Atenas, 11 de septiembre, al atardecer
—Oh, hija de Zeus, portadora de la égida, hermosa diosa de los ojos glaucos, te ruego que mantengas alejados a los persas de tu ciudad y que protejas a tu suplicante Apolonia y a su hija Mnesiptólema.
Apolonia miró de reojo a Euterpe, la madre de Temístocles. Su gesto era tan hierático como el de la estatua de madera, pero sin su sonrisa. La joven se apresuró a añadir, mientras pulverizaba incienso sobre el pebetero:
—Y también te ruego que protejas a tus hijos los atenienses, que han salido al encuentro del bárbaro para evitar que profane tu ciudad. Por favor, diosa guerrera, tú que hiciste volver a Ulises a los brazos de su esposa Penélope, cuida a Temístocles, hijo del noble Neocles, que te consagró este tesoro, y permite que regrese sano y salvo al hogar de los suyos.
Ese hogar al que ahora pertenezco, añadió para sí, aunque ella misma no sabía hasta qué punto era cierto.
No resultaba fácil pasar de ser la señora de la casa a convertirse en una invitada, la protegida de Temístocles. En teoría, la condición de Apolonia estaba por encima de las esclavas de la casa, pero en la práctica pintaba mucho menos que ellas. No sabía aún cuáles eran las costumbres y los horarios, ignoraba dónde se guardaban los objetos del ajuar y qué criterios seguían para organizarlos. En cualquier caso, no tenía autoridad para cambiar nada de sitio. Así que se sentía un estorbo, un mueble que siempre se las arreglaba para estar en medio. Para colmo su hija, con sus dos años apenas cumplidos, no hacía más que reír y gritar, corretear por todas partes, tropezar y darse coscorrones con todo objeto picudo que hubiera en su camino.
Por suerte, a Arquipa, la esposa de Temístocles, no parecía molestarle que Nesi fuera un torbellino.
—Deja que tus esclavas se encarguen de ella —le aconsejaba con toda cachaza—. Para eso están.
Eso era, al menos, lo que hacía ella con sus hijos. Su pedagogo era un esclavo enjuto y nervioso que se movía como el azogue y tenía la mano muy rápida, pero aun así no daba abasto para controlar a los cuatro niños. El mayor, Neocles, acababa de cumplir seis años y todavía no había empezado a ir al gramatista para aprender letras y cuentas. Aunque por su edad debería estar un poco más asentado que los demás, era un rabo de lagartija —su abuela lo llamaba «rabo de salamanquesa» en una broma privada que al parecer no hacía mucha gracia a Temístocles—. Los demás, Diocles, Polieucto y Cleofanto, se dedicaban a echar carreras por la casa, volcar taburetes y pegarse a todas horas mientras su madre chasqueaba la lengua y se limitaba a decir: «Niiiiños…».
En realidad, en esa casa Arquipa era un estorbo mayor que la propia Apolonia. Como gobernanta de un hogar, no valía ni media moneda de cobre. Que no cogiera una escoba ni se agrietara los nudillos refregando las tablas del suelo con el cepillo de cerdas o frotando la ropa era comprensible.
En cambio, hilar era una actividad tan noble que hasta la propia reina Penélope se dedicaba a ella, pero ¡había que ver a Arquipa cuando se juntaba a tejer con las esclavas y con su suegra! Euterpe, que pese a que había perdido vista con los años tejía y bordaba con tanta habilidad como Aracne, no hacía más que levantar los ojos de su labor y contemplar con desesperación la desmaña de Arquipa.
La esposa de Temístocles estaba confeccionando para el bebé que esperaba una mantita de lana cuadrada y lisa, sin tan siquiera una triste greca. Al paso que iba, era obvio que la criatura iba a nacer y la dichosa manta todavía no estaría lista.
Cuando se refería a su nuera, Euterpe solía utilizar la palabra «yegua» con bastante retintín.
Apolonia no entendía la alusión, pues Arquipa no poseía rasgos ni miembros caballunos. Su esclavo Arges, que conocía todo tipo de poemas misóginos, le había explicado que se trataba de una referencia a un yambo de Semónides, y a continuación se lo había recitado.
A cierto tipo de mujer hizo la divinidad
que naciera de la hermosa yegua de largas crines.
Esa mujer evita los trabajos duros y serviles
y es incapaz de tocar la muela ni el cedazo.
No saca la basura de casa ni se sienta junto al horno,
¡no sea que se manche de hollín!
Pero la seducción de esa mujer es irresistible.
Cada día se baña dos veces y hasta tres,
y siempre se unge con perfumes.
Cada día peina su abundante melena
y con flores la decora.
Arges había tomado carrerilla y había seguido con una enumeración de mujeres nacidas del mono, la comadreja o el asno de las que se afirmaban lindezas similares o peores, hasta que Apolonia le ordenó que se callara. Al parecer, sólo la estirpe de la abeja se salvaba.
Pero aunque el cáustico Semónides se habría merecido que todas las mujeres del mundo se juntaran para sacarle los ojos con los alfileres de sus túnicas, en el caso de la yegua había que reconocer que había dado en el clavo. La esposa de Temístocles no podía tener tiempo material para trabajar en la casa ni atender a sus hijos, porque lo empleaba todo en bañarse, perfumarse con aceites, pastas y plumas untadas en talco aromatizado, cepillarse el pelo y maquillarse con todo tipo de polvos: malaquita o cobalto para los párpados, almagre para los labios, antimonio para parecer aún más pálida. ¿Qué habría visto en ella Temístocles? Cierto que con su piel blanca, sus ojos azules y sus cabellos rubios era una mujer muy bella. Incluso, se decía Apolonia con pérfido placer, debía haber sido mucho más bella antes de que la preñez le hinchara los tobillos como sendas columnas dóricas y le abotargara el rostro. Por no hablar de que si seguía abusando de la camomila, esa mujer iba a conseguir que la mula del establo le mordiera la cabeza confundiendo sus cabellos con la paja del pesebre.
A ratos, Apolonia se arrepentía de pensar tan mal de Arquipa, porque era amable con ella y le hacía más carantoñas a Nesi que a sus propios hijos. «¡Ojalá esta vez sea una niña!», decía acariciándose la tripa. Pero cuando se enteró de que el padre y el esposo de Apolonia habían sido artesano y mercader respectivamente, levantó su delicada nariz y dijo tan sólo:
—Ah.
Ese único «ah» expresaba generaciones y generaciones de superioridad innata. Arquipa se enorgullecía tanto de su linaje que limitaba su conversación a los parentescos, bodas, alianzas y rencillas de las familias eupátridas. Se jactaba de pertenecer al clan de los Alcmeónidas, aunque sólo descendía de ellos por parte de madre. Su padre, Lisandro, era un noble empobrecido de una casa menor que había accedido gustoso a casar a su única hija con Temístocles a cambio de no tener que dotarla.
Si Temístocles había elegido a Arquipa para emparentar con la nobleza ateniense y medrar en política, mucho se temía Apolonia que se había equivocado de medio a medio. Era evidente que Arquipa despreciaba la clase social de su marido y que le importaban un comino sus actividades. En cambio, siempre tenía una alabanza presta en la boca para un tal Arístides y, de paso, para su esposa.
—Timandra es muy afortunada de estar casada con él —había dicho esa misma mañana mientras Euterpe y Apolonia tejían y ella fingía ocuparse en algo parecido—. Yo me sentiría orgullosa de tener como marido a alguien a quien toda la ciudad llama el Justo.
—Hummm —se había limitado a decir Euterpe, sin mirarla.
—Arístides es un gran hombre —prosiguió Arquipa—. Temístocles debe comprender que si quiere hacer algo de provecho en la ciudad, no tiene más remedio que llevarse bien con él. Pero es demasiado testarudo para reconocer cuándo alguien proviene de una familia mejor.
Apolonia vio cómo las ventanillas de la nariz de Euterpe se dilataban. Sin levantar los ojos de su labor, la madre de Temístocles dijo:
—Mi hijo será grande en esta ciudad por sí solo. Mucho más que todos los Arístides, Milcíades y Jantipos juntos. Lo que pasa es que aún no ha llegado su momento. —Sólo entonces se dignó levantar la cabeza y mirar a su nuera—. Y, por cierto, su familia, que es la mía, gobierna en Halicarnaso. ¿Dónde gobierna la tuya, querida? Apolonia pensó que si en ese momento hubiera deslizado un cuchillo por el aire que corría entre ambas, se habría quedado tan atascado como si cortara manteca fría. Por suerte, Nesi irrumpió justo entonces para enseñarles su muñeca nueva, y con eso había roto la tensión. Al menos, Arquipa no había vuelto a abrir la boca en un rato.
En realidad, Apolonia tenía la impresión de que a la madre de Temístocles le venía bien que su nuera fuese una inútil, porque así seguía siendo ella quien lo manejaba todo. Era Euterpe quien llevaba las cuentas y guardaba las llaves de la bodega, las alacenas y los cofres, e incluso la llave del gineceo. Aunque Temístocles nunca cerraba los aposentos de las mujeres, entre otras cosas porque debía confiar en que el control de su madre era el mejor candado.
—Y bendice también a Euterpe, la madre de Temístocles —dijo ahora Apolonia, echando una pizca más de incienso—, porque nos ha acogido a mí y a mi hija en su casa con una bondad que no nos merecemos.
Volvió la mirada a Euterpe y le sonrió. Ella también tenía sus poderes; sabía que si quería hacerse valer en casa de Temístocles, debía llevarse bien con su madre. Aunque no fuera tan guapa como Arquipa, tenía los dientes más blancos y la sonrisa más cálida y sincera, así que procuraba regalársela a menudo a la severa Euterpe. Y cuando ésta le daba consejos innecesarios, en vez de poner los ojos en blanco como su nuera, agachaba la cabeza humildemente, daba las gracias y obedecía, o al menos fingía hacerlo.
—Gracias, hija —contestó Euterpe—. Vámonos ya, que se hace tarde.
Ambas estaban arrodilladas delante del xóanon de Atenea, una estatua de madera pintada de poco más de un metro de altura. La diosa las miraba con una enigmática sonrisa. Sus ojos eran grandes, aunque un tanto rasgados, no tan redondos como los de la verdadera Atenea. Apolonia podía decirlo, porque conocía el auténtico rostro de la diosa.
Se incorporó y le tendió el brazo a Euterpe. La madre de Temístocles se puso de pie sin apenas apoyar su peso en ella. Era una mujer alta, más de lo que Apolonia se habría esperado observando la estatura de su hijo, que no pasaba de mediana. Tenía sesenta años y lo reconocía sin el menor pudor. Podría haber pasado por más joven, porque tenía la mirada vivaz y los ademanes enérgicos, y caminaba tiesa como una lanza. Pero el cabello le había encanecido muchos años antes, a raíz de la enfermedad de su marido. Ahora lo tenía blanco y se negaba a teñírselo pese a los consejos de su nuera.
Estaban en el interior del tesoro de Neocles, un pequeño templete cuadrado de apenas dos metros de lado. La escasa luz entraba por la puerta, una celosía reforzada con barrotes de bronce. En el interior había diversos objetos de cierto valor, todos consagrados a Atenea por Temístocles y, antes que él, por su padre. Se veían allí trípodes de bronce, calderos de cobre con un fino repujado, exvotos de terracota pintados, un viejo escudo con chapa de auricalco y un hoplita de plata de un palmo de alto, con una desproporcionada cimera que abultaba más que todo el resto del cuerpo.
Apolonia llevaba varios días seguidos subiendo allí para agradecer a la diosa el mensaje en sueños que la había salvado, para rogarle que intercediera ante los dioses infernales de modo que fuesen amables con el espíritu de su marido y, sobre todo, para suplicar que Atenas no corriera el mismo destino que Eretria. El día en que llegó a la ciudad le había preguntado a Temístocles dónde podría rezarle a la diosa.
—En la Acrópolis —contestó él—. Está casi entera consagrada a Atenea. Además, allí tenemos un pequeño tesoro familiar. Mi esposa nunca va y a mí apenas me queda tiempo últimamente.
Estará bien que alguien vaya a agasajar a la diosa.
Apolonia procuraba subir por las tardes, pues por la mañana hilaba y tejía con las demás mujeres para que no pensaran que se había instalado en su casa como un parásito. Hoy, cuando se disponía a rendir la visita a la diosa, Euterpe la había sorprendido perfumándose, echándose sobre la cabeza y los hombros un fino manto verde y diciendo que la acompañaba.
—Tengo el presentimiento de que va a ser un día importante —fue toda su explicación.
Por eso habían ofrecido juntas el incienso a Atenea, aunque Euterpe fue tan amable de permitir que Apolonia, que había gozado del privilegio de recibir la visita de la diosa, hablara en nombre de las dos.
Ambas mujeres salieron juntas del tesoro. Fuera las esperaban Ticlo, un esclavo de confianza de Temístocles, y el tuerto Arges. Apolonia parpadeó un poco, deslumbrada por la luz, pues el interior del templete era bastante oscuro. El viento soplaba con fuerza, agitando la ropa. Venía del sur y arrastraba el olor salobre del mar, aunque Apolonia, acostumbrada, apenas reparaba en él. Se sujetó el manto para que no se le salieran los cabellos, pues no era decoroso que una mujer recién enviudada los mostrara en público, y observó cómo Ticlo, que siempre la acompañaba a la Acrópolis, cerraba el tesoro con llave y después se la entregaba a Euterpe.
El día en que me dejen esa llave significará que confían en mí.
Apolonia ya se dirigía hacia la escalera oeste, la única entrada y salida de la Acrópolis, donde se levantaba un santuario de Ártemis. Pero Euterpe la agarró del brazo y le dijo:
—Espera, hija. Hacía días que no subía aquí. Déjame que vea el mar.
Caminaron hacia el bastión sur de la Acrópolis, que dominaba el barrio de Colito y el camino que conducía a la bahía de Falero. A Apolonia no le importó demorarse un poco más. Nesi estaba atendida. Sus esclavas la cuidaban bien y ayudaban a controlar a esos cuatro trastos que eran los hijos de Temístocles.
Aunque Atenas la había decepcionado, la Acrópolis le gustaba mucho. Era más grande que la de Eretria y resultaba mucho más agradable caminar por ella, porque desde tiempos inmemoriales sus moradores habían convertido la parte superior en una explanada con apenas una suave pendiente hacia el este. Estaba plagada de tesoros como el de Neodes, donde los ciudadanos pudientes consagraban sus ofrendas a Atenea, mientras proclamaban su riqueza. También había un sinfín de columnas y pedestales con todo tipo de estatuas y exvotos. Había caballos y perros de bronce y de mármol, jóvenes jinetes, aurigas con ojos de lapislázuli sujetando riendas doradas, esfinges, sátiros y otras criaturas fabulosas de terracota, caliza y maderas variadas. Las que más le gustaban a Apolonia eran las korai, doncellas esculpidas en piedra a tamaño casi natural. Lucían peinados de gran refinamiento y túnicas y mantos drapeados de vivos colores, y ofrecían una sonrisa melancólica y remota a todo aquel que pasaba ante ellas.
Las dos mujeres pasaron junto a la fachada este del Hecatompedón, un templo en honor de Atenea al que llamaban así porque su lado más largo medía cien pies. Apolonia volvió a levantar la cabeza para admirarlo, como todas las tardes. En la acrótera, coronando el templo, una enorme Gorgona con serpientes enroscadas en la cintura sonreía con una mueca sangrienta. Bajo ella, en el frontón triangular, Atenea combatía contra el gigante Encélado, al que acababa de derribar. La estatua era más moderna que otras de la Acrópolis y su autor, con mayor audacia, se había atrevido a representar a la diosa en movimiento, inclinada sobre el gigante y extendiendo hacia él el brazo que sostenía el escudo mientras con el derecho se aprestaba a hincarle la lanza de bronce.
Al parecer, el Hecatompedón tenía los días contados. La asamblea había votado construir un templo el doble de grande si conseguían rechazar la invasión persa.
—A estos atenienses les encantan las novedades —comentó Euterpe cuando Apolonia sacó el tema—. Siempre quieren derribar cosas para construir encima otras nuevas. Mi hijo es igual.
A Apolonia le resultaba curioso que la madre de Temístocles, que llevaba ya cuarenta años en la ciudad, no se sintiera ateniense. Por otra parte, aunque la joven se guardó muy bien de decir nada, el esclavo Ticlole había dicho que si iban a derribar el Hecatompedón no era sólo por afán de novedades, sino porque se estaba derrumbando. Justo bajo la figura de Atenea había dos puntales de madera sosteniendo el arquitrabe en sustitución de una columna que se había resquebrajado. Al parecer, dos años antes se había producido un terremoto que había descuadernado toda la estructura del edificio.
Llegaron a la pared meridional y se apoyaron en el pretil de piedra. El aire que soplaba desde el mar era agradable, casi fresco para ser verano. Apolonia cerró los ojos y respiró hondo. Luego volvió a abrirlos y admiró el panorama. Atenas estaba en un valle triangular que se abría hacia el mar, delimitado al oeste por el Egáleo y al este por el Himeto, célebre por su miel. Según le habían dicho, en plena canícula el aire se encalmaba entre los dos montes y el calor resultaba tan insoportable que hasta las lagartijas sudaban. Pero ahora la temperatura era suave. El sol empezaba a declinar más allá de Salamina y su reflejo en el mar difuminaba los contornos de la isla.
—¡Mirad! —dijo Arges.
Apolonia se volvió a su izquierda. Por allí, rebasando el promontorio del Zóster, donde el Himeto bajaba hasta el mar, había aparecido un barco. La joven pensó que debía de tratarse de un mercante despistado cuya tripulación ignoraba lo peligrosas que se habían vuelto aquellas aguas.
Pero el corazón se le vino a los pies cuando comprobó que detrás de esa nave venían más, formadas en hileras. Arges, que con su único ojo veía casi tan bien como el mítico Linceo, dijo:
—Es una flota desplegada en tres columnas.
Apolonia no se habría atrevido a precisar tanto, pero sí se dio cuenta de que cada vez había más naves, decenas de ellas. Era obvio que no iban a la isla de Egina, pues la vanguardia de la flota viró hacia el norte, en dirección a la bahía de Falero, y los demás barcos la siguieron.
—¿Son los persas? —preguntó una voz cascada.
Apolonia se volvió. El que había preguntado era un anciano que venía del brazo de una joven, acaso su nieta. Tenía los ojos lechosos de cataratas y una cicatriz que le cruzaba la cara y lo señalaba como un antiguo hoplita.
—Tienen que serlo, señor —respondió Arges—. Nadie en estos mares posee una flota tan grande.
Se quedaron allí congelados, viendo cómo seguían surgiendo más y más barcos en el horizonte.
El pretil se había llenado de gente que miraba hacia el sur con incredulidad. Hasta ahora, la amenaza de los persas sólo había sido un eco abstracto, una conseja inventada por los políticos para dar miedo al pueblo. Pero ahora, frente a sus ojos, los atenienses tenían cientos de barcos. La misma visión de pesadilla que Apolonia había contemplado veinte días antes, un tiempo que se le antojaba una eternidad, cuando la flota de Datis varó frente a Eretria y todo su mundo cambió para siempre.
Por lo visto, su mundo iba a volver a cambiar. La joven se volvió hacia el Hecatompedón. Qué crueles sois los dioses. ¡Cómo os burláis de los mortales! Atenea las había traído allí sólo para que se hicieran ilusiones, pero su destino iba a ser el mismo que habrían sufrido de quedarse en Eretria, o aún peor.
Entre los concurrentes se oían llantos y gemidos de desaliento. Los sacerdotes y sacerdotisas habían salido a las gradas de los templos y señalaban hacia Falero entre gritos, y había quienes se desgarraban las vestiduras y se mesaban los cabellos impetrando protección a los dioses de la Acrópolis. Muchos acudían al altar que se erigía entre el Hecatompedón y el templo de Atenea Políade y que servía a la vez para ambos santuarios. Mientras los fieles se postraban ante el ara, se echaban cenizas en la cabeza y agitaban ramas de olivo para suplicar a la diosa que los salvara, Apolonia no podía apartar la mirada del sur. Debía faltar una hora para que los primeros barcos arribaran a la playa de Falero. De allí a las puertas de Atenas no tardarían mucho más de otra hora.
Al pie de la Acrópolis, los veteranos que no habían acudido a Maratón y los efebos que aún no habían completado su adiestramiento corrían a proteger la parte sur de la muralla. Apolonia pensó que esa patética guarnición no aguantaría ni la primera noche de asedio.
—No viene sólo la flota —dijo Arges, en tono lúgubre.
Siguiendo la dirección que les marcaba el dedo del esclavo, Apolonia y Euterpe miraron hacia el este. Por allí se levantaban varias columnas de humo muy seguidas. No, se corrigió enseguida Apolonia. No podían serlo, no se trataba de las hogueras de la ciudad, pues estaban en el campo, entre los árboles que rodeaban el camino de Maratón. La joven recordó su huida de Eretria, y se dio cuenta de que eran nubes de polvo.
—¿Es la caballería persa? —preguntó.
—No —respondió Arges—. Mira qué alargada y espesa es la polvareda. Se trata de infantería.
Todo un ejército.
Atenea bendita, no, por favor. Lo único que quería Apolonia ahora era bajar de la Acrópolis, ir a la casa de Temístocles y recoger a su hija. Pero ¿dónde se esconderían luego? Tal vez la ciudadela donde se hallaban podría aguantar, pues las paredes naturales del cerro estaban reforzadas con una muralla erigida siglos atrás. Pero si bajaba a por la niña, para cuando quisiera volver la Acrópolis ya estaría atestada de refugiados y sería imposible entrar en ella.
Aun así, no tenía otro remedio. No iba a dejar a Nesi sola.
—¡Espera, señora! —dijo Arges, agarrándola del brazo al ver que hacía ademán de irse—. Quiero comprobar una cosa.
El esclavo prácticamente la arrastró hasta el rincón oriental de la Acrópolis, el más alto de la ciudadela. Desde allí, junto al recinto sagrado de Pandión, abuelo del héroe Teseo, se dominaba mejor el camino que venía de Maratón por la margen norte del río. La nube de polvo era larga, como la que dejaría una caravana de varios kilómetros de longitud. Los primeros hombres de esa comitiva aparecieron a la altura del Cinosarges, un gimnasio consagrado a Heracles. Aquel lugar estaba a casi mil metros de la Acrópolis, tan lejos que a Apolonia le resultaba imposible distinguir qué armas y qué uniformes llevaban.
—¿Qué ves, Arges, qué ves? ¿Son los persas? En el claro que rodeaba el santuario de Heracles había cada vez más tropas, aunque por el camino se seguían divisando pequeñas tolvaneras que el viento arrastraba hacia el norte.
—No lo sé, señora —dijo Arges—. Que me arranquen el otro ojo si me equivoco, pero… No, no me atrevo a decirlo.
Una trompeta sonó en el Cinosarges, entonando cinco notas. Después no fue una sola trompeta, sino muchas más, que repetían una y otra vez la misma melodía tersa y vibrante, mientras desde la muralla les respondían con una llamada similar.
—¿Qué significan? —preguntó Apolonia. El corazón le saltaba en el pecho. Pero no quería creer, se negaba a que los dioses volvieran a engañarla.
—¿Que qué significan? —dijo el anciano ciego, que se había acercado a ellas—. Ese toque es inconfundible, hija mía. Es el sonido más dulce que puede cantar el bronce de una trompeta guerrera. Cinco notas para cinco sílabas. —El anciano sonrió, rememorando viejos tiempos—. Significa: «Hemos vencido» (Nenikekamen, en griego).