Maratón, 13 de septiembre
Los espartanos habían llegado a Maratón el día después de la batalla, al anochecer. Para entonces la flota persa era sólo un recuerdo. Al ver a miles de hombres desplegados entre la playa de Falero y la ciudad, los enemigos, que desde sus barcos no podían saber hasta qué punto estaban agotados los hoplitas atenienses, habían decidido volver las proas de sus barcos hacia el este, de regreso a Asia.
Las sospechas de Temístocles sobre la situación de Esparta se confirmaron cuando vio el contingente que traía consigo el rey Leónidas. Sin duda estaban librando una guerra contra los ilotas de Mesenia, pues sólo se presentó un ejército de dos mil hoplitas. De ellos, quinientos eran espartiatas de pura cepa, y los demás, aliados periecos. Cualquiera podía comprender que dos mil hombres no habrían supuesto un refuerzo decisivo para enfrentarse al ejército persa si éste hubiera combatido con todos sus contingentes y si la caballería al completo hubiese participado en la batalla.
A pesar de todo, los atenienses recibieron bien a los espartanos, permitieron que acamparan en el Cinosarges y los agasajaron esa noche sacrificando abundantes ovejas y cabritos, e incluso veinte terneros. La euforia era grande en Atenas. Sólo ahora empezaban a captar en toda su magnitud el auténtico peligro que habían corrido, y comprendían que su ciudad había estado en un tris de ser arrasada hasta los cimientos y que, a estas alturas, ellos podrían haber sido esclavos camino de Asia.
Estaban tan contentos de haber sobrevivido a aquella terrible prueba que no les echaron en cara a los espartanos su retraso ni lo menguado de las tropas que habían enviado.
Al día siguiente, el rey Leónidas y muchos de sus hombres quisieron visitar el campo de batalla.
Sentían curiosidad por ver a esos bárbaros a los que hasta entonces sólo conocían de oídas.
Temístocles se sintió obligado a marchar con los espartanos, pues entre ellos estaba Pausanias, que era su próxeno en Lacedemonia y, además, sobrino de Leónidas.
Esta vez recorrieron el camino más corto. A mediodía Temístocles se hallaba de nuevo en la llanura de Maratón. Allí seguía habiendo mucha gente, pues aún quedaban abundantes cadáveres persas que recoger y expoliar. Los enemigos muertos eran tantos que los atenienses habían decidido repartir a plazos el sacrificio prometido por el difunto Calímaco y ofrecer cada año cien cabras a Ártemis. Aun así, Temístocles calculaba que mucho después de que él estuviese muerto todavía seguirían sacrificando cabras a la diosa en honor de Maratón.
Aunque aquel día la brisa del mar soplaba con cierta fuerza y se llevaba los hedores tierra adentro, olía a sangre coagulada, a intestinos abiertos y a carne que ya empezaba a corromperse bajo el sol. Unos cuantos buitres sobrevolaban en círculo el campo, temerosos de la presencia de los atenienses que rondaban entre los muertos. Los cuervos, menos tímidos, picoteaban los cuerpos, buscando las partes más apetitosas hasta que alguien se acercaba a espantarlos con un palo o les lanzaba una piedra certera. La alegre algarabía de sus graznidos tenía al menos la virtud de acallar un poco el incesante zumbido de los insectos. Con tanta carne muerta, las moscardas revolaban de un lado a otro, indecisas de cuál sería el mejor lugar para depositar sus larvas.
Temístocles examinó el lugar donde había combatido su tribu. Lo recordaba perfectamente.
Hasta pudo señalar el punto donde habían detenido la carga del escuadrón de caballería. Unos metros más adelante se levantaba una gran pila de cadáveres. Allí estaban los arshtika, de los que tanto se enorgullecía Sicino. Yacían en el polvo con sus caftanes y sus pantalones azules, abrazados unos a otros en las indignas posturas del azar y la muerte, entre los restos de sus escudos astillados y agujereados. También había entre ellos cadáveres vestidos de rojo, arqueros de los flancos que habían llegado al centro del campo de batalla huyendo de la maniobra envolvente griega.
En algunos lugares los muertos se apilaban en montones de tres y hasta cuatro cuerpos de altura.
Mientras Temístocles, Leónidas y Pausanias recorrían el lugar, vieron cómo unos ciudadanos pobres derrumbaban a patadas uno de esos montones, buscando oro. Debajo de los demás cuerpos había un lancero muy joven, casi imberbe, que movió débilmente un brazo y quiso decir algo.
Temístocles hizo ademán de acercarse a él, pero uno de los saqueadores fue más rápido y rebanó la garganta del persa con un cuchillo. Después le arrancó los pendientes de oro de sendos tirones, rasgándole los lóbulos, mientras el persa aún gorgoteaba.
—Como no te los metas en el culo —dijo uno de sus compañeros—. Arístides te los va a encontrar.
—Y aunque te los metas en el culo —contestó otro—. ¡Seguro que es donde más le gusta mirar! Luego se dieron cuenta de que Temístocles estaba cerca con dos espartanos y se callaron. El que había rematado al persa, con gesto culpable, metió los pendientes en la cesta de mimbre donde estaban guardando todos los despojos.
—No es themis —dijo Temístocles, meneando la cabeza y utilizando la primera palabra que componía su nombre, «justicia divina»—. Si alguien resiste dos días aplastado por los cadáveres de otros hombres, es porque los dioses quieren que viva —añadió, pensando en cómo Sicino había sobrevivido al hundimiento de la mina de plata.
Algunos persas se habían asfixiado entre la aglomeración de cuerpos y ni siquiera habían tenido espacio para caer al suelo, por lo que sus cadáveres aguantaban de pie como postes hasta que los esclavos retiraban los cuerpos que los apuntalaban.
Aunque los caídos hubiesen tenido deudos en aquel campo donde reinaba la muerte, les habría resultado difícil reconocerlos, pues la mayoría presentaban horribles heridas en la cara. Y era allí, además, donde los cuervos y los perros vagabundos que se colaban entre los cadáveres concentraban sus picotazos y sus bocados.
—Esta matanza no es normal —comentó Leónidas.
Llevaba agarrado a Temístocles del brazo, en un gesto familiar, pues los dos habían simpatizado desde que se conocieron en Esparta un par de años antes. El rey le recordaba un poco a Milcíades por lo espeso de su barba y lo acusado de sus rasgos. No era tan alto como él, pero a cambio tenía los hombros más cuadrados. También sonreía más, y con una sonrisa cordial, no feroz como la de Milcíades.
—¿Qué quieres decir?
—He visto ya muchas batallas. Cuando derrotamos al enemigo. —Temístocles tradujo mentalmente: O sea, siempre—, éste suele perder diez hombres de cada cien, quince. A veces veinte, si no consigue huir lo bastante rápido. Pero aquí habéis exterminado batallones enteros.
—Es porque no les dejamos escapatoria —respondió Temístocles.
—Explícame.
Temístocles le describió con frialdad y concisión cómo había sido la batalla. Cuando terminó, Leónidas entrecerró los ojos y frunció los labios.
—Vaya. Así que el plan fue tuyo, hijo de Neocles.
—Yo no he dicho eso.
Pausanias soltó una carcajada. Era más alto que Leónidas, y también un poco más que Temístocles. Tenía unos treinta años y no se parecía en nada a su tío. Su piel era más clara y sus ojos muy azules, y tenía unas largas trenzas pajizas y hebras casi rojas en la barba.
—Sólo el padre de una táctica puede hablar de ella con tanta precisión —dijo Pausanias—. Te felicito por tu audacia. Sin duda, los generales te habrán otorgado el premio al valor.
Temístocles sonrió con amargura.
—Los eupátridas sólo se galardonan entre ellos. Han concedido una corona a Milcíades por su inteligencia y otra a Arístides por su valor al aguantar lo más duro de la ofensiva enemiga. —Se encogió de hombros—. Y eso que él no tuvo que resistir una carga de caballería.
—¿Por qué no cuentas la verdad? —dijo Pausanias.
—Ahora ya es inútil. Todos pensarían que es jactancia.
—Tienes razón —intervino Leónidas—. Todo el mundo en tu ciudad canta las alabanzas de Milcíades y es tarde para hacerlos cambiar de opinión. Pero consuélate pensando que los dioses saben la verdad.
—¿A ti te consolaría?
El rey se lo pensó un instante, se encogió de hombros y contestó:
—Sí.
—Entonces somos muy distintos. —Temístocles se mordió los labios, y luego decidió hablar. Prefería desahogarse delante de ese hombre al que acababa de conocer, y callarse delante de sus compatriotas—. Yo siempre he querido hacer algo grande y dejar mi fama para la posteridad, aunque muera en el empeño. Es mi naturaleza, Leónidas. Nací así, y no puedo evitarlo.
—Tienes razón. Somos distintos. —El rey espartano sonrió—. Mi intención, si puedo, es morir en mi parcela, cavando mis viñas, criando perros de caza y rodeado de mis nietos.
—Ah, pero ¿tienes viñas?
Leónidas soltó una carcajada y apretó el hombro de Temístocles. Tenía los dedos duros como ramas de tejo.
—¿Qué creías, que los espartanos sólo nos dedicamos a la guerra? Tiempo hay para todo, mi querido Temístocles. —Leónidas suspiró—. Con gusto le dejaría toda la gloria a aquellos que la ambicionan, como mi difunto hermano Cleómenes. O aquí mi sobrino —añadió, señalando a Pausanias—. Pero… En fin, las Moiras han querido que la carga me correspondiera a mí.
Temístocles pensó que ese hombre era sincero, mas no del todo. Lo que le faltaba de ambición le sobraba de autoridad. Había observado cómo mandaba a los dos mil lacedemonios que venían con él. Bastaba con que pronunciara un monosílabo a media voz para que sus órdenes se cumplieran sin rechistar. Pensó que si Zeus se hiciera hombre, se parecería a Leónidas.
Y no olvidaba que, aunque hablara de nietos y de cultivar viñedos, era un espartano. Un hombre que se había iniciado de adulto matando a otra persona a sangre fría.
—Mirad aquí —dijo Pausanias, agachándose.
Bajo el cuerpo de un persa asomaba un pomo adornado con un grueso topacio. Pausanias tiró del arma con cuidado para sacarla de debajo del cadáver. Era un sable de casi un metro de largo.
Mientras lo examinaba, al espartano se le dilataron las pupilas como si fuera un escultor contemplando los frisos del Hecatompedón.
—Tiene una mella muy pequeña aquí —comentó, acercándose el filo a los ojos.
—Se la hizo al arrancar la punta de una lanza —dijo Temístocles, que había reconocido la espada.
—¿Por qué lo sabes?
—Porque esa lanza era mía.
—Vaya —se interesó Leónidas—. ¿Qué sucedió luego?
—Logré hincarle las astillas de la lanza al caballo, y el jinete tuvo que retirarse. —Temístocles resopló—. Fue un momento bastante delicado.
—Es lo malo de la caballería —dijo Leónidas—. Montura y jinete son dos criaturas a las que se puede herir y matar. Con inutilizar a una de las dos basta. Yo prefiero a un hoplita con los pies bien clavados en el suelo.
—Por lo que cuentas, esta arma te pertenece —dijo Pausanias, pasándole el sable a Temístocles.
—Gracias —respondió Temístocles.
Examinó el arma. La empuñadura era de madera, decorada con un fino labrado que representaba escenas de caza. Aparte de la mella, la hoja estaba muy afilada, y cuando le limpiara el polvo con aceite brillaría como un espejo.
Pausanias recogió ahora una flecha persa.
—Es muy ligera —dijo, sopesándola. La punta de hierro de tres filos no medía mucho más que la falange de un pulgar, y la varilla era de caña, no de madera—. No me extraña que lleguen más lejos incluso que los arqueros cretenses. Pero no creo que estas flechas puedan perforar un buen escudo de roble. No son para tanto.
—No subestimes la victoria de los atenienses, sobrino —dijo Leónidas—. Hay que felicitarlos.
Nunca antes un ejército griego había derrotado a otro persa.
—Nunca hasta ahora los persas se han enfrentado a los espartanos. Leónidas sonrió por la fanfarronería de su sobrino y se volvió hacia Temístocles.
—De todos modos, lo que habéis conseguido es increíble. Resulta curioso que mientras os gobernaron nobles y tiranos nunca hicisteis nada de relumbre, y ahora que el pueblo tiene tanto poder, habéis alcanzado la victoria más grande de todas. No sé —añadió, acariciándose la barba—. Es como para pensárselo.
¿Un rey espartano… democrático?, se dijo Temístocles, pero no se atrevió a expresar su pensamiento en voz alta.
—Por supuesto, habéis tenido suerte. Mucha suerte. Sin ella nunca se puede vencer. Os las habéis arreglado para llegar hasta ellos cuerpo a cuerpo, la única manera en que una falange de hoplitas podría derrotarlos. —Leónidas chasqueó la lengua—. Pero tengo la impresión de que, cuando llegue el momento de la verdad, se necesitarán más armas que la infantería pesada para vencerlos.
—¿Tú también crees que los persas volverán?
—No lo creo. Lo sé, mi querido Temístocles.
—¿Por qué?
—Si lo que le habéis hecho al rey de Persia me lo hubierais hecho a mí, yo no descansaría hasta arrasar vuestra ciudad. No por odio. Admiro el valor. Pero no podría dejar que siguiera existiendo en el mundo una ciudad que me hubiera humillado. Si yo fuese Darío, ¿sabes lo que haría?
—No.
—Le ordenaría a un secretario que cada mañana, al despertar, lo primero que me dijera fuese: «Majestad, no te olvides de los atenienses». Después me tomaría mi tiempo para preparar una expedición contra vosotros y traería el doble de hombres. Así no volveríais a rodearme.
Leónidas apretó ambas manos a Temístocles y añadió:
—Mi buen amigo, aún tendrás ocasión de hacer algo grande. Ahora bien, si el Gran Rey es la persona que sospecho que es, tendrás que hacer algo mucho más grande que lo de Maratón para salvar a tu ciudad.