho una flecha se clavó bajo su axila. Jasón, llevado por la inercia de la carrera, se plantó a su lado y trató de cubrir con su escudo al compañero herido.

En ese momento, un enorme bulto negro y dorado surgió de entre la nube de polvo. Jasón se volvió por instinto e interpuso el escudo cuando los cascos delanteros del caballo se precipitaron sobre él. Las tablas de roble aguantaron, pero su hombro se descoyuntó con un doloroso crujido, y Jasón cayó de espaldas.

En la franja del visor apareció la cabeza de su atacante, recortándose contra el cielo, tan alto e inalcanzable como Zeus en su trono. Por un segundo, Jasón pensó que era una estatua de metal dotada de vida, pero luego se dio cuenta de que el persa llevaba una máscara de oro labrada con una enigmática sonrisa. Por encima del yelmo picudo ondeaba un estandarte con un sol alado.

Mariya, dushmartiya! Una sombra oscura tapó su visor, y Jasón comprendió que, en realidad, las alas del estandarte pertenecían a las Keres. Los pájaros de la muerte habían venido a llevarse su alma.

Apolonia, Nesi, que los dioses os protejan…

Apolonia habría querido correr, pero ni sus pulmones ni sus pies se lo permitían. Estaban ya en la llanura de Lelanto, atravesando unos campos segados que esperarían en vano la siembra otoñal.

A la derecha había huertos de higueras y de viñedos que habían quedado sin recoger. Mnesiptólema lloriqueaba, diciendo que tenía hambre y sed. Al pasar junto a un bardal medio derribado, Apolonia estiró el brazo y arrancó un par de racimos. Después, como un pájaro alimentando a su cría, quitó las pepitas de las uvas con su propia boca y le pasó la pulpa a Nesi.

—¿Dónde está papá? —preguntó la niña.

—Se ha quedado detrás porque no es capaz de andar tan rápido como nosotras —contestó Apolonia, con un nudo en la garganta—. ¿Te has dado cuenta de qué rápidas somos? Pero no debían serlo tanto, porque, en ese momento, las alcanzó Arges, jadeante y sudoroso. Al oír que los persas les pisaban los talones, Apolonia se volvió hacia atrás. De momento no se veía a los bárbaros; tan sólo la penosa columna de marcha que formaban los fugitivos, con huecos cada vez más amplios entre cada grupo. Pero por encima de sus cabezas seguía flotando la nube de polvo, y ahora entre los relinchos de los caballos sonaban también gritos y alaridos confusos.

—¡Mirad! ¡Barcos! —gritó Zósima, la esposa del perfumista, señalando hacia delante. Allí, por delante de un cabo que se proyectaba hacia el suroeste, una hilera de naves desfilaba hacia el continente.

—Deben de ser los atenienses —dijo Arges—. Hay que darse prisa, antes de que se larguen.

Aunque todos estaban exhaustos, apretaron el paso. Pronto descrestaron una pequeña cuesta, y ante ellos se abrió una bahía de aguas transparentes y arenas blancas. Aún quedaban fondeados cinco barcos de transporte de cascos negros, redondos y panzudos, y dos naves de guerra con las popas varadas en la playa. Una era una alargada pentecontera y la otra un trirreme pintado de azul, con dos ojos enormes en la proa. Sobre las velas de ambos barcos ondeaban sendos gallardetes con la lechuza de Atenea. Apolonia le dio gracias a la diosa, se encomendó de nuevo a su protección y, olvidándose de las heridas y ampollas de sus pies, corrió directamente hacia el trirreme.

Delante de cada nave había grupos de gente que hacían cola para subir a bordo. Ante el trirreme aguardaban unas cuarenta personas entre hombres, mujeres y niños. Traían con ellos ovejas y cabras, mulas y unos cuantos bueyes. Los carromatos habían quedado abandonados junto a la orilla, y las posesiones que cargaban ahora colgaban de grandes cestos de los hombros de los colonos, o hacían equilibrios en aparatosos fardos sobre las cabezas de sus mujeres.

—¿Adónde te crees que vas?

Apolonia, que casi había llegado a la escalerilla del trirreme, se dio la vuelta. Una mujerona con hombros de estibador la miraba con los brazos en jarras.

Apolonia se quedó un instante sin saber qué decir. Se había alegrado tanto al ver las naves que ni por un segundo se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que no hubiera sitio en ellas.

—Venimos huyendo de los persas. Tenemos que darnos prisa, no tardarán en llegar.

—¿Tenemos? ¿Quién eres tú para darnos órdenes? —dijo la mujer. Su marido, un hombrecillo de aspecto tímido, se acercó a ella y le agarró el brazo murmurando algo, pero la mujer se lo sacudió de encima diciendo—. Tú no te metas en esto.

—¿Sois atenienses? —preguntó Apolonia.

—¿Pues de dónde íbamos a ser?

—Entonces tenéis que ayudarnos. ¡Nos lo prometisteis!

—Yo no recuerdo haberte prometido nada, ricura.

Apolonia señaló hacia las columnas de humo negro que se levantaban al este y que la brisa llevaba tierra adentro, hacia el monte.

—Ésa era nuestra ciudad. Los persas la han quemado mientras esperábamos vuestra ayuda. ¡No podéis abandonarnos ahora!

—Pues si no tienes ciudad —intervino otro colono—, ¿qué vienes ahora a reclamar? Apolonia miró en derredor, desesperada. Los demás fugitivos eretrios se habían repartido por las diversas colas, y en todas ellas encontraban el mismo problema.

—¿Qué demonios pasa aquí? Apolonia se volvió hacia la escalerilla que subía junto al codaste. Por ella bajaba un hombre joven y alto, armado con una reluciente coraza cuyo repujado representaba a un león. Lo seguían otro soldado y un marinero que tomaba notas con un punzón en una tablilla de cera.

—Venimos huyendo de los persas —le dijo Apolonia—. ¡Tenéis que ayudarnos!

El ateniense se paró ante ella, con las manos cruzadas a la espalda. Apolonia calculó que no tendría mucho más de veinte años, y sin embargo desprendía un aura de seguridad impropia de alguien tan joven. Tal vez tenía que ver con su atractivo. Poseía unos rasgos perfectos y una figura digna de Apolo, con los hombros anchos y cuadrados, la cintura angosta y las piernas largas y musculosas. Llevaba la barba muy recortada, y el cabello le caía en largas trenzas negras sobre los hombros. Pero la mirada de sus ojos grises era fría como el mar bajo un cielo encapotado.

—¿Sois de Eretria? —preguntó.

—Sí —respondió Apolonia—. Quién sabe si no somos los únicos supervivientes de nuestra ciudad. ¡Sacadnos de aquí, por favor!

—Lo siento, mujer, pero no tenemos sitio.

—Por favor —dijo Apolonia, tendiéndole a la niña en gesto de suplicante—. Señor, seas quien seas, no permitas que caigamos en manos de los persas.

—Me llamo Cimón, hijo de Milcíades —contestó el joven en tono orgulloso, mientras cogía a la niña con desmaña y la examinaba como si fuera un cachorro—. Siento lo de tu ciudad. Pero, como ya te he dicho, no tenemos sitio en los barcos.

Apolonia se volvió señalando a los demás eretrios, que aguardaban expectantes el resultado de aquella negociación.

—Míranos, hijo de Milcíades. Como mucho somos cien personas. ¿Es que no podéis acomodar a quince o veinte pasajeros más por barco? Será muy poco rato. Hasta la otra orilla no hay más de veinte estadios —argumentó, señalando hacia el continente, que parecía a la vez cercano y tan inalcanzable como la morada de los dioses.

Cimón frunció el ceño, pensativo. En ese momento, Mnesiptólema se puso a llorar. En vez de devolvérsela a su madre, el joven la levantó sobre su cabeza y empezó a sacudirla, creyendo tal vez que así la calmaría; pero a la niña no le hacían gracia las alturas, y gritó más fuerte. Mientras tanto, los demás fugitivos eretrios se habían sumado al coro de súplicas y discutían con los colonos. En aquel guirigay, gesticulaban tanto que las manos de unos y otros ya se tocaban, como si en cualquier momento fuera a estallar una pelea, y Apolonia, por más que pedía al joven ateniense que le devolviera a su niña, no conseguía hacerse oír.

Un trompetazo estridente y prolongado resonó en la cubierta del trirreme. Todo el mundo se calló y se quedó mirando hacia la nave de guerra. Por la escalerilla bajaba otro hombre, cubierto con una coraza de lino blanco ribeteada de rojo y reforzada con placas de metal. El oficial se acercó a Cimón y extendió los brazos.

—Deja que coja yo a esa criatura.

El joven le pasó a Nesi. El recién llegado la tomó con soltura y con cierta delicadeza. Algo debió ver la niña en él que la hizo confiar, porque se agarró a su cuello y dejó de llorar.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Cimón.

—Fácil. Teniendo cuatro hijos.

El oficial pasó junto al joven, que se apartó un poco. Antes de dejar a la niña en brazos de su madre, le acarició con un dedo la punta de la nariz y le sonrió. A Apolonia le gustó el detalle. La mayoría de los varones limitaban sus arrumacos a pellizcar con fuerza los mofletes de la cría, como si pensaran que aquello les hacía gracia a ella o a su madre.

Apolonia respiró hondo para controlar su voz y dijo:

—Gracias, señor. ¿Eres tú quien está al mando de estos barcos? El asintió.

—Soy taxiarca de la tribu Leóntide. He venido a evacuar a los colonos de Atenas por orden del colegio de generales.

Aquel hombre, que debía tener entre treinta y cuarenta años, no era tan alto como Cimón, y aunque estaba delgado, tampoco lucía tan buena planta. Pero a Apolonia le agradaron sus rasgos.

Tenía la nariz fina y algo aguileña, los labios carnosos y, sobre todo, unos ojos grandes y oscuros que entre pestañeo y pestañeo parecían absorberlo todo.

—Tenéis que sacarnos de Eubea —dijo Apolonia, tratando de mantener bajo el tono de su voz. Algo le decía que con aquel hombre valían más los razonamientos que los gritos y los llantos—. Si nos dejáis aquí, caeremos en manos de los bárbaros, y nos matarán o nos convertirán en esclavas.

El taxiarca parpadeó por fin, con cierta languidez. La joven intuyó que bajo ese rostro y esos ojos convivían a la vez un intelecto frío y una apasionada sensualidad. Estaba tan cerca de ella que le llegó el olor de su perfume, una mezcla sutil en la que se percibía una pizca de mirra y también de azafrán. Sintió que el ombligo se le encogía y se dio cuenta de que, por primera vez en muchas horas, no era de miedo.

Por Hera, ¿qué estoy pensando?, se reprochó. Su marido debía de estar muerto ya; y ella, mientras, se atrevía a mantener la mirada de aquel hombre.

—No os quedaréis aquí. —El taxiarca se volvió hacia el marinero que llevaba la tablilla y el punzón—. Por favor, Grilo, intenta encontrar sitio a esta gente cuanto antes. Esa polvareda de ahí está cada vez más cerca.

—¿Cómo vamos a entrar todos en los barcos? —se quejó la mujer de los hombros anchos—. Tú mismo nos dijiste que el sitio estaba justo.

—Muy sencillo —repuso el taxiarca, sin perder la calma—. Todos los animales se quedan aquí.

—¿Cómo? —dijo el marido con voz quejumbrosa—. ¡Si dejo aquí mis bueyes, dejaré de ser un hoplita y volveré a ser un mísero jornalero de la cuarta clase! Una chispa de furia brilló en los ojos del taxiarca, pero la dominó enseguida y contestó con voz calmada.

—Así funciona la voluntad de los dioses, amigo.

Los demás colonos empezaron a protestar y amenazaron al oficial con denunciarlo en cuanto llegaran a Atenas si les privaba de sus posesiones. Él frunció el ceño; era evidente que le preocupaba que lo llevaran a juicio.

—Podemos pagar por esos bueyes —dijo Apolonia—. ¡Traemos dinero!

—No es buena idea decirlo, señora —susurró Arges.

—Nadie os lo robará —dijo el taxiarca, que debía de tener un oído muy fino—. ¿Lo habéis escuchado? —preguntó, dirigiéndose a los clerucos—. Se os pagará por vuestras bestias. Cuando lleguéis a Atenas podréis comprar otras, y os quedará la satisfacción de no haber abandonado a estas personas en la adversidad.

La mujer, que llevaba la voz cantante de todo el grupo, pidió cincuenta dracmas por cada buey.

El taxiarca le contestó que tendrían que conformarse con treinta y cinco, que era el precio que se estaba pagando en el Ática, y de ahí para abajo con los demás animales. La mujer juró y maldijo, pero él sacudió la cabeza, imperturbable.

Apolonia oyó cascos de caballo a su espalda y se volvió alarmada. Pero no eran los bárbaros, sino dos exploradores griegos montados.

—¡Se acerca un escuadrón de jinetes persas, Temístocles! —gritó uno de los jinetes.

—¿Cuántos son? —¡Más de cincuenta y menos de cien! ¡Temístocles! A Apolonia se le aceleró más el corazón al darse cuenta de que aquel hombre era el próxeno de su esposo, y de que Atenea había sabido guiar sus pasos hasta él.

Temístocles se volvió hacia el ecónomo de su trirreme y le ordenó que acelerara el embarque.

—Haz que suba todo el mundo ahora mismo, Grilo. Ya se aclararán las cuentas luego.

—Tenemos hombres suficientes para hacer frente a los persas —protestó Cimón.

—Y poco tiempo para desplegarlos en formación. Es mucho más práctico poner agua de por medio. Vamos, mi joven león —dijo el taxiarca, apretándole el brazo—. Tendrás muchos días para combatir.

A Apolonia y sus criados les tocó en suerte embarcar en el trirreme. La cubierta, dos largas plataformas montadas sobre el pescante donde bogaba la última bancada de remeros, estaba atestada. Los pasajeros tenían que sentarse y agarrarse como bien podían, pues no había bordas, los rociones de agua habían dejado la madera resbaladiza y cualquier bandazo podía dar con sus huesos en el mar. A los refugiados eretrios los hicieron bajar a la sentina, donde normalmente estaban los bancos de las dos filas inferiores de remeros; ahora los habían desmantelado para hacer sitio. De allí abajo subía una mezcla de hedores: agua estancada, sudor revenido, orines, la grasa de oveja que usaban para lubricar los remos e impermeabilizar las correas de los toletes. A Apolonia se le revolvió el estómago.

—Huele mal, mamá —se quejó Mnesiptólema, tapándose la nariz.

Por demorar la bajada a la bodega, Apolonia aprovechó que el taxiarca pasaba a su lado y le dijo:

—¿Eres el Temístocles que yo creo, el hijo de Neocles?

—Sí. ¿Por qué?

—Yo soy la esposa de Jasón, hijo de Euforbo.

Temístocles abrió los ojos un instante, sorprendido. Pero enseguida reaccionó.

—¿Dónde está tu marido, Apolonia? A ella le halagó que Temístocles supiera su nombre. Sin duda, Jasón le había hablado de ella.

—Ha formado con los demás ciudadanos para frenar a los persas y ganar tiempo.

Temístocles bajó la cabeza y se mordió los labios; pero enseguida volvió a mirar a Apolonia a los ojos.

—Jasón ha sido un valiente. No hay nada más honroso que entregar la vida por los tuyos.

—¿Quieres decir que…? El ateniense, con un gesto de tristeza, señaló tierra adentro. La nube de polvo había tomado ya forma, para convertirse en una tropa a caballo que cabalgaba hacia la bahía entre gritos y relinchos.

Jasón, Amonio y los demás hoplitas habían retenido a los persas el tiempo justo para que sus familias embarcaran.

Bendita Atenea, que su muerte haya sido rápida, rogó Apolonia, tratando de espantar las imágenes de prisioneros torturados que le acudían a la cabeza.

La pentecontera ya estaba alejándose de la orilla, y los barcos de transporte habían levado anclas.

Sólo quedaba varado el trirreme. Entre unos cuantos marineros lo empujaron con palancas hasta desembarrancar la popa, y después treparon a bordo agarrándose a unos cabos con nudos. El jefe de boga dio una orden, y los remeros clavaron las palas. La nave, que normalmente llevaba el triple de dotación, se movió entre crujidos perezosos, pero, poco a poco, se separó de la orilla.

A Apolonia se le empañaron los ojos pensando en su casa, en su ciudad quemada, en las tumbas de sus padres. En Jasón, al que ni siquiera podría enterrar. Todo quedaba atrás, perdido en aquella isla. Pero apretó con más fuerza a su hija y se dispuso a bajar a la sentina con los demás.

—No —le dijo Temístocles—. Quédate aquí en la cubierta. A partir de ahora tú y los tuyos estáis bajo mi protección.

—Gracias, señor.

—No me llames así, te lo ruego. Tu esposo era un buen amigo. Te prometo que no os faltará de nada, Apolonia, y cuando llegue el momento le daré una dote a tu hija como habría hecho su padre.

Al ver que Temístocles acariciaba los rizos de Nesi, Apolonia se dejó llevar por un impulso, le tomó la mano y se la besó. Los dedos de Temístocles eran largos y finos, y olían a aceite de almendra. Le sorprendió notar que tenía callos en la palma de la mano, pues no parecía hombre que necesitara trabajar para ganarse el pan.

—Te llevarás bien con Arquipa, mi esposa —añadió Temístocles, algo turbado por el gesto de la joven.

Aquellas palabras cayeron como agua fría sobre Apolonia. Así que tenía esposa. Claro, había dicho antes que tenía cuatro hijos. ¿Cómo puedes pensar en eso ahora?, se reprochó. Pero otra voz interior le dijo que no hacía tan mal. Acababa de quedar viuda. Desde hacía años era huérfana y no tenía hermanos; y de haberlos tenido, seguro que ahora estarían muertos o en poder de los persas.

¿Quién podía echarle en cara que buscara un protector legal para ella y su hija?

Un protector legal, sí. Un compañero de cama, no, le canturreó una tercera vocecilla.

Arges, que se había quedado con ella en la popa, le preguntó al taxiarca:

—¿Por qué no vinisteis a ayudarnos? Hemos estado esperando hasta el último momento refuerzos de Atenas.

Apolonia temió que Temístocles respondiera con algún exabrupto al esclavo que se atrevía a dirigirse a él con tanto descaro. Pero el taxiarca miró a Arges a la cara y, sin parpadear ni alterar el tono, le respondió:

—Ya lo he dicho antes. Ha sido decisión del colegio de los generales, a sugerencia de Milcíades, el padre de Cimón. —Temístocles señaló hacia el apuesto joven, que estaba en la proa hablando con otro soldado. Después se volvió hacia Apolonia y añadió—. Siento mucho lo que ha pasado en tu ciudad. Pero ahora tengo que luchar para que no ocurra lo mismo con la mía.

Los persas habían llegado ya a la playa, y la mayoría frenaron sus monturas al borde del agua.

Pero uno de ellos, que montaba un enorme corcel negro cargado de metal, hizo que su animal entrara en el agua hasta los jarretes, sacó una flecha del carcaj que colgaba a un flanco del caballo y tensó el arco.

—Lleva una máscara —musitó Temístocles.

Apolonia no alcanzaba a ver tanto, pero sí había notado un brillo extraño en el rostro del jinete, como si estuviera pintado de oro. El persa soltó la cuerda y el proyectil silbó en el aire. Apolonia y Arges se agazaparon tras la popa, mientras los demás tripulantes, incluido el piloto, se agachaban como podían. El único que no se movió fue Temístocles. Sólo cuando oyó el sordo impacto de la flecha en la madera, Apolonia dejó a Nesi en brazos de su esclavo y se atrevió a asomarse.

El ateniense seguía apoyado en el borde del codaste. Entre ambas manos se había clavado una flecha. La pluma negra de su astil aún vibraba.

—Nos volveremos a ver, persa —dijo Temístocles, con la vista fija en la orilla—. No a tiro de arco, sino de lanza.

En otra persona aquellas palabras le habrían parecido jactancia, pero Apolonia pensó que si Temístocles lo había dicho, su amenaza se cumpliría. Con este hombre mi hija estará segura, se dijo.

Lo siguiente no lo pensó, sino que lo sintió en el vientre, y se escandalizó de ello. Pues si su vientre hubiera podido hablar, le habría dicho algo así como: Y los hijos que tendrás con él también estarán seguros.