Maratón, 9 de septiembre
Campamento Griego
Por fin había llegado el plenilunio. Pese al voto de guardar el secreto, durante aquellos cuatro días habían corrido rumores por el campamento. Algunos eran fantasías infundadas, pero otros se acercaban más al blanco. Era muy posible que algún esclavo hubiese oído retazos de la conversación en la tienda, pero Temístocles sospechaba más bien de la indiscreción de los generales y taxiarcas que habían oído el mensaje de Fidípides. El caso era que, cuando aquella noche la luna llena se levantó sobre la Cola de Perro que cerraba la bahía y su faz rojiza se reflejó en el mar, por el campamento ateniense corrió un susurro que era casi un suspiro de alivio.
Pero los espartanos aún tardarán tres días en aparecer, se dijo Temístocles, tendido sobre su petate y contemplando la faz de la luna. Melobio dormía en su propia tienda, e incluso Euforión tenía una, pero él prefería compartir el suelo con sus soldados. Una decisión, como era habitual en él, no exenta de cálculo.
La mayoría de los fuegos se habían apagado y los hombres dormían, aunque todavía se escuchaban aquí y allá cuchicheos nerviosos. Los días de espera estaban deshaciendo los nervios de todo el mundo. Los soldados deseaban y temían la batalla que no acababa de llegar. Se habían producido algunas escaramuzas al borde de la abatida, pero habían quedado más en intercambio de insultos entre destacamentos de jinetes persas y patrullas de defensores atenienses que en otra cosa.
Los hoplitas ya habían empezado a criticar abiertamente a sus jefes o, como decían en la jerga militar, a «rajar» de ellos. En cada ciudadano ateniense había un general o taxiarca en potencia.
Algunos que ahora servían en las filas como simples soldados habían disfrutado de mando en años anteriores, y eran los que asaetaban a los jefes actuales con los reproches más duros. Todo el mundo parecía saber lo que había que hacer para salir del punto muerto en el que se habían estancado griegos y persas. El problema era que nadie coincidía en la solución: atacar de frente, dar un rodeo por los montes que cerraban el norte de la llanura y sorprender a los persas desde el pantano —lo que no explicaban era cómo pensaban cruzarlo sin hundirse en el lodo con treinta kilos de armas a cuestas—, o retirarse a la ciudad y atrincherarse tras la muralla. También estaban los derrotistas que proponían pactar con los persas pagándoles una indemnización y entregándoles a los políticos y generales si era preciso. Pero ésos se cuidaban mucho de comentarlo en voz alta, porque Milcíades ya se había ocupado de apalearle las costillas a todo el que sugiriese tan siquiera un sinónimo de rendición.
La incomodidad del campamento no contribuía a mejorar los ánimos. Algunos hombres tenían tiendas de campaña y otros se habían alojado en las casas del cercano demo de Maratón. Pero la mayoría llevaban varias noches durmiendo al raso, y se quejaban del relente, y también de las piedras y las raíces que se les clavaban en los riñones. Allí había hombres de hasta cincuenta años, y algunos más mayores, que cuando se levantaban por las mañanas daban a los demás un recital de toses, esputos, gruñidos y rechinar de articulaciones, y mientras lo hacían se acordaban de todos los ancestros de los generales. Para colmo, dos noches antes había caído un aguacero que los caló a todos, empapó la leña para cocinar y durante un día entero convirtió el campamento en un barrizal.
Los únicos que seguían manteniendo el humor del primer día eran los acarnienses. Cada vez que Temístocles se acercaba al batallón de la tribu Enea para hablar con Milcíades solía entretenerse un rato en el sector de Acarnas, y ellos le invitaban a beber vino y a comer salchichas asadas, de las que tenían una provisión al parecer inagotable.
Aquella noche, al salir la luna, los más jóvenes de ellos habían tomado sus escudos y sus lanzas, se habían encasquetado los yelmos y habían bailado la danza pírrica en honor de Ártemis. Al ver cómo saltaban alanceando el aire, aporreaban los escudos y proferían sus gritos guturales de guerra, a Temístocles le subió un poco la moral. Aquellos muchachos no eran profesionales como los espartanos, pero sabían manejar las armas y disfrutaban haciéndolo.
—¿Por qué no atacamos ya a los persas? —le habían preguntado después, terminada ya su exhibición.
—Lo haremos cuando lleguen los espartanos —respondió él.
—¿Para qué? ¿Para que se lleven toda la gloria ellos, y los demás griegos piensen que somos unos gallinas que necesitan la ayuda de los lacedemonios para liberar su propia tierra? —dijo uno de ellos, un mozo rubio que durante la danza había saltado más alto que ningún otro.
Temístocles se quedó pensativo. En el sueño de la gran Atenas que había heredado de Clístenes no cabía compartir la gloria con Esparta. Mucho menos cedérsela del todo.
—En eso tienes razón, Mimnermo, pero no conviene apresurarse —respondió.
Uno de los compañeros del aludido le palmeó la espalda y susurró:
—¡Se sabe tu nombre!
—Si conseguimos llegar al cuerpo a cuerpo con ellos, podemos aplastarlos —insistió Mimnermo, despachurrando una salchicha entre sus dedos para demostrarlo.
—Estoy seguro de ello. Pero tú lo has dicho bien: Si conseguimos llegar. El problema son sus flechas. Por cada uno de nosotros hay tres persas. Todos, hasta los lanceros, tienen arcos, y saben dispararlos a tal velocidad que antes de que la primera flecha llegue a su blanco, la segunda ya vuela por el aire y la tercera está lista en la cuerda.
—Dicen que son capaces de acertarle a una manzana a un estadio de distancia —comentó otro soldado.
Algunos abuchearon tamaña exageración. Pero Mimnermo dijo muy serio:
—Entonces tendremos que correr durante un estadio. Es así de sencillo: si vamos el doble de rápido, nos caerán la mitad de flechas.
Temístocles puso un gesto escéptico. ¿Casi doscientos metros cargados con todas las armas?
—Todos hemos entrenado la carrera del hoplitódromo —insistió Mimnermo—. Y son dos estadios y no uno.
—Cierto, mi joven amigo —respondió Temístocles—. Pero el hoplitódromo sólo se corre cargado con el escudo, el yelmo y la lanza. Súmale a eso la coraza, las grebas y la espada. El doble de peso, si es que no me quedo corto.
Con otros soldados no se habría atrevido a expresar tantas pegas en voz alta; pero los acarnienses eran tan bravucones que pintarles la situación tan difícil sólo los enardecía más.
—¡Pues entonces está claro! —intervino otro soldado—. Es el doble de peso, pero la mitad de distancia, así que todo cuadra. Podemos hacerlo.
—Lo tendré en cuenta, Palamedes —respondió Temístocles, acariciándose la barbilla y concibiendo una imagen loca—. Lo tendré en cuenta.
—Y mientras se alejaba de vuelta a su batallón, oyó cómo decían a su espalda: «Pero ¿es que este tío nos conoce a todos?». Y ya que nadie lo veía, se permitió una breve sonrisa de vanidad.
En aquel momento, tumbado junto a los rescoldos de la hoguera, no dejaba de rumiar y darle vueltas a la conversación. Cuándo llegarían los espartanos, cuántos llegarían. ¿Se empeñarían en asumir el mando con su prepotencia habitual? Qué dirían en el resto de Grecia si conseguían derrotar a los persas con su ayuda. Qué mérito le otorgarían a Atenas tras una hipotética victoria. En el caso de los celosos vecinos de Tebas, Corinto, Mégara o Egina, seguro que ninguna.
Supongamos que luchamos solos. La valiente idea de los acarnienses le seducía, pero ¿qué posibilidades tenían de derrotar a los persas? Si corrían bajo aquella granizada de proyectiles, los que sobrevivieran a las flechas llegarían derrengados a la línea de combate, y aún tendrían que enfrentarse cuerpo a cuerpo con veinticinco mil hombres de infantería. Y mientras tanto, ¿qué haría la caballería persa? ¿Cómo podrían evitar que los jinetes los flanquearan, que los atacaran por la retaguardia, que se movieran a sus anchas por el campo de batalla para hostigarlos donde más le conviniera a Datis? En el momento en que sus filas se desordenaran y dejaran de ser una falange compacta, estarían perdidos.
—Deja de pensar tanto —dijo Mnesífilo, que estaba acostado a su lado, envuelto en el mismo manto que le servía para vestir.
—¿Tanto se me nota?
—Tu cerebro hace tanto ruido como los goznes de una puerta vieja. Casi no me dejas oír a los grillos.
Temístocles soltó una carcajada. La luna llena, que había salido casi al mismo tiempo que se ponía el sol, había recorrido ya un cuarto del firmamento y le miraba con su faz burlona. Orión y la brillante Sirio se alzaban en mitad del cielo: era la época en que el poeta Hesíodo recomendaba vendimiar los racimos.
—¿Te has fijado en la cara de la luna? —preguntó Temístocles a su amigo.
—¿La cara de la luna? —Sí, esas manchas grises que se ven en ella.
Mnesífilo suspiró.
—Mis ojos dejaron de distinguirlas hace tiempo. Para mí, la luna es tan sólo un borrón blanco.
—Hay quien dice que la luna es un espejo, y que las manchas grises son el reflejo de las olas del mar en él.
—¿Por qué no la miras con tu dioptra para comprobarlo?
—En realidad ya lo he hecho —reconoció Temístocles—. Y te sorprendería saber qué impresión me dio.
—¿Y qué impresión te dio?
—Que esas manchas eran las sombras de montañas y de valles, y que había mares en la luna. Me pregunto si allá arriba no vivirá gente como nosotros que esté mirándonos ahora y cavilando en qué serán esas manchas que se ven en la cara de Gea.
—Si estuvieran arriba y mirándonos cabeza abajo, ¿no crees que se caerían encima de nosotros?
—Supongo —admitió Temístocles—. Pero si fueran…
—Déjalo ya. Es mejor que no comentes esas cosas en voz alta. A no ser que quieras que te acusen ante un tribunal por impiedad. Las cosas de Artemis es mejor no tocarlas. ¿Por qué no te duermes de una vez? Temístocles suspiró, y se puso las manos detrás de la nuca.
—Siempre me ha costado quedarme dormido. Y cuando lo consigo, duermo a saltos y me despierto varias veces por la noche.
—Pues, entonces, espera a tener mi edad. Yo dormía como un tronco cuando era joven. Recuerdo a veces cerrar los ojos y al momento escuchar el canto del gallo. Pero ahora… ¡Maldita vejez!
—Aún te queda para ser viejo. Como diría tu bisabuelo, estás en tu octavo periodo de siete años, cuando la inteligencia y la lengua todavía son sobresalientes.
—¡Ah, pero Solón no dijo nada del lumbago ni de las rodillas! Mnesífilo no añadió nada más. Pasados unos segundos, Temístocles notó en la respiración de su amigo que había cerrado los ojos, y al cabo de un rato, le oyó roncar, sumándose al coro de los demás soldados que se habían dormido boca arriba o habían abusado del vino.
Él ni siquiera conseguía cerrar los párpados. Lo intentaba, pero tenía que hacer fuerza para mantenerlos pegados, y en cuanto se descuidaba, volvían a abrirse solos.
Pensó que era curioso que, durmiendo tan poco, soñara tanto. No había noche en que no se le presentaran tres o cuatro sueños, aunque la mayoría eran tan absurdos que los desechaba al día siguiente. Había llegado a pensar que se trataba de un don especial de los dioses, o tal vez una maldición. Luego, hablando con más gente, había concluido que simplemente recordaba los sueños de la mitad de la noche porque se despertaba varias veces, mientras que otras personas los olvidaban porque se hundían en las tinieblas de Morfeo hasta el amanecer.
Cerca de él sonó una ramita rota. No eran los rescoldos del fuego, sino una pisada. Se incorporó.
Unos soldados venían caminando entre los durmientes, sorteando sus cuerpos con cuidado de no pisarlos y agachándose para examinarles el rostro a la luz de la luna.
—¿A quién buscáis? —susurró.
—Al taxiarca Temístocles —contestó uno de los soldados. Temístocles se levantó, no sin antes recoger la espada del suelo.
—¿Quién pregunta por él?
—El general Arístides.
—Yo soy Temístocles.
Según el sorteo y el orden que habían establecido cuando llegaron a Maratón, ese día le tocaba el mando a la tribu Antióquide, por lo que Arístides era el general de guardia. Temístocles se ciñó la túnica y se calzó, preguntándose para qué lo querría su viejo rival. Miró a Sicino, tumbado al otro lado de la hoguera, y pensó en despertarlo. Pero el persa tenía el sueño muy profundo. Iba a tardar un buen rato en espabilarlo, y tenía prisa por saber qué quería Arístides.
—Os acompaño.
Los soldados lo guiaron hasta el bosquecillo de olivos, y de ahí a la playa. Temístocles agradeció alejarse de los olores del ejército. Llevaban allí demasiados días, rodeados de burros, cabras, ovejas y algún que otro cerdo, y no todos los soldados aprovechaban la cercanía del mar para lavarse, de modo que el campamento entero hedía como los establos de Augías.
Arístides estaba en la playa, con los brazos entrelazados a la espalda, un gesto muy típico de él, mirando al mar mientras dejaba que la espuma le acariciara los pies descalzos. Temístocles hizo crujir la arena bajo sus pies a propósito, pero Arístides no se molestó en darse la vuelta. Cuando llegó a su lado, imitó el gesto del eupátrida y contempló el reflejo de la luna llena sobre las aguas oscuras.
—Una noche espléndida.
Por fin, Arístides se dignó reparar en su presencia. Bajo el claro de luna, su cabello rubio parecía de plata. Seguía siendo más alto que Temístocles, pero con la edad sus estaturas se habían igualado un poco y ahora sólo le sacaba media cuarta; no tanto como para intimidarlo.
Qué tontería, se dijo Temístocles. No se había dejado intimidar por Arístides ni cuando estaban en la escuela de Fénix y le aventajaba en una cabeza. O eso quería creer.
—Estás aquí.
—Salta a la vista. No soy ninguna aparición. ¿Para qué me has llamado?
—Alguien ha venido a buscarte.
—Tus hombres. Eso es evidente.
—Alguien del campamento persa.
A su pesar, el interés de Temístocles se avivó.
—¿Quién?
—Espero que me lo digas tú.
—Será difícil, puesto que lo ignoro.
—¿Qué oscuro espionaje te traes entre manos, Temístocles?
—No seas ridículo, Arístides. ¿De qué espionaje hablas? No puedo decirles nada a los persas que no sepan ya. Nuestra organización es bien conocida, y nuestras tácticas también. De hecho, no tenemos más que una táctica —añadió en tono mordaz—. Ponernos todos en fila, abatir las lanzas, cantar el peán y embestir de frente contra los enemigos. ¿Temes que les revele eso? Arístides chasqueó la lengua. Se jactaba de ser ecuánime, y a Temístocles le constaba que él mismo se había puesto el sobrenombre de Justo por el que era conocido. Pero no le gustaban las intrigas, porque no era hábil manejándolas. Cuando veía alguna maniobra complicada siempre sospechaba de traiciones y motivos inconfesables.
Te conozco como si te hubiera parido, pensó Temístocles al leer las dudas en su rostro. Pero tenía un problema con Arístides. Al discutir con otras personas sabía morderse la lengua, fingir amabilidad, incluso cargar las culpas sobre sí mismo, si eso le reportaba algún beneficio. En cambio, Arístides tenía algo, acaso su arrogancia casi olímpica, que le hacía perder su control habitual y abusar del sarcasmo.
—Sabes que hay cierta información que hemos jurado no revelar —dijo Arístides, mirando de reojo a los soldados que aguardaban a unos pasos de ellos.
—Y ese juramento sigue en pie. Mira —mintió Temístocles—, estaba durmiendo plácidamente cuando tus soldados me han despertado. No estoy tan impaciente como crees por acudir a una cita con el enemigo que bien podría ser una trampa. Pero piensa una cosa. ¿No crees que existe la posibilidad de que sea yo quien obtenga una información valiosa de los persas en vez de brindársela a ellos? Arístides vaciló. Temístocles comprendía la lucha que libraba en su interior. Por una parte, él, su gran rival, había dicho: «Que sea yo quien obtenga». Por otro, el Justo no podía desperdiciar la posibilidad de conseguir alguna información que pudiera favorecer a la causa griega.
—Está bien. Ve.
Temístocles se disponía a alejarse cuando Arístides lo tomó por el brazo. Sus dedos eran cálidos, casi amables, y su tono le sorprendió.
—Ten cuidado, Temístocles.
Temístocles caminó por la playa, adentrándose en la tierra de nadie que empezaba al este del olivar de Heracles. A unos veinte metros lo aguardaba un hombre. En lugar de quedarse allí a esperar a Temístocles, le hizo una seña para que fuera tras él, se dio la vuelta y echó a andar a buen paso.
El ateniense lo siguió a cierta distancia, escoltado por los tres guardias que le había asignado Arístides. Al cabo de un rato distinguió una sombra en la orilla, que no tardó en convertirse en la silueta de una pequeña embarcación. Conforme se acercaron, Temístocles vio que se trataba de una falúa con la proa varada en la arena y la vela recogida sobre el mástil. Tenía ocho remos, y los remeros seguían a bordo. En la orilla sólo había un hombre. El guía que había llevado a Temístocles hasta allí se reunió con él y ambos conversaron unos segundos. Después, el hombre que había permanecido junto a la barca se adelantó hacia Temístocles, levantó los brazos y le enseñó las manos abiertas para mostrar que no llevaba armas.
—Quedaos aquí —les dijo Temístocles a los guardias—. No creo que haya peligro.
Temístocles levantó también las manos, aunque llevaba la espada colgada por detrás del cinturón, y se acercó con paso cauteloso. Quien fuera que lo había convocado a ese extraño encuentro, llevaba una larga capa y un casco de hoplita sin penacho. Sin saber muy bien por qué, Temístocles se sintió decepcionado al comprobar que no era un soldado persa, sino jonio.
Al acercarse a él, Temístocles captó un aroma agradable y muy intenso. Pero cuando aspiró para volver a olerlo y decidir qué era, el perfume había desaparecido, y pensó que su olfato tal vez lo había engañado.
—Ya estoy aquí. ¿Qué se supone…? El hoplita le indicó que guardara silencio y le hizo una seña para que lo siguiera. Se alejaron de la orilla, atravesaron unos arbustos y subieron una cuestecilla de grava que llevaba a una pequeña arboleda, no más de diez pinos jóvenes aislados en el llano. Temístocles no dejaba de observar la espalda del otro hombre. Su forma de andar resultaba extrañamente felina y sus pies descalzos apenas hacían crujir la arena ni los guijarros del suelo. Por la soltura con que se movía no parecía llevar coraza, aunque sin duda escondía algún arma bajo la capa. Por si acaso, Temístocles aferró el pomo de su espada y calculó sus posibilidades en una lucha cuerpo a cuerpo. El otro era de su misma estatura, y no se le veía corpulento. Pero, en cualquier caso, no alcanzaba a sospechar por qué un griego del ejército de Datis querría sacarlo de su campamento y llevarlo hasta aquel minúsculo pinar para matarlo.
Por fin, al llegar a la arboleda, el hombre se detuvo. Después se volvió hacia Temístocles, se abrió el manto, le mostró de nuevo las palmas abiertas y le dijo que se acercara. Él lo hizo, intrigado, pensando que el otro querría saludarlo estrechándole la mano. Pero el jonio se aproximó aún más y le agarró por la cintura. De pronto, el olor de antes volvió a impregnar el aire.
—Mira, amigo —dijo Temístocles, apartándose un poco—. No soy de ésos.
Con una carcajada cristalina como el trino de un ruiseñor, el jonio retrocedió un paso y se quitó el yelmo. Al hacerlo, una cascada de cabellos negros cayó sobre sus hombros. Era una mujer. A la luz de la luna le pareció que sus rasgos le resultaban familiares.
—Tínon ouk ei, Themistoklê? (¿De cuáles no eres, Temístocles?) —preguntó, marcando la aspiración de su nombre con un leve jadeo.
Una luz se quiso prender en el cerebro de Temístocles. Pero la mujer agarró sus manos, las puso sobre sus caderas, le acercó el vientre primero y luego el rostro. Tenía unos labios llenos y unos dientes que relucían bajo la luna, y cuando le ofreció su boca Temístocles no supo decir que no.
Cuando terminaron, Temístocles se giró sobre su espalda y se quedó mirando al cielo. Un pájaro, o tal vez un murciélago, pasó volando junto a las ramas del pino bajo el que habían copulado. No había sido cómodo: habían usado de lecho la capa de la mujer, que a duras penas amortiguaba los guijarros y la pinaza del suelo. Pero Temístocles se dio cuenta de que lo necesitaba, de que llevaba tiempo necesitándolo. Arquipa estaba ya en su séptimo mes, y desde que supo que estaba encinta no había querido volver a acostarse con él. No se trataba tan sólo de las molestias del embarazo como otras veces, sino de una frialdad nueva. Temístocles se temía que la llama que al principio de su matrimonio la alimentaba y la impulsaba a hacer el amor constantemente se había apagado ya. Por supuesto, él no se había resignado a pasar todos aquellos meses encallado en dique seco. Pero, aunque había recurrido tres o cuatro veces a la compañía de Criseida, la hermosa y casquivana hetaira de los rizos de oro, sus abrazos no acababan de llenarlo. Tras visitar su casa salía notando un extraño vacío, como si le hubieran dejado probar un delicado manjar para luego sacárselo de la boca.
En cambio, aquella desconocida le había contagiado su pasión, una lujuria húmeda y tibia, desenfrenada, casi violenta. No era extraño que vistiera ropa de hombre, pues tenía la fuerza de un guerrero. Había cabalgado sobre Temístocles como una amazona, y luego, cuando se dejó poseer boca arriba, sus piernas le apretaron los ijares tanto que casi le cortaron la respiración.
Se volvió hacia ella. Parecía joven, no debía tener mucho más de veinte años. Ahora había cerrado los ojos y sonreía con una deliciosa expresión de paz, así que Temístocles pudo contemplarla a placer. Su cuerpo poseía la suavidad de la piel femenina, pero era más atlético.
Mientras ella se movía encima, él había recorrido su espalda con los dedos siguiendo el curso de la columna, fascinado por el surco que se marcaba en el centro al acercarse a los riñones y las nalgas.
Se preguntó si no sería de Esparta, pues las espartanas tenían fama de hacer gimnasia desnudas al aire libre, como los hombres.
Abrió la palma de la mano y la pasó por encima de sus pechos, rozándolos apenas. Eran más bien pequeños y se veían algo separados, como si alguien hubiera rellenado de carne suave y tibia los pectorales de un efebo. Bajo su mano, los pezones se endurecieron como uvas agraces.
—Tienes callos en las palmas —dijo ella, sin abrir los ojos.
—¿Te molestan?
—Nooo… —respondió la mujer, con un ronroneo.
—Es el remo. Soy hombre de mar.
—Lo sé.
—¿Lo sabes? Ella se volvió, se incorporó sobre un codo y le miró a los ojos.
—¿Sabes que de niña estaba enamorada de ti, primo? Aquel aroma huidizo volvió a su nariz, y con él la lucecilla que quería encenderse. Temístocles le apartó los cabellos de la cara, la tomó de la barbilla y le giró la cabeza hacia arriba para verla de perfil.
Nunca olvidaba una cara ni un nombre. Pero los rostros cambian con la edad; eso era lo que lo había desorientado. Ahora la recordaba. Ella era Artemisia, hija de Ligdamis, difunto tirano de Halicarnaso, y esposa de Sangodo, el gobernante actual. Ligdamis y Sangodo eran hermanos de su madre Euterpe, así que ella decía la verdad. Eran primos.
Temístocles había estado en Halicarnaso hacía… ¿Cuántos años? ¿Catorce? Era el último viaje en el que había acompañado a su padre, que ya por entonces se hallaba enfermo del mal que le roía el estómago y que lo había llevado a la muerte. Aunque ya sufría pujos y vómitos de sangre, Neocles se había empeñado en cruzar el Egeo y llevar a Temístocles consigo para que conociera a Ligdamis, su cuñado, y entablara relaciones personales que anudaran bien las comerciales.
Artemisia era entonces una niña flaca, con las piernas largas y desgarbadas de un potro recién nacido. Atento como estaba a los tejemanejes políticos y comerciales que se traían entre manos su padre, el tirano de Halicarnaso y los principales magnates de la ciudad, Temístocles no se había fijado demasiado en ella. Pero, ahora que lo recordaba, parecía que esa niña era ubicua. Se la encontraba por doquier, al recorrer un pasillo del palacio, al atravesar un patio o al subir a las almenas de la azotea. Ella siempre le sonreía, bajaba la mirada y se alejaba corriendo.
En algo sí había reparado entonces. Tenía los dientes grandes, pero blancos y muy bien alineados, y unos ojos brillantes y expresivos, de un azul oscuro como las profundas aguas que azotaban el monte Atos.
—Me hacía la encontradiza —confesó Artemisia—. Pero luego me daba vergüenza hablar contigo. Era muy niña.
Pasado el ardor del sexo, empezaban a notar el fresco de la noche. La joven tiró de un extremo de la capa, que habría valido para envolver incluso a Sicino, y los arropó a ambos.
—Pues esa niña se ha convertido en una mujer muy audaz —dijo Temístocles.
—Que se disfraza de hombre —respondió ella con una risita—. ¿Recuerdas al jinete jonio que estaba al lado del persa de la máscara de oro? Era yo. ¿No notaste cómo te miraba?
—No —reconoció Temístocles, y entrecerró los ojos—. Pero… recuerdo que ese oficial llevaba barba. ¿Usas una barba postiza? Ella volvió a reírse, se abrazó a él y le acarició la nariz con la punta de la barbilla.
—Sólo cuando voy a la guerra.
Hablaron de la guerra.
—¿Qué haces con los persas, en vez de quedarte en tu palacio? —le preguntó Temístocles—. No correrías ningún peligro.
—Me gusta el peligro. —Contestó Artemisia.
No quería estar encerrada, ni aunque fuera en la gran fortaleza de Halicarnaso y pudiera asomarse al mar. Lo que quería era oler la sal y la brea, sentir los rociones de espuma en su rostro, el crujir del casco del barco y de las jarcias al tensarse. Y, sobre todo, ansiaba la emoción del combate, lanzarse contra las lineas enemigas empuñando una lanza y cantando el peán.
Temístocles pensó en decirle que ella era demasiado joven para saber qué era la guerra. Por su mente pasaron todos los tópicos que contaban los veteranos a los novatos sobre heridas purulentas, miembros mutilados, intestinos desparramados por el campo de batalla. Pero se dio cuenta de que Artemisia pensaba igual que él, y por un momento se la imaginó a su lado. Los dos juntos sobre la proa de la nave capitana de aquella flota que había soñado tras hablar con Clístenes.
Artemisia, pensó. Sería un buen nombre para esa nave. Ágil, esbelta. De espolón certero como las flechas de la diosa.
—¿Por qué estás con los atenienses? —le preguntó ella de pronto. Temístocles se apartó un poco para verle mejor la cara. La joven parecía hablar en serio.
—¿Qué quieres decir? Yo soy ateniense.
—Sólo la mitad de tu sangre. La otra mitad es caria y jonia, y los carios y los jonios están con Darío. Tú también deberías servir al Gran Rey. Sería lo mejor para ti.
—¿Por qué habría de estar yo con Darío?
—Porque es el rey más poderoso de la tierra y va a arrasar tu ciudad. ¿Te parece una buena razón?
—¿Es que has venido a comprarme, Artemisia? —preguntó él, en tono cauteloso.
En vez de contestar, la joven se dedicó a juguetear con los escasos pelos que crecían en el pecho de Temístocles. El trató de apartarse un poco más, pero Artemisia enredó sus piernas con las de él, se pegó a su vientre y, cuando notó que su miembro respondía, soltó una carcajada.
Temístocles la abrazó y volvió a olerla. Su aroma iba y venía, y por fin comprendió la razón.
Artemisia usaba fragancia de violeta. Un olor intenso que al cabo de unos segundos saturaba la nariz y se dejaba de percibir, para volver al cabo de un rato insinuándose de nuevo. No había perfume más seductor: huidizo e intangible como los rayos de la luna llena que ahora los bañaban.
—He venido a lo que he venido, primo —respondió ella, cuando Temístocles casi se había olvidado de la pregunta—. Y ya lo he conseguido.
—Entonces, si te he dado lo que querías, ¿por qué sigues aquí? —respondió Temístocles, abriendo los brazos como si soltara a un pájaro cautivo.
—Ya no estoy enamorada de ti —dijo ella, mirándole fijamente a los ojos.
Si mentía, pensó Temístocles, lo hacía tan bien como él. Tal vez ambos lo llevaban en la sangre.
—Entonces, ¿por qué te preocupa lo que pueda hacerme tu Gran Rey?
—Sé que eres inteligente. Me da pena que tu talento se desperdicie en una ciudad gobernada por la chusma.
—Gracias a que gobierna lo que tú llamas la chusma, personas como yo, que no son de la nobleza, pueden usar su inteligencia y su talento.
—¿Que tú, el hijo de Euterpe, no eres de la nobleza? ¿Y los soberanos de Halicarnaso qué somos entonces? —preguntó ella, picada.
—Para los atenienses, nada. Mis compatriotas creen que han nacido directamente de la tierra, al principio de los tiempos, y que nunca se han movido del Ática. Para ellos, Atenas es el centro del universo, y todos los que habitan en otros lugares son vulgares advenedizos.
—Atenas no es más que un sucio poblacho. No le llega ni a la suela de los zapatos a Halicarnaso.
Temístocles no se dejó provocar.
—En eso tienes razón. Pero es mi poblacho, y voy a defenderlo de cualquier invasor que me lo quiera arrebatar.
Ella volvió a acariciarle el pecho y sonrió.
—Vuelve a mi campamento conmigo, primo —dijo Artemisia con el tono melindroso de una niña. Temístocles se preguntó si sería verdad que ya no seguía enamorada de él—. Haré que te conviertan en un gran jefe. Al lado de Darío, puedes ser rico y poderoso.
—Soy bastante rico, al menos para las necesidades de un ateniense. Y en cuanto al poder, prefiero conquistarlo por mis propios medios y no subordinarme a otro, por muy Gran Rey que sea.
—¿Prefieres ser cabeza de ratón en vez de cola de león? Me decepcionas. Un primo mío debería ser un hombre con ambiciones de verdad.
—Tal vez el ratón de Atenas no sea tan insignificante. Tal vez pueda darle un buen bocado a la cola del león.
Temístocles se arrepintió al momento de haber dicho eso. Escocido por las palabras de Artemisia, había respondido en tono defensivo y jactancioso a la vez. No merecía la pena. Una de las normas que lo guiaban era que del poder no se alardea; el poder se ejerce, y a ser posible en silencio.
Se separó de la joven y se puso de pie, aunque le costó hacerlo, pues sus muslos y sus pantorrillas eran cálidos y suaves. Artemisia se sentó y se envolvió en el manto. Se había dejado el hombro derecho fuera, de tal manera que se le entreveía el seno, con la punta del pezón recortándose justo en el borde de la sombra. Si Temístocles hubiese poseído talento para la pintura, la habría retratado así, bajo aquella pálida luz. Artemisia, hija de Artemis, la diosa de la luna. Sí, su luz le hacía justicia a la joven.
—Agradezco tu interés, prima —dijo, y se agachó para recoger su túnica.
—Pero te vas.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? No querría que me quitaran mis derechos de ciudadano por desertar.
—¿Por qué tanto interés en ser ciudadano? Datis no lo entendía, y yo tampoco.
—Porque ser ciudadano significa no subordinarse a ningún otro hombre. ¿Es verdad que los súbditos de Darío tienen que prosternarse ante él?
—Claro. Es una muestra de respeto ante el Gran Rey.
—Yo soy ciudadano ateniense. Eso significa que soy libre y que jamás me arrodillaré ante nadie.
—Hay cosas que jamás se pueden asegurar.
Artemisia soltó el manto, se puso de rodillas, agarró las caderas de Temístocles y tomó en la boca lo que antes había acariciado con la mano. Él hizo un esfuerzo digno de un Titán y se apartó.
—A veces quien está de rodillas tiene más poder que quien está de pie —dijo Artemisia, riéndose.
—¿Crees que ésa es una forma de poder? Yo diría que más bien es una servidumbre —respondió Temístocles, mientras se ponía la túnica.
—¿Te he escandalizado, primo? Contéstame a esto. Si una persona puede darle a otra algo que ésta quiere, ¿cuál de las dos tiene más poder y cuál está más sometida a servidumbre? Temístocles comprendió que ella tenía razón. Jamás había hablado así con Arquipa; y, desde luego, a su esposa nunca se le habría ocurrido utilizar su boca como una cortesana o una mujer de Lesbos. Se dio cuenta de que Artemisia cada vez lo excitaba más, y por eso mismo debía apartarse de ella.
—Adiós, prima —dijo, mientras se terminaba de atar el ceñidor y colocar el pliegue de la túnica—. Ha sido agradable reencontrarme contigo.
—Si te empeñas en que luchemos en bandos enfrentados, tal vez la próxima vez no sea tan agradable.
—¿De veras piensas vestirte de hoplita y salir al campo de batalla?
—Si es así, ¿me matarías como hizo Aquiles con Pentesilea? Aunque lo dijo ronroneando y tapándose el pecho con el manto, Temístocles se estremeció.
Pensó que si se daba la remota casualidad de que ambos se encontraran en combate y él vacilaba un instante, ella no dudaría en traspasarlo con su lanza.
—No soy Aquiles, prima. Nunca lo he admirado —dijo en tono sincero. Y usando ese mismo tono añadió una mentira—: Yo jamás te haría daño.
Por fin, se dio la vuelta y se dirigió hacia la playa. Por un instante sintió los ojos de Artemisia clavados en su nuca. Sin saber por qué, se imaginó que esos ojos se convertían en dardos, y se le puso la piel de gallina.